Capítulo VII

Sentado con las piernas cruzadas, solo en su habitación, Alad controló la centella de magia que acababa de crear y, en lugar de dirigirla hacia el bloque de piedra erguido cerca de la esterilla que la descarga hubiera podido partir en dos, lo que hizo fue incorporarla a la pequeña tablilla de barro fresco situada frente a él. Con una simple relajación mental, la aprisionó en la escritura.

Alad fabricaba sus propias tablillas. Para los registros de la taberna solía emplear una masa de barro mezclada con paja, y hasta con guijarros o gravilla, pero los soportes de sus experimentos mágicos estaban elaborados con la arcilla más pura, a la cual incorporaba una buena cantidad de carrizo fresco, picado finamente. Las partículas vegetales, un material que le permitía ejercer sus poderes con mayor comodidad, le facilitaban la tarea.

Se tomó tiempo para relajarse mediante algunas inspiraciones y espiraciones profundas, luego recogió el cálamo y se aplicó a grabar el sortilegio que había empleado para convocar a la fuerza mística en su persona sobre la superficie de arcilla húmeda.

La escritura había cambiado mucho durante el período que había vivido al margen de la humanidad. El empleo del cálamo tallado en bisel en lugar de una simple punta impedía trazar curvas, y había impuesto la estilización de los pictogramas. El sentido de esas combinaciones de líneas con cabezas triangulares, más o menos parecidas a clavos, ya no se podía adivinar, sino que obligaba a estudiarlas, aprenderlas con paciencia, de ahí la multiplicación de las escuelas de escribas. Además, los signos que se traducían mediante monosílabos se empleaban tanto para designar el objeto que representaban como por su valor fonético, de tal modo que las combinaciones permitían formar otras palabras nuevas. Las dos modalidades de escritura se mezclaban en los textos, complicando la lectura, pero la innovación era una gran oportunidad para los magos, porque les permitía transcribir fonéticamente la vieja lengua que ellos solían recitar sin comprenderla. Por fin podían grabar en arcilla sus encantamientos e invocaciones. De ahí en adelante, ni siquiera los distraídos y los ancianos tendrían que preocuparse a causa de sus memorias claudicantes.

Por añadidura, Alad había concebido una nueva manera de aplicar la escritura a la magia, y aunque todavía no había conseguido buenos resultados, tenía la esperanza de lograrlo. ¿Acaso no había logrado ya mucho más de lo que había creído posible, e incluso deseado?

A veces se decía que había tenido mucha suerte. Pero otras, que habría sido mejor si lo hubiesen dejado morir en el país de Dilmun. En el presente no tenía ninguna excusa para eludir la lucha, y ésta lo llenaba de temor. Él no era, no sería nunca un guerrero; a pesar de todo lo que había vivido, los enfrentamientos físicos todavía le inspiraban la misma repulsión de siempre.

Si había sobrevivido, había sido gracias a una coincidencia fantástica. De haber mantenido hasta el presente el culto a las divinidades, habría llamado a eso «una señal de los dioses».

El azar había querido que dos jóvenes hijos de las piedras estuviesen retozando en el interior de su elemento favorito, en el mismo lugar y en el momento en que Gurunkach intentaba asesinarlo. Los hijos de las piedras, al igual que los otros miembros de su pueblo, no se mezclaban en los asuntos de los seres humanos, puesto que sabían que no podrían ganar nada con ello. No obstante, aquéllos, molestos por el paso de los asnos y atraídos a la superficie por la curiosidad, asomaron discretamente las cabezas por encima de la arena, y entonces reconocieron en su persona a un mestizo. La repugnancia por que los hombres matasen a uno de los suyos, junto con la propia diablura de su carácter, los empujó a intervenir.

Manipularon la roca como sólo ellos pueden hacerlo, y atrajeron a la víctima hacia las profundidades, para gozar sin vergüenza de la aterrada estupefacción de los asesinos. A continuación, en el interior de una bolsa de aire practicada en las piedras para satisfacer sus necesidades respiratorias, retiraron la flecha y la punta de la jabalina del cuerpo de Alad. Y cuando se disponían a curarlo, vieron que las heridas de éste se cerraban por sí solas. Estupefactos ante el fenómeno, puesto que eran sólo unos adolescentes de setenta años, informaron del asunto a sus padres, los cuales a su vez se pusieron en contacto con la más alta dignataria de la Comunidad. Entretanto, habían tenido que sacudir al joven sacerdote, quien al despertar tomó a los hijos de las piedras por demonios del mundo de abajo y quiso combatirlos.

Cuando recuperó el conocimiento por segunda vez se encontraba en medio de un bosque de cedros, acostado sobre un lecho de tierra fértil, señal de que lo habían transportado lejos de Dilmun. Y a su cabecera se encontraba una mujer joven, quien poco a poco reveló no ser joven ni tampoco una mujer. Ella no le daba miedo, en parte porque cuanto le rodeaba era tranquilizador —entre los árboles siempre se había sentido en su medio—, y en parte porque la mirada de su acompañante, que penetraba en la suya, actuaba sobre sus emociones. Lo que ella hacía con él recordaba a Alad la técnica de control mental de Enerech, salvo que la desconocida no buscaba gobernar sus pensamientos o acciones, sino que se limitaba a neutralizar el miedo y la desesperación. De esa manera el joven sacerdote había podido escucharla, comprender lo que ella debía decirle. Las informaciones le fueron suministradas poco a poco, con el objeto de que tuviera tiempo de asimilarlas, y él no las había puesto en duda. Explicaban demasiadas cosas: su cuerpo, la atracción que el bosque ejercía en él, las últimas palabras de Gurunkach…

Supo que la humanidad no era la única especie inteligente que poblaba la tierra. Había otra, muy semejante y muy diferente a la vez, que se encontraba más próxima a la naturaleza, que no se había atribuido ningún nombre colectivo, y que al ser menos sensible al simbolismo que la humana, elegía sus nombres por la sonoridad y no por el significado. Si necesitaban designarse como conjunto, estos seres decían simplemente «la Comunidad».

La Comunidad se subdividía en numerosas clases, entre las cuales, a pesar de las apariencias, no existían más que divergencias superficiales, tan débiles como las que diferenciaban a los sumerios de los acadios. Estaban los hijos de las piedras y de la tierra, que eran quienes habían salvado a Alad en Dilmun, y quienes podían fundirse con cualquier mineral, desplazarse a través de todos ellos y sobrevivir en el subsuelo con tanta facilidad como al aire libre. Estaban los hijos de los arroyos y de los lagos, y también los de los mares, a los cuales el agua, ya fuese dulce o salada, les resultaba un medio tan natural como a los peces, con los cuales tenían en común las branquias. Estaban los hijos del aire, de una ligereza infinita, provistos de alas diáfanas. Y había otros más todavía… entre ellos los hijos de los bosques, que sabían hablar con los árboles. Tal era el caso de su propia madre, a quien Gurunkach había llamado «demonio hembra».

—Los seres humanos y nosotros no somos tan diferentes, de otra manera no podríamos fecundarnos mutuamente. Ahora bien, tú eres la prueba viviente de que es posible.

La que hablaba de esa manera, según Alad supo muy pronto, era la reina de la Comunidad. Una soberana que no se había convertido en lo que era gracias a la fuerza de las armas, sino porque había nacido para ello, igual que ocurre con las abejas en el interior de una colmena. A diferencia de sus vasallos, la reina no era del mundo de la piedra, las aguas, el aire o los bosques, sino de todos aquellos al mismo tiempo, y poseía la suma de todos los poderes combinados, además de los suyos propios. Los vasallos no estaban a su servicio, sino que era la reina quien estaba al servicio de aquéllos, pero sólo intervenía cuando surgían problemas, encontrándoles solución con vistas al interés de todos, en la medida en que ello fuera posible, y si no lo era, buscando la justicia. A su hora, cuando muriera, la reemplazaría otro soberano, reina o rey, procedente de cualquier parte del mundo, y de padres tan corrientes como lo fueran los propios padres de ella. De ese modo lo quería la naturaleza.

—¿Y los dioses? —le había preguntado Alad.

—Tus dioses no están —había respondido—, si es que existen.

—Oh, ¡pero sí que existen! ¡Su magia está en todas partes!

La magia sí que está en todas partes —lo había corregido ella, sonriente—. La naturaleza es mágica, y no hay necesidad alguna de los dioses para explicarla. Los dioses no son otra cosa que una manera práctica que encontraron los humanos para emplear fuerzas que no comprenden, mientras que para nosotros el control de éstas es natural.

Las dos razas se codeaban desde tiempos inmemoriales, un pasado que resultaba remoto incluso para los miembros de la Comunidad, cuya longevidad alcanza las quince sesentenas de años y que a veces supera esa cota. Si durante mucho tiempo habían evitado llamar la atención de los seres humanos, ello se debía a la ausencia de una verdadera sociedad. Vivían en soledad, en familia o en pequeños grupos, y siempre en medio de la naturaleza que les proveía el más eficaz de los enmascaramientos. Nunca habían levantado ciudades, jamás quisieron conquistar las de los seres humanos. Adaptados al medio ambiente, no habían necesitado agruparse para hacer frente a los rigores de la naturaleza, y aunque a veces disputaban, la guerra seguía siendo un concepto extraño. Habían puesto la ambición en el bienestar y no en el poder.

Sin embargo, algunos se arriesgaban a visitar las casas de sus primos humanos por curiosidad o a causa de una necesidad concreta; otros se ponían en evidencia de manera accidental. De acuerdo con las circunstancias, solían pasar entonces por humanos, genios o demonios. Alad no se sorprendió al enterarse de ello, porque recordaba su reacción inicial ante las jóvenes mujeres de las piedras.

En relación con los orígenes de ambas especies había una controversia. Algunos opinaban que los integrantes de la Comunidad y los de la humanidad habían aparecido al mismo tiempo, y que procedían de un tronco común. Otros consideraban que la humanidad descendía de ciertos miembros de la Comunidad que, por misteriosas razones, habían fundado pueblos y luego ciudades llevados por un instinto gregario, al tiempo que cambiaban la recolección por la agricultura, desviaban los ríos para alimentar canales de riego, cortaban los árboles para edificar casas y calentarse, alejándose de la naturaleza a fuerza de dominarla, y perdiendo sus poderes en el transcurso de las generaciones.

Alad se había adherido a esta segunda hipótesis, que se apoyaba en numerosos argumentos: la posibilidad de fecundación recíproca; el hecho de que las leyendas afirmasen que los humanos existían desde mucho antes del Diluvio —¿no sería éste una parábola de la evolución operada?—; y también la evidencia de que algunos individuos conservaran la posibilidad de practicar la magia. Entre estos últimos los había habido capaces de perfeccionar nuevas formas, que adaptadas al misticismo, los habían llevado a la invención de los dioses.

—Pero no hacen otra cosa que explotar las fuerzas naturales —había dicho la reina—. Los encantamientos no poseen poder alguno en sí mismos, sólo sirven para centrar en un punto, para focalizar el espíritu del mago y hacerle recuperar nuestra espontaneidad. Pero de manera imperfecta, puesto que a veces fracasa.

—¿Y los demonios? —había preguntado Alad—. Algunos magos los invocan. Mi propio hermano…

—No lo sé —había admitido ella—. No creo que tenga respuestas para todas las preguntas. Si los dioses existen, es posible que los demonios también, pero tanto unos como otros son manifestaciones naturales a las cuales el espíritu da forma y conciencia. Ésa es mi opinión. No estás obligado a compartirla.

El joven sacerdote había sentido que su conciencia se tambaleaba en el transcurso de la conversación con la reina, que su concepción del mundo estallaba en mil pedazos, pero que luego se reconstruía poco a poco, transformada.

—¿Si mis poderes mágicos no proceden de Inanna, por qué razón he sido incapaz de emplearlos después de haberla traicionado? —había preguntado una vez.

—Porque estabas convencido de ser incapaz. Y lo seguirás estando mientras no hayas modificado tu concepción de la magia —le había respondido la reina.

—¿Y Zisudra? ¿Y Atrahasa? ¿Aquellos que nos han vuelto inmortales?

Su interlocutora había encogido los finos hombros.

—Tal vez los hayáis creado tu hermano y tú. Es posible que sean emanaciones de vuestros dioses. También podríais haberlos soñado… Pero no lo creo, porque tú eres del todo inmortal. Y seguramente tu hermano también lo será. Y es por eso que me interesas.

La humanidad está destinada a crecer, su débil esperanza de vida empuja a sus miembros a engendrar cada vez más hijos para sobrevivir a través de ellos. Una vez diseminada por toda la tierra, que según aseguraba la reina era muy grande, acabarían por tomarla por entero, devastando a la naturaleza en el transcurso de dicha expansión, y relegando a la Comunidad, menos agresiva, a espacios territoriales cada vez más pequeños.

—Puedo equivocarme en esto, como en cualquier otra cosa —había concluido ella—, pero creo que ese proceso es inexorable. Nosotros acabaremos por desaparecer. Mi tarea, y la de aquellos que vendrán después de mí, consiste en retrasar lo más posible dicho proceso.

La reina hablaba sin amargura, con una tristeza imbuida de resignación, como si la extinción de su especie hubiera sido uno de esos fenómenos naturales por cuya causa vivía. El convencimiento de estar destinada a la desaparición no reducía en absoluto su voluntad de lucha.

Según ella, el proceso resultaría tanto más largo si los hombres estaban desorganizados, desunidos. Y podían confiar en que la ambición de poder de los humanos los mantendría en tales condiciones durante mucho tiempo. Hasta sus jefes mejor dotados no podrían unir sino a una parte de la humanidad, y al precio de violentos combates, y los imperios que edificasen no se prolongarían mucho más que sus vidas, puesto que sus descendientes se pondrían a guerrear para conseguir sucederles destruyendo así cuanto hubieran edificado.

Pero si la humanidad conseguía dotarse con un jefe eterno, un hombre, sólo uno, con bastante ambición como para desear el poder supremo y con el talento suficiente como para conseguirlo, además de la eternidad para reforzarlo, entonces el fenómeno se aceleraría hasta la locura.

Alad pudo adivinarlo: ¡un hombre como Enerech! Por otra parte, ¿acaso su hermano no había confesado que deseaba conquistar el mundo?

—¿Contáis conmigo para combatirlo? —preguntó—. ¿Es por eso que me ayudáis?

Ante el asentimiento de la reina, soltó una nerviosa carcajada. La utilidad de la tarea le quedaba clara: Enerech rey del mundo constituía una visión espantosa, más aún cuando para alcanzar ese poder no iba a vacilar ante nada y, sin duda, millares de personas iba a morir por su culpa. Tanto el futuro de la humanidad como el de la Comunidad estaban en juego. Alad, miembro de una y otra especie, tenía por lo tanto dos buenas razones para interponerse en el camino de su hermano mayor. Sin embargo, no estaba seguro de tener ganas de hacerlo y estaba convencido de su falta de valentía.

Después de todo, había recibido la inmortalidad. Entonces, ¿para qué lanzarse a una empresa insensata arriesgándose a recibir una herida fatal, cuando podía vivir eternamente? ¿Qué le importaban los demás? ¿Qué habían hecho los demás por él? El único que se había preocupado por su bienestar era ese mismo a quien querían enfrentarlo, y la única vez que Alad se había atrevido a desafiarlo había estado a punto de perder la vida por ello.

Ese razonamiento de cobarde curiosamente había conseguido acabar con su cobardía. Su hermano lo amaba, sí. No obstante, había querido darle muerte. Olvidó cuanto los unía sin vacilación alguna, y envió a unos asesinos en su busca. En el presente el joven ya no tenía a nadie. ¿Se iba a enterrar hasta el final de los tiempos, solo, en el interior de un mundo dominado por aquel que lo había rechazo? Viviría, sí, pero como si estuviese más muerto que un auténtico cadáver, y la eternidad no iba a alcanzarle para sofocar tantos remordimientos. Además, si Enerech no había retrocedido ante un crimen infame, ¿no era acaso porque le consideraba a él un auténtico obstáculo para realizar sus ambiciones? ¿Y demostrarle que tenía toda la razón al pensar así no sería la mejor de las venganzas?

Alad lo encajó con pena, consciente de que en ello residía la única posibilidad de darle un sentido a su vida, de seguir respetándose a sí mismo. A fin de cuentas, lo que salió de su boca no fue una negativa sino una lamentación.

—Enerech es un mago. Es mucho más poderoso que yo.

—Muy bien, lo único que debes hacer es convertirte en alguien tan poderoso como él —había respondido la reina.

A continuación, interrumpiendo las protestas de Alad, ella le había explicado cómo y por qué era eso posible.

Sin impedir que las imágenes del pasado fluyeran por su memoria, aunque sin distraerse, Alad acabó de anotar el encantamiento. Luego eliminó los fragmentos arrancados por el cálamo y se puso a observar su obra. Los caracteres, bastante bien dibujados y separados unos de otros para que no se confundieran, resultaban legibles, en efecto, para cualquiera que supiese leerlos, que era justo lo que pretendía. Había llegado el momento de la verdad.

Se puso de pie con la tablilla en las manos y se plantó ante el bloque de medio codo de espesor que, deslomándose, había conseguido transportar hasta el interior de su habitación. Alad se disponía a emplear el talento innato de los hijos de las piedras —o más bien la copia de éste que había conseguido manejar—, a ellos, la labor no les habría exigido más que una orden mental dirigida a los materiales, casi un reflejo, pero en cambio Alad nunca pudo ir más allá del encantamiento, salvo cuando trabajaba la madera.

Después de todos aquellos años aún no sabía qué le había conmocionado más: si saber que su madre era una hija de los bosques o que su padre, Irutu, la había violado. Al principio se había negado a creerlo. Sin embargo, la reina de la Comunidad le había ofrecido tantos detalles que no tuvo más remedio que rendirse a las evidencias.

Como sabía muy bien, durante más de un año Irutu, su padre, había dirigido una expedición militar en el gran bosque de cedros cuyo objetivo era proveer las crecientes necesidades de madera de la ciudad de Uruk. Los pobladores de la región nunca habrían permitido que los leñadores esquilmaran sus recursos si éstos no hubiesen contado con el apoyo de una división armada. Durante esa clase de misiones era costumbre que los oficiales eligiesen mujeres entre las prisioneras sin que su honorabilidad sufriera menoscabo alguno. Y todas aquellas que los oficiales despreciaban servían para el placer de la tropa. Obligadas a servir como putas contra su voluntad, también oficiaban de rehenes, puesto que el temor a que los invasores las mataran impedía a sus familiares a rebelarse contra aquéllos.

Coral no había nacido en ninguna de las localidades o núcleos humanos ocupados, por supuesto. Su captura se debió a su propia curiosidad, que se combinó con la mala suerte. Demasiado hermosa como para que sirviera de pienso carnal a la soldadesca, había llamado la atención del general, quien seducido por su fina silueta y su fantástica cabellera, de un verde tan oscuro que casi se podía tomar por negro, la convirtió en su esclava. Los únicos que habían podido observarla de cerca y comprobar que ella no era humana habían sido Irutu y su entonces muy joven asistente, Gurunkach. Pero lo que para el general se convirtió en un condimento de su placer perverso, para el subordinado fue al punto un presagio funesto. Tanto fue así que Gurunkach odió a la hija de los bosques desde el principio y, después, al hijo a quien diera nacimiento. Un hijo a quien, en cambio, Irutu se había apegado de tal modo y hasta tal punto que Gurunkach consideró a su señor y jefe víctima de un sortilegio del demonio hembra.

La historia acabó en drama: al final de la expedición las prisioneras habían sido devueltas a sus familias, la mayoría embarazadas o llevando en brazos a los lactantes fruto de las violaciones. Coral habría sido también liberada, como todas, y habría podido regresar a su bosque si no se hubiese rebelado cuando su raptor y violador, Irutu, decidió conservar consigo a su hijo Alad. Coral arañó, aulló y, como último recurso, amenazó con solicitar ayuda a la reina de la Comunidad, la cual la vengaría de Irutu y de la especie humana. Esta última amenaza carecía de fundamento, puesto que, según afirmaba la reina, ella nunca habría iniciado una guerra total contra la especie humana en castigo de un daño individual. No obstante, la tomaron en serio. Y por orden de su señor, Gurunkach le había cortado el cuello a Coral con indisimulado placer.

Gurunkach… Desde que había regresado a Uruk, Alad lo había visto a distancia, y sentido hacia él un odio que ni siquiera le inspiraba su hermano. Había jurado acabar con ese hombre fríamente.

Pero Alad ya no era más el joven cachorro irreflexivo que en el pasado precipitó su caída por medio de una acción insensata. Aunque no había cambiado apenas físicamente —aparte del pelo y de la barba, sacrificados para siempre en aras del ocultamiento—, había vivido, estudiado, viajado y aprendido a conocer a los hombres. En adelante no correría más que riesgos calculados. Llevaba mucho tiempo esperando, y muy bien podía aguardar todavía un poco más.

Concentrado en el bloque de piedra, atento al resultado que pretendía conseguir, levantó poco a poco la tablilla, luego la abatió sobre la rodilla con un golpe brusco. No era necesario que leyese el encantamiento, puesto que ya lo había entonado antes, suscitando una fuerza que ahora sólo tenía que liberar. Más tarde sería indispensable que grabara las palabras en la arcilla, para recordar qué clase de magia contenía el frágil soporte, pero en esta fase de las operaciones se había tomado ese trabajo a causa de una especie de superstición: porque la presencia de las palabras lo tranquilizaba, le daba confianza. La confianza… era un sentimiento que siempre había echado en falta y que todavía no abundaba lo suficiente en el mago cabal en que se había convertido…

¿Era tan poderoso como su hermano mayor? No, sin duda, pero sí era diferente a él, quizá lo bastante como para poder sorprenderlo.

Enerech poseía el don a la manera humana, herencia de los padres que lo poseyeran en estado latente, sólo que él lo había desarrollado plenamente. En cuanto a Alad, sólo detentaba la mitad, de manera que nunca conseguiría controlar del todo las técnicas de su hermano y las de los otros magos. Asimismo, la herencia de su madre tampoco le bastaría para controlar la vegetación como si fuese un hijo de los bosques.

Sin embargo, a fuerza de trabajo la mezcla de ambos dones se había revelado fructífera.

A pesar de la decisión tomada, había necesitado unos cuantos meses para sustraerse a la apatía inspirada por la desesperanza. Aceptar la parte inhumana de su ser le había llevado muchos años.

Nadie lo presionó para que lo hiciera. Había pasado todo ese tiempo cerca del lugar de su nacimiento, en las mismas florestas donde vivió su madre, entre los hijos de los bosques. Estos no lo habían despreciado ni odiado, sólo se apiadaron de él, como si fuese un enfermo. Tal vez por esa razón, acabó eligiendo la personalidad del tabernero Yichban a la hora de enmascararse, para recordar que era y que siempre sería imperfecto, ni del todo humano ni del todo miembro de la Comunidad, para siempre a mitad de camino entre ambos mundos.

La piedad que le profesaban los demás lo había ayudado por lo mucho que le disgustaba. No quería que le trataran de ese modo. Dejó de ser la especie de prisionero que había sido al principio para integrarse entre sus compañeros, decidido a conocerlos y comprenderlos, para así aprender a comprenderse también a sí mismo. La piedad de ellos poco a poco se fue convirtiendo en compasión, y luego en toda la gama de sentimientos que un grupo manifiesta hacia un individuo: amistad, admiración, ternura, hostilidad… El día en que un hijo de los bosques poco amable se atrevió a insultarlo y amenazarle con una paliza, se sintió revivir: ¡por fin habían dejado de creer que necesitaba protección!

Una vez fue aceptado por los demás y pudo aceptarse a sí mismo, se volcó en el trabajo de buena gana.

Para entonces ya había encontrado en el fondo de su memoria ancestral la comprensión instintiva de la magia de la vegetación, cuyas líneas de fuerza y vibraciones podía percibir; no obstante, todavía era incapaz de ponerla en práctica. Su entrenamiento como mago le había permitido aprovecharse de ella. Al precio de grandes esfuerzos consiguió unir técnica y percepción, y de esa manera logró crear una nueva clase de magia cuyo único adepto era él mismo; y pudo duplicar los poderes de los hijos de los bosques. La primera vez que una rama de cedro se había enrollado alrededor de su vecina a causa de los efectos de una fórmula que había inventado y que imitaba las de la antigua lengua, creyó por fin en las afirmaciones de la reina: los encantamientos sólo tenían el poder de facilitar la concentración y la magia no procedía de los dioses. Aquel día perdió la fe. Él, un sacerdote, había comprendido que las enseñanzas del clero se basaban en una mentira. En modo alguno deliberada, sostenida con minucia por los pretendidos dioses, pero de todas maneras una mentira. Los seres como Inanna o Enlil no eran para nada responsables de la creación del mundo y no merecían que se los venerase.

Alad ansiaba compartir esa revelación con Enerech. Después de haberle querido tanto no era capaz de sentir odio hacia él, sino sólo un terrible resentimiento atizado por un enorme dolor. Aunque se opusieran, él no le deseaba la muerte y, por el contrario, haría lo posible para persuadirle de que renunciara a sus objetivos. Pero no se hacía demasiadas ilusiones al respecto, pues sabía que sus posibilidades de modificar la concepción del mundo de su hermano eran ínfimas. Y en caso de fracasar, tendría que defenderse de Enerech; y uno de los dos acabaría por perder la vida.

Cuando la tablilla se quebró sobre la pierna de Alad, la descarga que estaba encerrada en ella brotó, invisible, aunque de forma perceptible para un mago. Resistió la tentación de dirigirla y se concentró en el blanco del sortilegio. La fuerza mística, que buscaba un canal de drenaje, alguna salida, se dirigió hacia aquello que se interponía en la trayectoria de la línea mental: el bloque de piedra.

Cuando la alcanzaba, el creador cometió el error de alegrarse por ello; ¡por fin conseguía el éxito! Ese arrebato de entusiasmo bastó para menguar su concentración y que la energía se desviase, tanto, que en lugar de partir la piedra por el centro sólo pudo quebrar una de las puntas del bloque con un crujido casi inaudible. El resto de la centella se disipó en silencio, reintegrando la naturaleza al sitio del que había salido.

La satisfacción de Alad resultó apenas menguada: el principio del experimento era incuestionable. En el transcurso de los años, de las sesentenas de años, había estudiado a los otros miembros de la Comunidad: los hijos de los arroyos, los de los mares, los de las piedras… Gracias a la convivencia con ellos pudo asimilar, tanto como le era posible a un semihumano, las relaciones que aquellos seres tenían con la magia, y gracias al fortalecimiento conseguido por sus experiencias con la madera, Alad también acabó por duplicar una parte de sus poderes. A partir de entonces, el único elemento que para él conservaba los secretos esenciales era el fuego; porque los hijos del fuego habitaban en sitios donde ningún otro ser viviente habría podido sobrevivir. No obstante, después de la noticia de la investidura de Enerech como En de Uruk, también se empeñaba en gobernarlo, porque con la noticia del encumbramiento de su hermano ya no tuvo dudas de que también él tenía que regresar al mundo de los seres humanos. El estudio del fuego tendría que esperar, si es que alguna vez llegaba a tener tiempo para dedicarse a ello.

Entretanto había usado sus momentos ociosos en algo del todo diferente, en una técnica que debía permitir a una persona que no fuese mago utilizar la magia. En primer lugar había pensado en Asilmina, hija de los bosques. Esta poseía los poderes de sus hermanos sobre la vegetación, pero ningún otro, y éstos no le resultaban bastante útiles en una ciudad. Por eso se le había ocurrido almacenar la fuerza de los sortilegios en las tablillas. De esa manera bastaría concentrarse sobre el objeto elegido como blanco o diana.

A pesar de su parcial fracaso, estaba convencido de haber tenido éxito: Asilmina no podría percibir la existencia de la descarga mágica y, en consecuencia, ésta no podría distraerla.

Encorvado para recuperar el aspecto de Yichban, Alad descendió para informar de la novedad a aquella que había vuelto a convertirse en la madre Yigal.