V
Habían alcanzado el extremo superior del pasadizo. La voz quejumbrosa se oía ahora mucho más, pero sonaba más temblorosa. Vieron una arcada y, tras ésta, una cámara iluminada.
—Los aposentos de Agak, sin duda —dijo Ashnar, asiendo con firmeza la empuñadura de la espada.
—Es posible —respondió Elric.
Se sentía separado de su cuerpo. Quizás era el calor y el agotamiento, o acaso su creciente sensación de inquietud, pero algo le hizo refugiarse en sí mismo y titubear antes de penetrar en la cámara.
Era una estancia octogonal y cada uno de sus ocho lados inclinados tenía un color distinto y cambiaba constantemente de color. A veces, las paredes se volvían semitransparentes y dejaban ver una panorámica completa de la ciudad (o conjunto de ciudades) en ruinas, bajo su posición, y una vista del edificio gemelo al que ahora estaban, todavía conectado a éste por tubos y cables.
Fue el gran pozo situado en el centro de la cámara lo que más atrajo su atención. Parecía profundo y estaba lleno de una sustancia viscosa de olor fétido que burbujeaba. En ella tomaban forma extraños dibujos. Grotescos y extraños, hermosos y familiares, los dibujos siempre parecían a punto de cobrar forma permanente antes de volver a caer en la masa del pozo. Y la voz era allí aún más potente, y ya no había duda de que venía del pozo.
«¿QUÉ? ¿QUÉ? ¿QUIÉN INVADE?».
Elric se obligó a acercarse más al pozo y por un instante, vio su rostro contemplándole antes de fundirse de nuevo en la masa.
«¿QUIÉN INVADE? ¡AH! ¡ESTOY DEMASIADO DÉBIL!».
Elric habló en dirección al pozo.
—Somos los que has querido destruir —dijo—. Somos aquellos de los cuales querías alimentarte.
«¡AH! ¡AGAK! ¡AGAK! ¡ESTOY ENFERMA! ¿DÓNDE ESTÁS?».
Ashnar y Brut se reunieron con Elric. Los rostros de los guerreros reflejaban asco.
—Agak… —gruñó Ashnar el Lince, entrecerrando los ojos—. ¡Por fin, una señal de que el brujo está aquí!
Todos los demás habían penetrado en la estancia y permanecían lo más alejados posible del pozo, pero todos tenían la mirada fija en éste, fascinados por la diversidad de formas que se dibujaban y se desintegraban en el líquido viscoso.
«ESTOY DÉBIL… ES PRECISO QUE VUELVA A LLENAR MIS RESERVAS DE ENERGÍA… DEBEMOS EMPEZAR AHORA, AGAK… HEMOS TARDADO MUCHO EN LLEGAR A ESTE LUGAR. CREÍ QUE PODRÍA DESCANSAR, PERO AQUÍ HAY UNA ENFERMEDAD QUE LLENA MI CUERPO. AGAK, DESPIERTA. ¡DESPIERTA!».
—¿Algunos sirvientes de Agak, encargados de la defensa de esta cámara? —sugirió el Encantador de Serpientes en un murmullo.
Elric, en cambio, continuó contemplando el pozo mientras creía empezar a entender la verdad.
—¿Despertará Agak? —dijo Brut—. ¿Vendrá? —añadió, mirando a su alrededor con nerviosismo.
—¡Agak! —gritó Ashnar el Lince—. ¡Cobarde!
—¡Agak! —gritaron muchos otros guerreros, blandiendo las espadas.
Elric, en cambio, no dijo nada y advirtió que también Hawkmoon, como el príncipe Corum y Erekosë, permanecían en silencio. Consideró que debían estar llegando a las mismas conclusiones que él y les observó. Vio en los ojos de Erekosë un gran dolor, una profunda pena por sí mismo y por sus camaradas.
—Somos los Cuatro que son Uno —declaró Erekosë, con un temblor en la voz.
Elric se sintió presa de un impulso extraño, que le desagradaba y le aterrorizaba.
—¡No…! —exclamó.
Intentó envainar la Tormentosa, pero el acero no quiso entrar en su funda.
«¡AGAK! ¡DE PRISA!», —dijo la voz desde el pozo.
—Si no lo hacemos —añadió Erekosë—, devorarán todo nuestro mundo. No quedará nada.
Elric se llevó la mano libre a la frente. Vaciló al borde de aquella espantosa sima y lanzó un gemido.
—Entonces, debemos seguir —se oyó la voz de Corum, como un eco.
—¡Yo, no! —insistió Elric—. ¡Yo soy yo mismo!
—¡Y yo! —exclamó Hawkmoon. Sin embargo, Corum Jhaelen Irsei sentenció:
—Es nuestro único recurso, por el ser único que somos. ¿No lo entendéis? Somos las únicas criaturas de nuestros mundos que poseen los medios para acabar con los brujos… ¡De la única manera en que se les puede matar!
Elric contempló a Corum, a Hawkmoon, a Erekosë, y de nuevo vio algo de sí mismo en cada uno de ellos.
—Somos los Cuatro que son Uno —repitió Erekosë—. Nuestra fuerza, unidos, es mayor que la suma de nuestros brazos. Debemos unirnos, hermanos. Debemos vencer aquí si aspiramos a triunfar sobre Agak.
—¡No…!
Elric se echó hacia atrás pero, sin saber cómo, se encontró en una esquina del pozo burbujeante y malsano desde cuyo interior seguía murmurando y quejándose la voz y en cuya superficie aún seguían formándose, modificándose y desvaneciéndose las imágenes. Y en cada una de las tres esquinas restantes estaba uno de sus compañeros. Todos tenían una expresión seria, fatalista.
Los guerreros que habían acompañado a los Cuatro se retiraron contra las paredes. Otto Blendker y Brut de Lashmar permanecieron junto a la entrada, pendientes de cualquier cosa que pudiera subir a la cámara por el pasadizo. Ashnar el Lince acarició la antorcha que aún llevaba al cinto, con una expresión de absoluto horror en sus arrugadas facciones.
Elric notó que su brazo empezaba a levantarse, impulsado por su espada, y vio que sus otros tres compañeros alzaban también las suyas. Las espadas se extendieron sobre el pozo hasta que sus puntas se encontraron en el mismo centro.
Elric lanzó un aullido al tiempo que algo penetraba en su cuerpo. Intentó de nuevo liberarse, pero el poder era demasiado fuerte. Otras voces hablaron en su cabeza.
—Lo entiendo… —Era el murmullo distante de Corum—. Es el único medio.
—¡Oh, no, no…! —Y éste era Hawkmoon, pero las palabras surgieron de los labios de Elric.
«¡AGAK!», —gritó la voz del pozo. La materia de éste parecía más agitada, más alarmada—. «¡AGAK, DESPIERTA! ¡DE PRISA!».
El cuerpo de Elric empezó a estremecerse pero su mano continuó asiendo con firmeza la espada. Los átomos de su cuerpo se dispersaron y volvieron a unirse en una única entidad fluida que viajó por la hoja de la espada hasta su vértice. Y Elric continuó siendo Elric, gritando ante el terror de la experiencia, suspirando con su éxtasis.
Elric continuó siendo Elric cuando se apartó del pozo y se contempló durante un breve instante, completamente unido a sus otros tres yoes.
Un ser flotaba sobre el pozo. A cada costado de su cabeza había un rostro y cada rostro pertenecía a uno de sus compañeros. Serenos y terribles, los ojos no parpadeaban. Tenía ocho brazos y éstos estaban quietos; permanecía en cuclillas encima del pozo sobre ocho piernas y su armadura y pertrechos eran de todos los colores mezclados y, al mismo tiempo, separados.
El ser portaba una única espada enorme con las ocho manos y tanto él como la espada brillaban con una espectral luminosidad dorada.
Tras ese breve instante de contemplación, Elric se reunió de nuevo con su cuerpo y se convirtió en una entidad distinta: él mismo y los otros tres y algo más que era la suma de esa unión.
Los Cuatro que eran Uno inclinaron la espada formidable hasta que la punta quedó situada directamente hacia abajo, sobre la materia del pozo, que hervía frenéticamente. Aquella sustancia temía a la espada.
Como en un maullido, la voz insistió:
«Agak, Agak…».
El ser del que formaba parte Elric reunió su gran poder y empezó a hundir la espada.
Olas sin forma aparecieron en la superficie del pozo. Todo su color cambió de un amarillo enfermizo a un verde nauseabundo.
«Agak, me muero…».
La espada continuó su descenso, inexorable, hasta tocar la superficie.
El pozo se agitó arriba y abajo, trató de rebosar por los lados al suelo. La espada penetró más y los Cuatro que eran Uno percibieron una nueva energía fluyendo por el arma. Se escuchó un gemido y el pozo fue quedando inmóvil lentamente. Lo cubrió el silencio. Quedó quieto y gris.
Entonces, los Cuatro que eran Uno descendieron al pozo para ser absorbidos.
El nuevo ser pudo ver ahora con claridad. Comprobó su cuerpo y apreció que controlaba cada extremidad y cada función. El ser había triunfado, había revitalizado el pozo. Con su ojo único octogonal, miró en todas direcciones al mismo tiempo, contemplando las extensas ruinas de la ciudad. Finalmente, centró toda su atención en su gemelo. Agak había despertado demasiado tarde, pero lo estaba haciendo al fin, alarmado por los gritos de agonía de su hermana, Gagak, cuyo cuerpo habían invadido primero los mortales y cuya inteligencia habían derrotado, cuyo único ojo utilizaban ahora y cuyos poderes muy pronto se atreverían a emplear.
Agak no necesitó volver la cabeza para contemplar al ser que todavía consideraba su hermana. Igual que ésta, la inteligencia de Agak estaba contenida dentro de su enorme ojo octogonal.
«¿Me has llamado, hermana?».
«Sólo he pronunciado tu nombre, hermano. Eso es todo».
En la nueva forma adoptada por los Cuatro que eran Uno había suficientes vestigios de la fuerza vital de Gagak para poder imitar su manera de hablar.
«¿Has gritado?».
«Sólo era un sueño».
El ser que formaban los Cuatro, el Uno, respondió a la pregunta y continuó hablando.
«Una enfermedad. Soñaba que en esta isla había algo que me hacía sentir incómoda».
«¿Es posible tal cosa? No sabemos lo suficiente respecto a estas dimensiones o a las criaturas que las habitan, pero no existe nadie más poderoso que Agak y Gagak. No tengas miedo, hermana».
«No es nada. Ahora, ya estoy despierta».
«Hablas de manera muy extraña», murmuró Agak, confuso.
«Es el sueño…», respondió el ser que había penetrado en el cuerpo de Gagak y lo había destruido.
«Debemos empezar pronto —dijo Agak—. Las dimensiones giran y ha llegado la hora. ¡Ah! Siéntela. Está esperando a que la cojamos. ¡Qué abundancia de energía! ¡Con qué fuerza nos lanzaremos a la conquista cuando regresemos a nuestro universo!».
«La siento», respondió el Uno que eran Cuatro, y así era.
El ser pudo notar cómo todo su universo, dimensión tras dimensión, daba vueltas en torno a él. Percibió las estrellas, planetas y lunas que existían plano tras plano, todas ellas rebosantes de la energía que Agak y Gagak habían proyectado robar y absorber. Con todo, el Uno que eran los Cuatro aún tenía dentro de sí la suficiente fuerza vital de Gagak como para experimentar un ansia profunda y expectante que pronto se vería satisfecha, ahora que las dimensiones se encontraban en la adecuada conjunción.
El Uno que eran Cuatro estuvo tentado de unirse a Agak y devorar la energía que tenía ante sí, aunque sabía que, de hacerlo, estaría robando hasta la última brizna de energía a su propio universo. Las estrellas se apagarían y los mundos morirían. Incluso los Señores de la Ley y del Caos perecerían, pues formaban parte del mismo universo. Sin embargo, la posesión de tal poder quizá justificaba la comisión de un crimen tan horrible… El Uno dominó sus impulsos y se dispuso a atacar antes de que Agak adoptara excesivas precauciones.
«¿Empezamos el festín, hermana?».
El Uno que eran Cuatro se dio cuenta de que la nave les había conducido a la isla justo en el momento oportuno. De hecho, casi habían llegado demasiado tarde.
«¿Hermana?». —Agak parecía nuevamente desconcertado—. «¿Qué…?».
El Uno comprendió que debía desconectarse de Agak. Los tubos y cables se desprendieron del cuerpo de Agak y fueron recogidos en el interior de Gagak.
«¿Qué es esto?». El extraño cuerpo de Agak tembló por un instante. «¿Hermana?».
El Uno se preparó para el enfrentamiento. Pese a haber absorbido los recuerdos e instintos de Gagak, todavía no estaba seguro de poder atacar con éxito a Agak bajo la forma escogida por la hechicera y, dado que ésta había poseído el poder de cambiar de aspecto, el Uno que eran Cuatro empezó a cambiar también, entre gemidos estentóreos y terribles dolores, reuniendo todos los materiales que habían constituido el ser de la hechicera, de modo que lo que antes había tenido el aspecto de un edificio se convirtió ahora en un amasijo informe de carne. Y Agak, desconcertado, continuó mirando.
«¿Hermana? Tu razón…».
El edificio, la criatura que era Gagak, se agitó violentamente, se fundió e hizo erupción. Después, lanzó un grito de dolor.
Y consiguió su nueva forma.
Y soltó una carcajada.
Cuatro rostros soltaron la carcajada desde una cabeza gigantesca. Ocho brazos se agitaron en señal de triunfo y ocho piernas empezaron a moverse. Y, por encima de la cabeza, el ser blandió una única espada gigantesca.
Y el ser echó a correr.
Corrió hacia Agak mientras el hechicero de otro universo aún seguía en su forma estática. La espada del Uno daba vueltas en el aire y unas chispas de luz dorada se desprendían de él al avanzar, hendiendo el terreno en sombras. El Uno que eran Cuatro poseía el mismo tamaño que Agak y, en aquel momento, le igualaba en fuerza.
Pero Agak, al apreciar el peligro que corría, empezó a absorber. Este proceso ya no sería el ritual placentero que había pensado compartir con su hermana. Era preciso que absorbiera inmediatamente la energía de aquel universo si deseaba encontrar la fuerza necesaria para defenderse, si quería conseguir lo que necesitaba para destruir a su atacante, al ser que había dado muerte a su hermana. Los mundos morían mientras Agak absorbía.
Pero no bastaba con ello. Agak intentó una artimaña:
«Éste es el centro de tu universo. Todas sus dimensiones se cruzan aquí. Ven; tú puedes compartir el poder conmigo. Mi hermana ha muerto y acepto su muerte. Ahora, tú serás mi aliado. ¡Con este poder, conquistaremos otro universo mucho más rico que éste!».
«¡No!», replicó el Uno, sin detener su avance.
«Muy bien, pero no dudes entonces de tu derrota».
El Uno que eran Cuatro descargó un golpe con su espada. Ésta cayó en el ojo octogonal en cuyo interior burbujeaba el pozo donde se hallaba la inteligencia de Agak, igual que había burbujeado el de su hermana. Sin embargo, Agak ya estaba más fuerte de lo que había estado su hermana y se curó la herida al instante.
Los zarcillos de Agak surgieron como tentáculos y se agitaron en dirección al Uno que eran Cuatro, pero éste segó sin inmutarse los zarcillos que pretendían alcanzar su cuerpo. Agak absorbió más energía. Su cuerpo, que el grupo de guerreros y demás mortales habían confundido con un edificio, empezó a brillar al rojo vivo y a despedir un calor insoportable.
La espada rugió y refulgió de modo que una luz negra se fundió con la dorada y fluyó contra el rojo escarlata del edificio. Y, en todo instante, el Uno pudo percibir cómo su universo se encogía y agonizaba.
«¡Agak! ¡Devuelve lo que has robado!», dijo el Uno que eran Cuatro.
Planos, ángulos y curvas, cables y tubos, parpadearon con un intenso rojo de calor y Agak suspiró. El universo gimoteó.
«Soy más fuerte que tú —dijo Agak—. Ahora, lo soy».
Y Agak volvió a absorber.
El Uno advirtió que la atención de Agak se desviaba por un instante de él mientras procedía a captar energía. Y se dio cuenta de que también él debía absorber la fuerza de su propio universo si quería derrotar a Agak. Así pues, levantó la espada.
Y la espada viajó hacia arriba y su filo cortó decenas de miles de dimensiones y atrajo hacia él la energía de éstas. Luego, el arma descendió de nuevo. Descendió y su hoja despedía una luz negra. Descendió y Agak se dio cuenta de ello. Su cuerpo empezó a cambiar, pero la negra espada continuó descendiendo hacia el gran ojo del hechicero, hacia el pozo donde estaba contenida la inteligencia de Agak.
Incontables zarcillos se alzaron para defender al hechicero frente a la espada, pero ésta los cortó como si no existieran, alcanzó la cámara octogonal que constituía el ojo de Agak y se hundió en el pozo, penetrando profundamente en la materia que constituía la inteligencia y la sensibilidad del hechicero; la hoja de metal absorbió la energía de Agak y la traspasó a quien la empuñaba, al Uno que eran Cuatro. Y algo lanzó un grito al universo y algo envió un temblor al universo. Y el universo murió, al tiempo que Agak empezaba a morir.
El Uno no se atrevió a esperar para comprobar si Agak quedaba completamente derrotado. Extrajo la espada del cuerpo, la alzó de nuevo a través de las dimensiones y, allí donde tocó la hoja, la energía quedó restaurada. La espada dio vueltas y vueltas con un zumbido, dispersando la energía. Y, por fin, la espada cantó su triunfo y su alegría.
Y unos pequeños jirones de luz negra y dorada se alejaron con un susurro y fueron reabsorbidos.
Durante un instante, el universo había estado muerto. Ahora, volvía a vivir y se había sumado a él la energía de Agak.
Agak también vivía, pero estaba inmovilizado. Había intentado cambiar de forma sin conseguirlo del todo; ahora aún parecía en parte el sólido edificio que Elric había visto al desembarcar en la isla, pero otra parte de él se asemejaba al Uno que eran Cuatro. El albino descubrió en él algunas facciones del rostro de Corum, una pierna, un fragmento de hoja de espada… Era como si, en el último instante, Agak hubiese pensado que sólo podía vencer al Uno si adoptaba su misma forma, de la misma manera que el Uno había asumido la forma de Gagak.
«Habíamos esperado tanto tiempo…», suspiró Agak antes de morir.
Y el Uno que eran Cuatro envainó la espada.
Se escuchó entonces un aullido procedente de las ruinas de las numerosas ciudades y un viento potente se abatió sobre el cuerpo del Uno, quien se vio obligado a arrodillarse sobre sus ocho piernas e inclinar su cabeza de cuatro rostros ante la fuerza de las ráfagas. Luego, gradualmente, el Uno que eran Cuatro recuperó la forma de Gagak, la hechicera; después, empezó a emerger del hediondo pozo donde había tenido su inteligencia la hechicera, permaneció inmóvil sobre el pozo durante un momento y extrajo la espada de éste. Al instante, los cuatro seres quedaron separados y Elric, Erekosë, Corum y Hawkmoon volvieron a encontrarse en las cuatro esquinas del pozo, con las puntas de sus espadas tocándose sobre el centro del cerebro muerto.
Los Cuatro envainaron sus armas. Se miraron a los ojos unos segundos y cada uno de ellos vio temor y admiración en la mirada de los demás. Elric apartó en seguida la suya.
No encontraba pensamientos o emociones que pudieran expresar lo que había sucedido. No había palabras adecuadas para hacerlo. Se quedó mirando a Ashnar el Lince en silencio, con expresión estúpida, y se preguntó por qué Ashnar no dejaba de lanzar aquella risilla, de mascar los pelos de su barba y de rascarse la piel de su propio rostro con las uñas, mientras su espada yacía olvidada en el piso de la cámara en tinieblas.
—Ahora vuelvo a tener carne —no dejaba de repetir Ashnar—. Vuelvo a tener cuerpo.
Elric se preguntó por qué Hown, el Encantador de Serpientes, yacía hecho una bola a los pies de Ashnar y por qué Brut de Lashmar, tras aparecer procedente del pasadizo, había caído al suelo y permanecía tendido en éste, agitándose ligeramente y gimoteando como si fuera presa de una inquieta pesadilla. Otto Blendker entró en la cámara con la espada envainada. Tenía los ojos cerrados con fuerza y se abrazaba a sí mismo, temblando.
«He de olvidar todo esto o perderé la cordura para siempre», se dijo Elric. Se acercó a Brut y ayudó al rubio guerrero a incorporarse.
—¿Qué fue lo que viste?
—Más de lo que merecía por todos mis pecados. Estábamos atrapados…, atrapados en ese cráneo…
En este punto, Brut se echó a llorar como un chiquillo y Elric estrechó entre sus brazos al enorme guerrero, acariciándole la cabeza, sin encontrar palabra o sonido alguno de consuelo.
—Tenemos que irnos —dijo Erekosë con los ojos vidriosos, tambaleándose al caminar.
Así, arrastrando a los que habían perdido el sentido y guiando a los que habían perdido la razón, dejando atrás a los muertos, los supervivientes huyeron por los pasadizos silenciosos del cuerpo de Gagak, libres ya de las criaturas que la hechicera había creado en su intento de eliminar de ese cuerpo lo que ella percibía como una enfermedad que la había invadido. Los pasadizos y cámaras estaban fríos y parecían frágiles; los hombres se alegraron cuando, por fin, salieron al aire libre y pudieron contemplar de nuevo las ruinas, las sombras de los edificios invisibles y el sol rojizo y estático.
Otto Blendker fue el único de los guerreros que pareció conservar la razón tras la terrible experiencia en la que los hombres se habían visto absorbidos, sin saber qué sucedía, por el cuerpo del Uno que eran Cuatro. Ahora, el guerrero empuñó la antorcha que llevaba al cinto, sacó la cajita de yesca y le prendió fuego. Pronto, la antorcha empezó a llamear y los demás encendieron en ella sus teas. Elric avanzó hasta el lugar donde todavía se alzaban los restos de Agak y se estremeció al reconocer en una monstruosa cara de piedra parte de sus propias facciones. Primero pensó que era imposible prender fuego a aquel montón de piedras, pero lo consiguió. Detrás de él, el cuerpo de Gagak ardía también. Ambos edificios se consumieron rápidamente y unas grandes columnas de llamas rugientes se alzaron al firmamento, levantando una humareda blanca y carmesí que ocultó el disco rojizo del sol durante unos minutos.
El grupo de guerreros contempló cómo ardían los cadáveres.
—Me pregunto si el Capitán sabía por qué nos envió aquí —comentó Corum.
—O si, al menos, sospechaba lo que podía ocurrir —añadió Hawkmoon. El tono de voz de Hawkmoon casi expresaba resentimiento.
—Únicamente nosotros… o, mejor dicho, únicamente ese ser, podía enfrentarse a Agak y Gagak con ciertas posibilidades de éxito —intervino Erekosë—. Ningún otro medio habría dado resultado; ningún otro ser podría poseer las especiales cualidades y el enorme poder necesarios para acabar con esa pareja de extraños hechiceros.
—Eso parece —murmuró Elric, y éste fue su único comentario al respecto.
—Afortunadamente —dijo Corum—, olvidarás esta experiencia igual que has olvidado, o que olvidarás, la otra.
—Afortunadamente, hermano mío —asintió Elric, dirigiéndole una penetrante mirada.
—¿Quién podría recordarlo? —añadió Erekosë con una risilla irónica.
Tampoco él volvió a comentar el asunto.
Ashnar el Lince, que había cesado en sus carcajadas al contemplar el incendio, lanzó de pronto un grito y se alejó del grupo principal. Corrió hacia la columna de fuego y humo y luego se desvió a un lado hasta perderse entre las ruinas y las sombras.
Otto Blendker dirigió una mirada inquisitiva a Elric, pero éste movió la cabeza en gesto de negativa.
—¿Para qué seguirle? ¿Qué podemos hacer por él?
Elric se volvió hacia Hown, el Encantador de Serpientes, por el cual sentía un especial afecto. El hombre de la armadura verde mar se encogió de hombros.
Cuando continuaron camino, dejaron el cuerpo enroscado del Encantador de Serpientes donde estaba y sólo ayudaron a Brut de Lashmar a salvar el pedregal y alcanzar de nuevo la orilla.
Pronto divisaron frente a ellos la niebla lechosa y supieron que estaban cerca del mar, aunque la nave no se hallaba a la vista.
Hawkmoon y Erekosë hicieron una pausa al llegar al borde de la niebla.
—Yo no regresaré al barco —dijo Hawkmoon—. Creo que ya he pagado mi pasaje. Si he de encontrar Tanelorn, sospecho que es aquí donde debo mirar.
—Eso mismo pienso yo —añadió Erekosë con un gesto de asentimiento.
Elric miró a Corum y éste sonrió.
—Yo ya he encontrado Tanelorn. Vuelvo a la nave con la esperanza de que pronto me deposite en una costa más conocida.
—Eso mismo espero yo —dijo Elric, cuyo brazo aún sostenía a Brut de Lashmar.
—¿Qué fue eso? —susurró Brut—. ¿Qué nos sucedió?
Elric aumentó la fuerza de su abrazo.
—Nada —respondió.
Entonces, mientras Elric trataba de conducir a Brut hacia la niebla, el rubio guerrero retrocedió, desasiéndose.
—Yo me quedo —declaró. Se apartó de Elric y añadió—. Lo siento.
—¿Brut? —dijo Elric, perplejo.
—Lo lamento —repitió Brut—. Te tengo miedo y temo esa nave.
Elric hizo ademán de seguir al guerrero, pero Corum dejó caer con fuerza sobre su hombro una mano de plata.
—Abandonemos este lugar, camarada —dijo con una fría sonrisa—. Yo temo más eso de ahí atrás que la nave.
Contemplaron las ruinas. En la distancia, vieron los restos del incendio y, en el lugar de los edificios, dos sombras; las sombras de Gagak y Agak tal como habían aparecido ante ellos por primera vez. Elric exhaló una fría bocanada de aire.
—Estoy de acuerdo contigo —respondió a Corum. Otto Blendker fue el único guerrero que decidió regresar a la nave con ellos.
—Si eso es Tanelorn, no es, después de todo, el lugar que yo buscaba —afirmó.
Pronto estuvieron en el mar, con el agua a la cintura. Contemplaron de nuevo la silueta de la oscura embarcación; vieron al Capitán apoyado en el raíl, con el brazo levantado como si saludara a alguien o algo en la isla.
—Capitán —gritó Corum—, volvemos a bordo.
—Bienvenidos —respondió el Capitán—. Sí, bienvenidos. —El rostro ciego se volvió hacia ellos mientras Elric extendía la mano para alcanzar la escala—. ¿Os gustaría navegar un tiempo por los lugares silenciosos, por los parajes tranquilos?
—Creo que sí —contestó Elric, quien hizo una pausa a media ascensión y se llevó la mano a la cabeza—. Tengo muchas heridas.
El albino alcanzó el pasamanos y el Capitán le ayudó a salvarlo con sus propias manos heladas.
—Sanarán, Elric.
Elric se acercó al mástil, se apoyó en él y contempló a la silenciosa tripulación que desplegaba la vela. Corum y Otto Blendker subieron a bordo y Elric escuchó el estridente sonido de las cadenas al levar el ancla. La nave se meció levemente.
Otto Blendker miró a Elric, luego al Capitán y, a continuación dio media vuelta y se introdujo en su cabina, cerrando la puerta sin pronunciar una sola palabra.
Largada la vela, el barco empezó a moverse. El Capitán alargó el brazo y encontró el de Elric. Se agarró también de Corum y condujo a ambos hacia su cabina.
—El vino —murmuró—. Eso curará vuestras heridas.
Elric se detuvo al llegar ante la puerta del camarote del Capitán.
—¿No tiene el vino otras propiedades? —preguntó—. ¿No nubla la razón de los hombres? ¿No fue eso lo que me impulsó a aceptar vuestra empresa, Capitán?
—¿Qué es la razón? —replicó el Capitán, encogiéndose de hombros.
La nave cobraba velocidad. La niebla blanca era más densa y un viento frío soplaba entre los jirones de tela y metal que cubrían a Elric. Éste olfateó el aire, creyendo apreciar por un instante un olor a humo en el viento.
Se llevó las dos manos al rostro y se palpó la carne. Tenía la cara fría. Dejó caer las manos a los costados y siguió al Capitán al calor de la cabina.
El Capitán sirvió vino en copas de plata con la jarra del mismo metal. Extendió la mano para ofrecer una copa a Elric y otra a Corum. Ambos bebieron.
Un poco más tarde, el Capitán preguntó cómo se sentían.
—No siento nada —respondió Elric.
Y esa noche sólo soñó con sombras y, por la mañana, no logró encontrar sentido a su sueño.