Capítulo IX
El comerciante Hishur vivía en un barrio sólo accesible a los más ricos comerciantes y terratenientes, además de algunos oficiales superiores. Los solares estaban cercados por elevados muros abiertos en altos portalones, y las suntuosas casas estaban adornadas con fuentes y jardines. Nadua recordó que, cuando visitaron la del elamita por primera vez, había pensado que sólo el patio interior ya era más vasto que el edificio que ella compartía con su hermano. Y todas los cuartos con que contaba la vivienda, incluido el baño, superaban con creces el tamaño de su habitación.
Cuando aquella noche entró allí del brazo de su hermano Urnanna, la joven ya no experimentó admiración alguna ante su inminente cárcel futura. Los tapices coloreados que alegraban los muros, los vasos preciosos que guarnecían nichos o pedestales, las túnicas y ceñidores de hilo fino que vestían las esclavas —las cuales no estaban peor vestidas que ella—, nada de todo aquello seguía resultando atractivo para la joven. Ya detestaba esa casa en la cual, diez días más tarde, entraría en teoría en calidad de señora, pero en la que, de hecho, se encontraría cautiva.
Hishur los hizo esperar, como para subrayar la escasa importancia que tenían. Una joven sirvienta los condujo a una habitación espaciosa con muros bordeados de jarras talladas y arcas de madera esculpida, y no de cañizo tejido o trenzado —un detalle que por sí solo atestiguaba la riqueza del señor del lugar—. La mujer los hizo sentar sobre escabeles bajos, a una mesa de tabla ornamentada, y en seguida les trajo unos cubiletes de porcelana fina, pintados con vivos colores, y un jarro de cerveza. Nadua rechazó el alcohol a cambio de un poco de agua clara.
—Como gustéis, señora —asintió la criada, lo cual la sobresaltó.
Hishur había ordenado a todo el servicio de la casa que trataran a Nadua como si ya estuviesen casados. Entonces, la realidad cayó sobre ella con violencia. Hasta se momento su conciencia de la obligación de casarse con el elamita había sido un tanto abstracta; pero ahora era una verdad que resonaba, aullaba en todo su ser. Tal sería su suerte, y nada le permitiría escapar a ella. El estómago y la garganta se le agarrotaron hasta el punto de producirle dolor, y estalló en sollozos tapándose la cara con las manos.
—Compórtate —le susurró Urnanna con sequedad—. Nos avergonzarás.
La exhortación no tuvo más efecto que duplicar sus lágrimas. Ella sabía que estaba destruyendo su maquillaje, el polvo de ocre que había empleado para acentuar el brillo de las mejillas, el shembi[10] negro azulado con que se había pintado los ojos… Estaba segura de que pronto iba a tener un aspecto ridículo, pero a pesar de sus esfuerzos no podía parar.
—¡Nadua, basta ya! —exclamó su hermano, con más energía.
En ese momento creyó odiarlo. Sin embargo, acostumbrada desde la infancia a obedecerle, después de enderezar el torso, inspirando profundamente, intentó de nuevo contener los sollozos. Estos se convirtieron en un temblor de todo el cuerpo, como si hubiera tenido fiebre. Furiosa con Urnanna y consigo misma, resopló ruidosamente, luego se frotó la nariz que le chorreaba con el dorso de la mano y, a continuación, usó esa misma mano para restregarse los ojos. El resultado fueron unas estelas negruzcas, húmedas y brillantes, por las lágrimas y los mocos, que afearon su apariencia.
Su hermano, cegado por el desastre, no percibió la hostilidad de la mirada femenina.
—¡Inanna nos proteja! —exclamó—. ¡No puedes permitir que Hishur te vea así! ¡Quedará horrorizado!
Tal vez si la viera así acabara por decidir no casarse con ella, después de todo. Nadua tuvo ganas de responder que ello le convenía mucho, pero además de que su prudencia le desaconsejaba pronunciar esas palabras, éstas se negaban a salir por su garganta, anudada por la congoja.
La criada, que asistía al incidente con expresión triste, acudió en su ayuda.
—Si queréis acompañarme, señora, os ayudaré a arreglaros el maquillaje —propuso con voz insegura, sugiriendo que los rechazos inspirados por su amo eran corrientes.
Nadua asintió con presteza, no porque quisiera estar bella ante Hishur, sino porque la perspectiva de eludir la mirada furiosa de éste y la mera presencia de Urnanna representaba tal alivio que mientras se levantaba hasta consiguió sonreír.
Un momento después la criada la hacía entrar en la sala de baño, donde la dejó sola para dirigirse a la cisterna en busca de agua fresca. En medio de la oscuridad, con la débil luz del crepúsculo librándose por la estrecha ventana, rojizo fulgor que le permitía distinguir apenas dos bañeras de cerámica y, en el lado opuesto, las letrinas próximas al pozo negro cavado en el suelo calafateado para la evacuación de las aguas servidas, la joven mujer consiguió recuperar la calma. La desesperación no la había abandonado cuando regresó la criada, a quien seguía un esclavo que dejó un cubo de agua antes de retirarse. No obstante, Nadua parecía tranquila.
Además de un cofrecillo de madera de cedro que contenía numerosos frascos de maquillaje, la mujer había traído una lámpara de aceite cuya luz permitió a Nadua observarla detalladamente. No era mucho mayor que ella, sin duda.
—¿Eres libre o esclava?
—Esclava, señora.
—Sin embargo, eres sumeria. ¿Te has vendido a ti misma?
—Mis padres, señora, cuando tenía ocho años. Éramos nueve hermanos en casa. No podían conservarnos a todos y yo era la más pequeña.
Nadua asintió con la cabeza. Vender un niño para el servicio doméstico de una casa rica no era una práctica inusual entre la gente pobre. Al mismo tiempo que se aseguraban de que la criatura comería bien, conseguían alimentar mejor a los restantes. No se atrevió a preguntar a la joven si Hishur siempre había sido su amo, o si la había comprado a otro, puesto que no quería saber cuánto tiempo hacía que estaba sometida a las libidinosas atenciones de su futuro marido.
—¿Cómo es la vida en esta casa? —prefirió preguntar cuando, habiendo acabado de limpiarle el rostro, la esclava emprendió la tarea de maquillar sus mejillas con la ayuda de un delgado pincelillo.
—Estamos todos bien vestidos y alimentados.
—¿Y bien tratados?
Al advertir que la esclava vacilaba, Nadua repuso:
—Puedes hablar. Las que acabas de ver no eran lágrimas de alegría. Y, además, en pocos días lo veré por mí misma.
La sirvienta encogió los finos hombros que la túnica dejaba al aire.
—A veces ocurre que el señor nos pega cuando no está contento —dijo ella, bajando la voz—, y… ¡ay, señora, yo no puedo decir eso, no a vos…!
—Muy bien —admitió Nadua, deseosa de evitarle mayor incomodidad—. Ya he comprendido, y de todas maneras me lo temía. —Intentó sonreír—. Hablemos de otra cosa, si no comenzaré a llorar otra vez y tú habrás trabajado para nada.
—¡Oh, pero para vos será diferente, señora! ¡Vos no seréis su esclava!
—¿Eso crees? —Suspiró Nadua—, también a mí me ha comprado, aunque la negociación sea menos clara.
Acabó de dejarse maquillar en silencio, apreciando la suavidad y discreción de su compañera. Con un poco de suerte tendría una amiga en ella, una confidente, un consuelo que no le vendría mal.
Sin duda debía de haber ofendido gravemente a los dioses, mucho más de lo que podía imaginar, puesto que aquéllos iban a encarnizarse con su persona de ese modo: un minuto más tarde ya no pensaría más en la joven esclava, a quien por otra parte no volvería a ver nunca más.
Fue al salir de aquel cuarto de baño cuando todo se derrumbó.
La habitación en la que entraron, contigua a aquella donde esperaba Urnanna, era una dependencia llena de baúles de cañizo, jarras de cerámica basta y otros utensilios. Las esterillas y colchones, que estaban enrollados y de pie contra las paredes, esperando a ser extendidos para recibir a los durmientes, indicaban que se trataba del dormitorio de la servidumbre.
Hishur estaba justo en el centro, solo, con las manos sobre las caderas, o más bien sobre los rollos de grasa que las cubrían. El ceñidor le caía casi hasta los pies, pero le dejaba al desnudo el pecho, cuyos pectorales eran tan prominentes como los pechos de una mujer; y también el vientre, cuyos pliegues de gordura se desbordaban en la cintura, de la cual pendía un pequeño puñal protocolario. En lugar de disimularse, la fealdad del elamita se veía subrayada por las joyas de plata engastadas con piedras preciosas que lo cubrían, al igual que por el shembi que le maquillaba los ojos brillantes, y que sólo servía para destacar la pequeñez de éstos y la flojera de los párpados caídos.
Con un gesto de la cabeza indicó a la esclava que se marchase, lista se inclinó y a paso rápido llegó hasta una puerta lateral que atravesó de inmediato, desapareciendo de esa manera de la vida de Nadua para siempre. Como esta última, también ella se inclinó, y cuando iniciaba el gesto de dirigirse hacia la sala de recepción, Hishur le bloqueó el paso. En la actitud del hombre no había nada amenazador, ni tampoco en la sonrisa que dejaba a la vista sus Inertes dientes amarillos en medio de una poblada barba negra cuyo volumen resultaba impresionante. La joven se detuvo y bajó los ojos.
—Bueno, pequeña, tu hermano me ha dicho que te has sentido mal —dijo el elamita con voz gutural—. ¿Estás mejor?
—Yo…
Nadua enmudeció, el estómago se le contrajo de nuevo, temió que el llanto recomenzara; pero al fin se aclaró la voz.
—Estoy mejor, señor —consiguió pronunciar.
—No me llames así —protestó él antes de franquear los dos pasos que los separaban—. Dentro de diez días me llamarás Hishur. Mejor que te acostumbres, ¿no crees?
Cuando él se acercó, ella sintió que se estremecía, que comenzaba a temblar, más aún cuando el hombre le puso las manos en el cuerpo, dos gordas y blandas patas rojizas que la tomaron por los hombros y que parecían capaces de rompérselos con una simple torsión.
—Llevas un nombre que te conviene, pequeña, «cristal de roca» —repuso él, melifluo—. Eres tan bella y delicada como una piedra preciosa.
Respiraba por la boca haciendo mucho ruido y su aliento apestaba a cerveza. De su persona emanaba un olor desagradable, que era una mezcla de sudor y de los aceites perfumados que se aplicaba en la piel.
—Tienes miedo de mí, me parece. —La sonrisa de Hishur se hizo todavía más ancha—. Eso me gusta, es bueno que una mujer tema a su marido; de esa manera no se sentirá tentada a desobedecerle. Si me obedeces en todo, no tendrás nada que temer, ¿me comprendes?
Nadua asintió con la cabeza, lentamente. Las manos de Hishur abandonaron los hombros de la joven para posarse en sus mejillas.
—Entonces, comienza de inmediato: ¡mírame!
Acompañó esa orden con una presión ligera pero real, de manera que la joven mujer no tuvo más remedio que hacer lo que le mandaba. Visto de cerca, el rostro abotargado del elamita ya no parecía tan feo. Hasta podía adivinarse que había sido hermoso antes de que sus aficiones viciosas hubiesen inscrito sus huellas en él. Su mirada, que en el pasado debió de ser penetrante, no expresaba ahora más que un afán codicioso; sus labios, sensuales muchos años antes, no eran más que carne fofa y perdida en medio de una barba mal cuidada. Nadua lamentó que no fuese aún más viejo, de modo que no tuviese que soportar el espectáculo de su persona durante diez, veinte años, y acaso todavía más.
—En verdad muy bella —agregó él.
Luego Hishur se inclinó para besarla, y ella comprendió entonces que la vista no sería el sentido que iba a molestarla más en sus relaciones con ese hombre. La boca mojada del elamita, que se pegó a la suya, tenía un gusto en concordancia con el olor que desprendía, una mezcla de cerveza rancia y tufos digestivos, y cuando una lengua gorda que se le coló entre los labios chocó contra la barrera de sus dientes apretados, la joven sintió náuseas.
Por instinto quiso apartarse, pero las manos del hombre, que hasta entonces le sujetaban la cara, descendieron hasta su cintura para atraerla hacia su vientre blando y abultado, cuyo calor sintió a través de la fina tela de la túnica.
—Tranquila —ordenó, jadeante—. No te haré daño, pero no tengo la costumbre de comprar sin ver antes la mercancía.
Después del miedo y el asco, ese vocabulario mercantil provocó la cólera en Nadua. Con los puños cerrados la joven lanzó a Hishur unos golpes que no tuvieron otro efecto que hacerlo reír. Le pasó un brazo alrededor de la cintura para sujetarla contra él, mientras le palpaba las nalgas rudamente con la mano libre, sin dejar de buscarle los labios con los suyos. La mujer no se preguntó si iba a detenerse o si acaso llegaría a violarla, porque un creciente dolor le impedía reflexionar: dos bultos pesaban sobre su vientre, uno voluminoso y trémulo, que identificaba demasiado bien, y otro más misterioso, frío y duro, que le hacía daño.
Quejumbrosa —evitaba gritar para no llamar la atención de su hermano y ponerlo en un aprieto—, deslizó la mano entre el elamita y ella en busca del objeto que la atormentaba.
Fue entonces cuando perdió la cabeza y se perdió a sí misma por entero. Los gordos dedos que le manoseaban las nalgas, recorrieron sus caderas y se le infiltraron entre sus muslos, para ponerse a sobarle la entrepierna. Esta vez ella soltó un grito al mismo tiempo que sus dedos acababan de cerrarse alrededor de aquel objeto que ni siquiera identificó como la empuñadura de la daga de protocolo. Instintivamente, desenvainó el arma y golpeó al azar.
Hishur lanzó un alarido y se echó hacia atrás con la delgada hoja dorada clavada en el hombro y torcida a causa del golpe. Soltó a Nadua para lanzarle una bofetada que la hizo girar sobre sí misma y perder el equilibrio. La joven mujer se derrumbó, mientras la cara se le deformaba en una mueca de dolor cuando su codo impactó contra un ladrillo.
—¡Urnanna! —Gritó el elamita a todo pulmón, al tiempo que se arrancaba el cuchillo de la herida, de la cual brotaba un pequeño hilo de sangre—. ¡Ven aquí de inmediato!
Como la orden no producía efecto alguno, soltó a Nadua una patada que la alcanzó en el muslo, y aunque no le hizo mucho daño, acabó de humillarla. Luego se acercó a la puerta de la sala de recepción con grandes zancadas y abrió la puerta de manera intempestiva, golpeando el batiente contra el muro.
—¡Urnanna! —tronó—. ¡Tu hermana es una loca furiosa!
En dirección a otro interlocutor, sin duda uno de los sirvientes, repuso:
—¡Eh, tú, ve en busca de la guardia!
—¿Qué os ha ocurrido, señor? —Preguntó el joven comerciante acercándose aprisa—, ¡oh, Inanna, apiádate de nosotros! ¿Estáis herido?
—¡Por supuesto que estoy herido, imbécil! ¿Es que no lo ves? Esa pequeña zorra me ha atacado sin motivo alguno y con mi propio cuchillo. No será en mi casa donde se instale sino en la cárcel, ¡y espero que al menos le corten la mano!
—Ha pretendido —farfulló Nadua, llorando—. Ha intentado…
—¡Cállate! —la interrumpió su hermano, secamente—. Tu conducta no tiene excusa. ¡Ahora vas a arrodillarte ante el señor Hishur y a suplicarle que te perdone!
Como ella le dedicó una mirada de incredulidad, Urnanna elevó el volumen.
—¡De inmediato!
En su voz vibraba la cólera, pero también el miedo. Ni por un momento Nadua pensó que sentía miedo por ella, que la trataba con dureza para evitarle un duro e inmerecido castigo. Creyó que intentaba salvaguardar su posición. Más tarde se diría que se trataba un poco de ambas cosas, y se reprocharía haberlo juzgado mal, pero en ese momento se puso furiosa.
—No suplicaré a esta especie de cerdo —gritó—. ¡Cásate tú con él, puesto que lo quieres tanto!
—¡Nadua!
—¡Basta! —Intervino Hishur, conteniendo a Urnanna, que se adelantaba hacia su hermana todavía echada en el suelo—. Puesto que también me ha insultado, ya no aceptaré sus disculpas. Tanto peor para ella.
El dueño de casa se mantenía muy erguido, apretándose con la mano el hombro herido que casi había dejado de sangrar, y tenía el rostro deformado por una mueca más sardónica que dolorosa.
—Está conmocionada, señor —argüyó el joven comerciante—. Si vos me dejáis hablar un momento con ella, estoy seguro de que…
—¡Ni hablar! No acogeré en mi casa a una mujer que no tendrá nada más urgente que hacer que degollarme durante el sueño. Será juzgada. En cuanto a ti, desaparece de mi vista, y que no vuelva a encontrarte nunca ante mí. ¡Si te pones de su parte, te haré detener a ti también!
Urnanna apretó los puños. Durante un momento pareció vacilar, luego se distendió, puso una rodilla en tierra y bajó la cabeza.
—Obedezco, señor —dijo—, y os suplico que no seáis demasiado duro con una niña estúpida.
—Los dioses decidirán su suerte —dijo por fin Hishur con una sonrisa sardónica.
Poco después se presentaba una patrulla de la guarnición. Tan pronto como se informaron acerca del incidente, los soldados se hicieron cargo de Nadua y la obligaron a acompañarlos, al tiempo que Urnanna decidía regresar solo a su casa con los ojos húmedos, en un estado deplorable.
La joven comprendió que le aguardaban días penosos, tal vez semanas, en cuyo transcurso no le ahorrarían dolores ni humillaciones, y que después le arruinarían la vida, igual que iban a hacer con su hermano. No obstante, lo único que lamentaba, el único reproche que se hacía era haber clavado el puñal en el hombro de Hishur y no en su corazón. Sin duda ella era mala de verdad para los dioses, y al fin y al cabo merecía cuanto le estaba ocurriendo…
Pero no llegaba a creérselo del todo.