II
A Elric le sorprendió la poca profundidad de las aguas y se preguntó cómo había logrado acercarse tanto a la costa un barco de aquel tamaño. Con el agua hasta los hombros, alzó el brazo y se agarró a los peldaños de ébano de la escala. Logró izarse de las aguas con dificultad, entorpecido en la maniobra por el balanceo del barco y por el peso de su espada mágica; por último, ascendió trabajosamente hasta superar la borda y se encontró en la cubierta, con el agua chorreando de sus ropas a los tablones y temblando de frío. Echó una mirada a su alrededor. Una bruma reluciente, teñida de rojo, se adhería a las oscuras vergas y aparejos de la nave mientras una niebla blanca se extendía sobre el techo y las paredes de dos grandes cámaras situadas a proa y a popa del mástil; esta niebla no era de la misma naturaleza que la bruma que se extendía más allá del barco. Por un instante, Elric tuvo la extravagante idea de que la niebla acompañaba permanentemente la nave allí donde ésta viajaba. Sonrió para sí, atribuyendo a la falta de comida y de descanso el aire, como extraído de un sueño, de toda aquella experiencia. Cuando la nave saliera a aguas soleadas, podría comprobar que se trataba de un barco relativamente normal.
El guerrero rubio tomó del brazo a Elric. El hombre era tan alto como Elric y tenía una constitución extraordinariamente robusta. Sonriendo tras el casco, se limitó a indicar:
—Vayamos abajo.
Avanzaron hasta la cabina a proa del mástil y el guerrero abrió una puerta corrediza, haciéndose a un lado para dejar que Elric entrara primero. Elric agachó la cabeza y pasó al cálido interior de la cabina. Allí brillaba una lámpara de cristal gris y roja, colgada de cuatro cadenas de plata sujetas al techo, que iluminaba a varias figuras más, todas ellas corpulentas y cubiertas de pies a cabeza con armaduras a cuál más distinta, sentadas en torno a una mesilla cuadrada y de aspecto sólido. Todos los rostros se volvieron hacia Elric cuando éste efectuó su entrada, seguido del guerrero rubio. Éste anunció:
—Aquí está.
Uno de los ocupantes de la cabina, sentado en el rincón más alejado y cuyos rasgos quedaban completamente ocultos por las sombras, asintió.
—Sí, es él.
—¿Me conoces? —preguntó Elric, tomando asiento en una esquina del banco al tiempo que se despojaba de su empapada capa de cuero.
El guerrero más próximo a él le pasó una copa de vino caliente y Elric la aceptó agradecido. Tomó un sorbo del líquido cargado de especias y se maravilló de lo pronto que disipaba el frío en sus entrañas.
—En cierto modo —respondió el hombre del rincón en sombras.
Su voz resultaba sardónica, pero, al mismo tiempo, tenía un matiz melancólico y Elric no se sintió ofendido, pues la amargura que transmitía iba más dirigida hacia sí mismo que contra su interlocutor.
El guerrero rubio tomó asiento frente a Elric.
—Soy Brut —dijo—, en otros tiempos de Lashmar, donde mi familia todavía posee tierras; yo, sin embargo, ya hace muchos años que no he estado allí.
—Así pues, procedes de los Reinos Jóvenes, ¿no? —inquirió Elric.
—En efecto, pero hace ya tanto tiempo…
—¿Esta nave tocará puerto en algún lugar de esas naciones? —insistió Elric.
—Creo que no —respondió Brut—, aunque, según mis cálculos, no hace mucho que yo mismo llegué a bordo. Iba en busca de Tanelorn, pero encontré esta nave en su lugar.
—¿Tanelorn? —repitió Elric con una sonrisa—. ¿Cuántos deben buscar ese lugar de leyenda? ¿Conoces a uno llamado Rackhir, que en otro tiempo fue Sacerdote Guerrero de Phum? Hace muy poco corrimos una aventura juntos y luego partió en busca de Tanelorn.
—No sé de quién hablas —dijo Brut de Lashmar.
—Y estas aguas, ¿están muy lejos de los Reinos Jóvenes? —continuó indagando Elric.
—Mucho —afirmó el hombre del rincón en sombras.
—¿Acaso vienes de Elwher, señor? —inquirió Elric—. ¿O de alguna otra región de lo que nosotros, en el oeste, llamamos los Reinos Ignotos?
—La mayor parte de nuestras tierras no aparecen en tus mapas —declaró el hombre, al tiempo que se echaba a reír.
Esta vez, Elric tampoco se sintió agraviado por las risas, ni especialmente preocupado por los misterios que insinuaba el hombre del rincón. Los soldados de fortuna (Elric los había catalogado como tales desde el primer momento) eran muy amantes de las bromas privadas y las indirectas; generalmente, era lo único que les unía además de la común voluntad de poner la espada al servicio de todo aquel que pudiera pagar.
—¿Hacia dónde navegamos, pues?
—Sólo sé que debíamos detenernos a esperarte, Elric de Melniboné —respondió Brut, encogiéndose de hombros.
—¿Sabíais que estaría aquí?
El hombre del rincón en sombras se desperezó y se sirvió más vino caliente de la jarra instalada en un agujero del centro de la mesa.
—Tú eres el último que necesitábamos —comentó—. Yo fui el primero en ser traído a bordo y, hasta ahora, no he lamentado la decisión de emprender el viaje.
—¿Cuál es tu nombre, caballero? —preguntó Elric, dispuesto a no prolongar por más tiempo la concreta desventaja de ignorar la identidad de su interlocutor.
—Nombres, nombres… ¡Ah!, he tenido tantos. Mi preferido es Erekosë, pero también he sido llamado Urlik Skarsol, John Daker e Ilian de Garathorm, que yo sepa con certeza. Las palabras de otros me han llevado a pensar que también he sido Elric, el Asesino de Mujeres…
—¿El Asesino de Mujeres? Un apodo nada agradable. ¿Quién es ese otro Elric?
—No sé responder satisfactoriamente a eso —dijo Erekosë— pero, según parece, comparto un nombre con más de uno de los ocupantes de esta nave. Igual que Brut, también yo buscaba Tanelorn y, en cambio, me encontré de pronto a bordo.
—Ambos tenemos eso en común —terció otro de los presentes. Era un guerrero de piel negra, el más alto del grupo, cuyos rasgos quedaban extrañamente resaltados por una cicatriz que le corría como una uve invertida desde el centro de su frente, por encima de los ojos, cruzando las mejillas hasta las mandíbulas—. Yo estaba en una tierra llamada Ghaja-Ki, un paraje pantanoso y muy desagradable, plagado de enfermedades y de corrupción. Había oído hablar de la existencia de una ciudad en su centro y pensé que podía ser Tanelorn, pero me equivocaba. Estaba habitada por una raza hermafrodita de piel azul, dispuesta a curarme lo que consideraban malformaciones natales de mi color de piel y de mis características sexuales. Esta cicatriz que ves en mi rostro fue obra de esas gentes. El dolor de la operación me dio fuerzas para escapar y me adentré desnudo en el pantano, avanzando trabajosamente durante muchas millas hasta que los marjales se convirtieron en un lago del que nacía un río caudaloso sobre cuyas aguas volaban densas nubes de insectos que se abatieron sobre mí con voracidad. Apareció entonces esta nave y me sentí más que contento de poder refugiarme en ella. Soy Otto Blendker, en otro tiempo hombre de letras en Brunse y hoy mercenario, por culpa de mis pecados.
—Eso de Brunse, ¿está cerca de Elwher? —inquirió Elric, quien no había oído mencionar semejante lugar, ni un nombre tan exótico, durante su estancia en los Reinos Jóvenes.
—No sé nada de Elwher —respondió el gigante negro, moviendo la cabeza en gesto de negativa.
—Entonces, el mundo es considerablemente mayor de lo que había imaginado —comentó Elric.
—Desde luego que lo es —asintió Erekosë—. ¿Qué dirías si te planteara la teoría de que el mar por el que ahora navegamos se extiende más de un mundo?
—Yo me sentiría inclinado a creerte —sonrió Elric—. He estudiado tales teorías: más aún, he experimentado aventuras en mundos distintos del mío.
—Es un alivio escuchar eso —intervino Erekosë—. A bordo del barco, no todos están dispuestos a aceptar mis teorías.
—Yo también me siento inclinado a aceptarla —dijo Otto Blendker—, aunque la encuentro aterradora.
—Lo es —asintió Erekosë—. Más aterradora de lo que podrías imaginar jamás, amigo Otto.
Elric extendió la mano hacia el centro de la mesa y se sirvió otra copa de vino. Sus ropas ya empezaban a secarse y se sentía recuperado físicamente.
—Me alegro de haber dejado atrás esa costa envuelta en niebla.
—Ya hemos dejado la costa, es cierto —comentó Brut—, pero, en cuanto a la niebla, permanece siempre con nosotros. Parece seguir al barco… o bien es éste quien la crea allí donde va. Rara vez alcanzamos a ver tierra y cuando lo hacemos, como hoy, suele estar en sombras, como un reflejo en un escudo abollado y deslustrado.
—Navegamos por un mar sobrenatural —intervino otro de los mercenarios, extendiendo una mano enguantada en dirección a la jarra de vino. Elric se la alcanzó—. En Hasghan, de donde yo vengo, se cuenta una leyenda sobre un mar Encantado. Si un marinero se adentra en sus aguas, jamás logra regresar y permanece perdido eternamente.
—Me temo que esa leyenda tuya contenga, al menos, una parte de verdad, Terndrik de Hasghan —respondió Brut.
—¿Cuántos guerreros hay a bordo? —preguntó Elric.
—Dieciséis, además de los Cuatro —dijo Erekosë—. Veinte en total. Está el Piloto… y también el Capitán, claro. Sin duda, pronto te recibirá.
—¿Los Cuatro? ¿Quiénes son?
Erekosë lanzó una carcajada antes de responder:
—Tú y yo somos dos de ellos. Los otros dos ocupan la cabina de popa. Y si deseas saber por qué nos llaman los Cuatro, debes preguntarlo al Capitán, aunque te advierto que sus respuestas rara vez resultan satisfactorias.
Elric notó que la inercia le impulsaba ligeramente hacia un lado.
—Esta nave es muy marinera —comentó lacónicamente—, teniendo en cuenta el escaso viento.
—Sí, es muy marinera —asintió Erekosë al tiempo que se levantaba de su rincón.
Era un hombre de hombros anchos con un rostro sin edad definida que evidenciaba estar en posesión de una considerable experiencia. Era bien parecido y, sin duda, había visto muchos combates pues sus manos y su rostro estaban llenos de cicatrices, aunque no desfigurados. Sus ojos, hundidos y oscuros, no parecían tener un color concreto y, pese a todo, resultaban familiares a Elric. Éste creyó haberlos visto una vez durante un sueño.
—¿Nos hemos conocido antes de ahora? —le preguntó Elric.
—¡Ah!, posiblemente. O quizá lo haremos en el futuro. ¿Qué importa eso? Nuestros destinos son idénticos. Compartimos un mismo sino. Y, probablemente, compartimos más que eso.
—¿Más? No alcanzo a comprender la primera parte de lo que acabas de decir.
—Mejor así —replicó Erekosë, abriéndose paso entre sus camaradas hasta alcanzar el otro extremo de la mesa. Una vez allí, posó la mano con sorprendente suavidad en el hombro de Elric—. Ven, debemos presentarnos ante el Capitán. Ha expresado su deseo de verte poco después de que embarcaras.
—Ese capitán… ¿qué nombre tiene? —preguntó Elric tras asentir y ponerse en pie.
—Ninguno que esté dispuesto a revelarnos —le informó Erekosë.
Salieron juntos a la cubierta. La niebla, si acaso, se había hecho más densa y poseía todavía la misma palidez cadavérica, ocultos los rayos del sol que la habían teñido de rojo. Costaba distinguir los extremos de la nave y, a pesar de que avanzaban con evidente rapidez, no se apreciaba el menor soplo de viento. No obstante, hacía más calor de lo que Elric hubiera esperado. Siguió a Erekosë hacia la cabina bajo la cubierta de proa, en la que estaba situada una de las dos ruedas gemelas del timón de la nave, atendida por un hombre alto cubierto con una capa impermeable y unas polainas de piel de ciervo acolchadas. El pelirrojo Piloto permanecía tan inmóvil que recordaba a una estatua; ni siquiera volvió la cabeza hacia ellos cuando se acercaron a la cabina, pero Elric logró echar una ojeada a su rostro.
La puerta parecía elaborada con una especie de metal pulido que poseía un lustre casi como la pelambre de un animal en pleno vigor. Tenía un color pardo rojizo y era el objeto más lleno de colorido que Elric había visto desde que subiera a la nave. Erekosë llamó a la puerta con unos leves golpes de sus nudillos.
—Capitán, aquí traigo a Elric.
—Adelante —dijo una voz, melodiosa y distante a la vez.
La puerta se abrió. Una luz rosada surgió del interior de la estancia, cegando casi a Elric mientras éste cruzaba el umbral. Cuando sus ojos se adaptaron a la luminosidad, pudo ver a un hombre muy alto, de extremada palidez, que le aguardaba de pie en el centro de la cabina, sobre una alfombra de rico colorido. Elric oyó cerrarse la puerta y advirtió que Erekosë no le había acompañado al interior.
—¿Te has recuperado ya, Elric? —preguntó el Capitán.
—Sí, señor. Gracias al vino.
Las facciones del Capitán no eran más humanas que las de Elric. A primera vista eran más refinadas y enérgicas que las del melnibonés, pero guardaban un ligero parecido con las de éste en los ojos, igualmente ahusados, y en el contorno de la cara, alargada y terminada en una barbilla afilada. Una larga cabellera le caía sobre los hombros en grandes ondas de oro y fuego y una cinta de jade azul mantenía despejada su frente. Una túnica de color de ante y unos calzones hasta las rodillas cubrían su cuerpo y llevaba unas sandalias de plata e hilo de plata atadas a las pantorrillas. Salvo en su indumentaria, era idéntico al piloto que Elric acababa de ver.
—¿Te apetece otra copa?
El Capitán se dirigió hacia un armario situado al otro lado de la cabina, cerca de la portilla, que estaba cerrada.
—Sí, gracias —dijo Elric.
En ese instante, comprendió la razón de que su interlocutor no hubiera dirigido la mirada hacia él. El Capitán era ciego. Aunque todos sus movimientos eran hábiles y llenos de seguridad, era evidente que no podía ver nada. Sirvió el vino de una jarra de plata en una copa del mismo metal y empezó a cruzar la cabina hacia Elric, sosteniendo la copa ante sí. Elric dio un paso adelante y aceptó el vino.
—Me alegro que hayas decidido unirte a nosotros —dijo el Capitán—. Me siento muy aliviado.
—Eres muy cortés al hablar así —respondió Elric—, aunque debo añadir que no fue una decisión difícil de tomar. No tenía ningún otro lugar adonde ir.
—Lo sé. Fue por eso que anclamos junto a la costa en el momento y lugar que lo hicimos. Descubrirás que todos tus compañeros estaban en situaciones similares cuando subieron a bordo.
—Pareces tener un considerable conocimiento de los movimientos de muchos hombres —dijo Elric, sosteniendo la copa en la mano izquierda sin probar el vino todavía.
—En efecto —asintió el Capitán—. De muchos hombres, en muchos mundos. Tengo entendido que eres una persona culta, señor, de modo que tendrás una ligera idea sobre la naturaleza del mar por el cual navega este barco.
—Creo que sí.
—La mayor parte del tiempo viaja entre los mundos; para ser un poco más exactos, entre los planos de una diversidad de aspectos de un mismo mundo. —El Capitán vaciló y apartó su ciega mirada de Elric—. Por favor, acepta el hecho de que no trato de confundirte deliberadamente. Hay algunas cosas que no entiendo y otras que no puedo revelar por entero. Confío y espero que sabrás respetar eso.
—Hasta el momento, no tengo razón alguna para obrar de otro modo —replicó el albino, al tiempo que tomaba el primer trago de la copa.
—Me siento en una agradable compañía —comentó el Capitán—. Espero que continúes considerando justo el respeto a esa confianza cuando hayamos alcanzado nuestro destino.
—¿Y cuál es éste, Capitán?
—Una isla que se halla en estas aguas.
—Debe de ser una rareza.
—En efecto, y en otro tiempo permanecía ignorada y deshabitada por aquellos a los que debemos considerar nuestros enemigos. Ahora que la han descubierto y han comprendido su poder, nos hallamos en un gran peligro.
—¿Nosotros? ¿Te refieres a tu raza o a quienes viajamos a bordo de esta nave?
—No tengo más raza que yo mismo —sonrió el Capitán—. Me refiero, supongo, a toda la humanidad.
—Entonces, ¿esos enemigos no son humanos?
—En efecto. Están íntimamente involucrados en los asuntos humanos, pero tal hecho no les ha inspirado la menor lealtad hacia nosotros. Utilizo el término «humanidad», por supuesto, en su sentido más amplio, incluidos tú y yo.
—Comprendo —asintió Elric—. ¿Qué nombre reciben esos enemigos?
—Muchos diferentes —dijo el Capitán—. Perdóname, pero no podemos continuar la charla por más tiempo. Prepárate ahora para la batalla y te aseguro que continuaré revelándote cosas cuando sea el momento oportuno.
Sólo cuando se encontró de nuevo al otro lado de la puerta pardorrojiza, contemplando a Erekosë que avanzaba hacia él por la cubierta entre la niebla, empezó a preguntarse el albino si el Capitán le habría hechizado hasta el punto de hacerle olvidar todo el sentido común. No obstante, el ciego le había impresionado y, Elric se dijo que, al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer que navegar a la isla. Se encogió de hombros. Siempre estaba a tiempo de cambiar de parecer si descubría que los residentes en la isla no eran, en su opinión, enemigos.
—¿Estás más o menos confundido que antes, Elric? —preguntó Erekosë con una sonrisa.
—Más en algunas cosas, menos en otras —respondió Elric—. Y, por alguna extraña razón, no me importa.
—En tal caso, compartes lo que siente todo el grupo —le informó Erekosë.
No fue hasta que Erekosë le condujo a la cabina a popa del mástil cuando Elric se dio cuenta de que no había preguntado al Capitán por el significado de los Cuatro.