Capítulo XXXV

Gurunkach abandonó la capital del reino de Acad por la mañana, cuando la calma reinante en la ciudad le indicó que el demonio de Chelibir había fracasado. El coloso creía saber por qué: una vez que su herida se cerró, había reflexionado acerca de los acontecimientos de la noche, y la identidad del asesino de Chelibir se había impuesto en su conciencia. Ésa era una razón suficiente para no demorarse: el bastardo había dispuesto de muchas sesentenas de años para pulir sus aptitudes, y acababa de probarlo. Enfrentarse a él resultaría arriesgado. Además, Enerech debía ser puesto sobre aviso. Y Gurunkach temía tanto informarle acerca de la reaparición de su hermano como sobre el fracaso de su propia misión.

El viaje de regreso resultó más lento que el de ida, a causa del aumento de la actividad militar, que lo obligó a ocultarse con frecuencia, a veces durante bastante tiempo, mientras estuvo en territorio acadio. Poco antes de su llegada, al final de cuatro días con sus noches a lomos de un burro, se encontró con el ejército del sur que marchaba hacia el combate, con Lugalzaggizi y el rey Charil en cabeza. También en Sumer la situación había cambiado.

Gurunkach descendió de su asno, el duodécimo que agotaba desde que partiera de Acadia, frente al Eanna. Fue recibido de inmediato por Enerech, cuyo rostro reflejó tensión al ver la desgraciada expresión del recién llegado: la buena noticia que el sumo sacerdote esperaba no había acudido a la cita.

El guerrero cayó de rodillas y le presentó el hacha de bronce a su señor.

—La distéis a un servidor indigno, servios de ella para cortarle la cabeza —dijo—, pero no antes de haberlo escuchado, porque hay novedades que vos debéis conocer.

—¡Habla! —ordenó el En, simplemente, sin prestar atención al arma.

Del modo más conciso posible, Gurunkach le resumió su viaje. En el transcurso del relato, Enerech lo vio sonrojarse poco a poco, pero esa cólera evidentemente no lo tenía a él como blanco.

—Ponte de pie y guarda tu hacha —dijo por fin Enerech—, sólo te quitaré la vida si me traicionas, y aquí la culpa no es tuya. Al contrario, tú eres quien tiene razón en lo que respecta a mi hermano. El error lo he cometido yo, al no querer escucharte.

A su vez, Enerech refirió lo que había ocurrido en Uruk durante la ausencia del guerrero.

—Si él estuvo aquí ese día, y tú lo viste allí, en Acadia, en la noche del siguiente, si ha logrado oponerse con éxito a la invocación de Chelibir, es porque ha conseguido poderes que no podemos sospechar. ¿Y dices que no estaba solo? ¿Quiénes le acompañaban?

—Un hombre y dos mujeres, pero no tuve tiempo para observarlos bien. —De pronto abrió unos ojos desorbitados, porque la evidencia lo asaltó de golpe—. ¡Eran los sustitutos, seguro que sí, puesto que los ayudó a escapar! Pero, entonces, el augurio concerniente al rey…

—¿El sueño de Pirig? Está cumpliéndose, amigo mío: Lugalzaggizi no regresará de la batalla que se dispone a librar. —El En frunció los labios—. Y tenemos que tomar todas las precauciones para no acabar junto con su reino. Eso les llevaría un poco más de tiempo, pero terminarían por matarnos a nosotros también. Creo que contamos con dos días de ventaja, pero debemos estar preparados para partir tan pronto como nos llegue la noticia de la derrota. Ocúpate de los preparativos.

Gurunkach asintió con la cabeza.

—¿Partir hacia dónde, señor? —acabó por preguntar, no obstante.

—No lo sé. Acaso a Elam, en una primera etapa, si ocurre que todos los caminos estén bloqueados. O tal vez hacia el sur. Ahora déjame solo, debo reflexionar. Ya te haré llamar cuando haya tomado una decisión.

Apenas estuvo solo, Enerech dio rienda suelta a su cólera. Mientras pateaba una jarra labrada que soltó chispas al estrellarse contra un muro, no pudo evitar que se le escapase un grito inarticulado. Lágrimas de rencor le abrillantaban los ojos. A menos que ocurriese un prodigio en el campo de batalla, estaba ante el derrumbamiento final de todos sus proyectos. ¡El esfuerzo de tantos años reducido a nada! Y no iba a ocurrir prodigio ninguno: los dioses habían abandonado a Sumer; Inanna lo había abandonado a él. Sin duda, la diosa lo castigaba por no haber sabido interpretar su advertencia. De otra manera no podía explicarse en qué pudo ofenderla.

Tampoco llegaba a comprender las razones de semejante castigo de doble filo. Ya que de triunfar Sargón, impondría el culto de sus propios dioses.

El En sintió la necesidad de entregarse a la plegaria, de rogar piedad a la diosa y de solicitarle una parte de su sabiduría para que lo iluminara. Debía ofrendarle un animal, leer en las entrañas de éste, y captar, esta vez sin errores, el mensaje divino.

Ardiendo de frustración y de arrepentimiento, abrió la puerta para impartir las órdenes en el templo… y se encontró ante una Erchemma sin aliento, tan sorprendida como él.

—Enerech… señor… ¿Cómo estáis? —dijo, jadeante—. No sé qué me ha pasado. Estaba haciéndome peinar, y de pronto me ha parecido que debía venir junto a vos. No sabía por qué. Era necesario que os viese, eso es todo. Y aún sigo sin saber por qué.

Estuvo a punto de reprocharle la imprudencia: ¡acudir allí sola, sin pasar siquiera por el templo! Pero en seguida recordó que el asunto carecía de importancia. Abandonado por los dioses, Lugalzaggizi no podría oír chismes nunca más. En cuanto a Charil, aunque sobreviviera al combate, lo absorberían otras preocupaciones más urgentes que la de vengar su honor mancillado persiguiendo a los amantes fugitivos. Sin embargo, motivado por el instinto de discreción, Enerech cogió a Erchemma por un brazo y la condujo casi con brutalidad al interior de la habitación; acto seguido, echó la barra a la puerta. Volviéndose hacia la joven mujer, le puso las manos sobre los hombros, y sin darse cuenta de lo que hacía, la apretó contra su cuerpo hasta hacerle daño.

—Gurunkach ha fracasado —masculló—: el reino de Sumer está perdido.

Luego atrajo el rostro de la mujer para besarla en la boca. Poco antes, el placer ocupaba el último lugar en su lista de preocupaciones y prioridades. Pero cuando sintió el perfume de Erchemma, o mejor dicho, el aroma de la excitante mezcla del sudor de la mujer con la fragancia del aceite de cedro que llevaba sobre la piel, los sentidos de Enerech se embriagaron de aquel aroma y perdió la cabeza. En el mismo instante le pareció ver el cuerpo desnudo de la princesa trasluciéndose bajo los velos, carnal y agitado a causa de la carrera, pidiendo ser tomado. Abrazarla no había sido un acto voluntario sino reflejo, e inevitable.

Siempre dispuesta a las caricias, ella respondió al beso. Y otra vez sin pensar en lo que hacía, él desgarró con ambas manos una túnica que parecía resistirse a salir, luego levantó a su compañera en brazos para acostarla en el suelo y echarse sobre ella con tan poca ternura como un soldado que viola a una campesina. Sin embargo, la ternura tampoco era la mayor apetencia de Erchemma, quien lo recibió en su carne con un grito gutural de placer.

Entonces ambos perdieron la conciencia de lo que estaban haciendo. Sus cuerpos siguieron buscándose el uno al otro con fervor, dejando escapar gemidos o gruñidos, mientras lo esencial de sus espíritus vagaba por otros lugares.

Enerech, tan estupefacto como exaltado, recuperaba una sensación que había conocido en el pasado, entre los brazos de Atrahasa, y que había creído perdida para siempre: el contacto íntimo no con una mujer, sino con la diosa; ese éxtasis fundamental. Se fundió con Inanna de nuevo. Pudo sentir la presencia, la fuerza y el amor de la diosa hasta en la parcela más ínfima de su ser. Una increíble alegría se apoderó de él cuando comprendió que Inanna no lo había olvidado, que seguía siendo su favorito, el elegido. Cuando la divinidad le habló no fue sin embargo mediante la transmisión de imágenes, ideas o impresiones, como la primera vez; ahora lo hizo por boca de Erchemma.

—Basta de desesperarte, Enerech —pronunció la princesa entre dos jadeos—. Después de todos estos años todavía piensas en términos humanos. No miras más que aquí y ahora, cuando en verdad deberías tener en cuenta todos los mundos por entero y la eternidad. Hoy has sufrido un revés, pero dentro de sesenta años, dentro de sesenta veces sesenta años, podrás conseguirlo. Para entonces, Lugalzaggizi y Sargón habrán desaparecido, y tú comprenderás que el desenlace de la batalla que ambos libran no tenía mayor importancia.

—¡Pero Sargón es un incrédulo! —protestó el En—, él va a destruir tu templo, y tu nombre será olvidado.

—No va a destruir el templo, lo que hará será consagrarlo a Ishtar. Y ya es hora de que sepas una cosa. —En ese momento la princesa dejó oír una aguda queja, cogió a su amante por las muñecas y sin esfuerzo, sin interrumpir la unión, lo tumbó en el suelo—. Yo también soy Ishtar —repuso ella, a horcajadas sobre él—. Igual que he sido, soy y seré otros dioses o diosas. El nombre de Inanna tal vez sea olvidado, pero los hombres me venerarán siempre. Lugalzaggizi o Sargón, ¿qué importancia tiene que sea uno u otro? ¿Cuál es la diferencia para mí?

—¡Yo habría suplantado a Lugalzaggizi! —protestó Enerech—, habría extendido su imperio.

—Pero ha llegado Sargón. Yo no puedo impedir la irrupción de semejantes hombres; ellos son la señal de que el mundo está en marcha. Ya encontrarás a otros en tu camino, y algunos de ellos serán otra vez los más fuertes. Asimismo volverás a ver una y otra vez cómo se derrumba tu obra, y acaso ello se repita en numerosas ocasiones, pero al final acabarás triunfando, porque a diferencia de los demás, tendrás tiempo para sacar partido de tus errores, para reconstruir una y otra vez sobre las ruinas.

—Mi hermano también, y él es la causa de mi fracaso. ¿No podrías retirarle la inmortalidad?

—Es Enki quien se la ha otorgado. Enki, a quien los acadios llaman Ea. En consecuencia, sólo él podría retirársela. Pero no temas a Alad, porque tú eres más poderoso que él, puesto que Alad se ha apartado de los dioses, mientras que tú eres mi hijo querido, con el cual yo renuevo mi alianza en el día de hoy. Alguna vez tú y yo dominaremos los mundos, como te prometí, y ello será así hasta el fin de los tiempos.

Enerech dejó escapar un gemido. El placer que ascendía en su carne se confundía con el éxtasis de la fusión moral.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Parte tal como has decidido —Erchemma se expresaba al mismo ritmo entrecortado con que movía la pelvis, interrumpiendo las frases con gemidos cada vez más prolongados y arrebatadores—. Ve allí donde te lleven la necesidad o el capricho. Vayas donde vayas me encontrarás con uno u otro nombre, y podrás ponerte a mi servicio. Si de nuevo sintieras necesidad de que te guíe, ésta que tienes entre tus brazos todavía podrá servirme de receptáculo.

—¿Ella? —exclamó Enerech, sorprendido.

—Las mujeres capaces de acoger a una diosa en su ser y mantenerse con vida son escasas. De todas las amantes que has tenido, ella es la primera que puede convertirse en la compañera que necesitas. No la he enviado a ti esta mañana para que la abandones, para que la dejes a tus espaldas cuando te marches.

Luego se produjo la explosión, tanto para ella como para él, el final de un nuevo combate sin victoria ni derrota, una oleada de placer que los dejó al borde de la inconsciencia.

Cuando volvieron a abrir los ojos, la diosa se había marchado y la confusión se había impuesto en la mirada de Erchemma.

—¿Recuerdas lo que ha ocurrido? —Le preguntó Enerech—, ¿lo que me has dicho?

—¿Dicho? —preguntó ella—. ¿He hablado? Pues no, no lo recuerdo, pero me ha parecido… ser alguna otra… o ser dos personas al mismo tiempo… No eras tú quien…

—Ya sabes que no tengo poder sobre ti. Ha sido la diosa. Ella ha venido a través de ti, y me ha hablado…

La apretó contra su cuerpo y le dio un largo beso. La unión de ambos había resultado fantástica, pero en el presente necesitaba algo puramente físico y deliberado. El simple contacto de Erchemma le daba fuerzas inagotables. Quizá de todas maneras no la hubiera dejado a sus espaldas…

—Me marcharé —anunció Enerech—. Voy a irme de Uruk. No sé a dónde iré, pero vaya donde vaya, allí seguiré sirviendo a la diosa. Tanto ella como yo queremos que me acompañes. No obstante, eres tú quien debe decidirlo.

Una alegría desprovista de todo fingimiento invadió la cara de la princesa.

—¿Para qué voy a quedarme aquí? ¿Para esperar a que Sargón me entregue a su soldadesca? No deseo otra cosa que estar junto a ti. Toda la eternidad.

Enerech sonrió con toda la boca. Ahora sabía lo que tenía que hacer.

—Acuerdo sellado —dijo, llevándose la mano a la daga de protocolo.