Capítulo XXXIV

Mientras Sargón la escoltaba con perfecta cortesía hacia sus aposentos, Nadua mantuvo la cabeza alta. La insensibilidad, que había desaparecido de su persona después del combate contra los cadáveres animados, había vuelto a aflorar cuando se oyó aceptar la propuesta del rey. Un momento antes la idea de que los asaltos sexuales del soldado Pirig se reanudaran la desesperaba, le hacía ver una eterna repetición en su vida: a los hombres que conocía no se les ocurría otra cosa mejor que hacer con ella que acostarla en sus camas, y eso duraría hasta el fin de los tiempos. Pasado el rato, desapareció la desesperación y fue reemplazada por ese entumecimiento del alma que experimentó al terminar la noche que pasó con Pirig. En esta ocasión sabía que no iba a resistirse en el último instante, que encajaría esa violación sin lamentarse, pensando en otra cosa, y que también se contendría de asesinar a Sargón ella misma en caso de que no apareciese ningún demonio. Esas cosas ya no tenían tanta importancia como antes. Lo único que contaba era mantenerse con vida para hacerse fuerte. Luego ya no tendría que someterse al deseo de los otros y podría dar libre curso a sus sentimientos. Esa perspectiva le daba el coraje suficiente como para soportarlo todo.

Ni siquiera se sonrojó al sorprender las miradas jocosas que intercambiaban los guardianes apostados antes los aposentos reales. La mano que Sargón le apoyó sobre la espalda, cerca de la nuca, para invitarla a entrar, tampoco la hizo estremecer.

—Prefiero prevenirte antes de que lo encontréis vos mismo —dijo ella tan pronto como el rey hubo cerrado la puerta de una antecámara iluminada por dos lámparas de aceite—. Llevo un cuchillo bajo mi túnica. Puesto que no tengo la intención de emplearlo en contra de vuestra persona, será mejor que os lo entregue. Vos sabréis usarlo mejor que yo.

Sargón sonrió con toda la boca y señaló la sólida hoja curvada que llevaba a la cintura.

—Éste me basta, ya lo he dicho.

Antes de separarse, Alad había intentado entregarle su propia daga, arguyendo que le resultaría más útil contra el demonio, pero negándose a explicar por qué lo sabía. El sumo sacerdote se había opuesto a ello: la daga sería sin duda un arma maligna, y acaso el demonio se encontrase en su interior; tendrían que entregársela para que la llevara al altar de la diosa y rogara que ésta lo iluminara. Por cansancio, y también para consolar al sumo sacerdote por haber cedido en el transcurso de la controversia precedente, Sargón satisfizo su pedido.

Nadua se volvió antes de quitarse la túnica y desatar las correas de cuero, para extraer la hoja corta que llevaba escondida en la parte interior del muslo. La presentó al rey extendida lateralmente sobre las dos palmas juntas, a los efectos de evitar toda confusión.

—Ésta resultará más eficaz —aseguró.

Pero él no la observaba. Había girado la cabeza hacia la puerta abierta de la habitación contigua.

—¿Por qué han dejado la lámpara de mi habitación encendida? —murmuró.

Caminó a grandes zancadas en dirección a la luz, y se detuvo en el umbral del recinto.

—¿Quién eres tú? —preguntó, con voz irritada.

La joven no llegó a comprender la respuesta que daban a la pregunta del rey, pero reconoció una voz femenina.

—Un regalo siempre es bienvenido —decía Sargón, cuando ella se situó a su lado—, pero éste no llega en el mejor momento, como puedes comprobar tú misma.

—Mi señor está acompañado —comprobó la joven, que estaba arrodillada sobre una ancha esterilla en medio de la habitación, desnuda como el día de su nacimiento—. Quizá quiera despedir a esa mujer que me parece muy joven. He sido elegida especialmente por mi competencia en las cosas del amor.

—Señor, es… —comenzó Nadua.

—¡Cállate! —Le ordenó Sargón, antes de susurrarle «No soy idiota»; luego, dirigiéndose a la otra mujer repuso—: Me parece que mi compañera no tiene muchas ganas de marcharse. Pero ¿cuál es el problema? Muchas veces me he enfrentado a un enemigo superior en número y jamás he perdido una batalla.

—Entonces será porque nunca te has enfrentado a un enemigo como yo —soltó la desconocida.

Y tras levantarse de un salto con la agilidad de una fiera, avanzó al mismo tiempo que se transformaba. Nadua lanzó un alarido de horror.

—¡A mí la guardia! —modularon los labios de Sargón, pero sin que sonido alguno llegara a salir de ellos.

Con una leve brillo de miedo en el fondo de la mirada, empujó a la joven mujer a un lado y extrajo la daga para hacer frente a la acometida. Pero ésta no era la de una delicada sirvienta, sino la de una criatura de mayor talla y envergadura que él, con la piel parda y cubierta de escamas, con garras en vez de manos, y cuya cara redonda y arrugada ocultaba dos minúsculos ojos verdes con pupilas verticales. Las fauces abiertas mostraban dos hileras de colmillos concebidos para desgarrar.

Sargón no había previsto la violencia del ataque. La daga que esgrimía alcanzó su objetivo, pero se deslizó al chocar contra una escama, y cuando consiguió clavarla, apenas si hizo correr la sangre. Un momento después perdía el arma cuando su enorme agresor lo levantaba del suelo para lanzarlo por el aire. Cayó de espaldas, sin aliento, y apenas pudo elevar las manos en el momento en que el demonio se dejaba caer sobre él.

Todo había ocurrido en el silencio más absoluto, incluyendo la caída del rey y el grito que éste lanzó cuando las garras le rasgaron el antebrazo. Ninguna de las acciones ocurridas durante el combate produjo el menor ruido capaz de atraer a los guardianes. Nadua adivinó que sus propios alaridos también resultarían inútiles: debía correr en busca de los soldados, o…

O empuñar con las dos manos el cuchillo que aún tenía consigo y arrojarse con todo su peso sobre la criatura, para clavárselo en la espalda. La primera opción no salvaría al rey Sargón que ya estaba cubierto de sangre, y que tenía dificultades para apartar las monstruosas manos que buscaban su garganta. Cuando llegó a la conclusión de que debía elegir la segunda alternativa, la joven se encontraba en al aire, pues ya había saltado.

Nadua golpeó la cintura del demonio con las rodillas adelantadas y abatió las manos armadas entre sus omóplatos, invirtiendo en el golpe toda la fuerza que tenía y lanzando un grito mudo que se quedó vibrando en el aire que le llenaba los pulmones.

El bronce del puñal era de mediocre calidad, la fuerza de su propietaria limitada y la piel del ser del ultramundo muy gruesa: la hoja no se hundió más que la longitud de una uña. El demonio acababa de cerrar una de sus manos en torno al cuello de Sargón. De manera que tras una mueca de irritación y con un revés del brazo, barrió al molesto insecto que se le había posado en la espalda. Nadua, golpeada en el hombro, rodó de lado y supo que no tendría oportunidad de volver a golpear a la criatura antes de que acabara con el rey.

Fue entonces cuando la magia entró en acción.

El encantamiento que pronunció Alad mientras frotaba las armas con las cenizas hizo efecto. Una picadura tan insignificante no habría podido herir al demonio, pero en cambio abrió el cuerpo de éste al poder mágico que hizo presa en él, y que se propagó a tal velocidad que la criatura ni siquiera llegó a darse cuenta, puesto que la magia de las cenizas anuló la invocación de Chelibir. La criatura fue requerida por su dimensión y, sin más, cesó al punto de existir en la tierra. Las únicas huellas de su paso fueron los sangrientos arañazos en los brazos y el pecho de Sargón, en cuyo ánimo, a pesar de todo ello, la estupefacción superaba al dolor.

—¿Qué ha sucedido? —exclamó—. ¿Qué has hecho tú?

Nadua casi se sorprendió al oír de nuevo la voz del soberano.

—Ha sido… este cuchillo, señor —dijo—. Ya os dije que sería más eficaz que el vuestro.

Nadua resopló. Luego torció la boca y se echó a llorar, derrumbada por el miedo que en el momento de la acción no había experimentado y que se mantenía agazapado para sorprenderla mejor. El rey, acostumbrado a las reacciones nerviosas después del combate, no intentó impedirle llorar.

—Por no creeros a todos vosotros he estado a punto de perder la vida —comentó—. Y tú, tú has arriesgado la tuya para salvarme. Supongo que no me dirás por qué. —No esperó la respuesta de Nadua para proseguir—. Sea como sea, a partir de ahora sois huéspedes de este palacio por todo el tiempo que queráis. Ven, vamos a buscar a tus amigos; de paso me haré curar estas feas heridas antes de que se infecten.

Nadua resopló, se enjugó los ojos con el dorso de una mano. Se recuperó en seguida y, por otra parte, se sentía aliviada de que el demonio se hubiese apresurado tanto en atacar, liberándola así del compromiso de tener que aguardar hasta la llegada del alba.

—No es necesario que llaméis a vuestros médicos —dijo con una voz que casi había recuperado la firmeza—, Asilmina podrá curaros eso mucho mejor que cualquiera de ellos. —Como el rey Sargón arqueaba mucho las cejas, ella encontró fuerzas para sonreírle—. Esta vez, señor, hacedme el honor de creerme.

—Te creo —aseguró él—, y comienzo a preguntarme si todos vosotros sois tan torpes como parecíais. Pero os habéis ganado el derecho de mantener vuestros secretos. —Él sonrió a su vez—. Empiezo a odiar a ese demonio por haberme privado de mi noche con la reina de Sumer.

—En tal caso piensa en tu próxima batalla. Te bastará ganarla, y todas las mujeres de Lugalzaggizi serán tuyas; las auténticas, quiero decir.

—La ganaré —afirmó el rey—. Después de esta noche ya no puedo poner en duda que Ishtar me favorece y que los dioses del sur han abandonado a sus fieles. —La mirada de Sargón se iluminó—. Cuanto antes mejor. Ordenaré a los ejércitos que se reúnan. Atacaremos con el primer augurio favorable.

Nadua lo siguió fuera de la habitación, diciéndose que sería un buen soberano del País entre dos ríos. Y para el pueblo, sin duda un señor tan malo como todos los que lo habían precedido.