III
Cayó la tarde y el sol empezó a ponerse sobre el negro perfil de los árboles enormes. Un aroma intenso, antiguo, llegaba de la jungla y, bajo la luz del crepúsculo, se escuchaba el eco de las voces de extraños animales y de las aves. Elric estaba impaciente por iniciar la búsqueda río arriba. El sueño —jamás bien recibido— le resultaba esta vez imposible de conciliar. Permaneció inmóvil en la cubierta, sin apenas parpadear y con el cerebro apenas activo, como si esperara a que algo le sucediera. Los rayos de sol bañaban su rostro y formaban negras sombras en la cubierta hasta que se hizo la oscuridad y la calma bajo la luna y las estrellas. Deseó que la jungla le absorbiera. Deseó ser uno con los árboles y los arbustos y los animales que merodeaban en ellos. Deseó que todos sus pensamientos desaparecieran. Aspiró el aire, intensamente perfumado, y llenó con él sus pulmones como si con ello sólo pudiera convertirse en lo que deseaba ser en aquel momento. El zumbido de los insectos se convirtió en una voz, un murmullo que le llamaba al corazón de la selva ancestral. Y, sin embargo, no pudo moverse; no pudo responder. Por fin, el conde Smiorgan acudió a la cubierta y le tocó el hombro y le dijo algo y Elric, pasivamente, bajó a su camarote y se envolvió en su capa y se acostó en su litera, escuchando todavía la voz de la jungla.
Incluso el duque Avan parecía más circunspecto de lo habitual cuando, a la mañana siguiente, levaron el ancla y empezaron a remar contra la perezosa corriente. Había pocas aberturas en el follaje sobre sus cabezas y tenían la impresión de estar entrando en un enorme túnel sombrío, dejando atrás la luz del sol, con el mar. Unas plantas lustrosas se retorcían entre las lianas que colgaban de la cúpula vegetal y se enredaban en los mástiles de la nave al avanzar. Animales parecidos a ratas de largos brazos colgaban de las ramas y les observaban con grandes ojos vivarachos. El río formó una curva y el mar desapareció de la vista. Unos rayos de sol se filtraron hasta la cubierta bañándola de una luz de tinte verdoso. Elric se sintió más alerta que nunca desde que había aceptado acompañar al duque Avan. Prestó suma atención a cada detalle de la jungla y del negro río, sobre el cual se movían enjambres de insectos como agitadas nubes de bruma y en cuyas aguas flotaban a la deriva capullos de flores como gotas de sangre sobre tinta. Por todas partes se oían crujidos, repentinos chasquidos, llamadas de animales y chapoteos causados por los peces o animales del río al cazar las presas asustadas por los remos de la nave, que cortaban el agua entre grandes masas de plantas acuáticas y hacían salir huyendo a las criaturas que se ocultaban en ellas. Los demás empezaron a quejarse de las picaduras de los insectos, pero Elric no fue molestado por éstos, quizá porque ningún insecto debía desear su sangre deficiente. El duque Avan pasó junto a él en cubierta. El vilmariano le saludó dándose un golpe en la frente con la palma de la mano.
—Pareces más alegre, príncipe Elric.
—Quizá lo esté —respondió él con una sonrisa ausente.
—Debo reconocer que, personalmente, encuentro todo esto un poco opresivo. Me alegraré cuando alcancemos la ciudad.
—¿Todavía estás convencido de encontrarla?
—Me convenceré de lo contrario cuando haya explorado cada centímetro de la isla a la que nos dirigimos.
Tan absorbido estaba Elric por la atmósfera de la jungla que apenas era consciente de la nave ni de la presencia de sus compañeros. El barco avanzó muy lentamente río arriba a golpe de remo, moviéndose apenas a la velocidad de un caminante.
Transcurrieron algunos días, pero Elric apenas lo advirtió pues la jungla permaneció invariable. Luego, el río se ensanchó, el dosel de follaje se abrió y el amplio y cálido cielo se llenó repentinamente de enormes aves que remontaban el vuelo en bandadas, perturbadas por la presencia del barco. Todos, salvo Elric, se alegraron de encontrarse nuevamente bajo cielo abierto y el estado de ánimo mejoró. Elric fue abajo.
El ataque al barco llegó en un abrir y cerrar de ojos. Se oyó una especie de silbido, un grito, y un marinero se agitó y cayó agarrado a un semicírculo gris muy delgado de algo que se le había clavado en el estómago. Una jarcia superior cayó sobre la cubierta con un crujido, arrastrando con ella la vela y el cordaje.
Un cuerpo sin cabeza dio cuatro pasos hacia la cubierta de popa antes de caer al suelo, con la sangre bombeando del obsceno agujero en que se había convertido su cuello. Y por todas partes se oía el penetrante silbido. Elric escuchó el ruido desde abajo y retrocedió sobre sus pasos al instante, llevando la mano a la empuñadura de la espada. El primer rostro que vio fue el de Smiorgan. El conde, de calva cabeza, parecía agitado mientras se agachaba contra una pasarela del costado de estribor. Elric tuvo la impresión de ver pasar unas formas borrosas que producían un silbido y segaban cuanto encontraban, carne y cordajes, maderos y lonas. Algunos de los objetos cayeron a cubierta y observó que se trataba de finos discos de una roca cristalina, de un palmo de diámetro. Les estaban siendo lanzados desde ambas orillas del río y no tenían protección contra ellos.
Intentó ver quién les arrojaba los discos y advirtió algo que se movía entre los árboles en la ribera derecha. Entonces, la lluvia de discos cesó de pronto y hubo una pausa antes de que varios de los marineros cruzaran a toda prisa la cubierta en busca de un refugio mejor. El duque Avan apareció de repente en la proa. Llevaba la espada desenvainada.
—Id abajo. Poneos las armaduras que podáis encontrar y tomad los escudos. Traed arcos. ¡Armaos, marineros o estáis acabados!
Y, mientras Avan hablaba, los atacantes surgieron de entre los árboles y empezaron a vadear en el río. No volvieron a lanzar más discos y pareció que habían agotado su munición.
—¡Por Chardros! —exclamó Avan—. ¿Esas criaturas son reales o engendros de algún hechicero?
Aquellos seres eran básicamente reptilianos, pero con crestas emplumadas y carnosidades en el cuello, aunque sus rostros eran casi humanos. Las extremidades delanteras eran como los brazos y manos de un hombre, pero las patas traseras eran increíblemente largas y zancudas. Equilibrado sobre ellas, el cuerpo sobresalía del agua. Llevaban grandes garrotes en los que se habían practicado varias ranuras y que, sin duda, utilizaban para lanzar los discos cristalinos. Al contemplar su rostro, Elric quedó horrorizado. Les encontró un sutil parecido con las facciones características de su propia raza, de la gente de Melniboné. ¿Eran parientes suyos aquellas criaturas? ¿O eran una especie de la que había evolucionado su propia raza? Dejó de formularse aquellas preguntas mientras le invadía un profundo odio a las criaturas. Eran obscenas: su visión le llenó la garganta de sabor a bilis. Sin pensarlo, sacó la Tormentosa de su vaina.
La Espada Negra empezó a aullar y el familiar brillo negro irradió de su hoja. Las palabras mágicas escritas en ella latieron con un vívido escarlata que se convirtió lentamente en un púrpura intenso y luego, de nuevo, quedó en negro.
Los extraños seres chapotearon en el agua sobre sus patas como zancos y se detuvieron cuando vieron la espada, mirándose unos a otros. Y no fueron ellos los únicos en quedar paralizados ante la visión, pues el duque Avan y sus hombres palidecieron también.
—¡Dioses! —aulló Avan—. No sé qué aspecto prefiero, el de quienes nos atacan o el de quien nos defiende.
—Permaneced lejos de esa espada —advirtió Smiorgan a los marineros vilmirianos—. Tiene la costumbre de matar más de lo que su dueño desea.
Y ahora los salvajes reptiles se lanzaron contra ellos, agarrándose a las bordas de la nave mientras los marineros armados corrían de nuevo a la cubierta para hacer frente al ataque.
Los garrotazos llovieron sobre Elric por todas partes, pero la Tormentosa soltó un chillido y paró todos los golpes. Elric sujetó la espada con ambas manos, girándola en un sentido y en otro y abriendo grandes heridas en los cuerpos escamosos.
Las criaturas siseaban y abrían sus bocas de dolor y de furia mientras su sangre negra y espesa teñía las aguas del río. Aunque de las piernas hacia arriba sólo eran ligeramente más altos que un hombre de buena constitución, los extraños seres tenían más vitalidad que cualquier ser humano y las heridas más profundas apenas parecían afectarles, ni siquiera cuando les eran infligidas por la propia Tormentosa. Elric estaba asombrado ante tal resistencia al poder de la espada. A menudo, era suficiente un rasguño para que la hoja mágica absorbiera el alma del herido, pero aquellas criaturas parecían inmunes a ella. Quizá no tenían alma…
Elric continuó combatiendo; el odio le proporcionó las fuerzas necesarias.
—Por el nombre de todos los dioses, príncipe Elric —gritó Avan al albino—, ¿no puedes invocar algún hechizo? ¡De lo contrario, estamos perdidos!
Elric comprendió que Avan decía la verdad. A su alrededor, la nave estaba siendo destrozada gradualmente por las siseantes criaturas reptilescas. La mayoría de ellas había recibido heridas terribles a manos de los defensores, pero sólo un par de ellas había caído para no levantarse. Elric empezó a sospechar que, en efecto, estaban combatiendo contra unos enemigos sobrenaturales.
Retrocedió y buscó refugio bajo un dintel medio hundido mientras trataba de concentrarse en un método para invocar alguna ayuda sobrenatural.
Estaba jadeando de agotamiento y se agarró a una viga del barco mientras éste se mecía suavemente en las aguas del río. Trató de aclarar sus pensamientos.
Y entonces le vino a la cabeza el encantamiento. No estaba seguro de si era el apropiado, pero era el único que podía recordar. Miles de años atrás, sus antepasados habían sellado pactos con todos los espíritus que regían el mundo animal. En el pasado, Elric había pedido ayuda a algunos de tales espíritus, pero nunca había recurrido al que ahora invocaba. En la boca del albino empezaron a formarse las antiguas, hermosas e intrincadas palabras de la Alta Lengua de Melniboné.
—¡Rey con Alas! ¡Señor de todo lo que vive y no se ve, de cuyos trabajos depende todo lo demás! ¡Nnuuurrrr’c’c del Pueblo de los Insectos, yo te invoco!
Salvo el movimiento del barco, Elric dejó de tener consciencia de todo cuanto estaba sucediendo a su alrededor. El fragor de la lucha se amortiguó y dejó de oírlo mientras enviaba su voz más allá de aquel plano de la tierra, hacia otro plano en el que dominaba el rey Nnuuurrrr’c’c de los Insectos, señor supremo de su pueblo.
Elric captó entonces en sus oídos un zumbido que, gradualmente, fue convirtiéndose en palabras.
—¿Quién eres tú, mortal? ¿Qué derecho invocas para llamarme?
—Soy Elric, soberano de Melniboné. Mis antepasados te prestaron ayuda, Nnuuurrrr’c’c.
—Es cierto, pero hace mucho tiempo.
—Y también hace mucho tiempo que ellos te llamaron para que les ayudaras.
—Sí. ¿Qué ayuda necesitas ahora, Elric de Melniboné?
—Contempla mi plano. Comprobarás que estoy en peligro. ¿No puedes eliminar ese peligro, amigo de los Insectos?
Ahora apareció sobre el lugar una forma tenue a través de la cual podía mirarse como a través de varias capas de una gasa vaporosa. Elric trató de mantener la mirada hacia arriba pero la forma no dejaba de desaparecer de su campo de visión para regresar durante unos breves instantes. El albino supo que estaba mirando hacia otro plano de la tierra.
—¿Puedes ayudarme, Nnuuurrrr’c’c?
—¿No tienes algún protector de tu propia especie, algún Señor del Caos que pueda ayudarte?
—Mi protector es Arioch, pero es un demonio muy temperamental y, en estos tiempos, me presta poca colaboración.
—Entonces, te enviaré a mis aliados, mortal. Pero no vuelvas a invocarme cuando esto termine.
—No volveré a llamarte, Nnuuurrrr’c’c.
Las capas de gasa desaparecieron y, con ellas, la silueta.
El fragor de la lucha resonó nuevamente en la conciencia de Elric y sus oídos escucharon con mayor claridad que antes los gritos de los marineros y los siseos de los salvajes reptilescos. Cuando asomó la cabeza del lugar donde se había refugiado, comprobó que la mitad, al menos, de la tripulación estaba muerta.
Cuando llegó a la cubierta, Smiorgan corrió a su lado.
—¡Creí que te habían matado, Elric! ¿Dónde te habías metido?
El conde estaba visiblemente aliviado de comprobar que su amigo seguía con vida.
—He buscado ayuda de otro plano de la existencia, pero esa ayuda no parece haberse materializado…
—Creo que estamos perdidos y que haríamos mejor intentando alejarnos nadando corriente abajo para buscar un escondite en la jungla —dijo Smiorgan.
—¿Y el duque Avan? ¿Ha muerto?
—No, sigue vivo, pero esas criaturas son casi impenetrables para nuestras armas y la nave se hundirá dentro de poco. —Smiorgan trastabilló mientras la cubierta se inclinaba y hubo de alargar la mano para asirse de un cabo suelto, dejando que su gran espada colgara libremente de la correa que la aseguraba a su muñeca—. De momento, no están atacando la popa. Podemos saltar al agua por ahí…
—He hecho un trato con el duque Avan —recordó Elric a su compañero—. No puedo abandonarle a su suerte.
—¡Entonces, moriremos todos!
—¿Qué es eso? —preguntó Elric mientras ladeaba la cabeza, escuchando con atención.
—No oigo nada.
Era un rumor que fue tomando un tono más grave hasta convertirse en un zumbido. Ahora, Smiorgan también lo captó y miró a su alrededor, buscando el origen del sonido. Y, de pronto, soltó un jadeo y señaló hacia lo alto.
—¿Es ésa la ayuda que buscabas?
Era una nube inmensa, negra contra el cielo azul. De vez en cuando, el sol se reflejaba en ella con un destello deslumbrante de colores azul, verde o rojo. La nube avanzaba en espiral, descendiendo hacia el barco, y ambos bandos enmudecieron, contemplando el firmamento.
Los seres voladores eran como enormes libélulas y el brillo y la exuberancia de su colorido resultaban sobrecogedores. Eran sus alas lo que causaba el zumbido, que ahora empezaba a incrementarse de volumen y a subir de tono mientras los insectos se aproximaban a toda velocidad.
Al comprender que eran objeto de un ataque, los hombres reptiles retrocedieron sobre sus largas patas traseras, intentando ganar la orilla antes de que los insectos gigantes cayeran sobre ellos.
Pero era demasiado tarde para huir.
Las libélulas se abatieron sobre los salvajes hasta que no quedó rastro visible de sus cuerpos. Los siseos aumentaron y parecieron adquirir un tono de desesperación mientras los insectos inmovilizaban a sus víctimas en la superficie del agua y les infligían allí una muerte horrible. Quizá les picaban con los aguijones de sus colas, pero los marineros no pudieron comprobarlo desde el barco.
A veces, una pata zancuda emergía de las aguas y se agitaba en el aire durante un instante. Sin embargo, muy pronto, igual que los reptiles quedaron cubiertos de cuerpos de insectos, sus gritos también fueron sofocados por el extraño zumbido que envolvía a los hombres por todas partes, helándoles la sangre.
Un sudoroso duque Avan, con la espada en la mano, cruzó corriendo la cubierta hasta el albino.
—¿Es eso obra tuya, príncipe Elric?
—En efecto —respondió Elric, mientras seguía contemplando el espectáculo con satisfacción.
Los demás, en cambio, daban muestras de desagrado ante lo que veían.
—Entonces, agradezco tu ayuda. El barco está agujereado por una decena de lugares y está inundándose con una rapidez terrible. Es extraño que no nos hayamos hundido todavía. He dado orden de empezar a remar y espero que consigamos llegar a la isla. Es allí, ya está a la vista —añadió, señalando río arriba.
—¿Y si encontramos en ella nuevos grupos de salvajes como ésos? —preguntó Smiorgan.
Avan le lanzó una sonrisa sombría mientras señalaba hacia la orilla más alejada.
—Mira.
Una decena o más de aquellos reptiles huían al interior de la jungla corriendo sobre sus extrañas patas, después de presenciar el destino sufrido por sus camaradas.
—Creo que ahora no tendrán más deseos de atacarnos —añadió Avan.
Las enormes libélulas volvían a remontar el vuelo y Avan apartó la mirada después de un breve vistazo a lo que habían dejado atrás.
—¡Por los Dioses, príncipe Elric, tienes un gran dominio de la brujería!
Elric sonrió y se encogió de hombros.
—Es efectiva, duque Avan —dijo mientras envainaba su espada mágica.
La hoja parecía reacia a entrar en la funda y lanzó un gemido, como resentida. Smiorgan dirigió una mirada hacia ella.
—Esa espada parece arder en deseos de bañarse en sangre muy pronto, Elric, tanto si tú quieres como si no.
—Sin duda, encontrará con qué hartarse en esa selva —respondió el albino.
Saltó por encima de un fragmento de mástil roto y fue abajo.
El conde Smiorgan el Calvo contempló la nueva capa de escoria que cubría las aguas y se estremeció.