IV

La destrozada goleta estaba casi a flor de agua cuando la tripulación saltó al agua armada de cuerdas y empezó la tarea de arrastrar el casco por el fango que formaba las riberas de la isla. Ante ellos se levantaba un muro de vegetación que parecía impenetrable. Smiorgan siguió a Elric, encorvándose con el esfuerzo en las aguas poco profundas. Los hombres empezaron a vadear hacia la orilla.

Cuando salieron del agua y pusieron pie sobre la tierra firme, dura y quemada por el sol, Smiorgan contempló la jungla. Ni el menor soplo de viento mecía los árboles y había caído sobre el lugar un extraño silencio. No se escuchaba ningún trino de aves o zumbido de insectos, ni captaron alguno de los gritos o voces de animales que les habían acompañado en su viaje río arriba.

—Esos amigos tuyos sobrenaturales parecen haber asustado y ahuyentado no sólo a los salvajes —murmuró el marino de la negra barba—. Este lugar parece vacío de vida.

—Sí, es extraño —asintió Elric.

El duque Avan se acercó a ellos. Había cambiado sus ropas finas —destrozadas en la refriega, en cualquier caso— por un chaquetón de cuero forrado y unos faldones de ante. Llevaba la espada al cinto.

—Tendremos que dejar a la mayoría de los hombres en la nave —informó, apesadumbrado—. Ellos se encargarán de efectuar las reparaciones necesarias mientras nosotros continuamos adelante en busca de R’lin K’ren A’a. —Se apretó al cuerpo la capa ligera con la que se cubría y añadió—: ¿Es mi imaginación, o aquí reina una atmósfera extraña?

—Precisamente estábamos hablando de ello —respondió Smiorgan—. La vida animal parece haber desaparecido de la isla.

—Si todo lo que tenemos que afrontar es tan inocuo como eso, no hay nada que temer. He de reconocer, príncipe Elric, que si yo te hubiera deseado algún mal y te hubiese visto conjurar esos monstruos del aire, me lo pensaría dos veces antes de acercarme demasiado a ti. Por cierto, te agradezco lo que hiciste. Ahora estaríamos muertos de no ser por ti.

—Si me pediste que os acompañara, fue para que os ayudara —respondió Elric, fatigado—. Vayamos a comer y descansar, y luego continuaremos.

Una sombra cruzó entonces por el rostro del duque Avan. Había algo en el comportamiento de Elric que le inquietaba.

Penetrar en la jungla no fue asunto fácil. Armados de hachas, los seis miembros de la tripulación (los únicos que no eran imprescindibles en la nave) empezaron a abrirse paso entre la maleza. El fantasmagórico silencio continuaba…

Al caer la noche, apenas se habían adentrado media milla en la tupida vegetación y estaban completamente agotados. La jungla era tan lujuriante que apenas encontraban espacio para plantar la tienda. La única luz del campamento provenía de la pequeña hoguera que chisporroteaba ante la entrada de la tienda. Los hombres de la tripulación durmieron donde pudieron, al raso.

Elric no pudo conciliar el sueño, pero ahora no era la selva lo que le desvelaba. Estaba inquieto por el silencio, pues tenía la certeza de que no era su presencia lo que había ahuyentado todo rastro de vida. No había visto durante la jornada un sólo insecto, ave o pequeño roedor. No había el menor indicio de vida animal. La isla llevaba mucho tiempo desprovista de otro tipo de vida que la vegetal: quizá siglos o decenas de siglos. Recordó otro fragmento de la vieja leyenda de R’lin K’ren A’a. Se decía que, cuando los Dioses acudieron a reunirse allí, no sólo huyeron los habitantes de la ciudad sino también todas las formas de vida silvestres. Nada se había atrevido a ver a los Altos Señores ni a escuchar su conversación. Elric se estremeció y volvió su blanca cabeza a un lado y otro sobre la capa que, arrollada, le servía de almohada. En sus ojos carmesí había una expresión torturada. Si había algún peligro en la isla, sería más sutil que las asechanzas que habían afrontado en el río.

El ruido de su avance entre la espesura fue el único sonido que se escuchó en la isla a la mañana siguiente, cuando continuaron abriéndose paso dificultosamente.

Con la piedra magnética en una mano y el mapa en la otra, el duque Avan Astran trató de guiarles, instruyendo a sus hombres sobre la dirección que debían seguir. Sin embargo, el avance se hizo aún más lento y todos tuvieron la seguridad de que no había pasado por allí criatura alguna desde hacía muchas eras.

Al cuarto día, llegaron a un claro natural de roca volcánica lisa y encontraron allí un manantial. Agradecidos, instalaron el campamento en el lugar. Elric empezó a lavarse la cara en el agua fresca cuando oyó un grito detrás de él. Saltó como un muelle. Uno de los tripulantes había llevado la mano al carcaj y estaba colocando una flecha en el arco.

—¿Qué sucede? —le preguntó el duque Avan.

—¡He visto algo, mi señor!

—¡Tonterías! ¡No hay…!

—¡Allí!

El hombre tensó la cuerda y lanzó el dardo hacia los terraplenes superiores de la jungla. Algo pareció moverse allí, efectivamente, y Elric creyó ver un destello gris entre los árboles.

—¿Viste qué tipo de criatura era? —preguntó Smiorgan al hombre.

—No, señor. Al principio, temí que fueran esos reptiles otra vez.

—Están demasiado asustados para seguirnos tierra adentro en esta isla —le tranquilizó el duque Avan.

—Espero que aciertes —comentó Smiorgan con gesto nervioso.

—Entonces, ¿de qué podía tratarse? —se preguntó Elric.

—Yo, señor… creo que era un hombre —balbució el marinero.

—¿Un hombre? —Elric contempló los árboles con aire pensativo.

—¿Te esperabas algo así, Elric? —preguntó Smiorgan.

—No estoy seguro…

El duque Avan se encogió de hombros.

—Lo más probable es que haya sido la sombra de una nube al pasar sobre los árboles. Según mis cálculos, ya deberíamos haber alcanzado la ciudad.

—¿No pensarás, después de todo, que no existe? —dijo Elric.

—Empieza a no importarme, príncipe Elric. —El duque se apoyó en el tronco de un árbol enorme y apartó a un lado una rama que le rozaba el rostro—. Sin embargo, no hay nada más que hacer. El barco todavía no está listo para zarpar. —Echó un vistazo a la espesura y añadió—: No creí que llegara a echar en falta esos malditos insectos que nos mortificaban en el río…

El hombre que había lanzado la flecha volvió a gritar de pronto.

—¡Allí! ¡Le he visto! ¡Es un hombre!

Mientras los demás volvían la mirada hacia donde indicaba pero no conseguían descubrir nada, el duque Avan continuó apoyado en el tronco.

—No has visto nada —dijo—. Aquí no hay nada que ver.

Elric se volvió hacia el duque.

—Dame el mapa y la piedra, Avan. Tengo la impresión de que sabré encontrar el camino.

El vilmiriano se encogió de hombros con una expresión dubitativa en su rostro de facciones cuadradas y bien parecido. El duque entregó a Elric las dos cosas que le había pedido.

Descansaron toda la noche y, a la mañana siguiente, continuaron el avance con Elric abriendo la marcha.

Y, a mediodía, emergieron de la jungla y contemplaron las ruinas de R’lin K’ren A’a.