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Siglo XXX a. C.

La joven cabra montesa, cuyas patas estaban trabadas, soltó un estridente balido cuando la hoja de bronce le cortó el pescuezo con un movimiento limpio y preciso. La sangre saltó a chorros entrecortados sobre la piedra lisa y sobreelevada que servía como altar, salpicando de manchas rojas el ceñidor y las sandalias de Enerech, que no se preocupó por ello: con los brazos elevados y la mirada puesta en la estrella de Inanna, que como cada noche apareció la primera en el cielo, el sacerdote cantaba una plegaria en forma de ferviente invocación, y su voz grave, ronca, seguiría resonando hasta que se produjera el último sobresalto del pequeño animal.

Alad Yicheren se mantenía en la misma posición dos pasos más atrás, para señalar su inferior jerarquía y su condición de segundón, y también cantaba, pero en un tono más alto, casi femenino. De esa manera acostumbraban los dos hermanos a invocar a la diosa conjuntamente en las ceremonias privadas, fuera del templo.

Aquélla no era del todo privada, puesto que asistían los nueve soldados sobrevivientes de su escolta, quienes estaban formados en arco, unos postrándose de cara al suelo, los otros de rodillas y con los ojos cerrados. Ninguna ley les obligaba a semejante devoción, pero todos vivían en el temor de disgustar a los dioses que habían puesto a los seres humanos en la Tierra para que les sirvieran. Por otro lado, en cuanto a los cinco soldados muertos dos días antes en una breve escaramuza con una tropa de bandoleros, ¿no era cierto que dos de ellos habían maldecido al sol por el calor abrasador conque les castigaba? ¿Y los otros tres no habían descuidado con frecuencia el sacrificio nocturno a Inanna, prefiriendo en cambio distender sus cuerpos acalambrados al amor del fuego de campamento, mientras bebían cerveza? Los dioses tenían una manera bien particular, y con frecuencia definitiva, de castigar a quienes contrariaban su voluntad, y cada cual sabía que los males que lo aquejaban no podían tener otro origen que su cólera. No obstante, a veces no resultaba fácil saber qué acción la había desatado si no era con la ayuda de un adivino, ¿pero quién contaba con los medios para remunerar sus servicios? Venerar a los dioses sin cometer fallos en ningún caso garantizaba escapar a un prematuro hundimiento en el mundo de abajo del etemmu —ese fantasma arrancado del cuerpo—, otra vez convertido en arcilla. Abstenerse de venerarlos era el medio más seguro de ser tragado. Todos los habitantes del País entre dos ríos compartían esa íntima convicción. Y todos ellos temían al mundo de abajo, por supuesto.

Tan pronto como acabó la vida de la cabra, Enerech puso fin a su canto. Cortó las cuerdas que la amarraban a la piedra, y luego le hizo una señal a Alad. El joven sacerdote se acercó, sujetó con firmeza las patas traseras del animal y separando las manos los abrió con amplitud, con el objeto de exponer el vientre de color marrón claro. Su hermano mayor se volvió hacia la estrella.

—Recibid, oh, Inanna, este sacrificio y responded a la pregunta de vuestro siervo —entonó con voz firme—. ¿Es en este lugar donde encontraremos lo que estamos buscando?

Sin vacilar introdujo la hoja recta del cuchillo de bronce justo debajo del tórax de la cabra, y con un gesto que la experiencia había vuelto preciso, cortó la gruesa piel del vientre en canal. Luego extrajo los intestinos hundiendo las manos en la cavidad gastrointestinal de la cual ascendía el hedor de la hierba digerida a medias, y seccionando ambos extremos los dejó deslizarse a sus pies. Sólo entonces se permitió una pausa, al tiempo que en su rostro se modelaba una expresión de inseguridad.

—Ten confianza —murmuró Alad junto a él—. La diosa no nos abandonará.

Los dos hermanos intercambiaron una breve mirada. La cándida fe que expresaban los ojos del menor trajo a la boca del primogénito una sonrisa cabal. Mientras en silencio pedía perdón a Inanna por haber perdido su propia inocencia juvenil, Enerech hundió otra vez las manos en el vientre de la cabra y separó los labios del corte con tanta fuerza que muchas costillas se partieron, emitiendo unos crujidos que resonaron en la noche y cuyos ecos rebotaron sobre las rocas de los alrededores.

—Ilumíname —pidió, inútilmente, puesto que Alad ya había soltado las patas del animal y levantaba en el cuenco de sus manos la pequeña lámpara de aceite apoyada junto al cuerpo ofrendado, para abarcar en el cono de luz las vísceras que su hermano ya estaba examinando.

Tomó el hígado, que primero inspeccionó con atención y luego dejó aparte. La vesícula, también anodina, fue tratada del mismo modo. Enerech volvía a sentir su falta de convicción inicial, y al tomar conciencia de ello rompió algunas costillas más para acceder al corazón.

Cuando lo tuvo entre las manos, el órgano ya no latía, pero todavía estaba hinchado de sangre, y el aspecto de Enerech cambió por completo. La vacilación de la luz y una exclamación sofocada le indicaron que su hermano estaba tan sorprendido como él.

El animal parecía tener dos corazones. En realidad sólo tenía uno, pero padecía una curiosa malformación que lo dividía en dos partes bien definidas, y sólo unidas en sus mitades superiores. He allí sin duda la razón por la cual había resultado tan fácil capturarlo: era incapaz de correr durante mucho tiempo. Ninguno de los dos había visto nunca un corazón semejante.

Se trataba de un mensaje. Una escritura de los dioses.

—¿Comprendes lo que esto significa? —preguntó Enerech con la voz trémula.

—La unión de los dos mundos —asintió Alad con su suspiro.

—¡Por fin hemos llegado!

Durante largo rato estuvieron mirándose a los ojos, radiantes. Compartir el mismo exaltado estremecimiento destacaba los rasgos comunes de ambos, heredados del padre, Irutu: los dos eran de alta estatura y silueta delgada, y sus torsos exhibían sólidas musculaturas; tenían la misma mirada negra y penetrante, e iguales narices rectas y labios finos. Sin embargo, las semejanzas se detenían allí. Enerech tenía rasgos duros, reforzados por su cabeza rapada y su barba negra y poblada, acabada en dos pequeñas trenzas a uno y otro lado del mentón. El rostro de Alad, más redondeado, casi rubicundo, mostraba una cabellera y una barba más claras donde algunos —o algunas, sobre todo— habían creído ver ciertos reflejos verdes en la penumbra. Sin duda se trataba de herencia materna. El primogénito había salido de las entrañas de la mujer legítima de Irutu. Todos ignoraban que pasados diez años desde el nacimiento de aquél había nacido el menor. Su padre, prestigioso general del ejército de Uruk[1], lo había traído consigo, sin más, al final de una misión al pie de la gran montaña de los cedros, al noroeste, cuando se encontraba al mando de las tropas que defendían a los leñadores encargados de enviar la madera de construcción a la ciudad. El lugar de nacimiento de Alad, así como sus orejas, puntiagudas como las de ciertos seres legendarios, le había valido el nombre de Alad Yicheren, «el genio del cedro». Irutu nunca reveló la identidad de la madre de Alad —alguna esclava muerta en el parto, se suponía—. Como la esposa legítima también había fallecido en el transcurso de una mortífera epidemia enviada por los dioses para castigar al En[2] de la época, aquella que tomó al regresar se había encargado de criar a los dos niños, dedicándoles a ambos una indiferencia parecida, lo cual contribuyó a unirlos.

Dedicado al culto de Inanna desde su nacimiento, Enerech, cuyo nombre significaba «el Señor» o «el Sumo Sacerdote» de la diosa, había puesto de manifiesto muy pronto las aptitudes necesarias para alcanzar la posición que soñaran sus padres. Profesaba una ilimitada adoración por la deidad, la cual lo recompensaba otorgándole una fracción de su poder, lo que hacía de él el mago más poderoso de Uruk, también dotado de una ambición igualmente desmesurada. Cuando tenía apenas algo más de treinta años, todavía no era sumo sacerdote, pero sus funciones sólo resultaban inferiores en rango a las del administrador de los bienes del templo, de quien Enerech era el suplente o sustituto, y al del propio En, que tenía bajo su báculo la suma del poder político y religioso del reino. Envidiosos y admiradores coincidían en augurarle un gran futuro.

Con la mayor naturalidad, Alad siguió los pasos de Enerech en el seno de la clerecía. Aunque tan ferviente como su hermano, él no era más que cantor, a causa de su voz clara y encantadora, y parecía satisfecho con ello. Con frecuencia Enerech lamentaba esa falta de ambición, puesto que el joven Alad también daba muestras de tener grandes dotes para la magia, lo cual era bastante infrecuente. A poco que se hubiera esforzado, Alad habría podido ascender rápidamente en la jerarquía, y sin embargo prefería pasar el tiempo cantando y estudiando esa invención reciente llamada «escritura», como si ésta pudiera servir para algo más que para establecer inventarios. Alad decía sentir el inmenso potencial de aquélla. Exageraciones. En cuanto a Enerech, sólo creía en la palabra dicha y en la memoria, valores seguros. Le irritaba que hubiesen dado en llamar «escritura de los dioses» a las señales enviadas a los hombres por las divinidades.

Sin embargo, las señales en sí mismas no tenían menos valor, y aquella que acababan de interpretar los dos hermanos era de una deslumbradora claridad. No significaba el éxito de su búsqueda —sin duda, aún les quedaban muchas pruebas por superar—, pero sí que señalaba su fin. Y no llegaba demasiado pronto: sus hombres estaban agotados, desmoralizados por la muerte de sus compañeros; de no haberlos contenido la mano de hierro del oficial al mando y el temor a disgustar a los sacerdotes —y en consecuencia a los dioses—, habrían desertado mucho antes.

—¡Gurunkach! —llamó Enerech por encima del hombro.

Un hombre de estatura mediana y barba hirsuta, que aparentaba algo más de cuarenta años y cuya gruesa capa de cuero destacaba la solidez de su cuerpo en lugar de enmascararla, se puso de pie al oír su nombre. De la cintura de Gurunkach pendía el hacha de bronce que había recibido como regalo del propio Enerech, antes de que partieran de Uruk. El arma del oficial contrastaba con las hachas de piedra de los hombres de tropa.

—¿Señor? —preguntó, inclinando un poco el torso.

—Haz que asen esta cabra. Reserva una paletilla y la grasa para la diosa, y reparte el resto entre tus soldados.

Gurunkach inclinó la cabeza y luego gritó a sus hombres unas órdenes lapidarias. Uno de los soldados se adelantó con presteza para cargar al pequeño animal sobre los hombros, mientras el resto se volvía hacia el fuego del campamento que habían encendido sobre un promontorio, a cierta distancia del lugar donde tenían a los asnos amarrados a postes, los cuales aún estaban con las albardas puestas y sin haber comido.

—¿Puedo hablar con vos un momento, señor? —preguntó el oficial cuando Enerech ganaba la esterilla de cañizo extendida junto a la de su hermano, al pie de un alto peñasco algo retirado del campamento de los soldados.

—Sabes que mis oídos están siempre abiertos a tu voz —respondió el sacerdote con una sonrisa.

—No dudo de la importancia de vuestra misión, señor —repuso Gurunkach a media voz—, pero nuestras provisiones se acaban. Ya casi nos encontramos sin agua para los asnos, ni para nosotros, y esta maldita isla es tan seca como un desierto. Dentro de dos días…

—Dentro de dos días estaremos en el puerto —lo interrumpió Enerech—, la diosa ha hablado. Esta noche mi hermano y yo saldremos solos y haremos lo que debemos hacer. Mañana por la mañana, hayamos regresado o no, tú te pondrás en camino hacia Uruk con tus hombres.

El guerrero frunció el entrecejo.

—¿Hayáis regresado o no? —repitió.

—Si no hemos regresado, será porque ya no regresaremos nunca. No ignoramos todos los peligros que tendremos que correr.

—Entonces, permitidme que os acompañe, señor.

—No —cortó Enerech—. Lo que tendremos que afrontar no es de este mundo. Tu fuerza no nos ayudaría en nada.

Gurunkach se enfurruñó.

—Prometí a vuestro padre mientras agonizaba defender vuestra vida, aun a riesgo de perder la mía —dijo en esa especie de gruñido con el cual expresaba su cólera contenida—, ¿ahora vos pretendéis que desafíe a los dioses impidiéndome cumplir el juramento que hice ante ellos?

—Lo cumples muy bien, amigo mío —lo tranquilizó el sacerdote, apoyando las manos sobre sus hombros—, pero allí adonde me acompañarías ese juramento no se puede aplicar. Ni siquiera los dioses podrían reprochártelo. Ve, porque ahora Alad y yo tenemos que meditar.

El oficial se inclinó de mal talante al tiempo que su señor le daba la espalda, y dedicó un colérico vistazo a Alad Yicheren, que estaba acuclillado sobre la esterilla grabando con la punta de una delgada caña curiosos signos sobre una tablilla de barro fresco. El bastardo… Desde que naciera no había dejado de atraer la desgracia sobre la familia del noble Irutu, y si esta loca empresa tenía un final trágico también sería por su culpa. ¿Cómo los dioses habrían podido favorecer la voluntad de un mestizo, o de quienes se asociaban a él? «¡Júrame que protegerás a mis hijos!», había implorado Irutu justo antes de que la flecha que tenía clavada en la garganta le arrancara el último aliento. «Juro que protegeré a vuestro hijo», había respondido Gurunkach. El viejo guerrero había muerto en paz, sin advertir el matiz.

El oficial era el único de todos los hombres de la tropa que conocía los secretos del nacimiento de Alad, pero no podía revelarlos porque también había jurado no hacerlo. A veces le parecía que ello lo ahogaba de rabia.

—¿En qué pierdes el tiempo? —dijo Enerech a su hermano—. Deberías dedicarte sobre todo a la plegaria, y concentrar tus poderes para ayudarme en la apertura del umbral.

El menor sonrió sin elevar la mirada.

—Escribo lo que nos ha sucedido esta noche. Si no regresamos, Gurunkach llevará la tablilla al templo. ¿Ves este signo? —Señalaba un círculo que una cruz dividía en sectores iguales—. Representa la cabra. Y éstos…

—¿Y cuál es el interés de todo eso? Gurunkach también podría llevar un mensaje oral.

—Mientras viva, sí. —Alad trazó un último signo pictográfico con lentitud; después, por fin levantó la cabeza—. Si los antiguos hubiesen escrito con precisión la historia de Zisudra en lugar de transmitirla de boca en boca, nosotros no habríamos necesitado vagar por esta isla durante tanto tiempo. Habríamos ido directamente a nuestro objetivo.