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—Ve a clavarle la tuya en el corazón —ordenó Gurunkach al segundo soldado—. No quiero correr ningún riesgo.

El hombre se acercaba al cuerpo inanimado con el arma levantada, pero retrocedió con brusquedad al sentir que la arena se hundía bajo sus pies.

—¿Pero qué…? —gruñó el oficial, antes de que la sorpresa le abriera unos ojos desorbitados.

Alrededor de Alad Yicheren acababa de formarse una depresión que casi arrastró al cadáver.

—¿Arenas movedizas? —preguntó el soldado, que había estado a punto de perder el equilibrio.

Gurunkach puso mala cara. Aquello no se parecía nada a las arenas movedizas, el suelo que estaba tragándose a su presa no estaba húmedo. Además, ni siquiera se encontraban en un desierto de arena, y aunque en ese lugar la capa arenosa era más espesa, no era posible clavar una jabalina sin que la punta chocara en seguida con una roca sólida. ¿Era posible que justo en aquel sitio hubiera una especie de abismo?

Boquiabiertos, los tres hombres observaron hundirse al joven sacerdote al mismo tiempo que los bordes de la depresión se derrumbaban llenándola y cubriendo por completo el cuerpo de aquél. En menos de un minuto acabó todo: el suelo ya había recuperado su aspecto original y ni siquiera quedó manchado de sangre.

—Ereshkigal lo ha arrastrado entero al mundo de abajo —murmuró el soldado cuya jabalina había perforado el vientre de Alad Yicheren.

El miedo hacía temblar su voz. ¿Acaso temía que la terrorífica diosa de los muertos que se había apropiado de su arma en el futuro lo mirara con malos ojos?

—¡Recupera el asno! —Le ordenó Gurunkach para sustraerlo de sus malsanas reflexiones—. Si no puede servir de montura a nadie más, nos proveerá de carne durante dos días.

Tan pronto como el otro ejecutó la orden, el oficial se volvió hacia el segundo soldado y le arrancó la jabalina de las manos. Con paso sigiloso, tentando el suelo con la punta de los pies antes de apoyarlos con firmeza, avanzó hasta el punto donde se había soterrado el cuerpo. La arena ofrecía apariencia de firmeza. Gurunkach sujetó y levantó el arma con las dos manos, y luego la clavó con un golpe seco. Sintió que la punta se partía contra la roca soterrada cuando el asta no se había hundido ni siquiera un codo. No había arenas movedizas ni abismo alguno, ni nada que no fuese habitual, nada de nada.

—Ereshkigal… —murmuró el soldado con la voz opaca.

Gurunkach frunció los labios. Ereshkigal, sí, era posible.

Para que su propio hermano diera la orden de que le mataran, el bastardo debía haber ofendido gravemente a los dioses.

Arrojó la jabalina a su propietario azorado, que la atrapó con un gesto rápido.

—¡Regresemos! —resolvió el oficial.