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Al otro lado era pleno día.

La transición no produjo casi ninguna sensación física: una suave temperatura reemplazó al intenso calor que había originado la invocación, un sendero cubierto de lajas irregulares sustituyó al suelo arenoso bajo los pies de los hermanos, y eso fue todo.

Enerech y Alad siempre frente a frente, se sobresaltaron para permanecer inmóviles un momento, moviendo los ojos asombrados… Asombrados sobre todo de no sentir asombro… No sabían qué era lo que esperaban. Todo y nada, sin duda, pero era claro que habían ido al encuentro de un paisaje sin relación alguna con lo que conocían; que buscaban un mundo de dioses y no de hombres y, por lo tanto, desconcertante y tal vez incomprensible.

Pero aquello era sencillamente magnífico.

Se encontraban en el centro de un valle estrecho y verde, lleno de palmeras, cedros y un millar de especias, algunas de las cuales no habían visto nunca, pero que también eran árboles. A cada lado, y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban dos cadenas de montañas negras con reflejos azules y cumbres blancas, que eran más altas, escarpadas y enhiestas que las de su tierra, aunque también fueran montañas. La cascada que descendía por una ladera rocosa, el gran lago que creaba en su base, el arroyo que escapaba de él para correr sinuoso, apacible y ancho a cierta distancia del sendero, también eran agua; los pájaros multicolores que volaban por encima de sus cabezas sólo eran pájaros; y sobre todo, el sol que brillaba en el cenit, en el justo centro de un cielo sin nubes, y que irradiaba una agradable tibieza, ese sol, tan diferente del violento astro del País entre dos ríos, tampoco era otra cosa que el sol.

Descubrían un paraíso en el cual se adivinaba que el hombre podía encontrar su alimento sin cultivar la tierra, sin cazar ni criar ganado, en el que bastaba desearlo para disfrutar del amor de las más bellas mujeres, un lugar concebido para que fueran más felices que nunca. ¿Y qué había de extraño en ello, puesto que era allí donde vivía Zisudra, el salvador de la humanidad?

El sendero, cubierto de lajas de piedra clara y un tanto rugosa, seguía los meandros del arroyo. En una de sus direcciones, se perdía en el interior de un bosque, mientras que la otra conducía a una imponente residencia edificada a un uch[7] del lugar donde habían aparecido los dos hermanos. Siempre sin consultarse, se pusieron en marcha hacia el edificio.

Fue entonces cuando vieron a los leones.

Dos grandes fieras de pelaje claro y poblada melena cuyas colas iban golpeando sus cuartos traseros a causa del trote corto con que avanzaban por el sendero, seguras de su fuerza, y de poder atrapar sin esfuerzo alguno a esas dos presas miserables, si éstas se daban a la fuga. Tampoco ellas eran otra cosa que leones. ¡Por desgracia, puesto que para aterrorizar a dos hombres desnudos y desarmados, eso era suficiente! Después de todo, tal vez el paraíso no fuese tal.

Enerech y Alad permanecieron inmóviles. Desesperado, el primogénito intentó recordar algún sortilegio que pudiera librarles de aquellas circunstancias, pero se dio cuenta de que había olvidado todas las invocaciones. El menor, persuadido de no conocer ninguna que pudiera servirle para nada, ni siquiera hizo el intento. Ambos comprendieron que iban a morir.

—La diosa nos… —comenzó Alad, con un nudo en la garganta, cuando los leones se encontraban a sólo un ech, a punto de alcanzarles.

—¡Corra, señor! —exclamó entonces una voz potente—. ¡Suba a un árbol, yo los contendré!

Los hermanos se sobresaltaron cuando Gurunkach los embistió, para pasar entre ambos y situarse delante de Enerech, dispuesto a enfrentarse a las fieras.

—¡Imbécil! —soltó Alad—, así, lo único que conseguirás es hacerte matar, nada más.

No se preguntó de qué manera el guerrero los había alcanzado, puesto que resultaba evidente, además de inútil. Pero aunque no fuera sinónimo de supervivencia, la llegada de un guerrero al menos les daba una posibilidad. A pesar de su valentía, Gurunkach se encontraba tan desnudo y desarmado como ellos, y sólo podría protegerlos hasta que las fieras le arrancaran la cabeza, lo cual les llevaría más o menos un instante. Proteger a Enerech en verdad, puesto que como Alad sabía muy bien, el oficial no movería ni un dedo en su favor a menos que su señor se lo mandara.

Los leones, todavía tranquilos, llegaban sin apresurarse ni rugir.

—¡Corre! —Aulló todavía Gurunkach, que estaba buscando una rama, una piedra o lo que fuese que pudiera servirle como arma; pero no encontró nada.

—No hay ninguna esperanza, amigo mío —suspiró Enerech, que a pesar de todo estaba asombrado por el hecho de que la inminencia de la muerte lo dejara tan tranquilo—. Ya te dije que no podrías ayudarnos.

Alad sentía que las tripas se le licuaban, que su cuerpo temblaba más que el de una virgen a punto de ser desflorada. Un dolor intenso le atormentaba el vientre contraído. De buena gana habría dado media vuelta para darse a la fuga, aun sabiendo que ello no serviría para nada, si su hermano hubiese mostrado la menor debilidad… en el caso de que hubiera podido moverse y apartar la mirada de las fieras que…

¿Que se detenían?

Los leones, a los cuales un simple salto habría permitido llegar a sus presas, acababan de sentarse uno junto al otro, con las colas pegadas al cuerpo. No gruñían, ni tampoco miraban con fijeza a los tres hombres siquiera. El de la derecha comenzó a lamerse una pata.

—¡Allí! —exclamó Alad con el brazo extendido.

Entonces todos vieron lo que el terror les había impedido advertir: un hombre que vestía sandalias y un ceñidor caminaba en dirección a ellos, levantando la mano en señal de bienvenida. Cuando estuvo a la altura de los leones acarició las melenas de éstos, y Enerech exhaló un perceptible suspiro de alivio. Alad, por su parte, cayó de rodillas en medio del gran charco de orina que había derramado sin darse cuenta, todavía más tembloroso y angustiado que antes, si ello fuera posible. Sintió una arcada y, a cuatro patas, vomitó el escaso contenido del estómago privado de cena. Gurunkach resopló, despreciativo. A él no le quedaban del incidente más huellas que dos gotas de sudor sobre la coronilla rapada. Enerech, aunque temblando de espanto por lo que acababa de suceder, no pudo evitar una desdeñosa mirada, y no hizo el menor amago de acudir en ayuda de su hermano.

—Lamento que mis compañeros os hayan espantado —declaró quien acababa de llegar—. No temáis, están bien alimentados y domesticados por completo.

Se trataba de un hombre que aparentaba unos cuarenta años de edad, de fuerte complexión, aunque no atlética, que tenía la piel bronceada y que llevaba el pelo, que era tan negro como la corta barba, atado en una cola de caballo sobre la nuca. Su rostro delgado exhibía una expresión de amable sinceridad.

—Soy Zisudra —agregó—. Y vosotros, vosotros sois magos. Dos de vosotros, en todo caso.

Enerech encontró fuerzas para controlar su temblor, se adelantó a Gurunkach y se prosternó.

—Soy vuestro servidor, noble Zisudra —dijo con una voz tan firme como le permitía la presencia de los dos leones cuyos poderosos alientos podía sentir sobre la piel.

Detrás de él, el oficial se prosternó a su vez. Alad, humillado, realizó un ingente esfuerzo para poner fin a los sobresaltos de su estómago, se enjugó la boca con el dorso de la mano y, más que avanzar, se arrastró junto a su hermano. También él habría querido pronunciar algunas palabras, pero se sabía incapaz de ello.

—Vamos, vamos, poneos otra vez de pie —exclamó Zisudra con una leva risa—. No soy un En ni un dios, y si no me equivoco, por el contrario, seré yo quien os sirva. ¿No es así, Enerech de Uruk? —El interpelado, estupefacto, enderezó la cabeza, provocando una nueva carcajada—. Tampoco es que sea adivino: los dioses, los dioses me anunciaron tu visita y la de tu hermano. En cambio la del tercero no estaba prevista.

—Perdonad a este fiel servidor mío tan unido a mi persona, os lo ruego, señor. Ha querido protegerme a mí, no ofenderos a vos.

—Siempre perdonamos las audacias a los valientes —afirmó Zisudra, que no había dirigido a Alad ni siquiera una mirada—, ¡venid!, mis esclavos os prepararán un baño. A continuación comeremos y hablaremos de lo que os trae hasta aquí.

Como dio media vuelta, y sus leones le imitaron, Enerech apretó sin irritación alguna el hombro de su hermano menor. Aunque le susurró con una voz casi fría:

—Ponte de pie y camina por ti mismo. Nos estás avergonzando.

Alad agachó la cabeza con el rostro crispado. No era necesario que se lo señalaran: su debilidad lo había hecho sonrojar.

—Vamos, bastardo —lo animó Gurunkach con una expresión sarcástica en el rostro cuando Enerech, quien había salido detrás de Zisudra, estuvo lo bastante lejos como para que no pudiera oírle—, ¿o tendré que levantarte yo?