3
ESTABA SENTADO, SOLO E INCÓMODO, en el estudio de Malcolm Abercrombie.
Había llegado casi con diez minutos de antelación a mi cita y me quedé en la atestada y bulliciosa calle durante unos nueve minutos, estudiando la atrevida estructura de su enorme casa, la precisión matemática de sus jardines formales, la gracia y belleza de dos grandes fuentes de piedra situadas en las alas este y oeste de la casa.
Finalmente, cuando tuve la certeza de que no podría causar ningún posible desorden apareciendo antes de la hora fijada, me planté en el sendero automático, preparado para ser transportado al instante a la puerta de entrada… y no sucedió nada.
Comencé a sentir un pánico inminente. La casa estaba emplazada a unos ciento cincuenta metros de la calle, y dada mi estructura física y la gravedad algo pesada de Lejano Londres, me era imposible atravesar la distancia en el único minuto que me quedaba. Había dispuesto de tres días de preparación para nuestro encuentro y, a pesar de ello, iba a llegar tarde.
No me quedaba otra elección que empezar a caminar… y en el momento en que lo hice, una voz mecánica me preguntó si deseaba acercarme a la puerta principal, a la entrada de servicio o a la puerta del ala de los invitados.
- La puerta principal, por favor -indiqué con una enorme sensación de alivio.
- Lo siento -dijo la voz inexpresiva-, pero mi programación no me permite transportar a ningún miembro de una raza no humana hasta la puerta principal. Por favor, ¿querría hacer otra elección?
- Tengo una cita con el señor Abercrombie -declaré-. Todavía desconozco si voy a ser invitado o sirviente.
- Mi programación no me permite transportar a ningún miembro de una raza no humana a la puerta del ala de los invitados. ¿Desea dirigirse a la puerta de los sirvientes?
- Sí -contesté-. Y, por favor, date prisa. Debo llegar en treinta segundos.
- Estoy programada para avanzar sólo a una velocidad. Por favor, prepárese; comenzaré en diez segundos.
Suspiré y planté con firmeza los pies; poco después, el sendero empezó a moverse despacio y con suavidad hacia la casa.
- No puede salir aquí -anunció cuando pasamos delante de la puerta principal, y repitió la orden un momento más tarde, cuando rodeamos el ala oeste de la casa.
Por último, se detuvo delante de una puerta más sencilla y me dijo que me apeara y entrara en la casa.
Así lo hice, y un robot espigado y lustroso rodó en mi dirección. Era el tercero que había visto en Londres Lejano.
- ¿Es usted Leonardo? -preguntó.
- Sí -contesté.
- Le esperan. Por favor, sígame.
Dio media vuelta y se deslizó por un corredor con paneles de madera en las paredes; luego se detuvo y esperó que lo alcanzara.
- Si entra en este estudio -indicó, abriéndome una puerta-, el señor Abercrombie se reunirá con usted en breve.
Entré en el estudio, tan aliviado de que mi retraso pasara relativamente desapercibido que apenas fui consciente de la instintiva incomodidad que se apoderó de mí en cuanto la puerta se cerró y de nuevo me quedé solo y aislado. Me puse a examinar el entorno, y me apresté a que Malcolm Abercrombie apareciera de un momento a otro.
Eso había sido cuarenta y cinco minutos antes, y ahora me sentía muy desnudo y solo.
El mismo estudio reflejaba la impresión que tenía del hombre: frío, rico y distante. Era una habitación grande, en realidad demasiado grande, en la que había varias puertas y cuyas paredes aparecían ostensiblemente vacías de todo holograma o pintura. Había un escritorio de madera barnizada de cara a la puerta por la que yo había entrado; pero, más allá de un cenicero y un juego de instrumentos de escritura sin usar, estaba vacío: ningún papel, ningún terminal de computadora, nada. La silla que había detrás de la mesa era alta y estrecha y, cuando me acerqué, noté que tenía un pequeño almohadón para proteger la zona lumbar de Abercrombie. Había tres sillas de cuero con respaldo alto, caras pero incómodas, alineadas a lo largo de una de las paredes, y en medio de dos se veía un pedestal de ónice que sostenía un pequeño bol de cristal de diseño altairiano. Una serie de ventanas detrás del escritorio daban a un acre de setos que habían sido cortados con meticulosidad hasta convertirlos en un intrincado laberinto.
Para mantener la mente alejada de mi aislamiento, de nuevo volví a considerar la mejor forma de dirigirme a mi anfitrión una vez llegara. Ya me había indicado el desagrado que sentía por el Dialecto de la Afinidad, y como yo no había solicitado esta reunión, rechacé el Dialecto de Súplica. El problema radicaba en que no sabía si era un invitado, que requeriría el Dialecto de los Invitados Distinguidos, o un consultor pagado, que emplearía el Dialecto de los Iguales. Y, por supuesto, siempre existía la posibilidad de que sólo fuera empleado por una semana, para lo cual sería aceptable el Dialecto de los Artesanos o (si no iba a existir ninguna relación social entre ambos) el Dialecto de los Negocios.
Seguía meditando en el problema cuando se abrió una puerta y Malcolm Abercrombie, vestido con ropas de color marrón y ámbar, como si quisiera complementar la decoración del cuarto, entró en el estudio y caminó directamente hacia el escritorio. Un cigarrillo importado de Spica, de olor dulce, sobresalía de una boquilla de oro sólido.
Se sentó y dio una última calada al cigarrillo; luego lo quitó de la boquilla y lo apagó en el cenicero. Se reclinó contra la silla, los dedos entrelazados sobre su estómago, y me miró. Yo permanecí inmóvil e intenté aparentar un aire de serenidad.
- Leonardo, ¿correcto? -preguntó por fin.
- Así es, Malcolm -contesté.
Frunció el ceño.
- Llámame señor Abercrombie.
Ahí desaparecía el Dialecto de los Iguales. Sin demora pasé al Dialecto de los Artesanos.
- Lo que desee, señor Abercrombie. Le aseguro que no pretendía ofenderle.
- Ya te haré saber cuando esté ofendido -contestó. Volvió a mirarme con fijeza-. Pareces incómodo ahí de pie. Coge un asiento.
- ¿Perdón?
- Una silla -indicó con una expresión de desagrado en la cara-. A menos que tu raza sea más feliz permaneciendo de pie. Me da lo mismo.
Me volví en dirección a las tres sillas de cuero de respaldo recto que había contra la pared.
- ¿La acerco hasta su escritorio de modo que podamos hablar con más facilidad? -sugerí mientras me dirigía a una.
- Déjala donde está -gruñó-. Si nos vemos obligados, levantaremos las voces.
- Como desee -acepté, sentándome con cuidado.
- Supongo que debería ofrecerte una copa o algo -comentó Abercrombie. Se detuvo-. ¿Vosotros bebéis?
- Ya he disfrutado de mi ración diaria de agua -respondí-. Mi metabolismo es incapaz de asimilar estimulantes o intoxicantes humanos.
- Es igual -dijo. Volvió a mirarme-. ¿Sabes?, eres el primer alienígena que he dejado entrar jamás en mi casa.
- Me siento muy honrado, señor Abercrombie -dije.
Llegué a la conclusión que el Dialecto de los Artesanos era en realidad el adecuado, ya que el Dialecto de los Iguales no permite las mentiras sociales.
- A excepción de un par de sirvientes que no funcionaron -añadió-. Por último, tuve que echarlos de una patada en el culo.
- Lamento oírlo.
Se encogió de hombros.
- La culpa fue mía, por contratar alienígenas.
- Usted me ha contratado -señalé.
- Temporalmente.
Permanecimos sentados en silencio durante un momento. Luego introdujo otro cigarrillo en la boquilla, lo encendió y me observó desde el otro extremo del cuarto.
- ¿Qué demonios estás haciendo con un nombre como Leonardo? -preguntó de repente.
- De joven aspiraba a ser un artista -contesté-. Carecía del talento suficiente; sin embargo, siempre he guardado mi portafolios, y de vez en cuando lo aumento con alguna obra. Poco después de llegar a las Galerías Clairborne en un programa de intercambio, le mostré mi trabajo a Héctor Rayburn. Le llamó la atención una interpretación twainista de la «Mona Lisa», de da Vinci, y como mi nombre es impronunciable para los humanos, el Amigo Héctor decidió llamarme Leonardo.
- Es un nombre estúpido -dijo Abercrombie.
El Dialecto de los Artesanos no me permitía contradecir a mi empleador cuando realizaba una declaración tan contundente, de modo que guardé silencio.
- Pertenece a un Hombre barbudo y manchado de pintura -continuó-, no a una pesadilla veteada, con ojos anaranjados y nariz a un lado de la cara.
- Es una parte esencial de mi Patrón -expliqué-. Mi orificio respiratorio se encuentra entre mis ojos. Posiblemente, usted no pueda verlo desde esa distancia.
- Mantengamos la distancia tal como está -indicó-. Ver tu nariz no es una de mis prioridades.
- Me quedaré aquí -le aseguré-. No ha de temerme.
- ¿Temerte? -preguntó con desprecio-. ¡Demonios, he perdido la cuenta de los alienígenas que he matado! Participé en la Batalla de Canfor VI, y me pasé tres años en la Guerra Raboliana. Quizá tenga que soportar a algunos de vosotros, bastardos presumidos, que lleváis ropas, aprendéis el idioma terrano y fingís ser Hombres, pero no tiene por qué gustarme. Quédate donde estás y nos llevaremos bien.
Como sentía un desagrado tan manifiesto por mi presencia, tuve aún más curiosidad por saber la razón de que la hubiera solicitado. Planteé la pregunta de la manera más delicada e inofensiva que permitía el Dialecto de los Artesanos. Necesité tres intentos para hacerme entender.
- Dispongo de razones para creer que puedes llegar a resultarme útil -contestó.
- ¿En qué sentido? -inquirí.
- Quién dirige esta entrevista, ¿tú o yo? -dijo irritado.
- Usted, señor Abercrombie.
Dio otra calada al cigarrillo, se adelantó hasta que pudo apoyar los codos sobre la mesa y me miró fijamente.
- ¿Cuánto crees que valgo?
- No tengo ni idea -contesté, sorprendido por la pregunta.
- Cerca de 600 millones de créditos -informó, observándome con detenimiento en busca de una reacción-. Si cumples con tu trabajo, descubrirás que soy generoso, incluso con un alienígena. -Sin parpadear, me escrutó con ojos centelleantes-. Pero quiero que sepas que si alguna vez intentas aprovecharte de mí, soy el hijo de puta más rencoroso que conocerás. Coge un solo cenicero y gastaré cada uno de esos 600 millones de créditos para cazarte. ¿Entendido?
Resultó muy afortunado para los dos que yo no estuviera empleando el Dialecto de los Iguales, pues mi respuesta le habría ofendido mucho y, con toda probabilidad, me habría causado una profunda incomodidad física. Simplemente dije:
- Los Bjornn no roban, señor Abercrombie. Es contrario a las leyes civiles y morales.
- Igual que las guerras, pero nadie deja de librarlas -comentó-. He pasado cuarenta años reuniendo mi colección de arte, y antes de darte libre acceso a ella, quiero saber algo más de ti.
- Si le preocupa la seguridad de su colección, no hay necesidad de que la vea -dije.
- Sí que la hay -afirmó.
- Seguro que está protegida con un sistema de seguridad -indiqué, al tiempo que mi color se intensificaba por el júbilo de poder ver una fabulosa colección privada.
- No sería la primera vez que un alienígena lograra atravesar un sistema diseñado para detener a un Hombre. -Calló y frunció el ceño-. ¿Por qué no paras de cambiar de color?
- Sólo la intensidad de mis colores cambia -expliqué-. No los colores en sí.
- Responde a mi pregunta.
- Es la expresión involuntaria del estado emocional de los Bjornn.
- ¿Y qué significa esta expresión en particular? -insistió.
- Que me fascina la idea de ver su colección -contesté-. Espero que la intensificación de mi color no le haya perturbado.
- Cualquier cosa que no entienda me perturba -respondió-. ¿Qué me dices de las franjas? ¿También cambian?
- No -contesté-. Al igual que la marca de mi cara a la que usted se refirió antes, son elementos esenciales del Patrón de la Casa de Crsthionn.
- ¿Quieres decir que son una especie de tatuaje?
- Sí -mentí. Después de todo, ¿cómo le explicas el Patrón hereditario a un hombre que encuentra todos los colores y patrones inferiores al suyo?
- ¿Qué edad tenías cuando recibiste tu Patrón? -inquirió con una muestra de curiosidad.
- Era muy joven -contesté con sinceridad.
- ¿Te lo dieron después de unirte a la Casa de Crsthionn?
- No, señor Abercrombie -dije, tratando de hacer que mi respuesta fuera sencilla y relativamente veraz-. Me convertí en un miembro de la Casa de Crsthionn después de recibir mi Patrón.
- ¿Una especie de ceremonia de iniciación? -preguntó.
- En realidad, no -dije.
Decidió pasar a un tema paralelo.
- ¿Qué hay de tu mujer? ¿También ella tiene un Patrón?
- Sí.
- ¿Cómo es el de ella?
- Supongo que muy parecido al mío -contesté-. Nunca la he visto.
Parpadeó.
- ¿Nunca has visto a tu propia mujer?
- No, señor Abercrombie.
- ¿La verás alguna vez?
- Por supuesto -indiqué-. ¿De qué otra manera nos propagaríamos?
- No tengo ni idea -dijo-. ¿Quién sabe como os propagáis vosotros, los alienígenas?
- Podría explicárselo -ofrecí.
- Ahórrame los detalles -cortó, haciendo que sus facciones faciales formaran una mueca.
- Si lo desea -contesté-. No quería ofenderle. Para un Bjornn, el acto de propagación es una función natural, igual que la ingestión y la excreción.
- ¡Ya basta! -exclamó-. No te mandé llamar para que me contaras vuestras costumbres de baño.
- Sí, señor Abercrombie.
- Es asqueroso y pervertido.
- Lamento que piense eso -dije-. Sin duda, he elegido el modo equivocado de expresión.
Me observó durante un largo rato.
- No tienes mucho valor, ¿verdad?
- No le comprendo, señor Abercrombie.
- No dejaría que nadie me hablara de la forma en que yo me he dirigido a ti. Le escupiría a la cara y me iría.
- Usted se ha ofrecido a pagarle a las Galerías Clairborne por mis servicios -expliqué-. Avergonzaría a mi Casa si no honrara mi compromiso.
- Pero te gustaría atizarme, ¿no es cierto? -continuó.
- No, señor Abercrombie. Creo que no disfrutaría nada con ello.
- ¡Jesús! -exclamó con desprecio-. Por lo menos los canforitas cayeron luchando. ¿Qué os pasa a vosotros, los Bjornn?
- Tal vez la respuesta sea que, a diferencia de los Hombres y los habitantes de Canfor VI y VII, los Bjornn no descendemos de carnívoros, y, por lo tanto, carecemos de sus rasgos agresivos.
Me miró durante un momento, y se encogió de hombros.
- De acuerdo -dijo-. Pasemos a los negocios.
- Entonces, ¿mis respuestas le han satisfecho?
- No en especial. Pero me han convencido de que no tienes las agallas para robarme. -Se puso de pie-. Sigúeme.
- ¿A qué distancia? -pregunté, recordando la prohibición de acercarme a él.
- Cállate y hazlo -rugió, dirigiéndose a la puerta.
La abrió cuando le di alcance y le seguí a una galería grande y bien iluminada, de unos veintiún metros de largo y seis de ancho. Unos cincuenta hologramas y pinturas colgaban de las oscuras paredes de madera, cada uno de un maestro reconocido.
- ¡Exquisito! -exclamé, examinando un paisaje de Ramotti de su Último Período Púrpura-. ¡Qué pinceladas tan elegantes!
- ¿Estás familiarizado con todas las pinturas? -preguntó.
- No -reconocí-. Algunas me son desconocidas.
- Pero, ¿conoces a los artistas?
Volví a mirarlas.
- Sí.
- Tres de ellas son ralsas. Dime cuáles son.
- ¿De cuánto tiempo dispongo? -inquirí.
- Del que quieras -calló durante un momento-. Ya brillas de nuevo.
- Disfruto con los retos -contesté… y la intensidad de mi color se desvaneció un instante después, cuando me di cuenta de la declaración tan egocéntrica que había realizado.
Recorrí la galería y me detuve ante cada uno de los hologramas y pinturas, analizándolos tan rápidamente como era capaz. Por último, volví al lado de Abercrombie, teniendo cuidado de detenerme a tres metros de él.
- Ha intentado engañarme, señor Abercrombie -dije con una sonrisa-. Hay cuatro obras fraudulentas.
- ¡Y una mierda! -espetó.
- La pintura de Skarlos, la naturaleza muerta de Ngoni, el holograma de Perkins y el desnudo de Menke son duplicados.
- ¡Pagué 800.000 créditos por el Ngoni!
- Entonces le engañaron -afirmé con suavidad-. Ngoni vivió en Nuevo Kenya hace cinco siglos; sin embargo, la pintura tiene menos de tres siglos.
- ¿Cómo lo sabes? -preguntó.
Intenté explicarle cómo un Bjornn puede analizar la composición química de las pinturas y las diversas texturas de las telas, la madera y las planchas de partículas, pero como los ojos humanos no ven en el espectro infrarrojo y ultravioleta, estaba más allá de su comprensión, y no había ningún dialecto que pudiera incorporar los términos adecuados en sus equivalentes terranos, que, de hecho, no existían.
- De acuerdo -dijo-. Aceptaré tu palabra. -Se detuvo, sumido en meditación; luego, alzó la vista-. La enviaré a Odysseus para un certificado de autentificación, y si no pasa la prueba, mi agente en Nuevo Kenya deseará no haber nacido.
- ¿Acerté con los otros tres? -Asintió-. ¿Puedo asumir, entonces, que he venido para autentificar varias compras que usted ha realizado o pretende realizar?
- No -dijo-. Quería comprobar si conocías tu trabajo. -Guardó silencio; después, añadió a regañadientes-: Lo conoces.
- Gracias, señor Abercrombie.
- Ven a la otra sala -indicó; abrió una puerta que había en el extremo de la galería. Le seguí hasta un cuarto pequeño, al menos pequeño para esta casa, y me encontré en un recinto sin ventanas, cuyas paredes estaban cubiertas por diecisiete pinturas y cinco hologramas, un par de exquisitos camafeos y una pequeña estatua… todos mostraban parecido con la mujer de la pintura de Kilcullen.
- ¿Bien? -preguntó después de permitirme un breve examen de las obras.
- Estoy muy impresionado -dije; la intensidad de mi color volvió a intensificarse-. Creo que cuatro de las pinturas fueron hechas antes de la Era Galáctica.
- Sí -acordó-. Y la estatua es anterior al nacimiento de Cristo.
- ¿Qué religión representa? -pregunté.
- Ninguna.
Me sentí confundido.
- Pero que la misma mujer aparezca en obras de arte separadas por tantos milenios y billones de kilómetros, implica que es una formidable figura, mítica en la historia de su cultura.
- No tiene nada que ver con la historia de mi cultura -afirmó con obstinación.
- Entonces, ¿puede haber otra explicación para que haya aparecido en obras de arte tan diversas? -inquirí.
- No tengo ni idea.
- Es de lo más curioso -dije, retrocediendo y comparando tres de las pinturas más próximas-. Resulta obvio que se trata de la misma mujer. Siempre está vestida de negro, y posee la misma expresión persistente de tristeza en todos los trabajos.
- Espero que no estés sugiriendo que posó para cada uno de los artistas -indicó irritado Abercrombie-. Hay un espacio de siete milenios desde el primero al último. Los hombres pueden ser duros, pero tarde o temprano mueren. Por lo general temprano.
- Sugiero que, con bastante probabilidad, existe una única fuente, una pintura o talla antigua, y que todas estas obras son simples interpretaciones.
- Quizá -aceptó con muchas dudas-. Sin embargo, no he sido capaz de descubrirlo.
Una vez más recorrí despacio la estancia y examiné cada pieza.
- Poseen otra característica interesante en común -anuncié.
- ¿Cuál?
- Ni una sola ha sido realizada por un artista importante -señalé.
- ¿Nunca antes te encontraste con alguno de estos artistas? -preguntó, sorprendido.
- No -contesté.
- ¿Qué me dices de Kilcullen?
- Su nombre me era desconocido antes de la subasta.
- Entonces, ¿cómo pudiste establecer un valor de cincuenta mil créditos por la pintura? -espetó.
- Analizando la antigüedad de la obra, el punto de origen, la escuela general y la calidad; y, para terminar, teniendo en cuenta la relativa oscuridad del artista -contesté.
Pareció considerar mi respuesta durante un momento; después asintió.
- ¿Tienen algo más en común que puedas detectar? -preguntó.
- Usted es el único eslabón diferente que las une -respondí. Callé, consciente de la posibilidad de que se ofendiera por mi siguiente pregunta, aunque decidido a formularla-. ¿Me permite saber qué interés tiene en ellas, señor Abercrombie? La aparición de la modelo en tantos retratos es, sin duda, un misterio intrigante, pero debo señalarle que algunas son bastante toscas y de aficionado.
- Soy un coleccionista -dijo con un rastro de belicosidad.
- Entonces, ella tiene un significado para usted.
- Me gusta su cara -contestó.
- Es una cara hermosa -acordé-; no obstante, seguro que existe otro motivo.
- ¿Qué te induce a pensar eso?
- Hace dos noches le vi ofrecer 375.000 créditos por una pintura que sólo vale cincuenta mil.
- ¿Y qué?
- Sencillamente, infiero que debe tener algún motivo para ofrecer tanto dinero por encima y más allá de la admiración que siente por la belleza de la mujer.
Me observó un momento; luego, habló:
- Tengo ochenta y dos años, mi salud está deteriorándose, mi mujer ha muerto, mis dos hijos fueron abatidos en la Guerra Sett, no he hablado ni visto a mi hija en casi treinta años, tengo una nieta que no me cae nada bien y valgo 600 millones de créditos. ¿Qué crees tú que debería hacer con mi dinero… dejárselo a una mujer que no reconocería y a otra a la que no soporto?
Me aparté un poco de él, impactado porque con tanta indiferencia fuera capaz de rechazar el concepto y las obligaciones de Casa y Familia.
- Cincuenta mil créditos, 375.000 -continuó-, ¿dónde demonios está la diferencia? Si hubiera tenido que hacerlo, habría gastado cinco millones de créditos en el Kilcullen. Puedo permitirme el lujo de comprarme cualquier maldita cosa que desee, y ni un crédito de mi dinero me servirá cuando me encuentre en la tumba. -Se detuvo-. Ahí es donde entras tú.
- Por favor, expliqúese, señor Abercrombie.
- La noche pasada dijiste que habías visto a esta modelo… -señaló una de las pinturas-… dos veces con anterioridad.
- Es correcto.
- En una pintura y en un holograma.
- Sí. La pintura era de Patagonia IV, aunque fue comprada por un residente de Nuevo Rodesia, y el holograma procedía de Binder X.
- Los quiero… y cualquier otro que puedas descubrir.
- No sé de la existencia de ninguna otra obra, señor Abercrombie.
- Están ahí, en alguna parte, lo sé -contestó con convicción-. Las he perseguido durante veinticinco años, y desconocía las dos que viste tú.
- No sabría por dónde empezar a buscarlas -dije.
- Sabes por dónde comenzar a buscar dos de ellas -contestó-. Sabes dónde fueron vendidas, y puedes averiguar quién las compró.
- Supongo que sí -reconocí-. Pero eso no significa que sus nuevos compradores deseen separarse de las obras.
- Las venderán, seguro -prometió Abercrombie-. Tú sólo encuéntralas para mí, que yo me haré cargo. -Su mandíbula mostró una línea de firmeza-. Después nos dedicaremos a buscar las otras.
- Dudo mucho que sea capaz de encontrar en una semana las dos obras que vi, señor Abercrombie -indiqué.
- Pues te tomas un mes -dijo-. ¿Y qué?
- Usted únicamente me ha contratado por un período de una semana -le recordé.
- Te emplearé por todo el tiempo que necesite -respondió con brusquedad.
- Pero yo tengo obligaciones con las Galerías Clairborne -protesté.
- Déjame las Galerías Clairborne a mí.
- No pretendo ser irrespetuoso, señor Abercrombie, pero he venido a Lejano Londres en un programa de intercambio y debo…
- Mira -me interrumpió-, si tengo que comprar Clairborne para conseguir lo que quiero, ¡lo haré! ¿Ha quedado claro?
No se me ocurrió nada que replicar, así que no emití ninguna respuesta.
- Se te pagará bien -prosiguió con algo más de suavidad-. Sueldo, gastos, lo que te haga falta.
- Estoy aquí para aprender los procedimientos de las Galerías Clairborne, de modo que pueda impartírselos a otros miembros de mi Casa, tal como en la actualidad un empleado humano de Clairborne está aprendiendo de la Casa de Crsthionn.
- Tu Casa está en el negocio para ganar dinero, ¿verdad? -preguntó.
- Sí, desde luego.
- Entonces, le pagaré diez mil créditos al mes todo el tiempo que trabajes para mí. Esa cantidad está por encima de tu salario personal. ¿Solucionado el problema?
- No lo sé-contesté perplejo, mientras mi color fluctuaba frenéticamente-. Debo considerar su oferta con mucha atención.
- Deja que te lo facilite. Si la rechazas, te despediré aquí y ahora. Perderás tu trabajo, tu Casa no recibirá dinero. ¿Cómo encaja eso con tu precioso concepto de la deshonra?
- ¡Seguro que no habla en serio, señor Abercrombie!
Me miró con frialdad.
- Ponme a prueba -dijo con voz inexpresiva-. No amenazo en vano, y siempre consigo lo que quiero.
- Entonces no tengo elección -afirmé con tristeza-. Debo aceptar su oferta.
- Bien. Eso ya está arreglado. Me pondré en contacto con Rayburn por la tarde y le comunicaré nuestro nuevo acuerdo.
- Héctor Rayburn es mi igual. La directora de las Galerías Clairborne es Tai Chong.
- Madame Chong -repitió con tono lúgubre-. Sé todo sobre ella.
- Es muy inteligente.
- También es un corazón sangrante que ama a los alienígenas y que a veces olvida a qué raza pertenece.
- ¡No debe hablar de mi Gran Dama de esa forma! -exclamé con la firmeza que pude.
- ¡Ah! -dijo con una sonrisa-. ¡Después de todo, tienes algo de agallas! Permite que te dé un pequeño consejo, Leonardo… guarda el valor para ti y no lo desperdicies en ella. Es lo que yo llamo un corazón sangrante de fin de semana, y es la peor clase que hay.
- No le comprendo.
- Madame Chong es el tipo de mujer que iría corriendo a uno de vuestros mundos un fin de semana y marcharía por las calles con vosotros, exigiendo lo que fuere que estéis exigiendo… pero en cuanto llegue la mañana del lunes, cuando la Flota aterrice y empiece a romper cráneos, ella se encontrará de regreso en Lejano Londres sintiéndose una persona realizada y preguntándose a quién puede ayudar a liberar la semana próxima.
- ¡No seguiré escuchando semejantes cosas! -protesté, mi color no dejaba de fluctuar-. Mi Gran Dama ha sido amable y considerada conmigo en todos los aspectos.
- No puedes depositar la amabilidad en tu cuenta bancaria o mandarla a tu Casa. Yo te pago con la moneda del reino… y nadie me indica lo que puedo decir en mi propia casa.
No se me ocurrió ninguna réplica, así que guardé silencio.
- De acuerdo -añadió dando la cuestión por zanjada-. Todo arreglado.
- ¿Cuándo he de empezar? -pregunté.
- Ya lo has hecho.
- Pero debo obtener el permiso de Madame Chong.
- Yo me ocuparé de ello -dijo.
- Pero…
- ¿Estás dudando de mi palabra? -preguntó con tono ominoso.
- No, señor Abercrombie-contesté con un suspiro de resignación-. ¿Dónde trabajaré?
- Donde debas hacerlo. Si necesitas la biblioteca, úsala. Si tienes que volar al Cúmulo Albión, ve. Si necesitas comprar algo, cómpralo. Que me pasen los gastos a mí. Llamaré al banco y autorizaré tu nombre e identificación con ellos.
- ¿Y si quiero estudiar su colección?
- Instruiré a los robots para que te dejen pasar a cualquier hora de la noche o del día… pero sólo para ver la colección. El resto de la casa está prohibido para ti. ¿Lo has entendido bien?
- Sí, señor Abercrombie.
- Una cosa más.
- ¿Sí?
- Había un hombre llamado Venzia que llegó hasta los 350.000 créditos por la pintura de Kilcullen la otra noche, y habría subido mucho más si no hubiera estropeado su depósito de crédito. Trata de averiguar por qué.
- Posiblemente, también él está enamorado de la cara de la modelo -sugerí.
- Lo dudo.
- ¿Me permite preguntar por qué?
- Porque yo no he intentado mantener mis compras en secreto y, hasta ahora, jamás ha hecho una oferta por mis obras de arte.
- Investigaré el asunto, señor Abercrombie -contesté.
- Hazlo -concluyó, dando por terminada la entrevista.
Así fue como dejé el trabajo con Tai Chong, quien sentía compasión por todas las razas, y entré al servicio de Malcolm Abercrombie, a quien le desagradaban todas las razas por igual… incluyendo, sospechaba, la suya propia.