Capítulo XVI

Pirig y Nadua aún no se habían conocido, pero ya tenían algo en común: ninguno de los dos comprendía lo que le estaba ocurriendo. La una y el otro habían sido sacados de sus calabozos al amanecer, y ambos creyeron que iban a ser ejecutados de inmediato. Sobre todo la joven mujer, a quien trasladaron en mitad de la noche a los calabozos del palacio, supuso que Hishur la había denunciado en las más altas instancias y que no podría escapar a un castigo ejemplar cuya naturaleza cruenta temía en virtud de las confidencias que le había hecho la esclava en casa del comerciante. La joven se juró regresar desde el mundo de abajo para atormentar al elamita bajo cualquier forma que pudiera adoptar.

Lo que ocurrió a continuación contrarió tanto sus expectativas que, en lugar de tranquilizarse, su inquietud aumentó. Los condujeron por separado hasta unos baños situados en el interior del palacio, unas salas demasiado vastas y lujosas como para que se empleasen en la higiene de los presos. Allí los guardianes se marcharon dejándoles al cuidado de un gran número de esclavos, de ambos sexos en el caso de Pirig y sólo mujeres en el de Nadua. Les quitaron las ropas sucias, luego los bañaron con la mayor suavidad y cuidado, y les arreglaron las uñas, tanto de las manos como de los pies. Al joven lo trató un peluquero que tras emparejarle el pelo le rasuró la barba, para a continuación depilarle el torso y las axilas. A la joven también le depilaron todo el cuerpo por primera vez en su vida, y el dolor que le produjo esta operación la hizo lagrimear. Más tarde les dieron masajes, los ungieron con aceites aromáticos, los peinaron, les aplicaron maquillaje… Todo ello sin que nadie respondiera a ninguna de las preguntas que los jóvenes no podían evitar plantear. Las esclavas, sonrientes, daban pruebas de una perfecta consideración a sus personas, pero se negaban a abrir la boca.

Por fin los vistieron con las ropas más ricas que jamás habían llevado y los cubrieron de joyas… Si se trataba de un rito que servía como preludio a una ejecución, ellos nunca habían oído hablar de él.

Cuando Pirig estuvo preparado, lo escoltaron hasta una vasta sala donde se erguía un alto sillón de madera maciza y oscura, con brazos esculpidos en forma de león, los animales emblemáticos de Inanna.

Allí había dos hombres. El primero, en el cual el soldado creyó reconocer a aquel que había penetrado en su calabozo justo antes de que lo dejasen de nuevo a solas durante largo rato, caminaba de un lado a otro con una expresión de contrariedad impresa en el rostro. El segundo, que se encontraba tranquilamente sentado en una banqueta de ladrillos cubierta de cojines y adosada a uno de los muros, era Enerech, el En.

—¡No! —gritó éste cuando el recién llegado iniciaba el gesto de prosternarse—. A vuestra altísima señoría no le corresponde inclinarse ante sus servidores.

Pirig se quedó boquiabierto e inmóvil. Pudo comprender el resoplido de desprecio que emitió el desconocido, en cambio las palabras del En le parecieron una broma de mal gusto. Como se puso a farfullar preguntas, el sumo sacerdote lo interrumpió en seguida y se explicó. A medida que hablaba, el joven sentía desvanecerse una parte de la angustia que lo oprimía desde que recuperara la conciencia en un calabozo sin saber cómo ni por qué había llegado hasta allí.

Él había dado muerte a Enkalam y también habría matado al rey si hubiese tenido libertad de movimientos. No obstante, no sólo no había actuado por su propia voluntad, sino que tampoco estaba poseído por un demonio, que era lo que había llegado a creer después de los dos agujeros negros que se habían abierto en su memoria. No, a él lo habían hechizado. No pudo comprender todo lo que le reveló el En, pero una cosa estaba clara: no se le consideraba culpable. Era una víctima, igual que el príncipe, y el simple hecho de que no se pusiera en duda su buena fe lo aliviaba infinitamente, como cuando se incendió la herrería y su padre, en lugar de culparle, lo atribuyó simplemente a su negligencia por no haber echado agua sobre las brasas del hogar. También aquella vez fue castigado con azotes, pero los aceptó con estoicismo.

Ahora debía ser igualmente castigado, y lo comprendía: para que los acadios hubieran podido encantarlo cuando menos debió de cometer alguna imprudencia. El castigo sería clemente, sin embargo, digno de un gran rey —aunque Pirig sospechaba que la idea se había originado en ese pozo de sabiduría que era el En—, la vida del soberano seguía estando amenazada, el joven lo reemplazaría hasta que todo peligro estuviera conjurado, circunstancia que determinarían los augurios. La tarea iba a resultar azarosa, porque él mismo podía ahora caer en manos de un asesino, pero cuando el sumo sacerdote le reveló el sentido del sueño que había tenido, admitió que los signos lo señalaban para ese papel.

Si lograba sobrevivir, sería liberado, y entonces regresaría a su división para seguir sirviendo al reino. La presente aventura no sería más que un mal recuerdo.

—Me siento muy honrado, señor —declaró—, pero…

—¿Pero qué? —lo interrumpió, colérico, el individuo que le presentaron como el general Charil—, un poco de agradecimiento sería de mejor recibo que las objeciones.

—No le faltéis al respeto —le reprochó el En—, este ritual que practicamos se dirige a los dioses. Si queremos que ellos lo acepten, debemos ajustarnos a las reglas a la perfección.

Enerech se volvió hacia Pirig mientras el general Charil se encogía de hombros:

—¿Qué iba a decir vuestra altísima señoría?

El joven vaciló, turbado. Aunque comprendiera muy bien por qué estaban hablándole de esa manera, el tratamiento protocolario todavía le resultaba incómodo.

—Yo me… me preguntaba si ya no corro peligro de volver a perder el control de mis actos, señor, y de provocar desgracias que no querría.

—Eso honra a vuestra altísima señoría. Pero tranquilizaos: no creo que tal cosa llegue a suceder, a menos que os encontréis en presencia del verdadero rey. Además, ni el noble general Charil ni yo mismo os abandonaremos en todo el día, y estaremos preparados para intervenir en caso de necesidad. Por la noche vuestra altísima señoría permanecerá en aposentos bien custodiados.

El sacerdote se dirigió al general otra vez.

—Creo que ya sólo nos queda presentar a su altísima señoría a quien ha de ser su esposa.

En el sector de las mujeres, Nadua quedó a cargo de una mujer de gran belleza, en la cual la joven reconoció a la hija de Lugalzaggizi, a quien había visto en el transcurso de diversas ceremonias públicas. La joven, petrificada por la estupefacción, ni siquiera acertó a prosternarse, y permaneció en ese estado bastante tiempo, dado que una segunda sorpresa se sumó a su confusión: fue la princesa quien, hincando una rodilla en tierra, la saludó con una reverencia… luego, soltó una carcajada encantadora al descubrir la expresión azorada de Nadua.

—No me estoy burlando de ti —la tranquilizó Erchemma, antes de tomarle las manos con familiaridad y conducirla hasta una banqueta—, te lo explicaré todo.

Le relató el cobarde asesinato de su hermano, tuteándola, hablándole de igual a igual, como a una amiga; y le explicó el ritual de la sustitución del rey.

—Fuera del ejercicio del propio poder, el sustituto dispone de todas las prerrogativas del rey. Por supuesto, no sería conveniente que se acostase con las concubinas de mi padre. Por ello lo proveeremos de su propia reina; y para que ella lo sea de verdad, él debe desvirgarla por sí mismo.

—Oh… —dijo Nadua, al comprender por fin los acontecimientos de la noche—. He sido elegida porque soy virgen.

—Me temo que no hay muchas vírgenes en nuestras cárceles —confirmó la princesa con buen humor—. Has tenido suerte: podrían haberte infligido un castigo más riguroso; ese Hishur es un hombre importante. —La princesa hizo una pausa—, ¿había intentado violarte? —La joven se mordió el labio—. Habla con toda libertad, ahora ya no puede hacer nada contra ti.

—No sé si habría llegado hasta ese punto —respondió Nadua—. Pero quería besarme y… metió sus manos… me estaba haciendo daño…

Erchemma le apoyó un dedo sobre los labios para interrumpir esos penosos recuerdos.

—No me sorprende —dijo—. Yo lo encontré repugnante. —Suspiró, luego agregó en tono confidencial—: Sé lo que es estar casada contra tu voluntad, y ser manoseada por un hombre al que detestas. De haber podido hacerlo, habría actuado igual que tú. Pero en este sentido, una hija de rey tiene todavía menos libertad que una hija del pueblo.

—De todas maneras, me casaréis contra mi voluntad, señora —se quejó Nadua con voz débil—. Y con un asesino.

—¿Y qué serías tú si hubieses matado a Hishur? Y para colmo tú no estabas hechizada. Si el En asegura que ese Pirig no es responsable de su acción, ¿qué más necesitas? Y además, no tiene razón alguna para hacerte daño a ti. ¿Pero lo que te inquieta no es eso, verdad?

La joven bajó la cabeza y se sonrojó. Erchemma sonrió, enternecida.

—Tendrás que pasar por ello, lo siento. Pero eso te iba a llegar más tarde o más temprano, como a todas nosotras. Y también tienes suerte en esto: aunque el sustituto del rey no sea el hombre más seductor que haya visto en la vida, es joven y tiene muy buen aspecto. Será para ti un primer amante mucho más aceptable que ese gordo elamita.

Este último argumento hizo efecto. Nadua asintió, resignada.

—Tenéis razón —dijo—. Supongo que no tengo motivos para quejarme. Pero después, ¿qué pasará?

—Estaréis unidos como el rey y la reina de Sumer. El matrimonio sólo durará mientras se mantenga el ritual. Después, si deseáis permanecer juntos, nada os lo impedirá. Si no es así, seréis libres, y podrás casarte con quien quieras.

La joven suspiró.

—¿Y quién querrá una esposa que ya no sea virgen, señora?

—Muchos hombres. Pregúntate más bien quién no querrá a una ex reina dotada por el palacio. No te faltarán pretendientes, pequeña, ya lo verás. No te faltará nada. Apenas acabe el ritual, ya no tendrás preocupaciones. Sobre todo si te abstienes de apuñalar a todos los ricos comerciantes que conozcas…

Por primera vez desde que su hermano le había anunciado que se casaría con Hishur, Nadua soltó una carcajada. Fue breve y teñida de amargura, pero rió de todas maneras y eso la hizo sentirse aliviada, también porque su acompañante se unió a la carcajada en un momento de maravillosa complicidad. Igual que había ocurrido durante la conversación con la esclava del elamita, pensó que estaba ganando una amiga.

Aunque por razones muy distintas, se engañaba en el presente tanto como entonces.

—¿Puedo contar contigo para que cumplas con tu función de buena gana mientras sea necesario? —la interrogó Erchemma cuando recuperaron la seriedad.

La joven asintió con un movimiento de cabeza. Aunque dudaba a la hora de evaluar su suerte, temía que la menor reticencia la devolviese al calabozo a la espera de un destino menos deseable todavía. La idea de morir o de que le cortasen la mano la aterraba mucho más que la de perder su virginidad con un desconocido.

—¡Entonces, ven! —prosiguió la princesa mientras se levantaba—. Vas a conocer a tu esposo. Os espera un día ajetreado.