17 de junio
Salta
CUANDO AQUELLA NOCHE me metí en la cama tuve miedo a lo que pudiera soñar. Cuanto más intentaba no pensar en Macon y en mi madre, más pensaba en ellos, y dicen que se sueña con lo último que piensas antes de quedarte dormido. Agotado de pensar en no pensar, sólo era cuestión de tiempo que a través del colchón acabara por hundirme en la oscuridad y mi cama se convirtiera en barco…
Oí el rumor de unos sauces.
Me mecía. El cielo era azul, límpido y surrealista. Giré la cabeza para mirar hacia un lado. Madera astillada pintada de un azul parecido al del techo de mi habitación. Flotaba en el río en un bote de neumáticos o de remos.
Me incorporé y el bote se balanceó. Una mano pequeña y blanca asomaba por la borda, uno de sus delgados dedos se deslizaba tocando el agua. Me fijé en las olas que alteraban el reflejo de un cielo perfecto. Por lo demás, la superficie del río estaba fresca y tranquila como un cristal.
Lena estaba tumbada en la popa. Llevaba un vestido blanco de película en blanco y negro con seda, cintas y botoncitos de perlas. Llevaba un parasol negro. Los cabellos, las uñas y los labios también eran negros. Iba de lado, acurrucada y aplastada contra el bote, el brazo colgaba por el costado.
—Lena.
No abrió los ojos pero sonrió.
—Ethan, tengo frío.
Me fijé en su mano, que ahora estaba metida en el agua hasta la muñeca.
—Es verano, el agua está caliente.
Intenté acercarme a ella a gatas, pero el bote se movía. Se asomó más por la borda. Advertí sus Converse negras por debajo del vestido.
Yo no podía moverme.
Ahora el agua le llegaba por el codo y sus cabellos tocan la superficie del agua, flotaban.
—¡Siéntate, L! ¡Te vas a caer!
Ella se echó a reír y soltó el parasol, que quedó flotando. Quise acercarme a ella otra vez, pero el bote se bamboleó violentamente.
—¿No te han dicho? Ya he caído.
Me abalancé hacia ella. Que aquello estuviera ocurriendo no podía ser verdad, pero lo era. Lo supe porque esperaba oír a la zambullida.
Al golpearme con la borda, abrí los ojos. El mundo se mecía y ella ya no estaba. Miré hacia el fondo y sólo pude ver el agua verdosa y turbia del Santee y los oscuros cabellos de Lena. Metí la mano en el agua. No podía pensar.
Salta o sigue en el barco.
Aún veía su pelo. Se sumergía cada vez más, rebelde, tranquilo e impresionante como una mítica criatura marina. En las profundidades del río vi un rostro blanco y borroso atrapado bajo un cristal.
—¿Mamá?
Me senté en la cama empapado y tosiendo. La luz de la luna entraba por la ventana, que estaba abierta otra vez. Me levanté, fui al baño y bebí agua con la mano hasta que remitió la tos. Me miré en el espejo. Estaba oscuro y apenas distinguía mis rasgos. Traté de encontrar mis ojos entre las sombras y vi otra cosa… una luz distante.
Dejé de ver el espejo y las sombras de mi rostro y sólo vi la luz y retazos de imágenes que aparecían y se desvanecían.
Intenté concentrar la mirada y deducir algún sentido de cuanto veía, pero se presentaba y se alejaba muy deprisa y con sobresaltos, como si lo contemplara desde una montaña rusa. Vi la calle mojada, reluciente y oscura. Estaba a pocos centímetros de mí, así que fue como si me arrastrara por el suelo. Pero eso era imposible, porque las imágenes discurrían muy aprisa. Las esquinas, rectas y elevadas, sobresalían al entrar en mi campo de visión. La calzada se levantaba y venía a mi encuentro.
Sólo veía la luz y la calle, tan extrañamente próxima. Me agarré al lavabo para no caerme y sentí frío de la porcelana. Estaba mareado y las imágenes no dejaban de asaltarme. La luz se acercaba. Mi visión cambió bruscamente, como si hubiera doblado la esquina de un laberinto, y todo se hizo más lento.
Vi a dos personas apoyadas en una pared de ladrillos sucia bajo una farola. Era la luz que había vislumbrado en la distancia. Las veía desde abajo, como si estuviera tumbado en el suelo, y sólo en silueta.
—Tendría que haber dejado una nota. Mi abuela estará preocupada.
Era Lena, que estaba delante de mí. No se trataba de una visión, no al menos, de una visión como las que tuve al tocar el guardapelo o el diario de Macon.
—¡Lena! —llamé, pero no reaccionó.
La otra persona se acercó. Supe que era John antes de verla la cara.
—Si hubieras dejado una nota, la utilizarían para encontrarnos con un simple Localizador, sobre todo tu abuela, que tiene unos poderes extraordinarios —dijo, y apoyó la mano en el hombro de Lena—. Supongo que es cosa de familia.
—Yo no me siento poderosa. En realidad, no sé cómo me siento.
—No querrás dar media vuelta ahora, ¿verdad? —dijo John cogiéndole la mano para que Lena le mostrara la palma. Rebuscó en su bolsillo, sacó un rotulador y comenzó a escribir en la mano de Lena ajeno a cuanto le rodeada.
Lena negó con la cabeza al ver lo que ponía.
—No. Ese ya no es el lugar al que pertenezco. Habría acabado por hacerles daño. Siempre hago daño a las personas que me quieren.
—Lena… —Era absurdo, no me oía.
—No será así cuando lleguemos a la Frontera. No habrá Luz ni Oscuridad, ni Naturales ni Cataclyst, sólo magia en su forma más pura. Lo cual significa ausencia de juicios y etiquetas.
Los dos observaban con atención lo que John escribía en la mano de Lena. Sus cabezas casi se tocaban. Lena giró la muñeca para que John pudiera seguir escribiendo.
—Tengo miedo —dijo.
—No permitiré que te pase nada —respondió John apartándole el flequillo de la cara y colocándoselo detrás de la oreja. Un gesto que yo solía hacer. Me pregunté si Lena se acordaría.
—Me cuesta creer que exista un lugar así. La gente lleva toda la vida juzgándome —dijo Lena. Se rio, pero percibí cierto nerviosismo en su voz.
—Por eso vamos. Para que por fin puedas ser tú misma —dijo John, y debió de sentir algún dolor en el hombro, porque lo encogió y se lo agarró haciendo una mueca. Lo soltó antes de que Lena pudiera darse cuenta, pero yo sí me percaté.
—¿Yo misma? Pero si ni siquiera me conozco —dijo Lena separándose de la pared y mirando a lo lejos. Se colocó de perfil a la farola y pude ver la silueta de su rostro. Vi también su collar, que brilló en la oscuridad.
—Pues a mí me encantaría conocerte —dijo John acercándose a Lena. Hablaba con tanta delicadeza que me costaba entender lo que decía.
Lena parecía cansada, pero reconocí su maliciosa sonrisa.
—Si alguna vez lo consigo, a mí me encantará que lo hagas.
—Eh, gatitos, ¿están listos ya?
Era Ridley, que apareció por la esquina lamiendo un chupachups de cereza.
Lena se volvió y la farola iluminó la mano que John había decorado. Sólo que no lo había hecho con palabras, como yo creía, sino con trazos negros, los mismos que llevaba en la feria y que yo había visto en su cuaderno. Antes de poder observar algo más, mi punto de vista cambió: desaparecieron y sólo pude ver una calle de adoquines ancha y mojada. Y luego la oscuridad.
No sé cuánto tiempo estuve agarrado al lavabo. Tenía la sensación de que si lo soltaba, moriría. Me temblaban las manos y se me doblaban las piernas. ¿Qué había ocurrido? No se trataba de una visión. Lena estaba tan cerca que habría podido tocarla. ¿Por qué no me había oído?
Daba igual. Finalmente, como dijo que haría, había huido. No sabía dónde estaba, pero había visto lo suficiente de los Túneles para reconocerlos.
Se había marchado en dirección a la Frontera de la que yo no había oído hablar. Ya no tenía nada que ver conmigo. No quería soñar con ella, ni verla, ni saber de ella.
Olvídalo, vuelve a la cama, es lo que te hace falta, me dije.
Salta o sigue en el barco.
Que sueño más confuso. Pero, en realidad, todo aquello no tenía nada que ver conmigo. El bote se hundía conmigo o sin mí.
Me separé del lavabo poco a poco y me senté en el retrete. Luego volví dando tumbos a mi habitación. Me acerqué a las cajas de zapatos colocadas junto a la pared, contenían cuanto era importante para mí y todo lo que quería guardar en secreto. Me quedé mirándolas unos instantes. Sabía lo que estaba buscando, pero no en que caja estaba.
Agua como cristal, me dije al pensar en el sueño.
Intenté recordar dónde estaba, lo cual era ridículo, porque sabía perfectamente lo que había en todas las cajas. O, al menos, el día anterior lo sabía. Traté de recordar, pero era incapaz de vislumbrar algo más allá de las setenta u ochenta cajas que se apilaban ante mí. Adidas negras, New Balance verdes… No podía recordar.
Había abierto unas doce cuando encontré la negra de las Converse. La cajita de manera seguía allí. Cogí con cuidado la lisa y delicada esfera del forro de terciopelo, que conservó su huella oscura y aplastada como si llevara allí mil años.
El Arco de Luz.
Era el objeto más preciado de mi madre y Marian me lo había regalado. ¿Por qué aquel día precisamente?
En mi mano, la pálida esfera reflejó la habitación hasta que su superficie cobró vida, y se llenó de colores. Tenía un brillo verde pálido. Volví a ver y a oír a Lena. Siempre hago daño a las personas que me quieren.
El brillo empezó a apagarse y el Arco de Luz volvió a quedar negro, opaco, frío e inerte. Pero no dejé de sentir a Lena. Sentía dónde estaba, como si el Arco fuera una especie de brújula capaz de guiarme hasta ella. Después de todo, quizá yo fuera un Wayward.
Pero eso no tenía ningún sentido, porque lo último que yo quería era estar con Lena y John. En tal caso, sin embargo, ¿por qué los había visto?
Me bullían las ideas. ¿La Frontera? ¿Un lugar donde no había ni Oscuridad ni Luz? ¿Era eso posible?
Volverme a dormir era absurdo.
Cogí una camiseta arrugada de Atari. Sabía lo que tenía que hacer.
No sabía si acabaríamos juntos, pero aquello era más grande que ella y que yo. Tal vez fuera más grande que el Orden de las Cosas o que el hecho de que Galileo se diera cuenta que la Tierra gira alrededor del Sol. Que no quisiera ver a Lena no tenía la menor importancia. El caso es que la había visto. Y también a John y a Ridley. Y lo había hecho por una razón.
Pero no tenía la menor idea de cuál podía ser.
Por eso era imperioso hablar con el mismísimo Galileo.
Al salir a la calle oí cantar a los curiosos gallos del señor Mackey. Eran las cinco menos cuarto y todavía quedaba mucho para el amanecer, pero recorrí el pueblo como si estuviéramos a media tarde. Oía el ruido de mis pisadas al andar por la agrietada acera y el pegajoso asfalto.
¿Adónde iban? ¿Por qué los había visto? ¿Por qué era importante?
Oí un ruido a mi espalda. Al volverme, Lucille ladeó la cabeza y se sentó en la acera. Yo negué con la cabeza y seguí caminando. Esa gata loca pensaba seguirme, pero no me importó. Tal vez fuéramos los dos únicos seres en todo el pueblo que a esas horas ya estábamos despiertos.
Tal vez… pero no. El Galileo de Gatlin también estaba levantado. Nada más doblar la esquina de la calle de Marian, vi luz en su casa, en la habitación de los invitados.
Al acercarme, vi parpadear una segunda luz en el porche.
—Liv.
Subí los escalones corriendo y oí un ruido metálico, como si algo hubiera caído al suelo.
—¡Maldita sea!
La lente de un enorme telescopio giró hacia mí y tuve que agacharme. Liv estaba al otro extremo de la lente. Casi no le vi la cara, pero sí el brusco balanceo de sus trenzas.
—¿Por qué tienes que entrar como un ladrón? ¡Vaya susto me has metido! —dijo accionando una palanca para que el telescopio recuperara la posición sobre su alto trípode de aluminio.
—Que yo sepa, los ladrones suelen entrar por la puerta de atrás y sin hacer ruido —dije haciendo esfuerzos por no fijarme en su pijama, una especie de bóxers para chica bajo una camiseta con una imagen de Plutón y la leyenda: EL PLANETA ENANO DICE: ELIGE A ALGUIEN DE TU TAMAÑO.
—No te he visto —dijo Liv ajustando el ocular para mirar por el telescopio—. ¿Qué haces levantado a estas horas? ¿Estás mal de la cabeza?
—Esa es una de las cosas que todavía trato de averiguar.
—No pierdas el tiempo. La respuesta es sí.
—Hablaba en serio.
Me estudió con la mirada, cogió su cuaderno rojo y empezó a escribir.
—Te estoy escuchando, es que tengo que anotar unos datos.
Me asomé por encima de su hombro.
—¿Qué miras?
—El cielo.
Volvió a girar el telescopio y consultó el selenómetro. Anotó más datos.
—Eso ya lo sé.
—Mira tú. —Se hizo a un lado para dejarme sitio. Miré a través de la lente. El cielo estaba lleno e luces, estrellas y polvo de galaxias, y ni remotamente parecía el cielo de Gatlin—. ¿Qué ves?
—El cielo. Estrellas. La Luna. Es fantástico.
—Ahora mira. —Me apartó del telescopio y miré el cielo a simple vista. A pesar de que era noche cerrada, no podía ver ni la mitad de estrellas que había visto a través del telescopio.
—Las estrellas no brillan tanto —dije, y volví a mirar por el telescopio. El cielo volvió a explotar en una lluvia de estrellas. Observé de nuevo el cielo a simple vista. El real era más oscuro y sus estrellas brillaban menos. Se parecía más a un inmenso vacío—. Qué raro. Qué distintas parecen las estrellas a través de tu telescopio.
—Eso es porque no están todas en el cielo.
—¿De qué estás hablando? El cielo es el cielo.
Liv miró la Luna.
—Menos cuando no lo es.
—¿Qué quieres decir?
—En realidad, nadie lo sabe. Hay constelaciones Caster y constelaciones Mortales. Y no son las mismas. O, al menos, para el ojo Mortal, que por desgracia es del que tú y yo disponemos, no parecen las mismas —dijo. Sonrió y cambió uno de los parámetros del telescopio. Y me han dicho que los Caster no pueden ver las constelaciones Mortales.
—¿Cómo es eso posible?
—¿Cómo es nada posible?
—¿Nuestro cielo es real o sólo nos lo parece? —Me sentía como una abeja carpintera en el momento de enterarse de que hasta ese momento había tomado por cielo un techo pintado de azul.
—¿Existe alguna diferencia? —preguntó Liv señalando el cielo—. ¿Ves esa constelación, la Osa Mayor? La conoces, ¿verdad? —Asentí—. Mira hacia abajo siguiendo la línea que forman las dos estrellas de la derecha, ¿ves esa estrella que brilla tanto?
—Sí, es la Estrella del Norte. —Cualquier Boy Scout de Gatlin habría sabido localizarla.
—Exacto. Polaris. Ahora mira dónde termina el fondo del caso que forma la constelación, su punto más bajo. ¿Ves algo? —Negué con la cabeza. Liv volvió a mirar por el telescopio y ajustó primero una rueda y luego otra—. Mira ahora —dijo, dando un paso atrás.
A través del telescopio vi la Osa Mayor exactamente igual a como se veía a simple vista, sólo que más brillante.
—Es más o menos igual.
—Ahora fíjate en el fondo del cazo. En el mismo sitio de antes. ¿Qué ves?
—Nada.
—Vuelve a mirar —insistió Liv, molesta.
—¿Por qué? Ahí no hay nada.
—¿Cómo que no hay nada? —dijo, y miró a través de la lente—. Eso no es posible. Se supone que tiene que haber una estrella de siete puntas, lo que los Mortales llamamos una estrella de las hadas. —Una estrella de siete puntas. Lena llevaba una en su collar—. Es el equivalente Caster de nuestra Estrella del Norte. Sólo que no señala el Norte, sino el Sur, que tiene una importancia mística en el universo Caster. La llaman la Estrella del Sur. Espera un momento, que la voy a buscar para que la veas. —Volvió a mirar por el telescopio—. Pero sigue hablando. Seguro que no has venido a escuchar una lección sobre estrellas de siete puntas. ¿Qué ocurre?
No había razón para posponer la noticia por más tiempo.
—Lena se ha fugado con John y Ridley. Están en los Túneles.
Por fin conseguí captar toda su atención.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—Es complicado de explicar. Los he visto en una visión que no era una visión.
—¿Cómo cuando tocaste el diario de Macon en su estudio?
—No toqué nada. Me estaba mirando en el espejo y de pronto empecé a ver pasar imágenes a toda velocidad, como lo que se ve de reojo cuando vas corriendo. Cuando me detuve, los vi en un callejón a pocos metros de mí, pero ellos no podían ni verme ni oírme a mí. —Estaba divagando.
—¿Qué hacían? —preguntó Liv.
—Hablaban de la Frontera, un sitio donde todo será perfecto y podrán vivir felices para siempre. Eso decía John —dije, procurando disimular mi amargura.
—¿Dijeron que se dirigían a la Frontera? ¿Estás seguro?
—Sí. ¿Por qué? —De pronto sentí que el Arco de Luz, que lo llevaba en el bolsillo, se calentaba.
—El de la Frontera es uno de los mitos más antiguos de los Caster, un lugar de magia antigua y poderosa que existió mucho antes de la división entre Luz y Sombra, una especie de Nirvana. Ninguna persona racional cree que exista.
—Pues John Breed cree que sí.
Liv miró al cielo.
—O eso dice. Es pura ficción, pero una ficción muy poderosa. Como la idea de que la Tierra es plana y de que el Sol orbita a su alrededor. —Así pues, había encontrado a mi Galileo.
Me había dirigido a casa de Marian en busca de una razón para volver a la cama, a Jackson y a mi vida. En busca de una explicación que me aclarara por qué había visto a Lena en el espejo de mi cuarto de baño. Para convergerme de que no me había vuelto loco. En busca de una respuesta que no me condujera de nuevo a Lena. Y había encontrado precisamente lo contrario.
Liv siguió hablando ajena a la piedra que se hundía en mi estómago y a la que ardía en mi bolsillo.
—Según la leyenda, si sigues la Estrella del Sur, encontrarás la Frontera.
—¿Y si no se ve la estrella? —Este pensamiento dio pie a otro, y luego a otro y otro más. Me bullía la cabeza.
Liv no respondía porque estaba ajustando las lentes.
—Tiene que estar ahí. A mi telescopio debe de pasarle algo.
—¿Y si no está? ¿Y si ha desaparecido? La galaxia cambia continuamente, ¿verdad?
—Claro. En el año 3000 Polaris ya no será la Estrella del Norte. La sustituirá Alrai. Que, ya que me preguntas, en árabe significa «el pastor».
—En el año 3000.
—Exactamente. Dentro de mil años. Una estrella no puede desaparecer de pronto. Antes tiene que producirse una gran explosión cósmica. No es un acontecimiento sutil.
—«Así se acaba el mundo, no con una explosión, sino con un gemido». —Recordaba el verso de T. S. Eliot. Antes de su cumpleaños, Lena no podía quitárselo de la cabeza.
—Si bueno, me encanta ese poema, pero la ciencia no tiene nada que ver con todo eso.
No con una explosión, sino un gemido. ¿O era no con un gemido, sino una explosión? No podía recordar el verso exactamente, aunque Lena lo había introducido en un poema que escribió en la pared al morir Macon.
¿Intuía ya entonces adónde conducía lo que estaba sucediendo? Sentí un malestar en el estómago y el Arco de Luz estaba tan caliente que me quemaba la piel.
—A tu telescopio no le pasa nada.
Liv consultó el selenómetro.
—Me temo que esta cosa se ha estropeado. No sólo falla por el alcance, tampoco marca bien las cifras.
—Los corazones se irán y las estrellas tras ellos —cité sin proponérmelo. La canción me vino a la cabeza como esas viejas melodías que recordamos sin pensar.
—¿Qué?
—Nada, Diecisiete lunas, una canción que no dejo de oír. Tiene que ver con la Cristalización de Lena.
—¿Una canción de presagio? —preguntó Liv con incredulidad.
—¿Así se llama? —Debí de haberme imaginado que tendría un nombre.
—Presagia el futuro. ¿Llevas oyendo una canción de presagio todo este tiempo? ¿Por qué no me lo habías dicho?
Me encogí de hombros. Porque era idiota, porque no quería hablar de Lena con ella, porque esa canción había servido de antesala de cosas horribles. Había donde escoger.
—¿Qué más dice la canción?
—Habla de esferas y de una luna que llega antes de tiempo. Luego dice eso que te he dicho: los corazones se irán y las estrellas tras ellos… Y no me acuerdo de más.
Liv se sentó en las escaleras del porche.
—«Antes de tiempo, la luna que esperas». ¿Es eso lo que dice exactamente la canción?
—Primero la luna y luego las estrellas. Sí, estoy seguro.
El cielo empezaba a iluminarse con los primeros rayos del día.
—Convocar una Luna de Cristalización antes de tiempo. Eso lo explicaría.
—¿Qué? ¿Qué falte esa estrella?
Liv hizo un gesto de impaciencia.
—Es más que la estrella. Convocar una luna fuera de tiempo podría alterar todo el Orden de las Cosas, los campos magnéticos y los campos mágicos. Eso explicaría los cambios en el cielo Caster. El mundo Caster guarda un equilibrio natural tan delicado como el nuestro.
—¿Qué podría provocar esos cambios?
—Querrás decir quién —dijo Liv encogiendo las piernas.
Sólo podía referirse a una persona.
—¿Sarafine?
—En los archivos no hay noticia de ningún Caster tan poderoso que pueda convocar la luna antes de tiempo, pero si alguien lo está haciendo, no hay forma de saber cuándo o dónde se producirá la próxima Cristalización.
Hablar de Cristalización equivalía a hablar de Lena.
Me acordé de lo que Marian dijo en el cementerio: no elegimos la verdad, sólo nuestra actitud frente a ella.
—Si todo esto tiene que ver con una Luna de Cristalización, también le afecta a Lena, Marian puede ayudarnos, deberíamos despertarla —dije, y nada más hacerlo me di cuenta. Tal vez Marian pudiera ayudarnos, pero eso no significa que fuera a hacerlo. Era una Guardiana y no podía inmiscuirse.
Liv pensaba lo mismo que yo.
—¿De verdad crees que la profesora Ashcroft va a permitir que bajemos a los Túneles a buscar a Lena después de lo que ocurrió la otra noche? Nos encerraría en la sala de libros raros lo que queda de verano.
Peor. Llamaría a Amma y yo tendría que pasarme todos los días del verano llevando a las Hermanas a la iglesia en el viejo Cadillac de tía Grace.
Salta o sigue en el barco.
En realidad no tuve que decidirme. La decisión la había tomado tiempo atrás al bajar del coche en la carretera 9 una noche de lluvia. Fue entonces cuando salté. Tanto si Lena y yo estábamos juntos como si no, yo ya no seguía en el barco. No estaba dispuesto a permitir que John Breed, Sarafine, una estrella ausente, la luna o el extraño cielo de los Caster me detuvieran. Se lo debía a aquella chica de la carretera 9.
—Liv, yo puedo encontrar a Lena. No sé cómo, pero puedo. Tú puedes seguir la pista de la luna con tu selenómetro, ¿verdad?
—Puedo medir las variaciones de atracción magnética de la luna. ¿Es lo que querías saber?
—Entonces, ¿puedes encontrar la Luna de Cristalización?
—Si mis cálculos son correctos, el tiempo lo permite, los corolarios típicos entre las constelaciones de los Caster y los Mortales se conservan…
—Simplemente esperaba un sí o un no.
Mientras reflexionaba, Liv jugueteaba con sus trenzas.
—Sí.
—Si nos vamos, tenemos que hacerlo antes de que se despierten Amma y Marian.
Liv dudó. Como Guardiana-en-ciernes, no podía intervenir, pero, juntos, éramos expertos en buscarnos problemas.
—Lena podría estar en peligro.
—Liv, si no quieres venir…
—Pues claro que quiero ir. Llevo estudiando el mundo y las estrellas de los Caster desde los cinco años. Siempre había querido formar parte de él, pero hasta hace unas semanas sólo lo conocía por los libros y a través del telescopio. Ya estoy cansada de observar. Aunque la profesora Ashcroft…
Había juzgado mal a Liv. No era como Marian. No se contentaba con archivar pergaminos Caster, quería demostrar que la tierra no era plana.
—Salta o sigue en el barco, Guardiana. ¿Vienes?
Salía el sol. Se nos agotaba el tiempo.
—¿Estás seguro de que quieres que vaya? —me preguntó sin mirarme. Yo tampoco la miraba. El recuerdo del beso que no llegamos a darnos pendía sobre nosotros.
—¿Conoces a alguien con un selenómetro de sobra y una mapa mental del universo Caster?
No estaba seguro de que los cálculos, las variaciones y los corolarios fueran a servirnos de ayuda, pero sabía que la canción no se equivocaba. Las observaciones de aquella noche lo confirmaban. Yo necesitaba ayuda y Lena también, aunque nuestra historia se hubiera acabado. En efecto, necesitaba ayuda y hasta una Guardiana fugitiva en busca de acción con un reloj loco me servía.
—Salto, ya no quiero seguir en el barco —dijo Liv tranquilamente y abrió la puerta mosquitera sin hacer ruido para entrar a por sus cosas. Se venía conmigo.
—¿Estás segura? —Yo no quería ser la razón de que me acompañara. No, al menos, la única razón. Eso me decía, pero tal vez fuera mentira.
—¿Conoces a otra persona lo bastante loca para ir en busca de un lugar mítico donde un demonio Sobrenatural trata de convocar una Luna de Cristalización? —dijo con una sonrisa y abriendo la puerta.
—Pues la verdad es que sí.