I

Elric se recostó en el cómodo sillón acolchado y aceptó la copa de vino que le ofrecía su anfitrión. Mientras Smiorgan daba cuenta vorazmente de la comida caliente que les acababan de servir, Elric y el duque Avan se estudiaron con detenimiento.

El duque Avan era un hombre de unos cuarenta años con un rostro cuadrado de rasgos agradables. Iba vestido con un peto de plata dorada sobre el cual lucía una capa blanca. Sus calzones, metidos en unas botas negras hasta las rodillas, eran de gamuza de color claro. Sobre una mesilla en la que tenía apoyado el codo descansaba su casco, coronado por un penacho de plumas escarlata.

—Me siento honrado de tenerte por invitado, señor —dijo el duque Avan—. Sé que eres Elric de Melniboné. Llevo varios meses buscándote, desde que tuve noticia de que habías dejado tu patria y tu poder para lanzarte a recorrer de incógnito los Reinos Jóvenes.

—Mucho sabes…

—Yo también soy viajero por gusto. Casi di contigo en Pikarayd, pero supongo que tuviste algún problema allí. Te marchaste apresuradamente y volví a perder por completo tu rastro. Ya estaba a punto de renunciar a seguir buscando tu ayuda cuando, gracias a un asombroso golpe de suerte, te encuentro flotando en el agua —exclamó el duque Avan con una carcajada.

—Me llevas ventaja, caballero —respondió Elric, sonriente—. Hay muchas preguntas que querría hacerte.

Desde detrás de un enorme hueso de jamón, la voz del conde Smiorgan gruñó:

—Es el duque Avan Astran de la vieja Hrolmar, Elric. Tiene fama como aventurero, explorador y comerciante. Goza de una excelente reputación y podemos confiar en él.

—Ahora recuerdo el nombre —dijo Elric al duque—. Pero ¿por qué buscas mi ayuda?

El aroma de la comida servida en la mesa impregnó por fin el olfato de Elric y el albino se levantó.

—¿Te importaría si como algo mientras lo explicas, duque Avan?

—Come hasta saciarte, príncipe Elric. Estoy honrado de tenerte como huésped.

—Me has salvado la vida, caballero. ¡Y jamás me la habían salvado con tanta gentileza y buen trato!

—Yo tampoco había tenido nunca ocasión de, digamos, pescar un pez de tan alta cuna —sonrió el duque Avan—. Si fuera un hombre supersticioso, príncipe Elric, debería suponer que alguna fuerza extraña nos condujo a este encuentro.

—Prefiero considerarlo una mera coincidencia —replicó el albino mientras empezaba a comer—. Y ahora, duque, dime en qué puedo ayudarte.

—Por favor, ten muy presente que no debes sentirte en deuda conmigo por el mero hecho de haber tenido la suerte de salvarte la vida —empezó a decir el duque Avan Astran.

—Lo tendré.

El duque Avan atusó las plumas del casco antes de continuar. Luego dijo:

—He explorado la mayor parte del mundo, como acertadamente dice el conde Smiorgan. He estado en tu Melniboné e incluso me he aventurado hacia el este, hasta Elwher y los Reinos Ignotos. He estado en Myyrrhn, donde vive la Gente Alada. He viajado hasta el Borde del Mundo y espero ir más allá algún día. Sin embargo, no he cruzado jamás el mar Hirviente y sólo conozco una pequeña extensión de costa del continente occidental, el continente que no tiene nombre. ¿Has estado en esa región en alguno de tus viajes, Elric?

El albino respondió con un gesto de negativa.

—Yo busco la observación de otras culturas y civilizaciones. Ésa es la razón de mis viajes. Hasta el momento, no ha habido nada que me impulsara a ir a esa tierra. El continente está deshabitado en su mayor parte y, cuando aparece alguien, sólo son tribus de salvajes, ¿no tengo razón?

—Eso nos han contado.

—¿Tenéis acaso otras noticias al respecto?

—Ya sabrás que existen ciertas pruebas —dijo el duque Avan con voz pausada— de que tus antepasados procedían originariamente de ese continente…

—¿Pruebas? —replicó Elric, simulando desinterés—. Un puñado de leyendas, nada más.

—Una de esas leyendas habla de una ciudad más antigua que Imrryr, la soñada. Una ciudad que todavía existe en la densa jungla al oeste.

Elric recordó su conversación con el conde Saxif D’Aan y sonrió para sí.

—¿Te refieres a R’lin K’ren A’a?

—Sí. Vaya nombre extraño —el duque Avan Astran se inclinó hacia adelante con los ojos vivaces de complacida curiosidad—. Tú lo pronuncias con más fluidez de la que yo podría nunca. Así pues, debes hablar el idioma secreto, la Alta Lengua, la Lengua de los Reyes…

—Por supuesto.

—Tienes prohibido enseñarla a nadie, salvo a tus hijos, ¿verdad?

—Pareces buen conocedor de las costumbres de Melniboné, duque Avan —murmuró Elric mientras bajaba los párpados hasta quedar con los ojos entrecerrados. Se había recostado en su sillón y dio un mordisco a una rebanada de pan tierno con aire satisfecho—. ¿Conoces el significado de esas palabras?

—Me han contado que sólo significan «donde se reúnen los ilustres», en el antiguo idioma de Melniboné —respondió el duque Avan Astran.

Elric inclinó la cabeza.

—Así es. Sin duda, se trataba en realidad de alguna pequeña población donde se reunían los jefes locales, quizá una vez al año, para discutir el precio del grano.

—¿Tú crees eso, príncipe Elric?

El albino inspeccionó una fuente tapada y se sirvió unos pedazos de ternera con una salsa dulce y sabrosa.

—No —respondió finalmente.

—Entonces, ¿crees que existió una antigua civilización, anterior incluso a la vuestra, y de la cual nació vuestra propia cultura? ¿Crees que R’lin K’ren A’a está allí todavía, en algún lugar de las junglas occidentales?

Elric no respondió hasta haber deglutido. Mientras, movió la cabeza en señal de negativa.

—No —dijo finalmente—. Creo que ese lugar no existe en absoluto.

—¿No sientes curiosidad por tus antepasados?

—¿Debería sentirla?

—Se dice que tenían un carácter distinto a quienes fundaron Melniboné. Que eran más pacíficos…

El duque Avan Astran miró fijamente a los ojos a Elric y éste se rió.

—Eres un hombre inteligente, duque Avan de la vieja Hrolmar. Y perspicaz. ¡Ah, realmente eres hábil y astuto, duque!

Avan Astran sonrió al escuchar el cumplido.

—Y tú conoces mucho más acerca de esas leyendas de lo que dices, si no me equivoco —respondió.

—Es posible —suspiró Elric mientras la comida le calentaba interiormente—. Nosotros, los melniboneses, tenemos fama de ser gente reservada.

—Sin embargo —replicó Avan—, tú no pareces un melnibonés corriente. ¿Quién más abandonaría un imperio para viajar por tierras donde su raza es odiada?

—Duque Avan, un emperador gobierna mejor si tiene un conocimiento profundo del mundo en el que ejerce el poder.

—Melniboné ya no es dueña de los Reinos Jóvenes.

—Pero su poder es grande todavía. En cualquier caso, no pretendía referirme a eso. En mi opinión, los Reinos Jóvenes ofrecen algo que Melniboné ha perdido.

—¿La vitalidad?

—Quizá.

—¡La humanidad! —gruñó el conde Smiorgan el Calvo—. Eso es lo que ha perdido tu raza, Elric. No digo nada de ti, pero fíjate en el conde Saxif D’Aan. ¿Cómo puede ser tan simplón alguien tan sabio? Lo perdió todo: orgullo, amor, poder… porque no tenía humanidad. Y la poca humanidad que aún conservaba sólo sirvió para… destruirle.

—Hay quien dice que también me destruirá a mí —intervino Elric—, pero quizá sea precisamente esa «humanidad» lo que pretendo llevar a Melniboné, conde Smiorgan.

—¡Entonces, destruirás tu reino! —exclamó Smiorgan con brusquedad—. Es demasiado tarde para salvar Melniboné.

—Quizá pueda ayudarte a encontrar lo que buscas, príncipe Elric —dijo el duque Avan Astran con voz calmada—. Quizá aún haya tiempo de salvar Melniboné, si consideras en peligro a una nación tan poderosa.

—El peligro es interior —murmuró Elric—. Pero estoy soltando demasiado la lengua.

—Para ser melnibonés, tienes mucha razón.

—¿Cómo llegaste a oír hablar de esa ciudad? —quiso saber Elric—. No había encontrado a nadie que tuviera noticia de R’lin K’ren A’a entre los habitantes de los Reinos Jóvenes.

—Está señalada en un mapa que poseo.

Elric mascó un pedazo de carne en actitud pensativa y lo tragó.

—Sin duda, ese mapa es falso.

—Quizá. ¿Recuerdas algo más de la leyenda de R’lin K’ren A’a?

—Existe el cuento de la Criatura Condenada a Vivir. —Elric apartó el plato a un lado y se sirvió vino—. Se dice que la ciudad recibió ese nombre porque, en una ocasión, se reunieron allí los Señores de los Mundos Superiores para decidir las reglas de la Batalla Cósmica. Las conversaciones fueron oídas por el único habitante de la ciudad que no había huido al presentarse los Señores. Cuando éstos le descubrieron, le condenaron a permanecer vivo para siempre, llevando constantemente en el recuerdo esa terrible certeza…

—También yo he oído esa historia, pero lo que me interesa de ella es que los habitantes de R’lin K’ren A’a no regresaron jamás a su ciudad, sino que se encaminaron al norte y cruzaron el mar. Algunos llegaron a una isla que hoy conocemos como Isla del Hechicero y otros continuaron más allá, impulsados por una gran tormenta, hasta arribar a otra isla más extensa, habitada por dragones cuyo veneno hacía arder todo cuanto tocaba. Es decir, a Melniboné.

—Y ahora deseas comprobar la veracidad de ese cuento, ¿no? Ese interés tuyo, ¿es el de un sabio investigador?

—En parte —respondió el duque con una carcajada—, pero mi principal interés por R’lin K’ren A’a es más materialista, pues vuestros antepasados dejaron abandonado un gran tesoro al huir de la ciudad. En concreto, abandonaron una imagen de Arioch, el Señor del Caos; una estatua monstruosa tallada en jade, cuyos ojos eran dos enormes gemas idénticas de un tipo desconocido en cualquier lugar de la tierra. Dos joyas procedentes de otro plano de la existencia. Unas piedras preciosas que podrían revelar todos los secretos de los Mundos Superiores, del pasado y del futuro, de los innumerables planos del cosmos…

—Todas las culturas tienen leyendas semejantes. Meras ilusiones, duque Avan, eso es todo…

—Pero los melniboneses tienen una cultura distinta a todas las demás. Los melniboneses no son verdaderos hombres, como bien sabes. Sus poderes son superiores, sus conocimientos son mucho más profundos…

—Eso fue en otro tiempo —dijo Elric—, pero yo no poseo ese gran poder y esos conocimientos. Sólo tengo una pequeña porción de ambos y…

—Yo no te busqué en Bakshaan y luego en Jadmar porque creyera que tú podías certificar los rumores que había escuchado. No crucé el mar hasta Filkhar y luego hasta Argimiliar y, por último, hasta Pikarayd porque pensara que podrías confirmar al instante todo cuanto había llegado a mi oído. Te busqué porque consideré que eras el único hombre que querría acompañarme en un viaje que nos permitiera cerciorarnos de una vez por todas de la verdad o falsedad de todas esas leyendas.

Elric ladeó la cabeza y apuró su copa de vino.

—¿No podías hacerlo tú solo? ¿Por qué ibas a desear mi compañía en la expedición? Por lo que he oído de ti, duque Avan, no eres de los que necesitan ayuda en sus aventuras…

—Es cierto que fui solo a Elwher cuando mis hombres me abandonaron en el Erial de las Lágrimas —reconoció el duque con una sonrisa—. No está en mi naturaleza conocer el miedo físico. Sin embargo, he sobrevivido en mis viajes hasta hoy porque he demostrado suficiente previsión y cautela antes de iniciarlos. Ahora parece que debo afrontar peligros que no puedo prever; incluso brujería, quizá. Y, dado que no deseaba tener tratos con magos y hechiceros ordinarios como esos engendros de Pang Tang, tú eras mi único recurso. Tú, como yo, buscas el conocimiento, príncipe Elric. De hecho, podría decirse que, de no haber sido por tu ansia de conocimientos, tu primo no habría intentado jamas usurpar el Trono de Rubí de Melniboné…

—Ya basta de ese tema —le interrumpió Elric con acritud—. Hablemos de esa expedición. ¿Dónde esta el mapa?

—¿Me acompañarás?

—Muéstrame el mapa.

El duque Avan extrajo un rollo de pergamino del bolsillo.

—Aquí lo tienes.

—¿Dónde lo encontraste?

—En Melniboné.

—¿Has estado allí recientemente?

Elric sintió crecer la ira dentro de sí.

El duque Avan alzó una mano.

—Viajé allí con un grupo de comerciantes y pagué mucho por un extraño cofrecito que parecía haber sido sellado hacía una eternidad. Dentro del cofrecito encontré este mapa.

Desenrolló el pergamino sobre la mesa. Elric reconoció el estilo y la escritura: era la Antigua Alta Lengua de Melniboné. Era un mapa de parte del continente occidental y presentaba una extensión mucho mayor de la que había visto en cualquier otro plano de aquel territorio. Mostraba un gran río que serpenteaba hacia el interior cien millas o más. El río parecía fluir a través de una jungla y luego se dividía en dos corrientes que más adelante volvían a encontrarse. La «isla» de tierra así formada estaba marcada con un círculo negro. Junto al círculo, en la complicada escritura de la antigua Melniboné, aparecía el nombre de R’lin K’ren A’a. Elric inspeccionó detenidamente el pergamino. No parecía tratarse de una falsificación.

—¿Esto es todo lo que has encontrado? —preguntó.

—El rollo fue sellado y en el lacre llevaba incrustado esto —dijo el duque, entregándole algo a Elric.

El albino sostuvo el objeto en la palma de su mano. Era un pequeño rubí de un rojo tan intenso que, al principio, parecía negro; sin embargo, cuando lo volvió hacia la luz vio una imagen en el centro del rubí y la reconoció. Frunció el ceño y, a continuación, miró a Avan Astran.

—Acepto tu propuesta, duque. ¿Me permitirás guardar esto?

—¿Sabes qué es?

—No, pero me gustaría descubrirlo. En algún rincón de mi mente hay un recuerdo que…

—Está bien, guárdalo. Yo conservaré el mapa.

—¿Cuándo tenías previsto iniciar el viaje?

—Ya estamos navegando por la costa meridional del mar Hirviente —le respondió el duque Avan con una risa irónica.

—Son pocos los que han regresado de ese océano —murmuró Elric lacónicamente. Dirigió la mirada al otro lado de la mesa y vio a Smiorgan implorándole con lo ojos que no accediera a participar en los planes del duque Avan. Elric sonrió a su amigo—. La aventura es de mi gusto.

Smiorgan, abatido, se encogió de hombros.

—Me parece que tardaré un poco más en regresar a las Ciudades Púrpura.