IV
Bajo la atenta mirada del conde Smiorgan y de Vassliss de Jharkor, Elric se dejó caer sobre la cubierta, pálido y jadeando. Su primer intento de obrar el hechizo en aquel mundo había fracasado y le había dejado exhausto.
—Ahora estoy más convencido —dijo a Smiorgan— de que estamos en otro plano de existencia, pues debería haber completado mis encantamientos con menos esfuerzo.
—Has fracasado.
—Lo intentaré otra vez —repuso Elric.
Se levantó con alguna dificultad. Volvió hacia el cielo su pálida faz, cerró los ojos, extendió los brazos y tensó el cuerpo mientras iniciaba de nuevo el encantamiento. Su voz se elevó, se hizo más y más potente, hasta que pareció el rugido de una galerna.
Olvidó dónde estaba; olvidó su propia identidad; olvidó a quienes estaban con él mientras toda su mente se concentraba en la invocación. Lanzó su llamada más allá de los confines del mundo, hasta aquel extraño plano donde habitaban los espíritus, donde todavía podían ser halladas las poderosas criaturas del aire: los silfos de la brisa, y los sharnahs que vivían en las tormentas, y los más poderosos de todos, los h’Haarshanns, criaturas del torbellino.
Y, por fin, alguno de ellos empezó a acudir a su llamada, dispuesto a servirle como habían servido a sus antepasados, en virtud de un antiguo pacto. Y, poco a poco, la vela de la nave empezó a hincharse y los maderos crujieron, y Smiorgan levó el ancla y el barco se alejó de la isla dejando atrás la boca rocosa del puerto hasta salir a mar abierto, todavía bajo un extraño sol azul.
Pronto se formó en torno a ellos una ola enorme que levantó la nave y la transportó sobre el océano de tal manera que el conde Smiorgan y la muchacha se maravillaron de la velocidad que llevaban, mientras Elric, con sus ojos carmesíes abiertos de nuevo pero ciegos e inexpresivos, continuaba la salmodia a sus invisibles aliados.
Así progresó la nave sobre las aguas del mar y, al fin, la isla quedó fuera de la vista y la muchacha, tras medir su posición por el sol, logró dar al conde Smiorgan información suficiente para que éste pudiera trazar un rumbo.
Cuando pudo, Smiorgan acudió junto a Elric, que seguía inmóvil en cubierta con los miembros tan rígidos como antes, y le sacudió por los hombros.
—¡Elric! Te matarás con este esfuerzo. ¡Ya no necesitamos más a tus amigos!
Al instante, el viento cesó y la ola se dispersó y Elric cayó rodando sobre la cubierta, jadeando.
—Aquí es más difícil —musitó—. Aquí es mucho más difícil. Ha sido como si tuviera que llamar a través de distancias mucho mayores de lo que nunca había experimentado.
Tras esto, Elric cayó dormido.
Yació en una cálida litera de un frío camarote. A través de la portilla se filtraba una difusa luz azulada. Su olfato captó el aroma a comida caliente y, volviendo la cabeza, vio a Vassliss de pie junto al lecho con una taza de caldo en las manos.
—He podido cocinar esto —dijo la muchacha—. Te ayudará a recuperarte. Según mis cálculos, estamos acercándonos a la Puerta Carmesí. Las aguas están siempre encrespadas en torno a la puerta, de modo que pronto necesitarás tus fuerzas.
Elric le dio las gracias con cortesía y se tomó el caldo bajo la mirada de la muchacha.
—Eres muy parecido a Saxif D’Aan —murmuró—, aunque más duro en cierto modo… y más gentil, también. Saxif es muy altivo. Comprendo que esa muchacha no pudiera decirle nunca que le amaba.
—¡Bah! —sonrió Elric—. Probablemente, esa historia que conté no es más que un cuento popular. Este Saxif tuyo podría ser otra persona distinta… o incluso un impostor que haya tomado ese nombre. Incluso podría ser un hechicero. Algunos brujos adoptan nombres de otros porque creen que esto les proporciona más poder.
Llegó un grito de cubierta, pero Elric no logró descifrar las palabras.
La muchacha puso expresión de alarma. Sin decir una palabra a Elric, salió corriendo de la cabina.
Elric se levantó y, tambaleándose, subió la escalerilla tras ella.
El conde Smiorgan el Calvo estaba al timón de la nave y señalaba hacia el horizonte, a popa.
—¿Qué te parece eso, Elric?
El albino escrutó el horizonte pero no vio nada. A menudo, como ahora, los ojos le servían de poco. En cambio, la voz de la muchacha dijo con serena desesperación:
—Es una vela dorada.
—¿La reconoces? —le preguntó Elric.
—Sí, claro que sí. Es el galeón del conde Saxif D’Aan. Nos ha encontrado. Quizá estaba esperando en nuestra ruta, sabedor de que vendríamos aquí.
—¿A cuánta distancia estamos de la Puerta?
—No estoy segura.
En aquel momento, llegó hasta ellos un terrible estrépito procedente de abajo, como si algo quisiera abrir un boquete en el casco de la nave.
—¡Es en las escotillas de proa! —gritó Smiorgan—. ¡Ve a investigar de qué se trata, amigo Elric, pero ten mucho cuidado!
Elric bajó con cautela la cubierta de una de las escotillas y echó un vistazo a la húmeda bodega. El ruido de golpes y patadas continuó y, cuando sus ojos se adaptaron a la luz, descubrió su origen.
Allí estaba el caballo blanco. El animal relinchó al verle, casi como si le saludara.
—¿Cómo subió a bordo? —preguntó Elric—. Yo no vi ni escuché nada.
La muchacha estaba casi tan pálida como Elric. Se dejó caer de rodillas junto a la escotilla y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Estamos en sus manos! ¡Estamos en sus manos!
—Todavía tenemos una posibilidad de alcanzar a tiempo la Puerta Carmesí —intentó tranquilizarla Elric—. Y, una vez en mi mundo, seguro que puedo invocar una magia mucho más poderosa que nos proteja.
—No —sollozo ella—, es demasiado tarde. ¿Por qué, si no, estaría aquí ese caballo?
—Tendrá que enfrentarse a nosotros antes de tenerte —prometió Elric.
—No has visto a sus hombres. Todos ellos son asesinos, criminales desesperados, una jauría de lobos… No tendrán piedad con vosotros. Será mejor que me entreguéis a Saxif D’Aan en seguida y os pongáis a salvo. No conseguiréis nada tratando de protegerme. Sin embargo, quiero pedirte un favor.
—¿De qué se trata?
—Proporcióname una daga para que pueda darme muerte cuando sepa que estáis a salvo.
Elric se echó a reír mientras la obligaba a ponerse en pie.
—No toleraré un final tan melodramático para ti, muchacha. Permaneceremos juntos. Quizá podamos llegar a un trato con Saxif D’Aan.
—¿Qué tienes para negociar?
—Muy poco, pero él no lo sabe.
—Al parecer, es capaz de leer los pensamientos. ¡Posee grandes poderes!
—Yo soy Elric de Melniboné, y tengo fama de poseer cierta facilidad en las artes mágicas.
—Pero no eres tan testarudo como Saxif D’Aan —replicó ella llanamente—. Sólo una cosa le obsesiona: la necesidad de hacerme su consorte.
—Muchas chicas se sentirían halagadas con la proposición; estarían encantadas siendo emperatrices y con un emperador melnibonés por esposo —comentó Elric, irónico.
La muchacha hizo caso omiso de su tono.
—Por eso le temo tanto —dijo en un murmullo—. Si perdiera mi determinación por un instante, podría amarle. ¡Y ello me destruiría! ¡Debió de ser eso lo que la muchacha de tu relato sabía!