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¿POR DÓNDE COMENZAR?

No es una saga épica, aunque abarca milenios y sistemas estelares. Ni tampoco es una historia de pasión y romance, aunque fue la pasión y el romance lo que precipitó a varios de los participantes a su perdición. Ni siquiera se trata de una narración de gran aventura, aunque sin la gran aventura no habría ningún relato que contar.

Sencillamente, es una crónica real de acontecimientos y, como tal, debería ser presentada en el Lenguaje de la Narración Formal. Sin embargo, si así lo hiciera, haría falta que os relatara, en elegante orden, todas mis experiencias vitales desde el día de mi nacimiento, y ello os daría una visión distorsionada de mi importancia, ya que, con sinceridad, soy poco más que un espectador que, no obstante, logró llevar la deshonra a su nombre, su Casa y su raza.

Por lo tanto, elijo hablaros en el Lenguaje del Recital Informal y, de acuerdo con sus reglas, comenzaré mi historia en el último momento posible, el cual, de hecho, fue el primer momento de mi involucración personal.

Tuvo lugar mientras subía por las escaleras de titanio de la Galería de Arte Odysseus y, jadeando por el esfuerzo realizado en el denso y húmedo aire, me acerqué a la puerta principal del vasto y angular edificio. De pie ante ella había dos asistentes, ambos vestidos con los uniformes púrpura y las centelleantes franjas a los lados de sus pantalones, por lo que me pareció adecuado dirigirme a ellos en el Dialecto de los Invitados Honorables.

- Atención, mi buen hombre -dije con formalidad-. He de recibir instrucciones para llegar al emplazamiento de la próxima subasta.

- ¡Vaya, qué me aspen! -exclamó el más alto de los asistentes-. ¡No sólo lleva zapatos, también habla!

De inmediato me di cuenta de que había elegido la forma incorrecta de hablar. Rápidamente, pasé al Dialecto de la Súplica.

- Por favor, buen señor -comencé, disminuyendo mi color y bajando la cabeza en un gesto de entrega-. Mil perdones si he cometido alguna ofensa. Con humildad solicito que me ayudes a llegar a mi destino.

- Eso está mejor -gruñó, y me relajé un poco cuando se hizo aparente que había perdonado mi error social-. Veamos tus papeles.

Le di el pasaporte, la invitación y las credenciales; aguardé en silencio mientras él y su compañero los examinaban.

De repente, alzó la vista y me miró.

- ¿Leonardo? -inquirió con recelo.

- Sí, buen señor.

- ¿Qué hace alguien como tú con un nombre humano?

Señalé mi pasaporte.

- Si observas, mi buen señor, Leonardo no es mi nombre verdadero. Soy miembro de la Casa de Crsthionn.

Miró donde le indiqué, por dos veces intentó pronunciar mi nombre Bjornn y, por último, se rindió.

- Entonces, ¿cómo tienes en tu poder una invitación para un tal Leonardo?

- Así es como me llaman en mi lugar de empleo aquí en Londres Lejano, buen señor.

- ¿Te refieres al lugar donde trabajas?

- Sí -contesté, sin olvidar mover la cabeza en señal de afirmación-. En mi lugar de trabajo. En la actualidad, estoy asociado con las Galerías Clairborne.

- Así que… -musitó con tono de duda.

- Sí, buen señor. -Hice una reverencia y junté los hombros, una postura casi perfecta de no agresión-, ¿Puedo pasar ahora, por favor?

Sacudió la cabeza.

- No tengo nada en la lista que me proporcionó mi señor acerca de un alienígena llamado Leonardo.

Podría haberle indicado que los Hombres eran igual de alienígenas que los Bjornn en Lejano Londres; pero ello habría sido inconsistente con el Dialecto de Súplica. Además, ya le había ofendido una vez. Por lo tanto, me incliné aún más.

- Mis papeles están en orden -afirmé, mirando el titanio gris-. Te lo ruego, buen señor; si no se me permite desempeñar mi función, la Casa de Crsthionn será deshonrada.

- Primero hemos de determinar cuál es tu función -dijo-. Ahí dentro hay expuestas obras de arte por valor de unos 200 millones de créditos. Mi trabajo es el de cerciorarme de que tu función no sea robarlas.

- O, quizá, comértelas -añadió su compañero con una sonrisa.

- Por favor, buenos señores -insistí-. Si llamáis a Héctor Rayburn o Tai Chong, confirmarán mi identidad y mi derecho de estar aquí.

- ¿Tenemos algún Rayburn o Tai Chong dentro? -le preguntó el asistente a su camarada.

- Ni idea -contestó el otro-. Puedo comprobarlo.

- De acuerdo. Hazlo -se volvió hacia mí-. Muy bien, Leo.

- ¿Te diriges a mí, buen señor? -inquirí.

- ¿A quién si no?

- Has olvidado mi nombre, buen señor -comenté con amabilidad-. Es Leonardo.

- Mil perdones -dijo, imitando mi tono de voz y haciendo una profunda reverencia-, Leonardo. -De repente, se irguió-. Por qué no te diriges al lado Este del edificio mientras lo comprobamos, ¿eh? Si alguno de ellos te avala, te lo haré saber.

- Me siento muy ansioso por reunirme con mis asociados, buen señor -indiqué-. ¿No podría aguardar aquí?

Sacudió la cabeza.

- Estás causando un problema de tráfico.

Miré detrás de mí. No había nadie a la vista.

- Un problema de tráfico potencial -recalcó cuando volví a observarle. Comprendí que, de algún modo, había vuelto a ofenderle y, por lo tanto, dejé de emplear el Dialecto de Súplica.

- ¿Tardará mucho? -pregunté.

- ¿Qué ha pasado con el «buen señor» -quiso saber, ignorando mis palabras.

- Sin duda era la forma de hablar incorrecta -respondí-. Intento decidir qué dialecto no te ofenderá.

- ¿Qué te parece el silencio? -sugirió.

- No conozco ningún dialecto sin palabras -contesté con sinceridad-. ¿Serías tan amable de contestar mi pregunta?

- ¿Qué pregunta?

- ¿Cuánto tiempo estaré esperando?

- ¿Cómo demonios voy a saberlo? -contestó irritado-. Depende de cuántos Rayburn o Chong haya dentro. -Calló un instante-. Mira, sólo cumplo con mi trabajo. Y ahora vete al lado Este como un buen chico, o chica, o lo que seas, y alguien te comunicará cuando se haya comprobado tu identidad.

Di media vuelta y bajé los escalones. Todavía estaba desacostumbrado a usar zapatos, y la acera deslizante se movía a tanta velocidad que temí que rompiera mi equilibrio, de modo que me quedé en la calle, me dirigí al lado Este del edificio multifacetado de titanio y cristal y vi que no había nadie. Reduje mi marcha un poco para admirar un mosaico de cerámica que se hallaba empotrado en la pared de metal al nivel del ojo humano. Por último, llegué a una puerta lisa y sin ningún letrero, situada a una décima de grado del centro de la estructura. Estaba cerrada.

Me quedé ante la puerta y esperé, sintiéndome desnudo y algo incompleto, tal como siempre me sucede cuando estoy solo. Intenté no pensar en el calor y la seguridad de la Familia; sin embargo, cuando eres el único miembro de tu raza en un mundo extraño, no siempre resulta fácil. Transcurrieron cinco minutos; luego, diez más. Tuve la certeza de que con cada segundo que pasaba provocaba más deshonra sobre mi Madre de Patrón y mi Casa, lo cual hizo que mi propia desilusión ante la posibilidad de no ser capaz de llegar a ver las esculturas del fabuloso Morita palideciera y perdiera color en comparación.

Dos hembras humanas pasaron a mi lado y me miraron abiertamente. Mientras continuaban caminando calle arriba, una le susurró algo a la otra y las dos empezaron a reír.

Entonces, Tai Chong salió por la puerta y se acercó a mí presurosa.

- Leonardo -dijo al llegar a mi lado-. ¡Lamento este malentendido!

- No tiene importancia ahora que tú estás aquí, Gran Dama -repliqué, empleando el Dialecto de Afinidad, como siempre hacía en su presencia.

- ¿Llevas esperando mucho tiempo? -preguntó.

- No más de veinte minutos -contesté, ocultando las manos a la espalda, de modo que no pudiera verlas hasta que hubieran recuperado su color normal.

- ¡Es intolerable! -exclamó enfadada-. ¡Haré que despidan a los guardias de seguridad por esto!

- Fue mi culpa, Gran Dama-comenté-. Les ofendí con mi desconocimiento de la forma adecuada de dirigirme a ellos.

- ¡Tonterías! No han dejado de enviar a los alienígenas a esta puerta toda la noche.

Se me ocurrió que la galería debería haber contratado unos guardias menos sensibles y más compasivos; pero no dije nada y, por fin, Tai Chong estiró el brazo para cogerme de la mano y conducirme al interior.

- Tu color ha cambiado -indicó cuando a regañadientes alargué los dedos.

- La temperatura del exterior me resulta cálida -mentí, porque como ella no había aprendido a identificar la Tonalidad de la Angustia Emocional, no tuve deseos de causarle más consternación.

- No sabía que las temperaturas extremas te afectaban tanto -comentó con simpatía-. ¿Preferirías que te llevara de vuelta a tu hotel?

- ¡Por favor, permite que me quede! -exclamé con ansiedad, tratando de controlar el pánico de mi voz.

- Claro, si es lo que deseas -aseveró; me miró mientras mi color se tornaba aún más brillante-. Sólo estaba preocupada por ti.

- Te agradezco tu preocupación, Gran Dama, pero es imperativo que prosiga con mi educación y gane créditos para mi Casa. -Callé; luego, con un sentimiento de culpa, ya que iba a exponer una consideración personal, añadí-: Llevo años esperando la oportunidad de ver una escultura Morita.

- Lo que tú digas -contestó con un encogimiento de hombros-. Sin embargo, pienso quejarme de los guardias.

- Fue mi culpa, Gran Dama.

- Lo dudo mucho. De paso -comentó cuando entrábamos en el edificio-, creí que ibas a empezar a llamarme por mi nombre de pila.

- Haré un renovado esfuerzo por recordarlo, Gran Dama -dije.

- Me he dado cuenta de que no tienes ningún problema con el nombre del señor Rayburn.

- Él no es una Gran Dama -expliqué.

Emitió una risita seca.

- Algún día, Leonardo, he de visitar tu mundo, con todas sus Grandes Damas y sus no tan grandes caballeros.

Entonces, llegamos a la galería principal, una gran sala circular con paredes de cerámica blancas y una cúpula facetada compuesta de cristal solar bronceado, y el último rastro de mi incomodidad se desvaneció cuando sentí el calor y la proximidad de la multitud. Había unos cuatrocientos seres allí, vestidos con ropas llamativas y elegantes y, salvo unos pocos, todos eran humanos. Entre las otras razas distinguí a un lodinita, tres ramorianos, dos mollutei, un trío de seres alados procedentes del Cúmulo Quinellus y, en un rincón, orgulloso y distante, con los grises y correosos brazos cruzados sobre su pecho estrecho, había un canforita, cuyas medallas de resplandeciente cristal proclamaban que era un superviviente de dos sublevaciones armadas contra la Oligarquía humana.

Tai Chong, que aún sostenía mi mano, comenzó a escoltarme por la sala, presentándome a varios amigos y asociados de ella (a quienes me dirigí con tono grave en el Dialecto de la Diplomacia Cortés, cuya vaguedad pareció divertirles). Luego, Héctor Rayburn, con un aspecto muy elegante en sus acicaladas y lustrosas ropas de noche, se acercó a nosotros y nos saludó.

- Veo que le ha encontrado, Madame Chong -comentó.

- Esos bastardos de la puerta han creado una entrada Sólo Para Alienígenas -contestó con renovada ira.

Rayburn asintió con la cabeza.

- He oído que no han dejado de ponerle trabas a los alienígenas durante toda la noche.

- Fue sólo un pequeño malentendido, Amigo Héctor -intervine.

- Fue una seria violación de los modales -afirmó Tai Chong.

- Bueno, no parece que se haya hecho ningún daño permanente -comentó Rayburn con afabilidad. Ignoró la mirada colérica de Tai Chong-. Leonardo, ¿me permites robarte unos minutos de tu tiempo?

- Desde luego, Amigo Héctor -me volví hacia Tai Chong-. ¿Es aceptable para ti, Gran Dama?

- ¿El arte del Cúmulo de Albión? -le preguntó a Rayburn.

- Sí-contestó.

Ella me sonrió.

- Bueno, para eso hemos venido. Nos reuniremos cuando hayas terminado.

Rayburn me condujo fuera de la galería principal y por un estrecho corredor de suelo de madera.

- Va a ser un infierno vivir con ella los próximos dos días -comentó.

- ¿Perdón, Amigo Héctor?

- Madame Chong -explicó-. Ella y sus malditas causas. sabes que esos guardias sólo eran un par de patanes que no pretendían hacer ningún daño, y yo lo sé; pero a ella nunca la convencerás. -Calló un instante-. Me gustaría que defendiera a sus empleados humanos con el mismo vigor. -De repente, pareció incómodo-. No pretendía ofenderte, por supuesto.

- Sé que no querías ofenderme -contesté con cautela.

- Piensa que es capaz de cambiar la naturaleza humana de la noche a la mañana, y eso es imposible -continuó-. Uno de estos días va a meterse a defender la maldita causa equivocada de un alienígena o de un asesino esquizoide, o lo que fuere que esté defendiendo esa semana, y entonces se encontrará metida en serios problemas.

Antes de que pudiera pensar en una respuesta diplomática, llegamos a una pequeña galería rectangular que exponía unos cincuenta hologramas y pinturas. Había desnudos, retratos, paisajes terrestres, marinos y espaciales, bodegones, incluso algunas obras abstractas que habían sido creadas por una computadora equipada con un módulo de percepción Durham/Liebermann.

Rayburn aguardó hasta que yo terminé de examinar brevemente la colección; luego se volvió hacia mí.

- Tengo un cliente que está interesado en invertir en un par de piezas del Cúmulo Albión -dijo-. Y como ésa es tu especialidad, pensé que no te importaría que solicitara tu consejo.

Me encantará ayudarte en todo lo que pueda, Amigo Héctor -respondí-. ¿Cuánto dinero piensa invertir?

- Hasta un cuarto de millón de créditos. He marcado un par de obras en mi catálogo, pero me gustaría conocer tu valoración. -Se detuvo, incómodo-. Además, la autentificación nunca fue mi punto fuerte. En especial, me gustaría saber si consideras que el Primrose es auténtico. -De repente, pareció recuperar su confianza-. Yo tomaré la decisión final, y asumiré toda la responsabilidad. Pero, de todas formas, me gustaría tener tu opinión.

- Si he de serte de alguna utilidad, Amigo Héctor, respetuosamente debo solicitarte que me permitas examinar las obras con más detenimiento.

Se mostró aliviado.

- Por supuesto. Regresaré en unos minutos. -Se dirigió a la entrada-. Quiero probar ese vino denebiano antes de que se termine. -Se paró al ver que mi color se oscurecía-. No te importa, ¿verdad? Quiero decir, no hay nada que pueda hacer aquí salvo quedarme quieto y observarte.

- No, Amigo Héctor -mentí-. No me importa.

- Bien. Sabía que todo eso que decía Madame Chong acerca de que a los Bjornn no les gustaba estar solos era pura imaginación de ella. -Salió al corredor, y luego volvió a asomar la cabeza por la puerta-. ¿No te olvidarás de comprobar el Primrose?

- No lo olvidaré, Amigo Héctor -repuse.

- Perfecto. Te veré en un rato.

Entonces se marchó y yo me obligué a concentrarme en las obras de arte en vez de en mi aislamiento; poco a poco, la sensación de desnudez se situó detrás de mi total enfrascamiento en las piezas de la sala.

La mayoría de las pinturas bidimensionales estaban entre los seis y diez siglos de antigüedad, aunque había una (y ni siquiera muy buena) que parecía tener unos tres mil años. La mayoría de los hologramas, en especial los compuestos en static-stace -patrones electroestáticos congelados en estasis- no tenían más de un siglo de antigüedad; pero, una vez más, había uno que daba la impresión de remontarse casi cinco milenios en el pasado, a los días en que la raza del Hombre empezaba a diseminarse por la galaxia.

Sin duda alguna, todas las piezas, menos esas dos, habían sido creadas por manos humanas, y creí que existía la posibilidad de que una de las otras también. Sólo dos de los artistas eran importantes de verdad -Jablonski, que había vivido hacía tres mil años en Kabalka V, y Primrose, que había adquirido cierta notoriedad en Barios IV antes de que su obra se desprestigiara-, pero el resto de las piezas encajaba en las escuelas claramente definidas y fácilmente reconocidas del Cúmulo Albión.

Examiné el Primrose, una obra menor de un artista que ya no era importante, y determiné que la tela era de Barios IV y que la firma no era falsa. Pasé al resto de la colección.

Una pintura en particular captó mi atención. Se trataba del retrato de una mujer, y aunque carecía de la técnica de Jablonski, retuvo mi interés. Sus facciones estaban exquisitamente trazadas; parecía encontrarse rodeada por una atmósfera de soledad, una sensación de profundo anhelo por algo imposible de conseguir. Nada en el título la identificaba -sencillamente, se llamaba «Retrato»-; sin embargo, debió haber sido una dama muy importante, porque había visto su cara dos veces con anterioridad: una en un holograma de Binder X y, de nuevo, en una pintura de Patagonia IV.

Me acerqué al Jablonski y a dos de los hologramas más exóticos de static/stace, intenté concentrarme en ellos, pero algo me empujaba de regreso al retrato. Por último, volví a contemplarlo y me puse a estudiar las pinceladas, los sutiles matices de luz y sombra, la posición ligeramente apartada del centro de la modelo.

El nombre del artista era Kilcullen, lo cual no significaba nada para mí. Un rápido análisis de la textura de la tela, la composición química de la pintura y el estilo casi caligráfico de la firma en la esquina superior izquierda, me indujeron a establecer la antigüedad de la pintura en 542 años, y su punto de origen en una de las colonias humanas del sistema Bortai.

De repente, experimenté una sensación de calor y alivio; al instante supe que ya no me encontraba solo en la sala.

- Bienvenido de vuelta, Amigo Héctor -saludé, volviéndome hacia él.

- Bien -comentó, con una copa de vino de elegante cristal en la mano-, ¿es auténtico el Primrose?

- Sí, Amigo Héctor -repliqué-. Sin embargo, no se trata de una de sus mejores pinturas. Puede que alcance los 250.000 créditos por su prestigio; pero, en mi opinión, su valor no se revalorizará considerablemente en los años futuros.

- ¿Estás seguro?

- Estoy seguro.

Suspiró.

- Es una pena. Tengo la sensación de que el Jablonski será muy caro.

- Lo mismo opino, Amigo Héctor. Por lo menos, alcanzará el medio millón y, posiblemente, los 600.000 créditos.

- Bueno -comentó Rayburn-, entonces, ¿tienes alguna sugerencia?

- Me gusta mucho esta pintura -dije, indicando el retrato.

Se acercó y la estudió durante un momento.

- No lo sé -declaró al rato-. Es bastante impactante desde el otro extremo de la sala; pero, cuanto más te acercas, más te das cuenta de que Kilcullen no era ningún Jablonski. -La observó otro minuto; después, se volvió a mí-. ¿Cuánto crees que será su tope?

- Tal vez unos cincuenta mil créditos -respondí-. Sesenta si Kilcullen tiene alguna fama en el área Bortai.

Volvió a mirarla y frunció el ceño.

- No estoy seguro -musitó-. Sería un riesgo comprar una pintura de un virtual desconocido. En realidad, no sé si entra en la categoría de una inversión. Quizá valga cincuenta mil créditos en calidad, lo cual no significa que se revalorice más rápidamente que el índice de inflación. -Se detuvo-. He de pensarlo. -De nuevo observó el cuadro-. Reconozco que es impactante.

Justo en ese momento Tai Chong entró en la sala.

- Pensé que os encontraría aquí -dijo-. La subasta va a empezar en cinco minutos.

- Vamos allá, Madame Chong -anunció Rayburn, y yo le seguí.

- ¿Encontraste algo interesante aquí? -me preguntó Tai Chong.

- Tal vez una pieza, Gran Dama -contesté.

- ¿El retrato de la mujer de negro? -inquirió.

- Sí, Gran Dama.

Asintió.

- También atrapó mi atención. -Se detuvo y me sonrió-. ¿Estás preparado para echarle un vistazo a las esculturas Morita?

- ¡Oh, sí, Gran Dama! -exclamé entusiasmado-. ¡Toda mi vida he soñado con ver una escultura Morita en persona!

- Entonces, ven conmigo -dijo, y me tomó de la mano-. Probablemente, no vuelvas a contemplar tres juntas en un solo planeta. -Se volvió hacia Rayburn-. Regresaremos en unos minutos, Héctor.

- Mantendré el fuerte -anunció con desenfado-. No tenemos ningún interés en nada de lo que van a subastar en la próxima media hora.

Ella me condujo por la galería circular hasta un cuarto pequeño situado a un costado. Sin éxito, intenté controlar mi color, que fluctuaba frenéticamente excitado, y experimenté un momentáneo azoramiento de dolor casi físico ante tanta exhibición de pasión por un interés personal e individual.

- ¿Puedo ver sus credenciales, por favor? -solicitó un fornido guardia vestido de púrpura que nos bloqueó el paso.

- Estuve aquí no hace ni cinco minutos -respondió Tai Chong.

- Lo sé, Madame Chong, pero son mis órdenes.

Ella suspiró y sacó su tarjeta de identificación.

- Muy bien. Usted puede pasar.

- Gracias. Vamos, Leonardo.

- Él no -dijo el guardia-. ¿O es ella?

- Viene conmigo -indicó Tai Chong.

- Lo siento -repuso con firmeza el hombre.

- Leonardo, muéstrale tu invitación.

Sacudió la cabeza.

- Ahórrese el tiempo -me dijo-. Sólo se permite la entrada a los directores de galerías.

- Soy un miembro superior de la Casa de Crsthionn -declaré.

- ¿Se trata de una galena alienígena? -inquirió el guardia.

- Sí -respondí. Era más fácil que explicarle el concepto de una Casa Bjornn.

- Lo siento. Sólo es para los directores de galerías humanas.

Quedé atontado. No sabía qué contestar, así que no dije nada, aunque mi color registró una humillación total. No me había dado cuenta hasta ese momento de cuánto anhelaba ver las esculturas Morita; era como si la Madre de Todas las Cosas me estuviera castigando por tener la audacia de colocar mis intereses personales por encima de los de la Casa, incluso durante un instante. Y al comprender que el castigo era justo, toda posibilidad de ira desapareció y fue reemplazada por una aceptación silenciosa de la justicia de la situación.

Pero, aunque yo callé, Tai Chong no lo hizo.

- ¿Qué pasa aquí? -demandó-. Leonardo ha venido a Lejano Londres en un programa de intercambio, y está asociado con las Galerías Clairborne. Sus papeles se encuentran en regla, y yo personalmente lo avalo.

- Madame Chong, nos encontramos en guerra con más de cincuenta razas por toda la galaxia.

¡No con los Bjornn! -restalló ella.

- Mire, sólo cumplo órdenes. Si tiene alguna queja, vea al director.

- ¡No dude que así lo haré! -espetó-. ¡Este trato a un visitante distinguido es inexcusable!

- Por favor, Gran Dama -intervine, tirando con suavidad de la centelleante manga de su traje al tiempo que trataba de esconder mi humillación-. No deseo ser la causa de tal falta de armonía. Veré las esculturas Morita en otra ocasión.

- A medianoche se encontrarán en tres naves espaciales diferentes, sólo Dios sabe con qué destino -contestó ella-. No habrá otra ocasión.

- Las veré cuando las subasten.

- Son demasiado pesadas y grandes para llevarlas a la sala de subastas. Ls la razón por la que las exhiben aquí. -Se volvió al guardia-. Se lo pediré por última vez: ¿dejará que mi colega entre?

El hombre sacudió la cabeza.

- Tengo mis órdenes.

Percibí que ella apenas podía controlar su temperamento; ignoré mi propia desilusión amarga y, con suavidad, le toqué la mano.

- Por favor, Gran Dama -dije en voz baja-. Hay muchas otras esculturas y pinturas que contemplar.

- Maldición, Leonardo, ¿es que esto no te molesta nada? -preguntó con visible exasperación.

- Me han instruido para que cuando visite mundos humanos acate sus leyes -respondí con cautela.

- ¡Esto no es una ley! -restalló, mirando con ojos coléricos al guardia-. ¡Es una política, y pretendo protestar!

- Sin duda alguna está en su derecho -anunció el hombre con la absoluta despreocupación de aquel que sabe que, en última instancia, no es responsable de su propio comportamiento.

Clavó los ojos en el guardia; su enfado era casi algo tangible. Después, con brusquedad, regresó a la galería principal, llevándome de la mano como si fuera un pequeño niño humano. Yo me sentía extrañamente tranquilo: se había evitado una escena aún más violenta, y la experiencia había fortalecido la verdad de que los deseos y objetivos personales de uno a la larga carecían de importancia.

Yo era nuevo en la sociedad humana, y ésta era la primera vez que había perseguido mis necesidades privadas, sin importar el modo trivial. No sería la última.