V
El brillante galeón de casco y velamen dorados, que producía la impresión de que el propio sol les persiguiera, avanzó rápidamente hacia ellos mientras la muchacha y el conde Smiorgan lo contemplaban horrorizados y Elric trataba desesperadamente de invocar a sus espíritus aliados, sin éxito.
La nave dorada surcó las aguas tras ellos, inexorable, bajo la pálida luz azulada. Sus dimensiones eran enormes, su sensación de poder era inmensa y su proa gigantesca levantaba grandes olas espumeantes a ambos costados mientras se acercaba en silencio hacia la otra embarcación.
Con el aire de un hombre que se preparara para enfrentarse a la muerte, el conde Smiorgan el Calvo, de las Ciudades Púrpura, descolgó el hacha de guerra de su espalda y preparó la espada en su vaina, al tiempo que se colocaba el casquete de metal sobre su calva coronilla. La muchacha no hizo ningún ruido, ningún movimiento, pero empezó a derramar lágrimas.
Elric sacudió la cabeza y, por un instante, su larga cabellera lechosa formó un halo en torno a su rostro. Sus tristes ojos carmesíes empezaron a enfocar el mundo que le rodeaba. Reconoció la nave, que tenía la silueta de los dorados barcos de guerra de Melniboné. Sin duda, era el barco en el que el conde Saxif D’Aan había huido de su patria en busca de la Puerta Carmesí. Ahora, Elric se convenció al fin de que debía tratarse del mismo Saxif D’Aan y sintió menos miedo que sus compañeros, pero mucha más curiosidad. De hecho, casi le entró nostalgia al observar la bola de fuego que, lanzada desde la catapulta delantera de la nave, se acercaba hacia ellos por el aire con una brillante luz verde, chisporroteando y silbando como un meteorito natural. Elric casi esperó ver aparecer en el cielo un gran dragón, pues habían sido los dragones y las naves de guerra como aquélla los instrumentos mediante los cuales Melniboné había conquistado el mundo tiempo atrás.
La bola de fuego cayó al mar a pocos palmos de la proa; era evidente que había sido dirigida allí deliberadamente, como advertencia.
—¡No te detengas! —gritó Vassliss—. ¡Deja que las llamas acaben con nosotros! ¡Será lo mejor!
Smiorgan tenía la mirada levantada al cielo.
—No tenemos ninguna posibilidad —murmuró—. ¡Mirad! Parece que haya ordenado detenerse al viento.
Sobre la nave había caído una encalmada. Elric sonrió tétricamente. Ahora sabía lo que debían haber sentido los marinos de los Reinos Jóvenes cuando sus antepasados habían utilizado idénticas tácticas contra ellos.
—¿Es de tu raza esa gente, Elric? —preguntó Smiorgan, volviéndose hacia el albino—. Esa nave es melnibonesa, sin duda.
—También lo son sus métodos —confirmó Elric—. Yo pertenezco a la estirpe real de Melniboné. Ahora mismo, podría ser emperador si decidiera reclamar mi trono. Existe una remota posibilidad de que el conde Saxif D’Aan, pese a ser un antepasado, reconozca mi persona y, por tanto, mi autoridad. La raza de la Isla del Dragón somos gente conservadora.
Con total abatimiento, la muchacha murmuró entre sus labios resecos:
—Ese hombre sólo reconoce la autoridad de los Señores del Caos, que le prestan su ayuda.
—Todos los melniboneses reconocen tal autoridad —le respondió Elric con cierta ironía.
El estruendo de los relinchos y del piafar del caballo en la bodega de proa aumentó.
—¡Estamos asediados por los encantamientos! —exclamó el conde Smiorgan, cuyas facciones normalmente sonrosadas habían palidecido—. ¿No tienes tú, príncipe Elric, alguno que puedas usar para contrarrestarlos?
—Al parecer, no.
La nave dorada se abalanzó sobre ellos. Elric vio que la borda, muy por encima de su cabeza, estaba a rebosar de guerreros; no eran soldados de Imrryr, sino asesinos y degolladores tan desesperados como el grupo de piratas al que se había enfrentado en la isla y, aparentemente, salidos de la misma variedad de periodos históricos y de naciones. Los largos remos del galeón rozaron el costado de la nave más pequeña al plegarse hacia atrás, como las patas de un insecto acuático, para permitir el lanzamiento de los garfios de abordaje. Las puntas aceradas se clavaron en los maderos de la nave más pequeña y la turba de bandidos lanzó un rugido de alegría mientras amenazaba a Elric y sus compañeros alzando las armas y sonriendo aviesamente.
La muchacha echó a correr hacia el costado del barco que daba a aguas libres, pero Elric la asió por el brazo.
—¡No me detengas, te lo ruego! —suplicó ella—. ¡Acompáñame, salta conmigo y ahoguémonos juntos!
—¿Crees que la muerte te salvará de Saxif D’Aan? —replicó Elric—. Si ese hombre posee el poder que dices, la muerte sólo te conducirá a caer más firmemente en sus manos.
—¡Oh!
La muchacha se estremeció. Luego, al tiempo que una voz se dirigía a ellos desde una de las altas cubiertas de la nave dorada, Vassliss soltó un gemido y se desmayó en los brazos de Elric de tal manera que, debilitado como se hallaba tras su invocación a los espíritus, el albino estuvo a punto de caer con ella a la cubierta inferior.
La voz se elevó sobre los roncos gritos y risotadas de los tripulantes. Era una voz pura, melodiosa y sarcástica. Sin duda, pertenecía a un melnibonés aunque hablaba en la lengua común de los Reinos Jóvenes, derivada del idioma del Brillante Imperio.
—¿Me da permiso el capitán para subir a bordo?
—¡Nos tenéis bien agarrados, señor! —respondió el conde Smiorgan con un gruñido—. ¡No pretendáis disimular vuestro acto de piratería con palabras educadas!
—Así pues, entiendo que me concedéis permiso —añadió el invisible interlocutor, manteniendo exactamente el mismo tono de voz.
Elric observó que una sección del pasamanos era retirada para permitir la colocación de una pasarela de desembarco, tachonada de clavos dorados para poder afianzar mejor los pies, por la que pasar de la cubierta del galeón a la de la nave atacada.
Una elevada figura apareció en la parte superior de la pasarela. Tenía los rasgos delicados de un noble melnibonés, un cuerpo delgado de porte orgulloso, envuelto en voluminosos ropajes de tela de oro, y llevaba un esmerado casco de oro y ébano sobre sus largos mechones castañorrojizos. Tenía los ojos grisazulados, la piel pálida ligeramente acalorada y, hasta donde Elric pudo apreciar, no llevaba armas de ningún tipo.
Con aire considerablemente digno, el conde Saxif D’Aan empezó a descender por la pasarela seguido de sus secuaces. El contraste entre aquel hermoso intelectual y los hombres a sus órdenes resultaba extraordinario. Mientras él caminaba con la espalda erguida y paso noble y elegante, los otros avanzaban con indolencia, sucios, degenerados, con expresión estúpida y una sonrisa de placer ante la fácil victoria que les aguardaba. Ninguno entre ellos mostraba el menor rastro de dignidad humana. Todos iban sobrecargados de ropas finas, aunque sucias y andrajosas, y cada uno llevaba al menos tres armas sobre su persona. Elric observó, además, la gran cantidad de joyas procedentes de botines que lucían en sus cuerpos: aros nasales, pendientes, brazaletes, collares, anillos en los dedos de las manos y de los pies, colgantes, agujas y demás.
—¡Dioses! —murmuró Smiorgan—. Nunca había visto una colección de escoria humana como ésa, y creía haber tropezado con lo peor a lo largo de mis viajes. ¿Cómo puede soportar tal compañía un hombre como éste?
—Quizá se ajusta a su sentido de la ironía —apuntó Elric.
El conde Saxif D’Aan saltó a la cubierta de la nave apresada y se detuvo a contemplar a sus ocupantes, que todavía se encontraban en sus posiciones anteriores, a popa de la embarcación. Les dirigió un saludo con una leve inclinación de cabeza. Sus facciones seguían inexpresivas y únicamente sus ojos sugerían en alguna medida la intensidad de la emoción que albergaba en su interior, en especial cuando se posaron en la figura de la muchacha, que Elric aún sostenía en sus brazos.
—Soy el conde Saxif D’Aan de Melniboné, ahora de las Islas más allá de la Puerta Carmesí. Tenéis con vosotros algo que me pertenece, y he venido a reclamarlo.
—¿Te refieres a la dama Vassliss de Jharkor? —repuso Elric con la misma firmeza que Saxif en su voz.
Saxif D’Aan pareció advertir por vez primera la presencia de Elric. Frunció el ceño ligeramente durante unos segundos, pero muy pronto desechó toda preocupación.
—Esa mujer es mía —proclamó—. Puedes tener la seguridad de que no sufrirá ningún daño en mis manos.
Elric, sabedor de los riesgos que corría pero buscando sorprender a su interlocutor para conseguir cierta ventaja, se dirigió a él en la Alta Lengua de Melniboné, únicamente utilizada por la familia de sangre real.
—No me fío de tus palabras, Saxif D’Aan, pues conozco tu historia.
El dorado capitán se puso en tensión casi imperceptiblemente y en sus ojos grisazulados hubo un destello de furia.
—¿Quién eres tú, para hablar la Lengua de los Reyes? ¿Quién eres, que afirmas conocer mi pasado?
—Soy Elric, hijo de Sadric, y soy el cuatrocientos veintiocho Emperador del pueblo de R’lin K’ren A’a, que llegó a la Isla del Dragón hace diez mil años. Soy Elric, tu Emperador, conde Saxif D’Aan, y exijo tu fidelidad.
Mientras decía estas palabras, Elric alzó la mano derecha, en la que aún brillaba un anillo elaborado con una única piedra de Actorios, el Anillo de los Reyes.
El conde Saxif había recobrado el pleno control de sí mismo y no dio la menor señal de sentirse impresionado.
—Tu soberanía no se extiende más allá de tu propio mundo, noble Emperador, aunque te saludo como monarca, igual a mí en dignidad. —Saxif abrió los brazos y las largas mangas de su indumentaria de seda y oro produjeron un audible crujido. Luego, añadió—: Este mundo es mío. Yo gobierno todo cuanto existe bajo el sol azul. Por lo tanto, eres un intruso en mis dominios y tengo derecho a hacer lo que me plazca.
—Bravatas de pirata —murmuró el conde Smiorgan, que no había entendido una palabra de la conversación, pero que se hacía una idea de la situación por el tono de voz de los dos melniboneses—. Bravuconerías. ¿Qué está diciendo, Elric?
—Quiere convencerme de que no es un pirata en el sentido que tú lo entiendes, conde Smiorgan. Afirma que es el gobernante de este plano y, dado que al parecer no hay otro, debemos aceptar su palabra.
—¡Dioses! Entonces, que se comporte como un monarca y nos deje salir sanos y salvos de sus aguas.
—Nos lo permitirá, en efecto… si le entregamos a la muchacha.
—Jamás haré tal cosa. Es mi pasajera y está a mi cargo, de modo que antes debo morir que ceder. Así está escrito en el Código de los Señores del Mar de las Ciudades Púrpura.
—Y tenéis fama de cumplir siempre ese código —asintió Elric—. En cuanto a mí, he tomado a esa muchacha bajo mi protección y, como Emperador de Melniboné por línea dinástica, no puedo permitir que me amenacen.
Los dos hombres habían sostenido esta conversación en un susurro pero, de algún modo, el conde Saxif D’Aan les había oído.
—Debo haceros saber —dijo con voz pausada en la lengua común— que esa muchacha me pertenece. Tú pretendes robármela. ¿Es ésa la actitud propia de un emperador?
—No es ninguna esclava —replicó Elric—, sino la hija de un mercader libre de Jharkor. No tienes ningún derecho sobre ella.
—En este caso, no podré abrir la Puerta Carmesí para vosotros —continuó el conde Saxif—. Deberéis permanecer para siempre en mi mundo.
—¿Tú has cerrado esa puerta? ¿Es posible?
—Lo es, para mí.
—Sabes muy bien que esa muchacha preferiría morir a ser capturada por ti, conde Saxif D’Aan. ¿Te complace acaso inspirar tal terror en ella?
El hombre dorado clavó su mirada en los ojos de Elric como si le lanzara un críptico desafío.
—El dolor ha sido siempre uno de los regalos preferidos entre nuestro pueblo, ¿no es verdad? Pero aún hay otro regalo que le ofrezco. Ella se hace llamar Vassliss de Jharkor, pero no sabe quién es en realidad. Yo la conozco: es Gratyesha, princesa de Fwem-Omeyo, y deseo hacerla mi esposa.
—¿Cómo es posible que no conozca su propio nombre?
—Se ha reencarnado. Su carne y su espíritu son idénticos; por eso la conozco. He esperado incontables años para encontrarla, Emperador de Melniboné. Y ahora no me engaño con ella.
—¿Como no te engañaste hace un par de siglos, en Melniboné?
—Corres un gran riesgo con ese lenguaje tan directo, hermano monarca…
En la voz de Saxif D’Aan había un asomo de advertencia, una amenaza mucho más feroz de lo que podía deducirse de las palabras.
—Bien —se encogió de hombros Elric—, tú estas en posición de superioridad. Mis hechizos no tienen mucho efecto en tu mundo y esos rufianes tuyos nos superan en número. No debería serte difícil arrebatárnosla.
—Debéis entregármela. Si lo hacéis, podréis marcharos libremente y regresar a vuestro mundo y a vuestro tiempo.
—Creo ver aquí algún asunto de magia —sonrió Elric—. Vassliss no es ninguna reencarnación. Lo que pretendes es traer el espíritu de tu amor perdido del otro mundo para que habite el cuerpo de la muchacha, ¿me equivoco? Por eso debe ser entregada a ti libremente, o de lo contrario tu magia podría volverse contra ti. Y no estás dispuesto a correr ese riesgo.
El conde Saxif D’Aan volvió la cabeza a un lado para que Elric no pudiera ver sus ojos.
—Es la misma muchacha —murmuró en la Alta Lengua—, sé que lo es. No tengo intención de hacer el menor daño a su espíritu. Sencillamente, me propongo devolverle la memoria.
—Entonces, estamos en tablas —dijo Elric.
—¿No guardarás lealtad a un hermano de la misma sangre real? —murmuró Saxif D’Aan, evitando todavía la mirada de Elric.
—Según recuerdo, tú no has ofrecido guardármela tampoco, conde Saxif. Si me aceptas como tu emperador, tienes que aceptar también mis decisiones. Conservaré a la muchacha bajo mi custodia. Si la quieres, tendrás que tomarla por la fuerza.
—Soy demasiado orgulloso.
—Tanto orgullo destruirá siempre el amor —respondió Elric, casi con compasión—. ¿Y ahora, qué, Rey del Limbo? ¿Qué harás con nosotros?
El conde Saxif D’Aan alzó su noble cabeza, dispuesto a responder, cuando volvió a escucharse el relinchar y piafar del caballo en la bodega de proa. Los ojos de Saxif se abrieron como platos. Miró a Elric interrogativamente y en sus facciones se reflejó algo parecido al terror.
—¿Qué es eso? ¿Qué lleváis en la bodega?
—Una montura, conde, eso es todo —respondió Elric con voz tranquila.
—¿Un caballo? ¿Un caballo normal?
—Sí, un caballo blanco. Un semental con silla y bridas, pero sin jinete.
Al instante, Saxif D’Aan alzó la voz para dar órdenes a sus hombres.
—Llevad a esos tres a bordo de nuestro barco. Esta nave debe ser hundida inmediatamente. ¡De prisa, de prisa!
Elric y Smiorgan se sacudieron de encima las manos que pretendían agarrarles y avanzaron hacia la pasarela llevando a la muchacha entre ambos, mientras Smiorgan murmuraba:
—Por lo menos, no nos han matado todavía, Elric. Sin embargo, ¿qué será de nosotros ahora?
Elric sacudió la cabeza y contestó:
—Debemos esperar que podamos seguir utilizando el orgullo del conde Saxif D’Aan contra él, sacándole ventaja, aunque sólo los dioses saben cómo resolveremos la situación.
El conde Saxif D’Aan ya cruzaba apresuradamente la pasarela delante de ellos.
—¡Rápido! —gritó—. ¡Levantad la pasarela!
Los prisioneros permanecieron en las cubiertas de la dorada nave de guerra contemplando cómo era retirada la pasarela y volvía a ser colocada la sección del pasamanos.
—Preparad las catapultas —ordenó Saxif D’Aan a sus hombres—. Utilizad plomo. ¡Hundid inmediatamente ese barco!
El estruendo de la proa aumentó. La voz del caballo resonó sobre las dos embarcaciones y sobre el agua. Las pezuñas golpearon los maderos y, de pronto, el animal irrumpió a través de los mamparos de las escotillas, pugnó por recuperar el equilibrio en la cubierta con sus patas delanteras y se detuvo allí, pateando contra los tablones con el cuello arqueado, los ollares dilatados y los ojos brillantes, como si se dispusiera a entrar en combate.
Ahora, Saxif D’Aan no hizo el menor intento para ocultar el terror de su rostro. Su voz se alzó en un grito mientras amenazaba a sus secuaces con horrores de todo tipo si no le obedecían con la máxima urgencia. Las catapultas fueron colocadas adecuadamente y con ellas fueron lanzadas sobre las cubiertas del barco de Smiorgan unas enormes granadas de plomo que rompieron los maderos como harían las flechas con un pergamino, haciendo que la nave empezara a hundirse casi al instante.
—¡Cortad los garfios de abordaje! —ordenó Saxif D’Aan, arrancando una espada de las manos de uno de sus hombres y segando de un tajo la cuerda más próxima. ¡Cortad las amarras! ¡De prisa!
Todas las cuerdas fueron soltadas mientras el barco de Smiorgan gemía y rugía como un animal en trance de ahogarse. En un abrir y cerrar de ojos, la quilla volcó y el caballo desapareció de la vista.
—¡Cambio de rumbo! —gritó Saxif D’Aan—. ¡Volvemos a Fhaligarn! ¡Daos prisa en la maniobra, o vuestra alma servirá de alimento a mis demonios más feroces!
Cuando el barco de Smiorgan lanzó un último crujido y fue tragado por las olas con la popa en alto, desde las aguas espumeantes llegó hasta los hombres un relincho extraño, muy agudo. Elric alcanzó a ver, por un instante, al semental blanco nadando enérgicamente.
—¡Id abajo! —ordenó Saxif D’Aan, señalando una escotilla—. El caballo debe oler a la muchacha y por eso es más difícil perderle de vista.
—¿Por qué le temes tanto? —preguntó Elric—. Sólo es un caballo. No puede hacerte daño.
Saxif le respondió con una carcajada de profunda amargura.
—¿De veras que no, hermano monarca? ¿De veras que no?
Mientras llevaban abajo a la muchacha, Elric mantuvo un aire pensativo, recordando con más detalle la leyenda de Saxif D’Aan, la muchacha a quien castigara con tanta crueldad y su amante, el príncipe Carolak. Lo último que escuchó rugir a Saxif, el hechicero, fue lo siguiente:
—¡Más vela! ¡Más vela!
A continuación, la escotilla se cerró tras ellos y el trío se encontró en una opulenta cabina melnibonesa, cubierta de ricas colgaduras, metales preciosos y objetos de decoración de exquisita belleza y, en opinión del conde Smiorgan, perturbadoramente decadentes. Sin embargo, fue Elric quien captó el aroma mientras ayudaba a la muchacha a recostarse en un sofá.
—¡Ah! Huele a tumba, a humedad y moho. Sin embargo, no hay nada pudriéndose aquí dentro. Es sumamente extraño, ¿no te parece, amigo Smiorgan?
—Apenas lo había advertido, Elric —respondió Smiorgan con voz ronca—. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en una cosa: estamos encerrados en una tumba. Ahora, dudo que sobrevivamos y logremos escapar de este mundo.