Capítulo XI
—Tan ingenuo como un cordero y lleno de buenas intenciones —comentó Enerech, mientras Gurunkach y él se dirigían al palacio—. Será perfecto.
El En descansaba sobre un palanquín que cargaban cuatro fuertes esclavos con pasos acordados. Dos hombres armados precedían al vehículo para expulsar a toda persona que no les cediera el paso con la suficiente presteza, algo que ocurría rara vez, puesto que las calles que unían al Eanna con la sede del poder real eran anchas y poco frecuentadas por la población. Otros dos soldados cerraban el cortejo. En cuanto al oficial, caminaba junto a la litera cuya cortina abriera su señor.
—¿Pero no se rebelará cuando sepa lo que vos le reserváis, señor? —interrogó.
Enerech sacudió la cabeza, confiado.
—No, el sueño que ha tenido es tan explícito que hasta él podrá comprenderlo cuando se lo explique, y se inclinará ante la voluntad divina. Inanna no lo ha elegido al azar. Lo más difícil, créeme, será convencer a Lugalzaggizi.
Poco después franqueaban las puertas monumentales que se abrían al patio interior del palacio. Allí los soldados de la guarnición, de servicio o en período de instrucción, se mezclaban con esclavos ociosos que esperaban cerca de las literas de sus amos, que se encontraban de visita. Los escribas corrían de un edificio a otro y los sirvientes descansaban de sus ocupaciones entregados a un ruidoso concierto de gritos, chirridos y martillazos. Más grande todavía que el Eanna, el palacio se componía de dos edificios rectangulares edificados uno frente al otro. La planta baja de cada uno de ellos se dedicaba a los establos —para los asnos uno, para los caballos del rey el otro—, a las tareas domésticas, y a la despensa o reserva de alimentos, una parte de los cuales vivía, balaba, mugía y gruñía para darse importancia. La planta alta del primero de los edificios sin duda era para Enerech el lugar más detestado del mundo. Se dedicaba a la administración, y acogía a una legión de escribas más amplia y puntillosa que aquélla a la que el En debía acomodarse en el templo. Hasta él, a quien su posición ahorraba un considerable número de molestias, acudía a ese lugar con fastidio porque sabía que allí de todos modos perdería horas. Cuando los esclavos que lo transportaban depositaron la litera ante otro edificio, ascendió por la escalera externa que conducía a los altos seguido de Gurunkach. En el vestíbulo de entrada expulsó con un gesto a un escriba apremiado que, al reconocerlo, se inclinó y no quiso insistir.
Los dos visitantes avanzaban por un largo y estrecho corredor cuando de uno de los pasillos adyacentes surgió una sirvienta. Ésta se arrodilló, ostensiblemente respetuosa, aunque cerrándole el paso. Enerech reconoció a una de las dos esclavas favoritas de Erchemma, que fueron capturadas siendo niñas en el transcurso de una expedición militar. Esas muchachas de las montañas se habían criado junto a la hija del rey y gozaban de la confianza de ésta.
—Mi señora os ha visto llegar desde su ventana, señor —declaró la joven—. Os envía sus saludos y os ruega que os reunáis con ella en sus aposentos, si vuestros deberes os lo permiten.
—No me lo permiten —replicó el En con tono seco—. He venido a ver al rey. Apártate.
La esclava se encogió un poco, atemorizada, pero de todas maneras no se movió ni una pulgada.
—Mi señora también me ha encargado deciros que su padre, el rey, no se encuentra en el palacio: acompaña al general Charil a una revista de las tropas acuarteladas en los alrededores de la ciudad, y no estará de vuelta antes de la noche.
Enerech contuvo un gesto de irritación: aquellas visitas de inspección en cuyo transcurso Lugalzaggizi arengaba a las tropas servían para reforzarles la moral antes de las batallas, pero la del presente no podía resultar más inoportuna. Al pensar en ello, recordó que se lo habían advertido, pero que no prestó atención al hecho. Era un fastidio.
—La noble Erchemma asegura querer informaros de asuntos importantes, señor —agregó la esclava.
El En vaciló. La princesa acaso había podido enterarse de algún secreto, pero lo dudaba: la invitación se parecía demasiado a una trampa para no serlo. Puesto que le resultaba imposible ver al soberano, de todas maneras no podía rechazar la invitación sin ofender a Erchemma.
—No puedo entrar en el sector de las mujeres —dijo, no obstante—. Si tu señora desea hablarme, dile que me busque en la sala del consejo.
Cuando su marido estaba ausente, la princesa ocupaba los aposentos que habían sido los suyos antes de casarse, junto a las concubinas de Lugalzaggizi. La muchacha pareció a punto de protestar, pero luego renunció a ello.
—Le transmitiré vuestra respuesta, señor —dijo, simplemente, antes de ponerse de pie y marcharse por donde había llegado.
Enerech sonrió. La sala del consejo estaba desierta, de modo que Erchemma y él podrían conversar allí con total libertad, pero como cualquiera podía hacer irrupción en el lugar, no era aquél un sitio adecuado para los ajetreos amorosos. Lo último que el En necesitaba era que un servidor diligente en exceso contara al rey que su hija lo recibía en secreto.
—Espérame aquí —ordenó a Gurunkach cuando llegaron—. No lardaré mucho.
La sala del consejo era contigua a la del trono y a los aposentos reales, y tenía un corredor que la comunicaba con las profundidades del palacio. Cuando entró en ella encontró esas tres puertas cerradas y el gran espacio sumido en la penumbra: las únicas ventanas, de modesto tamaño y parcialmente obstruidas por tapices, se abrían al corredor que él acababa de abandonar. Una débil lámpara de aceite ardía en un ángulo de la estancia. La empleó para prender una varilla con la cual encendió otras tres lámparas suplementarias: aunque le gustara actuar en la oscuridad, sentía que en ese momento la luz sería su aliada.
Ello se confirmó cuando Erchemma, franqueando la puerta del segundo corredor, ordenó a la esclava que la acompañaba que la esperase, luego cerró el batiente y avanzó hacia Enerech, sonriente y con la mirada brillante. El espeso tapiz de pelo de cabra que cubría el suelo sofocaba el ruido de sus pasos.
Se había levantado de la cama hacía poco y no había tenido tiempo para maquillarse, o al menos era la impresión que quería dar: ni sus ojos ni sus mejillas llevaban pintura, y tampoco se había aplicado aceite o crema alguna, el único perfume que ostentaba era el de su piel, realzado por un rastro sutil de sudor. La túnica de hilo blanco que le cubría el cuerpo era de una sola pieza, y lo bastante fina como para permitir que se apreciaran las curvas de su joven cuerpo que, no obstante, no tenía nada de indecente. En cambio, la ausencia del velo era un detalle que rozaba la vulgaridad. Ello era por otra parte una imprudencia, y la princesa lo sabía, pensó Enerech. Puesto que éste parecía capaz de controlarse, Erchemma contaba con el miedo del En a comprometerse, y por ello multiplicaría las provocaciones hasta que él acabase cediendo.
—¿Y bien? —preguntó el sumo sacerdote con un tono de voluntaria firmeza—. ¿Qué es esa cosa tan importante de la cual querías hablarme?
—Ardía sólo por describiros el poderoso deseo que siento de gozar de vuestra compañía, señor —respondió ella.
Él abrió la boca para sermonearla, cuando comprendió que ella se le acercaba y que no parecía tener la menor intención de detenerse. Como pretendía mantenerla a distancia, apoyó sus manos sobre los hombros de la muchacha. Eso fue un error, ella las tomó al vuelo entre las suyas y las llevó sobre sus pechos. El suspiro de placer no fingido que ella exhaló entonces traspasó a Enerech como una jabalina.
El En olvidó sus decisiones. Como un animal en celo tomó a Erchemma por la cintura, la estrechó con fuerza y le dio un beso, al cual la mujer respondió con tanto entusiasmo que él la recostó sobre la alfombra para poseerla de inmediato.
En el último momento se dio cuenta de lo que estaba haciendo y recuperó la razón: necesitó realizar tal esfuerzo de voluntad para rechazar a la joven que usó cierta violencia. Ella retrocedió, sorprendida, decepcionada, casi furiosa. Durante algunos segundos no se oyó otra cosa que la respiración casi jadeante de la princesa, mientras él la miraba sin decir nada. Después, Enerech comenzó a relajarse poco a poco.
—No puedes seguir de ese modo —observó el hombre, en tono tranquilo—. Esto no puede llevar a otra cosa que al desastre.
—¡A ti te apetece! —respondió Erchemma, agresiva.
—Eso no importa, y lo sabes. Ya tengo bastantes problemas en este momento como para que tú me crees otro.
La cólera abandonó los rasgos de la princesa.
—¿Los perros?
—Los perros y otra cosa. Otro signo. Parece que la vida de tu padre se encuentra amenazada. Si he venido esta mañana, es para advertíselo.
La princesa se encogió de hombros.
—¿Y qué importa? —preguntó—. ¿Él tendrá que morir, no?
Enerech no la insultó preguntándole qué quería decir con aquellas palabras. Aunque nunca le hubiera explicado sus proyectos, ella era lo bastante perspicaz como para adivinar que la ambición del sumo sacerdote consistía en reunir los poderes espiritual y temporal, en eliminar la institución real para retornar a la del En supremo y ostentarla él mismo, por supuesto. Sumer iba a aceptar ese retorno a las fuentes, él no tenía dudas al respecto, aunque tuvieran que sofocar una o dos rebeliones de exaltados o de ambiciosos que pretendieran el cargo para sí. Y su legitimidad parecería tanto más indiscutible si tomaba como esposa a la hija del último rey de Uruk.
Desde hacía varias sesentenas de años Enerech trabajaba con la voluntad puesta en ese única aspiración. Había recorrido el mundo en busca de maestros de magia con el objeto de perfeccionarse, y de poderosos señores junto a los cuales enriquecerse mediante el empleo de sus singulares talentos. Con diversas identidades sucesivas había vivido en Magan, en Meluha, en el gran país de los Hattis, al norte, en el del faraón al oeste, y hasta en las tierras orientales de los hombres indómitos de ojos oblicuos, donde estuvo a punto de perder la vida. Y cada vez había fingido envejecer y luego morir, legando sus bienes a un joven pariente que vivía en alguna comarca vecina y que se inventaba para luego encarnarse en él. En cada oportunidad había rendido servicios, comprado o subyugado aliados, y erigido una red de acción y comunicaciones que seguía dirigiendo a distancia, mediante el reemplazo de los más altos responsables que envejecían por otros nuevos y más jóvenes, dejándoles a ellos la tarea de hacer otro tanto con los niveles inferiores. Poco a poco se había acercado al País entre dos ríos. Cuando creyó que podía recuperar su nombre auténtico, se incorporó otra vez al clero de Inanna, y allí continuó con sus intrigas hasta situarse en la cima. En la actualidad todo estaba en su lugar, el momento era inmejorable y debería entrar en acción: entre su persona y el poder no se interponían más que un padre, un hermano y un marido… y un inoportuno llamado Sargón. Los tres primeros estaban previstos desde hacía mucho tiempo, al igual que el modo de eliminarlos. El último había brotado de la niebla, como un arrecife, para abrir una grieta en el casco de una embarcación empujada por vientos favorables. Sin embargo, con un poco de suerte, sólo conseguiría retrasar un poco el viaje.
—Será necesario que muera, sí —admitió Enerech—, pero no todavía. Sólo él puede fortalecer a las tropas y vencer a los acadios. Gurunkach le ayudará a hacerlo cuando lo ponga al frente del ejército, pero no se ganaría la confianza de tantos hombres en un día, y ni siquiera en un año. Por el momento, necesitamos a Lugalzaggizi. Además, cuando muera, tendrá que hacerlo sin heredero varón y dejando a una hija que haya enviudado poco antes.
La joven mujer sonrió al oírle predecir la desaparición de sus seres más próximos. Ninguno de ellos había buscado nunca siquiera un poco de su cariño.
—¿Puedo preguntarte cuándo esperas librarme de mi querido esposo?
—Pronto. Él será el primero. Quizá los acadios realicen esa labor para nosotros en el campo de batalla. Si eso no ocurre, conozco a un hombre de su círculo que se encargará de ello con discreción.
—¿Sin que se pueda llegar hasta ti si lo pillan?
—Por supuesto. Se creerá inspirado por los dioses. Lo cual en cierto modo será cierto, puesto que después de todo Enerech no hace otra cosa que realizar la voluntad de Inanna.
—¿Y con los otros dos…? —preguntó aún Erchemma.
—La enfermedad me parece la mejor solución. Una epidemia que se los llevará, a ellos y a muchos otros personajes de la corre entre los cuales estarán mis peores enemigos y también los más inútiles de mis aliados, además de un puñado de servidores y esclavos para que nadie sospeche nada.
Ella le dedicó una mirada llena de admiración.
—¿Puedes provocar semejante enfermedad?
—No —admitió él, sonriente—, no será eso en verdad, aunque tendrá toda la apariencia de serlo, y no habrá médico alguno que pueda hacer nada… ¿Y tú no temes? ¿Quién puede asegurarte que a continuación no quiera deshacerme de ti?
Ella se acercó a él, todavía tentadora, aunque sin deseos de hacerle caer en la trampa.
—Sé que no vacilarías si te traicionara —dijo ella limitándose a apoyarle la mano sobre el brazo—. Pero te resultaré más útil viva que muerta, y no te traicionaré. Nunca.
Enerech sintió que la princesa lo creía así, aunque ello no significaba que no pudiera cambiar de voluntad más adelante, por eso tendría que vigilarla, aunque por el momento era sincera. Tal vez había llegado la hora de concederle lo que deseaba, después de todo, pero lo importante era que fuese él quien eligiera la fecha. En ocasión de una próxima visita al Eanna, por ejemplo…
Se preguntaba cómo darle esperanzas sin volver a tomarla en sus brazos, pues si lo hacía corría el riesgo de volver a perder la cabeza, cuando un chirrido a sus espaldas le hizo dar un respingo. Los ojos de Erchemma se dilataron. Los labios de la mujer dieron forma a un nombre: «Enkalam».
Enerech se volvió. La puerta de la sala del trono se había abierto, revelando la presencia de un adolescente de gran tamaño que tenía el rostro enrojecido.
—Vosotros… —tartamudeó, furioso—, ¡esta noche estaréis los dos muertos!
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Eso no tenía la menor importancia, aunque no hubiera asistido al beso del En y de la princesa, era evidente que había oído demasiado.
Enkalam, de dieciséis años de edad, era el hijo de Lugalzaggizi y de una concubina a quien el rey había convertido en su esposa después de la muerte de la anterior. Muy joven entonces, Erchemma, aunque no tenía pruebas de ello, estaba convencida de que su padre había hecho asesinar a su madre con el objeto de legitimar a su bastardo.
Tanto en el plano físico como en el moral, el joven príncipe era el vivo retrato de su padre. De constitución sólida, hábil con las armas y de una valentía que rozaba la temeridad, también poseía una inteligencia considerable, aunque era vanidoso, egoísta y cruel. Si le daban la ocasión, sería sin duda un buen rey.
—¡No te acerques!
Al ver que Enerech avanzaba hacia él, desenvainó una larga daga de bronce.
—Cuando mi padre sepa que eres un traidor te hará empalar. Y a la puta de mi hermana también.
El En permaneció inmóvil y sonriente.
—Tranquilízate, príncipe Enkalam —dijo—. No sé quién os ha dado esa idea, pero os ruego que no me juzguéis con excesiva presteza. Soy el más fiel servidor de Lugalzaggizi. Mírame a los ojos y dime si tengo aspecto de traidor.
Enkalam obedeció sin reflexionar. Un momento después su rostro perdió toda expresión y envainó la daga. Sin embargo, los ojos le siguieron ardiendo de cólera y de miedo.
—¿Está todo bien, señor? —pregunto Erchemma, tímida.
—No, aunque controlo su voluntad, se da perfecta cuenta de ello. Su espíritu es demasiado fuerte como para que pueda hacerle olvidar cualquier cosa, y tan pronto como se encuentre libre de mi poder, es decir, fuera de mi vista, irá a contarlo todo.
—Entonces debe morir —concluyó ella—. ¿Quieres que le corte la garganta?
Enerech la miró sorprendido. Ella lo había propuesto sin pasión alguna, pero su actitud desmentía esa calma aparente. Los ojos le brillaban más que nunca, su pecho se dilataba al ritmo de una respiración acelerada, igual que le ocurriera en el momento en que él la abrazara. Ella quería matar al adolescente no sólo porque fuese una amenaza, sino también porque sentía el deseo de hacerlo.
—No —dijo—, ni tú ni yo debemos ensuciarnos las manos con sangre. Tengo una idea mejor.
Fue a abrir la puerta del corredor donde esperaba Gurunkach.
—Corre al Eanna —le ordenó—, y regresa tan rápido como puedas con el joven soldado de esta mañana.
El oficial dio media vuelta sin plantear pregunta alguna. Enerech nunca había lamentado los seis años de envejecimiento que encajara en el pasado para volver inmortal a su guardaespaldas, cuya lealtad y fuerza lo habían salvado más de una vez: era el único ser en el mundo en quien podía tener absoluta confianza.
—Vuelve a tus aposentos, Erchemma —ordenó a continuación, llamando a la princesa por su nombre por primera vez—. Hazte maquillar y, en el nombre de Inanna, ponte un velo. A continuación, regresa aquí: necesitaré tu testimonio. ¡Hazlo rápido!
Ignorando lo que preparaba, pero segura de que controlaba la situación, ella no discutió más que Gurunkach. Tan pronto como la joven mujer salió, tras dedicar a su medio hermano una última mirada de odio, Enerech cogió al príncipe por el brazo y se lo llevó consigo, en todos los sentidos de la expresión, puesto que podía controlar hasta el menor movimiento de éste.
—Venid conmigo, mi querido Enkalam —dijo, sonriente—. Charlemos un poco vos y yo mientras damos un pequeño paseo, ¿queréis?
—Claro, vos sabéis muy bien que para mí es un gran placer estar en vuestra compañía.
Salieron al corredor periférico del palacio, caminando con lentitud, hablando de diferentes asuntos, siempre cordiales, a veces riendo a carcajadas. Enerech conocía muy bien a quien le acompañaba, y pudo obligarle a expresarse de manera natural y a emplear sus frases favoritas, hasta tal punto que nadie se dio cuenta de que el príncipe no estaba en total posesión de sus facultades. De esa manera se encontraron con guardias, servidores y esclavos que a continuación atestiguaron ante quien debían hasta qué punto uno y otro se entendían de maravillas.
Cuando el En lo conducía de nuevo a la sala del consejo, considerando que ya casi había transcurrido el tiempo necesario para que Gurunkach y Erchemma hubiesen ejecutado sus órdenes, se encontraron ante un hombre obeso a quien Enerech no reconoció, aunque él sí lo hizo, puesto que se prosternó, imitado por un sirviente que caminaba detrás de él transportando una enorme jarra.
—Os saludo, príncipe, y también a vos, señor En. Que el favor de los dioses os acompañe.
Enerech vaciló. Aunque controlaba a Enkalam, no podía leer sus pensamientos ni tampoco podía saber si conocía íntimamente al recién llegado o no. Pero eso era algo poco probable. El hombre gordo no era un habitual de la corte ni un oficial. Su acento acusaba un origen elamita, y el hijo de Lugalzaggizi desdeñaba a todos aquellos que no fueran sumerios ni portaran armas.
—Muy bien, nosotros también te saludamos… —le hizo responder el En, permitiendo que la voz del príncipe se demorase en una pausa para dar al desconocido la oportunidad de presentarse.
Éste se apresuró a hacerlo con engreimiento:
—Hishur de Susa, príncipe. He tenido el honor de conoceros en ocasión de vuestra visita a Elam en compañía de vuestro glorioso padre.
—¡Hishur, claro! —soltó Enkalam con tono seguro, ya que Enerech sabía de quién se trataba.
Sin haber hablado nunca con ese hombre, el En conocía su identidad por haberlo leído en los registros; un comerciante que proveía perfumes y cosméticos de excelente calidad tanto al palacio como al Eanna, al igual que una parte de los animales que se sacrificaban a los dioses. Mantenía relaciones comerciales con numerosas ciudades de Sumer, ninguna con Acadia: ¡lo había enviado Inanna!
—¿Buscarías a mi padre?
—No me atrevería a molestar a un tan poderoso monarca por asuntos triviales —respondió Hishur, cortés—. Buscaba a su copero, con el objeto de hacerle probar una nueva cerveza, pero parece inhallable.
—Levántate, amigo mío, y ten por cierto que en Uruk nadie considera que la cerveza sea un asunto trivial. ¿Lo que transporta tu servidor es el nuevo producto?
—En efecto, vuestra alteza.
—Muy bien, lo probaremos, y si nos satisface le diremos al copero de mi padre que te haga el encargo.
—Y yo daré aviso al mío —agregó Enerech a través de su propia boca—. El otro día estaba diciéndole, justamente, que nuestros cerveceros se están descuidando. Un poco de competencia los estimulará.
—Ven con nosotros, maestro Hishur —agregó, esta vez por boca de Enkalam—, vayamos al encuentro de mi hermana. También ella nos dará su opinión.
El comerciante los siguió con la visión de las bolsas de oro que ya sentía estar vaciando en sus arcas. Cuando llegaron a la sala del consejo, Erchemma ya se encontraba allí, púdicamente velada y escoltada por dos de sus esclavas. El único que advirtió su nerviosismo fue el En. No obstante, se abstuvo de interrogarlo y sobre todo se dirigió a su hermano. Puesta al corriente de la situación oficial, envió a una de sus esclavas a buscar cubiletes. La continuación adquirió el aspecto de una reunión social en la cual la princesa interpretó a la perfección el papel de dueña de casa, con tanta eficacia que Enerech no pudo evitar admirarla por ello. Ella fue quien señaló el hombro vendado del elamita, y con tono jocoso le preguntó lo que le había ocurrido.
—Oh, es una historia sin importancia, excelencia, os lo aseguro. Había decidido tomar mujer en Uruk, puesto que mi negocio me trae aquí con frecuencia, y elegí a la hermana de un pequeño comerciante, un tal Urnanna, a quien quería convertir en mi socio. —Hishur sonrió de una manera forzada—. Parece que no le gusté, porque ella intentó matarme en mi propia casa antes de que la tocase siquiera. La hice detener por la guardia. Espero que se la castigue como merece.
—¿Cómo se llama esa mujer? —preguntó Enkalam.
—Nadua.
—Joven y virgen, imagino.
—Joven sin duda alguna. Virgen, supongo que sí, pero por desgracia no he tenido la ocasión de comprobarlo.
Una carcajada general celebró la ocurrencia.
—Comerciante, tu cerveza es buena y deseo satisfacerte —repuso el príncipe—. Me aseguraré personalmente de que esa pequeña zorra reciba el castigo que merece.
Cuando el elamita se inclinaba llamaron, luego entró Gurunkach seguido de Pirig Mada, todavía más boquiabierto, si ello era posible, por encontrarse en el palacio real que por haberse entrevistado con el En.
—Arrodíllate ante el príncipe Enkalam y la princesa Erchemma —le ordenó Enerech, de un modo por completo inútil, puesto que el joven ya estaba prosternándose, antes de volverse hacia el heredero del trono—. He aquí el soldado de quien te hablé, aquel que ha soñado.
—¡Ah, muy bien! En ausencia de mi padre es a mí a quien compete oírlo. —El adolescente vació el cubilete de un solo trago, y lo alcanzó a uno de los esclavos de su hermana, luego fue al encuentro de Pirig—, levántate y cuéntame eso.
—Habla sin temor y nuestro príncipe te recompensará más allá de sus esperanzas —agregó Enerech, para atraer la mirada del soldado hacia él.
—Quizá haya llegado el momento de retirarme —comenzó a decir Hishur—, ya veo que vosotros…
Se le quebró la voz, al mismo tiempo que Erchemma y sus esclavas lanzaban alaridos de horror, y que el propio sirviente del elamita, espantado, dejaba caer al suelo la jarra de cerveza. El recipiente se rompió en mil pedazos al dar contra el suelo en el mismo instante en que Enkalam también caía con su propia daga, el arma que Pirig acababa de quitarle, clavada en la garganta y con la punta saliéndole por la nuca. Antes de que nadie consiguiera interponerse, el soldado dio un salto, arrancó el arma del cadáver y se abalanzó sobre Enerech.
—¡Muerte al rey! —aulló Pirig con el rostro deformado por una expresión de fanatismo—. ¡Muerte al En, viva Sargón!
La víctima potencial del soldado no tuvo la menor dificultad en desviar con una mano el ataque que éste le dirigía, puesto que esa misma persona controlaba la trayectoria del arma, ni tampoco en soltar al joven un puñetazo que lo aturdió.
Gurunkach acudió en socorro de su señor sin apresurarse, mientras esperaba instrucciones que no se demoraron.
—No lo matéis, ¡hay que interrogarlo!
Bastó darle un golpe en la coronilla con el hacha para que Pirig se derrumbara sin conocimiento. Apenas se conjuró el peligro aparente, el En se apresuró hacia Enkalam y le apoyó la mano en la garganta buscándole el pulso. Un gesto inútil destinado al público, puesto que nadie habría podido sobrevivir a una herida como aquélla: el puñal, que había penetrado justo por debajo del mentón, había salido por la nuca llevándose consigo un trozo de cerebro. En la habitación ya se podía sentir un olor de matadero.
—¡Dime que lo salvarás! —exclamó Erchemma bañada en lágrimas, en cuya ayuda acudía Hishur al verla tambalearse.
—No tengo poder para devolverle la vida —declaró Enerech volviendo hacia ella un rostro afligido—. Tu hermano, el príncipe, ha partido para el mundo de abajo.
—¿Pero por qué? —aulló la princesa—. ¿Por qué este hombre lo ha matado? ¿Y por qué quería matarte también a ti?
Cuando el En se acercó pudo comprobar que la mujer lloraba de verdad. Eran lágrimas de alegría de las cuales conseguía sacar el mejor partido…
—Acabaremos por saberlo. Iré a poner al rey sobre aviso. Mientras tanto, debes reposar. —Se dirigió a los esclavos—. Conducid a la princesa a sus aposentos. Que se acueste un momento. Su padre mandará que vengan a buscarla cuando lo crea oportuno.
Las dos jóvenes mujeres tomaron un brazo de la princesa cada una, liberando al elamita de su carga, y quisieron obligarla a que las siguiese, pero ella se les escapó para echarse sobre Enkalam. Esta vez fue Enerech quien la retuvo.
—¡Vamos! —dijo éste, con tono amable pero firme—. Ya no podéis hacer nada por él, señora. ¡Pensad en vuestro rango, mantened vuestra dignidad, alteza!
—Vuestra… perdón, vuestra excelencia tiene razón —farfulló ella—. Esta noche iré al templo a orar a la diosa para que ella acompañe el etemmu de mi hermano hasta el gran reino de Ereshkigal.
—Os esperaré, alteza —aseguró él.
La princesa ocultó una sonrisa bajo una nueva mueca de dolor, y luego se dejó conducir fuera de la sala.
Entretanto, Gurunkach había encontrado una cuerda de la que se valió para atar a Pirig de pies y manos.
—¡Enciérralo en un calabozo! —le ordenó Enerech—, envía a uno de tus hombres a informar a Lugalzaggizi, luego regresa para custodiar al preso tú mismo: nadie debe hablar con él antes de que sea interrogado. Si grita, amordázalo o haz que se desmaye otra vez.
El oficial se limitó a mover la cabeza, asintiendo, y en seguida ejecutó las órdenes.
El obeso Hishur se había dejado caer sobre un taburete, con el semblante exangüe.
—En fin… —suspiró—, en fin…
—Éste es un día triste para Uruk —comentó el En—. A nuestro rey se le romperá el corazón. ¿Cuándo debes abandonar la ciudad, mercader?
—No será antes de que pasen diez días, señor.
—Muy bien. Es posible que entretanto vayan a buscarte para que cuentes lo que has visto. Ahora déjame, debo tomar ciertas medidas.
—Por supuesto, señor, me doy cuenta de que éste no es mi lugar. —El elamita se inclinó—, pero permitidme, señor, que os felicite por vuestra valentía. El mejor guerrero no habría detenido con mayor eficacia que vos el ataque de ese traidor.
Enerech los miró salir, a él y a su sirviente, con una sutil sonrisa. Antes de que llegara la noche toda la ciudad estaría al tanto de que el asesino del príncipe también había querido matar al En, quien había dado pruebas de una sangre fría sin igual. Sumar fama de bravura a la de sabiduría, con la que ya contaba, no iba a hacerle daño cuando tomase el poder.
Al quedarse solo se permitió un suspiro de alivio. Todo se había desarrollado de maravilla. Cuando tomó el control de Pirig había sentido una cierta inquietud, puesto que perdía parcialmente el que ejercía sobre Enkalam, pero el príncipe no había tenido tiempo para hablar ni para actuar.
El incidente no podía haber sido más oportuno: durante un tiempo, Lugalzaggizi estaría demasiado abatido como para discutir los consejos del sumo sacerdote, y cuando se recuperara se encarnizaría aún más en la destrucción de los acadios. En cuanto a Erchemma, de ahora en adelante estaría vinculada a Enerech por la más sólida de las ataduras: el crimen.