Capítulo XXIV
Los albañiles habían acabado el trabajo a la hora prometida. Semejante a una pequeña casa, apenas lo bastante grande como para que se cavara la sepultura en ella, la tumba de Enkalam se levantaba en el cementerio de la ciudad, junto al enorme mausoleo todavía en obras, que había encargado el rey para sí mismo y sus descendientes. Nadie habría creído que el príncipe pudiera necesitar una última morada tan pronto. Pero ésta sería provisional: cuando acabaran el mausoleo, los restos se trasladarían allí, donde esperaría a sus mayores.
La ceremonia se desarrolló con siniestro recogimiento. Sólo el canto fúnebre del En rompió el silencio cuando depositaron en el fondo de la fosa el cadáver, vestido con sus mejores galas y cubierto de joyas. Así lo quería Lugalzaggizi. Aquel día enterraban a su hijo porque era necesario, pero los verdaderos funerales, en los cuales tomarían parte los coros del Eanna y del templo de An, los que inaugurarían diez jornadas de luto oficial en todo el país, tendrían lugar más tarde, después de que alcanzaran la victoria contra Sargón.
A pesar de esta simplicidad, todos los grandes terratenientes, los ricos comerciantes, los consejeros y otros dignatarios de la corte se habían desplazado hasta allí. Ninguno quería exponerse al peligro de que se informara de su ausencia al rey cuando sus competidores habían asistido. Al mismo tiempo que la profunda voz del En desgranaba lamentaciones, Charil, como tantos otros, también sentía tristeza o inquietud a causa del reino, además de una profunda cólera: el asesino de Enkalam estaba allí, en primera fila, y se lo honraba. Por más que hubiese actuado en contra de su voluntad, verlo vivo cuando el príncipe esta muerto le crispaba los puños.
El sustituto, había que reconocerlo, no alardeaba precisamente: su rostro expresaba tal desesperación que no tenía nada que envidiar al del verdadero padre del difunto. «Si duda, será a causa de la vergüenza», pensaba el marido de Erchemma. «Pero por fortuna ésta no lo agobiará mucho tiempo».
Y era la vergüenza, en efecto, aunque Pirig ya no sabía muy bien de qué debía avergonzarse. En cualquier caso, no de haber dado muerte a Enkalam. Eso era lo único de lo que no era responsable. Pero acerca del resto, ¿debía sonrojarse por haberse visto obligado a la traición mediante un juramento que no se atrevería a romper por temor a desatar la furia de los dioses sobre su persona? ¿O tenía que lamentarse por haber violado a Nadua para obedecer a aquel que quizá fuera un mal jefe? Esa misma mañana, siguiendo los consejos de la joven, o mejor dicho, sus órdenes, había solicitado que sus primos fueran destinados a su servicio mientras durase el ritual. Se trataba de una solicitud razonable, puesto que en los días precedentes otros requerimientos de esa clase se habían satisfecho de manera inmediata, sin la menor discusión, a los efectos de reforzar la ilusión de que era el rey. También esta vez Charil había respondido que sí, y enviado a un soldado a la puerta de Ur con el objeto de que trajeran consigo a los dos soldados. Sin embargo, poco después el general le había informado a Pirig de que Irenki y Hamatil habían muerto en el transcurso de un combate contra los acadios que pretendían abandonar la ciudad por la fuerza de las armas. Era una coincidencia sospechosa; sin embargo, también la explicación era plausible.
¿Qué creer? ¿A quién creer? La respuesta a tales preguntas no habría agotado las dudas del joven, turbado ante la disyuntiva de aliarse con uno u otro de los bandos. No obstante, estaba seguro de que se habría sentido mejor si hubiera tenido la certeza de que combatía por una causa justa.
Cuando, después de la ceremonia, Nadua y él regresaron a la litera que debía devolverlos al palacio, los dos sintieron un cierto recelo. Ambos sabían que la fuga tendría lugar en el camino de regreso. ¿Pero en qué sitio, exactamente? Lo ignoraban. Asilmina y su misterioso aliado, que se llamaba Alad, debían decidirlo durante la noche, pero como no disponían de medio de comunicación alguno, Nadua y Pirig tendrían que encontrarse permanentemente dispuestos. ¿Pero dispuestos a qué?
A diferencia de Pirig que, presa del nerviosismo, no dejaba de restregarse las manos o dar golpecitos con los pies, la joven mantenía una tranquilidad casi absoluta. De hecho, Nadua experimentaba un curioso desapego emocional, como si sus sentimientos la hubieran abandonado al mismo tiempo que la enfermedad. No tenía miedo de ser ejecutada, la muerte de Urnanna no la angustiaba, sólo le producía una pena algo abstracta, y ya libre del temor que había sentido antes, tampoco seguía conservando en su ánimo el odio contra su violador. Ya llegaría el momento de que todos aquellos sentimientos regresaran a ella. No dudaba de que un día el miedo, la pena, el odio, volverían a encontrar el camino de su corazón y acaso se lo triturasen con mayor fuerza aún, pero por el momento los había expulsado por puro instinto. Eso le había permitido conseguir el juramento de Pirig, y luego dormirse con un sueño tranquilo, y por la mañana insistir en que la llevasen a la ceremonia, sorprendiendo a todos aquellos que la creían agonizante. Cuanto le permitía esperar el momento de la acción con perfecta tranquilidad estaba contenido en un objetivo único: sobrevivir. Cuando estuviera segura ya podría derrumbarse como le viniera en gana.
La única angustia de Nadua concernía a su compañero. Ella no tenía la menor duda acerca del concurso de Pirig, puesto que un juramento por todos los dioses no se puede transgredir como si nada, pero como el joven soldado actuaba en contra de su voluntad, su falta de convicción amenazaba con convertirse en torpeza y ponerlos en peligro a ambos. Nadua lamentaba que su responsabilidad no le permitiera abandonarlo a su suerte como merecía.
El cortejo se conmovió antes de que los sepultureros hubiesen acabado de tapar el cadáver de Enkalam con las armas, la vajilla y los alimentos con que lo proveyeron para el viaje. Seis soldados de a pie, con las jabalinas en la mano, comenzaron a abrir el paso. Aunque no se la hubiera invitado, la población de la ciudad había acudido al entierro en masa, como si asistiera a cualquier otro evento que contara con la presencia de la familia real. Detrás de los soldados de la cabeza del cortejo iba el En, enmarcado por dos sacerdotes que montaban asnos. Luego avanzaba el palanquín que llevaba a Pirig y Nadua. El resto los seguía en literas, montados en burros, e incluso a pie, conservando más o menos el orden de prelación jerárquica.
Los curiosos se apartaban amontonándose a los bordes de las calles, apiñándose en los portales para asistir al paso del cortejo, y una vez que éste había pasado se dispersaban por los callejones de los alrededores, aunque los más audaces tomaban atajos y desvíos para llegar a tiempo a otro sitio desde donde volver a verlo pasar. Todos estaban al tanto de la clave del ritual, y muchos consideraban que participar en él era un deber religioso. En vista del carácter luctuoso de las circunstancias, no aclamaban al rey ni a la reina, pero lamentaban en voz alta la muerte del príncipe, arrancándose el pelo, desgarrándose la ropa, cubriendo sus cabezas de polvo. Algunos hasta se atrevían a avanzar con las manos tendidas, esforzándose en tocar a los soberanos. Cuando entorpecían con ello el avance de la litera, alguno de los guardias salía desde atrás del palanquín real para apartarlos; cuando no entorpecían el desplazamiento del vehículo real se les permitía actuar a voluntad. Charil había ordenado que ningún soldado marchara al costado de la litera de los sustitutos. La razón oficial era que no se ocultase a la multitud la vista de la pareja real, pero en verdad lo que se pretendía era dejar el campo libre a un nuevo asesino eventual. El general no lloraría a ninguno de los sustitutos, y la idea de marchar a la guerra contra los magos sin saber nada acerca de sus poderes no le atraía: confiaba en poder capturar a alguno de sus agentes para arrancarle informaciones.
Cuando la multitud próxima a la cabeza del cortejo emitió una gran exclamación de horror, el general Charil creyó que los dioses habían atendido a sus ruegos.
Asilmina, esta vez vestida con una túnica muy decente y un velo de mujer casada, aguardaba frente a una casa abandonada cuando apareció el palanquín en lo alto de la calle. Alad había elegido ese lugar por muchas razones. En primer lugar, porque allí la calzada era estrecha y no permitía que los guardias pudieran desplazarse con comodidad; además, porque un poco más abajo la cortaba una calleja transversal que les ofrecía un camino de escape, y también por el hecho de que aquella casa estaba efectivamente abandonada. La habían edificado junto a la calle, y permanecía sin ocupantes desde que la devastara un incendio que no había dejado en pie más que cuatro muros ennegrecidos que se tambaleaban. Las tablillas redactadas por los vecinos que exigían la demolición de esas ruinas tan feas como peligrosas ocupaban un estante completo en los archivos del palacio, las habían archivado sin la menor intención de ocuparse de ellas. De todas maneras, los arquitectos reales intervendrían en el asunto cuando quisieran. Para Alad y Asilmina esa ineficacia se revelaría providencial.
El mago se había apostado junto a la calle, justo después de la intersección con la calleja. Acuclillado en el polvo fingía estar entregado a las lamentaciones junto con los demás, y de tanto en tanto se quejaba de verdad, aunque no fuera por las mismas razones que el público: pensar en lo que estaba a punto de hacer lo agobiaba hasta el punto de producirle palpitaciones y sofocos. Aun así, cuando los soldados que encabezaban el cortejo se encontraron ante él, no vaciló: mientras pasaba la mano por el suelo pronunció en voz baja un ensalmo que sólo tuvo que repetir tres veces antes de sentir que el poder afluía en su persona. El encantamiento, mucho menos poderoso que la invocación que le permitía viajar por el interior de la piedra, era uno de los primeros que había podido controlar, y le exigía apenas una reducida concentración. En medio del estruendo que reinaba en el lugar, nadie advirtió sus palabras.
Los dos primeros soldados salvaron la ínfima fisura que acaba de abrirse en el suelo reseco y que atravesaba la calle por completo, sin verla siquiera. De uno a otro borde, la grieta no tenía más de un dedo, pero entretanto desde el subsuelo ascendía un leve fragor. La grieta llamó la atención de los dos siguientes soldados, aunque no llegara a alarmarlos. Pero los dos últimos advirtieron justo a tiempo lo que ya se había convertido en un estrecho foso, uno de ellos atinó a saltar por encima, pero el otro se torció el tobillo y cayó, mientras la jabalina se le escapaba de la mano. Fue entonces cuando ascendió el primer grito de horror de la muchedumbre, que en seguida resultó enmascarado por un formidable crujido del subsuelo, al mismo tiempo que el estruendo se ampliaba y la tierra comenzaba a temblar. La herida abierta en el suelo se ensanchaba cada vez más rápido. A uno y otro lado de la grieta hubo tumultuosos movimientos de retroceso del público, convencido de que la diosa Ereshkigal se disponía llevárselos a su reino de las tinieblas; se insultaron, embistieron, empujaron, cambiaron algunos golpes, y luego la gente comenzó a huir a toda prisa.
Enerech, con los ojos desorbitados, clavó los talones en los ijares del caballo que montaba. El animal, sorprendido, después de relinchar partió al galope, saltó por encima de la grieta cuando ello todavía resultaba posible, y siguió galopando, para sumarse a la contusión que reinaba calle abajo. Los burros de los sacerdotes que acompañaban al En se pararon al punto. Y el infortunio los alcanzó: como el agujero seguía ensanchándose, no tardó en alcanzarlos. Intentaron retroceder, enloquecidos, pero chocaron con los porteadores del palanquín real y se encabritaron. Cuando los cascos de los burros quisieron volver a pisar el suelo, éste ya no estaba, y con rebuznos de terror a los cuales respondieron los alaridos de los jinetes que los montaban, cayeron en el interior de lo que no era más que un simple foso cuyas paredes inclinadas se unían a un gi[11] de profundidad. Incapaces de conservar el equilibrio, los animales cayeron desmontando a los sacerdotes y rodando hacia el fondo del pozo junto con ellos. Uno de los hombres lanzó un breve alarido cuando el burro que montaba se le vino encima aplastándole el pecho. El otro jinete clerical, más afortunado, sólo perdió el conocimiento.
Asilmina no esperó a conocer la suerte de estos sacerdotes para lanzarse a la acción. Los porteadores de la litera real se habían quedado inmóviles cuando el suelo comenzó a dar sacudidas, y parecían estar preguntándose si abandonar o no su carga para darse a la fuga. La hija de los bosques sabía que la fosa había adquirido casi el máximo tamaño que podía conseguir Alad. Y no ignoraba que tan pronto como el fenómeno de los movimientos telúricos cesara, el miedo colectivo desaparecería, los oficiales recuperarían la tranquilidad y los bordes del agujero se llenarían de soldados. Era necesario proceder con celeridad.
Sin prestar atención a la gente que la empujaba, y embistiendo por su parte a otros, consiguió abrirse paso hasta el palanquín y, a gritos, llamar la atención de Nadua. Ella y Pirig no parecían menos atónitos que el resto del público.
—¡Vamos, rápido, saltad! —gritó Asilmina.
Sin perder tiempo en comprobar si la obedecían o no, dio dos pasos para volver a situarse frente a la casa abandonada, mientras del morral que llevaba en bandolera extraía una pequeña tablilla que Alad había elaborado en la víspera. En medio de la confusión reinante, nadie se preguntó por qué esa mujer permanecía inmóvil, respirando de manera profunda y regular, con los ojos puestos en la pared de ladrillos ennegrecidos, ni tampoco nadie reparó en que elevaba una de las rodillas para partir la tablilla de barro con un golpe seco.
Hasta ese momento, a pesar de que su compañero se lo había asegurado, Asilmina no se había creído del todo que pudiera conseguirlo. Se había entrenado en la ejecución de esa maniobra justo antes de abandonar la taberna, valiéndose de versiones menos potentes del sortilegio que lanzaría durante la operación de fuga. Las dos veces que lo había practicado, el bloque de piedra sobre el cual se concentraba había volado en pedazos, destrozado por la magia contenida en las tablillas y dirigida por su voluntad y su mente. A pesar de todo, la hija de los bosques temía que la confusión reinante en el lugar menguara o perturbase su concentración. De ahí que se asombrara un poco al ver que la fachada de la casa en ruinas se agrietaba en toda su anchura. Las fisuras no tardaron en aumentar su longitud y volverse más profundas.
Mientras señalaba el edificio con el índice extendido, predijo lo que resultaba evidente:
—¡Cuidado! ¡Se derrumba!
El resultado no se hizo esperar: al comprender que se arriesgaban a morir aplastados, los mirones perdieron la poca curiosidad que aún les quedaba y retrocedieron en masa, algunos hacia la parte alta de la calle, otros por el centro de la calleja transversal cuyas dos entradas resultaban inaccesibles. Embestidos, desplazados, sumergidos en medio de la muchedumbre, los porteadores abandonaron el palanquín. Quienes llevaban la litera siguiente los imitaron. Los ocupantes de ésta eran el general Charil y la princesa Erchemma, quienes resultaron lanzados a la calle de manera brutal. El general cayó rodando sobre sí mismo, de modo que pudo ponerse de pie de manera casi inmediata, lo cual le permitió despejar el espacio alrededor de su esposa lanzando puñetazos, evitando de esa manera que la pisotearan. La ayudó a ponerse de pie, y a continuación la condujo hacia atrás, sin dejar de observar con sucesivas e inquietas miradas el frente del edificio que amenazaba derrumbe oscilando desde la base.
Asilmina se había vuelto hacia los dos sustitutos, de quienes ya nadie se ocupaba, y que se mantenían inmóviles cerca de la litera abandonada.
—¡Seguidme! —les ordenó—. ¡No me perdáis de vista!
Como no parecían reaccionar porque se encontraban aturdidos a causa de los acontecimientos, los tomó a cada uno de un brazo y se los llevó hacia la calleja, en la cual se metieron dando codazos a diestra y siniestra. Pocos segundos después de que entraran allí, la lachada se derrumbó. Durante la noche, Alad había estado minando desde el interior la base de aquellas ruinas ya debilitadas por el incendio, para asegurarse de que el sortilegio contenido en la inscripción de la tablilla podría rematar el trabajo cuando llegase el momento. Cuando la magia hubo arrancado o partido en miles de trozos los ladrillos que todavía soportaban la fachada, ésta, al principio con lentitud y luego cada vez más rápido, se derrumbó sobre la calle en medio de una nube de polvo. Los escombros hicieron impacto en algunos infortunados asistentes, de manera que se produjeron magulladuras, contusiones, miembros quebrados y una o dos cabezas rotas. A la vista de la sangre, el espanto y la consternación de la multitud crecieron todavía más.
El derrumbamiento de la fachada bloqueó la calle, separando a la litera real del resto del cortejo, y dejándola hundida bajo los escombros. Y puesto que la fosa, algo más adelante, calle abajo, impedía a los primeros guardias volver sobre sus pasos, pasaron muchos minutos antes de que descubrieran que los sustitutos no estaban aplastados bajo las ruinas del edificio y que habían desaparecido.
El caballo de Enerech, desbocado, intentó lanzarse al galope, pero la multitud presa del pánico inicial se lo impidió. El animal embistió a un hombre, luego a otro, lanzándolos al suelo o contra otros fugitivos que los rechazaron con violencia. Uno de ellos fue pisoteado brutalmente. En su errática carrera, el caballo del En enfiló a continuación sobre cuatro niños aterrados que se agarraban a las ropas de sus padres, no menos despavoridos que ellos. Deseoso de proteger a los suyos, el padre se volvió para mover los brazos con frenesí mientras lanzaba gritos estridentes. El caballo se encabritó y, al mismo tiempo que relinchaba de espanto, asestó una coz al hombre, que se derrumbó sin poder gritar siquiera. Después el animal se lanzó calle abajo. Pero en ese momento ya no tenía jinete, puesto que Enerech, al comprender que no conseguiría gobernarlo, había saltado a tierra justo a tiempo para no ser lanzado. Cuando consiguió recuperar el equilibrio se apartó de la bestia para alejarse de una eventual coz, y desanduvo camino hasta llegar al borde de la fosa justo en el momento en que caían en ella los burros y los sacerdotes que los montaban.
El En era el único de cuantos se encontraban en el lugar que conservaba un poco de serenidad. «Esto no está ocurriendo por azar», se decía, «ese temblor de tierra en una ciudad donde no suele haberlos, ese agujero que se ha abierto en línea recta para bloquear el paso, todo eso no es obra de la naturaleza sino acción de un mago».
Enerech observó a la multitud que retrocedía desde el otro lado de la fosa y que comenzaba a introducirse en la calleja. Y casi de inmediato advirtió al hombre con el cráneo rasurado que acababa de levantarse, con la mano aún extendida hacia el suelo, y que parecía mucho menos espantado que los demás.
—¡Eh, tú! —gritó el En—, ¡tú, mago!
Asombrado, el otro volvió la cabeza hacia él. Enerech aprovechó el instante en que las miradas de ambos se cruzaron para intentar el control de la voluntad del desconocido, pero su ataque resultó bloqueado por una sólida barrera mental: no se estaba enfrentando a un novato.
Justo entonces una mujer soltó un alarido que aludía a algo que estaba por derrumbarse, y el pánico se multiplicó. El mago desconocido fijó de nuevo la mirada en los ojos del sumo sacerdote —esta vez voluntariamente—, y sacudió la cabeza con suavidad, con una sonrisa en los labios.
Fue entonces cuando Enerech lo reconoció. La boca del En se abrió para pronunciar un nombre que no llegó a salir de sus labios: no tenía tiempo para intentar comprender, era necesario actuar. Se volvió hacia los seis guardianes agrupados a su alrededor, y les gritó una orden que resultó sofocada por el estruendo del derrumbamiento de la fachada. Y con horror vio que grandes masas de ladrillos y de mortero aplastaban la litera real, con horror no porque los sustitutos se encontraran todavía en el interior del vehículo, sino justamente porque ya no estaban allí.
Mientras los buscaba con la mirada, olvidando vigilar al responsable de aquel desastre, este último se puso a mascullar algunas palabras y agitó la mano un poco. En el instante postrero, Enerech pudo ver por el rabillo del ojo el trozo de ladrillo que volaba hacia él, pero en cambio no lo pudo esquivar. Aunque no era lo bastante grande, ni lo habían lanzado con fuerza suficiente como para matar, el proyectil le dio en la frente y le hizo perder el conocimiento. Sus hombres, que creyeron que se trataba de un fragmento procedente del derrumbe, lo sostuvieron para impedir que rodara hasta el fondo de la grieta, y lo arrastraron hacia atrás para ponerlo en un lugar seguro.
Cuando se encontraron en el interior de la calleja, libres del temor de ser pisoteados por la ciega y espantada multitud, Asilmina introdujo a Nadua y a Pirig bajo el primer portal que tuvo ante la vista.
—¡Quitaos las joyas y poneos esto! —les ordenó, extrayendo del morral dos mantos ligeros—. Ahora todos se han olvidado de vosotros, pero eso no durara mucho tiempo.
Mientras los jóvenes obedecían sin discutir, depositando las joyas en el morral, ella se quitó el velo soltándose el pelo recién teñido, luego también se afanó en el de Nadua, cuyo laborioso peinado deshizo aprisa.
—Nos tomarán por prostitutas —observó la joven con entonación neutra.
—Ésa es justo mi intención —respondió Asilmina—. ¡Ahora, vamos!
Llevando a un joven sustituto de cada mano, los cuales a partir de entonces no fueron más que dos individuos entre centenares de otros, la hija de los bosques se dirigió de nuevo a la corriente multitudinaria, que los arrastró consigo. En alguna parte, en medio de esa tropa acelerada, detrás, o ya muy lejos, se encontraba Alad; pero ella ni siquiera intentó verlo. Si todo había salido bien, volverían a encontrarse en la taberna, tal como habían acordado.
Por fortuna la calleja no era demasiado larga y desembocaba en una plaza después de la cual el tropel se diluía en diversas direcciones. Poco a poco, la locura fue disminuyendo y los pasos se volvieron más lentos. A medida que se alejaban del lugar de la acción, la gente comenzaba a reunirse en pequeños grupos para evocar y comentar los sucesos vividos. Asilmina y sus compañeros pudieron oír las más diversas exclamaciones, en las cuales muchas veces se mencionaba al rey y a la cólera de los dioses. Los habitantes de Uruk nunca habían querido a Lugalzaggizi, quien los agobiaba con impuestos y enviaba a sus hijos a la guerra, pero de todas maneras lo respetaban, porque así lo exigía el orden humano, que reproducía en la tierra el orden divino. Si el número de señales que indicaban que el soberano había perdido el apoyo de los dioses crecía, hasta el respeto que profesaban al soberano iba esfumarse.
En el barrio de la taberna, Asilmina animó a Pirig a que le pasara un brazo por encima de los hombros y que el otro lo apoyara sobre los de Nadua, y a que las abrazara como si hubiese alquilado los servicios amorosos de las dos. Fue de esa manera como completaron el resto del itinerario por las calles cada vez menos concurridas, caminando rápido, pero sin prisa excesiva, y para mayor seguridad los dos jóvenes avanzaban con las cabezas gachas. La única vez que se cruzaron con una patrulla, la hija de los bosques soltó una carcajada vulgar, y luego hizo una observación en voz alta que sonrojó a Nadua, algo que los soldados no advirtieron, puesto que las dejaron pasar sin dirigirse a ellas.
Poco después entraban en la taberna. Alad, que los esperaba en el gran salón, se apresuró hacia ellos soltando un suspiro de alivio.
—¿Yichban? —exclamó Nadua—, pero…
Ante la sorpresa de la joven, le sonrió de buena gana.
—Ya no necesito andar encorvado —dijo—. Me llamo Alad, soy el hermano del En. —Al pronunciar esa palabra recuperó la grave expresión que tenía en el rostro en el momento de regresar, y volviéndose hacia Asilmina repuso—: Él me ha visto. Y sé que me ha reconocido.