I

Con los largos dedos de su mano, blanca como el color de los huesos, aferrados a una cabeza de demonio tallada en la oscura madera noble (uno de los escasos detalles decorativos de aquel estilo que se podían encontrar en la nave), el hombre permanecía a solas en el castillo de proa y contemplaba con sus grandes ojos almendrados de color carmesí la niebla entre la cual avanzaban con una velocidad y una seguridad que habría dejado maravillado e incrédulo a cualquier marinero mortal.

A lo lejos se escuchaban unos sonidos que no podían corresponderse con los de aquel mar intemporal e innominado que surcaban; eran unos sonidos débiles, atormentados y terribles. Aunque llegaban hasta sus oídos muy lejanos, el barco los seguía como si se sintiera atraído hacia ellos; poco a poco, iban haciéndose más audibles y en ellos se apreciaba un tono de desesperación, pero predominaba la sensación de terror.

Elric había oído sonidos semejantes, procedentes de lo que su primo, Yyrkoon, denominaba irónicamente «cámara de placer», en los últimos días previos a su huida de la responsabilidad de gobernar lo que quedaba del viejo Imperio Melnibonés. Eran voces de hombres cuyas almas estaban asediadas, hombres para los cuales la muerte no era la mera extinción, sino una continuación de la existencia como eternos esclavos de unos amos crueles y sobrenaturales. Y también había escuchado gritar así a muchos hombres cuando la gran hoja negra de su espada Tormentosa, su salvación y su némesis, absorbía las almas de los desgraciados a quienes hería.

Elric no acogió con gusto aquel sonido, pues lo odiaba; se volvió de espaldas al lugar de donde procedía y se dispuso a bajar la escalera hasta la cubierta principal cuando advirtió que Otto Blendker había aparecido detrás de él. Desde que Corum había sido arrebatado de la nave por unos amigos montados en unos carros que podían avanzar sobre la superficie del agua, Blendker era el único que permanecía a bordo de todos los camaradas que habían combatido al lado de Elric contra los dos hechiceros de otro universo, Gagak y Agak.

El rostro negro y surcado de cicatrices de Blendker tenía una expresión preocupada. El antiguo hombre de letras convertido en mercenario se cubrió los oídos con la palma de sus enormes manos.

—¡Ah! Por los Doce Símbolos de la Razón, Elric, ¿quién causa este estruendo? Es como si navegáramos rozando la orilla del propio infierno.

El príncipe Elric de Melniboné se encogió de hombros.

—Maese Blendker, estaría dispuesto a quedarme sin respuesta a esa incógnita y a dejar insatisfecha mi curiosidad con tal de que nuestra embarcación variara de rumbo. Con el que ahora llevamos, cada vez estamos más cerca de la fuente de esos sonidos.

Blendker asintió con un gruñido.

—¡Yo tampoco tengo el menor deseo de descubrir la causa de que esos pobres desgraciados griten así! Quizá deberíamos informar al Capitán.

—¿Crees que no sabe por dónde navega su propio barco? —respondió Elric con una sonrisa que poco tenía de humorística.

El gigante de piel negra se frotó la cicatriz en forma de uve invertida que iba desde el centro de su frente hasta los extremos de las mandíbulas.

—Me pregunto si pretenderá involucrarnos en otra batalla —murmuró.

—Yo no volveré a luchar por él —declaró Elric, al tiempo que su mano se desplazaba del pasamanos tallado a la empuñadura de su espada mágica—. Tengo que atender a mis propios asuntos una vez esté de nuevo en tierra firme.

Llegó hasta ellos un viento de procedencia desconocida y la niebla se desgarró súbitamente. Elric pudo observar entonces que la nave surcaba unas aguas de color de orín en la que brillaban unas extrañas luces justo por debajo de la superficie. Daban la impresión de unas criaturas moviéndose pesadamente en las profundidades del océano y, por un instante, Elric creyó ver un rostro blanco, abotargado, no muy distinto del suyo. Un rostro melnibonés. Impulsivamente, dio media vuelta, se agarró del pasamanos y fijó la mirada en la lejanía, por encima de la cabeza de Blendker, luchando por controlar las náuseas que sentía en la garganta.

Era la primera vez, desde que subiera a bordo de la Nave Oscura, que podía ver la embarcación en toda su longitud. Llevaba dos grandes ruedas de timón, una muy próxima a él, en la cubierta de proa, y otra en el extremo opuesto, en la cubierta de popa; ambas ruedas eran atendidas por el Piloto, el hermano gemelo del Capitán. Elric observó también el gran mástil con la henchida vela negra y, a proa y a popa de éste, las dos cabinas de cubierta, una de las cuales estaba completamente vacía (tras la muerte de sus ocupantes en el último desembarco) y la otra ocupada únicamente por él y Blendker. La mirada de Elric fue atraída hacia la figura del Piloto y el albino se preguntó, no por primera vez, cuánta influencia tendría el gemelo del Capitán sobre el rumbo de la Nave Oscura. El Piloto parecía infatigable y rara vez, por lo que Elric sabía, bajaba a sus aposentos, situados en la cubierta de popa igual que el Capitán ocupaba la cubierta de proa. Elric y Blendker habían intentado trabar conversación con el hombre un par de veces, pero parecía tan sordo como ciego era su hermano.

Los dibujos geométricos y criptográficos que cubrían todo el maderamen del barco y la mayor parte de sus planchas metálicas, desde el timón hasta el mascarón, quedaban resaltados por los hilos de pálida niebla que todavía se agarraban a la nave y Elric se preguntó de nuevo si sería la propia embarcación la que generaba en realidad la niebla que la envolvía habitualmente. Mientras observaba los dibujos, éstos empezaron a tomar un tono rosa pálido cuando la luz del rojo astro, que siempre les seguía, se filtró desde la nube que les cubría.

Escuchó un ruido procedente de abajo y el Capitán asomó de su camarote con su larga cabellera dorado rojiza ondeando bajo una brisa que Elric no llegó a notar. El pasador de jade azul para el cabello, que el Capitán llevaba como una diadema, había tomado un tono violeta bajo la luz rosada e incluso sus bombachos y su túnica de color ante reflejaban tal tonalidad. Hasta las sandalias de plata con sus correas de hilo de plata brillaban con el mismo tinte rosa.

Elric contempló de nuevo el misterioso rostro ciego, tan inhumano, en el sentido general del término, como el suyo propio, y se preguntó por los orígenes de aquel que no permitía que le llamaran por otro nombre que el de «Capitán».

Como si obedeciera a una orden del Capitán, la niebla envolvió una vez más la nave como una mujer apretaría un abrigo de pieles contra su cuerpo. La luz del astro rojo se difuminó, pero los lejanos gritos continuaron.

¿Advertía ahora el Capitán esos gritos por primera vez, o sólo estaba fingiendo sorpresa? Ladeó su ciega cabeza y se llevó una mano al oído. Luego, alzó la cabeza y murmuró en tono de satisfacción:

—¡Ajá! ¿Elric?

—Aquí estoy —respondió el albino—. Encima de ti.

—Ya casi hemos llegado, Elric.

La mano, visiblemente frágil, encontró la baranda de la escalerilla. El Capitán inició la subida y Elric fue a su encuentro en lo alto de los escalones.

—Si se trata de una batalla…

El Capitán le dirigió una sonrisa enigmática, amarga.

—Fue una batalla… o lo será.

—… no tomaremos parte en ella —concluyó la frase el albino con rotundidad.

—No es ésta una de las batallas en las que mi nave esté directamente involucrada —le aseguró el ciego—. Esas voces que escuchas son de los vencidos… perdidos en un futuro que, creo, tú experimentarás casi al final de tu presente encarnación.

Elric le dirigió un gesto de impaciencia con la mano.

—Capitán, me gustaría que dejaras a un lado esos estúpidos acertijos. Estoy harto de ellos.

—Lamento haberte irritado. Sólo respondo literalmente, según mis instintos.

El Capitán, que pasó ante Elric y Otto Blendker para asirse del pasamanos, parecía disculparse. No volvió a hablar durante un rato, limitándose a escuchar el perturbador y confuso parloteo que les llegaba entre la niebla. Por fin, asintió, aparentemente satisfecho.

—Tocaremos tierra dentro de poco. Si deseas desembarcar y buscar tu propio mundo, te aconsejo que lo hagas ahora. Es el punto más próximo a tu plano que volveremos a encontrar en toda la travesía.

Elric dio rienda suelta a su cólera. Lanzó una maldición invocando el nombre de Arioch y posó una mano en el hombro del ciego.

—¡Cómo! ¿No puedes devolverme directamente a mi propio plano?

—Es demasiado tarde. —El abatimiento del Capitán parecía auténtico—. El barco sigue navegando y nos aproximamos al término de nuestro largo viaje.

—Pero ¿cómo encontraré mi mundo? ¡Yo no poseo una magia tan poderosa que me permita desplazarme entre las esferas! Y, aquí, me está negada la ayuda de los demonios.

—Existe una puerta que conduce a tu mundo —dijo el Capitán—. Por eso te he sugerido que desembarques. No hay ninguna más en otros lugares. Tu esfera y ésta se cruzan directamente aquí.

—Pero tú has dicho que ésta se encuentra en mi futuro, ¿no?

—Es cierto… Volverás a tu tiempo. Aquí, eres intemporal. Por eso tus recuerdos son tan escasos. Por eso recuerdas tan poco de lo que te sucede. Busca la puerta: es carmesí y emerge del mar frente a las costas de la isla.

—¿Qué isla?

—Esa a la que nos acercamos.

Elric titubeó. Luego, preguntó:

—¿Y dónde irás tú cuando haya saltado a tierra?

—A Tanelorn —dijo el Capitán—. Tengo que hacer una cosa allí. Mi hermano y yo debemos completar nuestro destino. Transportamos carga, además de hombres. Ahora, muchos tratarán de detenernos porque temen la carga que llevamos. Quizá perezcamos, pero aun así debemos hacer todo lo posible por alcanzar Tanelorn.

—Entonces, ¿no era Tanelorn donde combatimos contra Agak y Gagak?

—Ése lugar no era más que un sueño roto de Tanelorn, Elric.

El melnibonés comprendió que no iba a recibir más información del Capitán.

—Apenas me dejas elección: navegar contigo hacia el peligro y no volver jamás a ver mi mundo, o arriesgarme a desembarcar en una remota isla habitada, a juzgar por esas voces, por los condenados y por quienes oprimen a éstos.

La ciega mirada del Capitán se volvió en dirección a él.

—Lo sé —murmuró en voz muy baja—. Sin embargo, es la mejor opción que puedo plantearte.

Los gritos aterrorizados, las voces suplicantes, estaban ahora más próximas pero llegaban en menor número. Elric echó un rápido vistazo por la borda y creyó ver un par de manos protegidas por guantes de armadura que se alzaban del agua; sobre esta había una masa de espuma malsana veteada de rojo y una capa amarillenta en la que flotaban restos de un espantoso naufragio; había maderos rotos, fragmentos de lona, jirones de banderas y ropas, pedazos de armas y un número creciente de cadáveres.

—Pero ¿dónde fue la batalla? —susurró Blendker, fascinado y horrorizado por la visión.

—No en este plano —le confió el Capitán—. Aquí sólo se ven los restos que han ido a la deriva de un mundo a otro.

—Entonces, ¿fue una batalla sobrenatural?

—No soy omnisciente —respondió el Capitán con una nueva sonrisa—, pero creo que sí; estoy seguro de que participaron agentes sobrenaturales. Los guerreros de medio mundo libraron esta batalla marítima… para decidir el destino del multiverso. Ésta es, o será, una de las batallas decisivas para determinar el destino de la Humanidad, para fijar la suerte del Hombre en el próximo Ciclo.

—¿Quiénes fueron los contendientes? —preguntó Elric, sin poder refrenar la curiosidad pese a su resolución—. ¿Cuál fue la polémica que condujo al combate?

—En su momento lo sabrás, creo —murmuró el Capitán mientras volvía el rostro de nuevo hacia el mar.

Blendker olfateó el aire.

—¡Ah! ¡Apesta!

A Elric también le resultó cada vez más insoportable el hedor. Aquí y allá, las aguas se iluminaban de fuegos fatuos que dejaban ver los rostros de los ahogados, algunos de los cuales aún seguían asidos a fragmentos de maderos ennegrecidos. No todos los rostros eran humanos, aunque tenían aspecto de haberlo sido alguna vez: unos seres con hocico de cerdo o de toro alzaban sus manos crispadas hacia la Nave Oscura y lanzaban quejumbrosos gruñidos de auxilio, pero el Capitán no hizo caso de ellos y el Piloto mantuvo el rumbo.

El agua siseaba y los fuegos chisporroteaban; el humo se mezclaba con la niebla. Elric se llevó la manga de su camisa a la boca y la nariz y se alegró de que el humo y la niebla contribuyeran a oscurecer la visión pues, cuando los restos del naufragio aumentaron, bastantes de los cadáveres que encontraban le recordaron más a los reptiles que a hombres, con sus pálidos vientres de lagartos rezumando una sustancia que no era sangre.

—Si éste es mi futuro —dijo Elric al Capitán—, quizá me decida a quedarme a bordo, después de todo.

—Tú tienes un deber, igual que yo —respondió el Capitán sin alzar la voz—. Uno debe servir al futuro, igual que al pasado y al presente.

Elric movió la cabeza en gesto de negativa e insistió:

—Yo huí de los deberes de cabeza de un imperio porque buscaba la libertad. Y conseguiré alcanzarla.

—No —murmuró el Capitán—. La libertad no existe. Todavía no. Para nosotros, no. Nosotros debemos pasar muchos más sufrimientos antes de poder empezar siquiera a adivinar qué es la libertad. Sólo el precio de este conocimiento es superior, probablemente, al que estarías dispuesto a pagar en este estadio de tu vida. De hecho, a menudo el precio es la propia vida.

—Cuando dejé Melniboné, también buscaba alejarme de la metafísica —dijo Elric—. Iré a reunir el resto de mis pertenencias y desembarcaré como me has ofrecido. Con suerte, encontraré pronto esa Puerta Carmesí y volveré a hallarme entre peligros y tormentos que, al menos, me resultarán conocidos.

—Es la única decisión que podías tomar —asintió el Capitán.

A continuación, se volvió hacia Blendker.

—¿Y tú, Otto Blendker? ¿Qué vas a hacer?

—El mundo de Elric no es el mío y no me gusta el sonido de esos gritos. ¿Qué puedes prometerme, señor, si continúo a bordo contigo?

—Nada, salvo una buena muerte.

Había pesar en la voz del Capitán.

—La muerte es la promesa con la que nacemos todos, señor. Una buena muerte es mejor que otra miserable. Navegaré contigo.

—Como gustes. Creo que haces bien —suspiró el Capitán—. Así pues, aquí nos despedimos, Elric de Melniboné. Has luchado bien a mi servicio y te lo agradezco.

—¿Por qué causa he combatido? —quiso saber Elric.

—¡Ah!, llámalo la Humanidad. Llámalo el Destino. Llámalo un sueño o un ideal, si quieres.

—¿No tendré nunca una respuesta clara?

—De mí, no. No creo que exista ninguna.

—No dejas mucho margen a la fe… —murmuró Elric mientras empezaba a bajar la escalerilla.

—Existen dos tipos de fe, Elric. Igual que la libertad, hay una fe que resulta fácil conservar, pero que demuestra no tener ningún valor, y otra que es difícil de alcanzar. De la primera, estoy de acuerdo contigo en que no ofrezco mucha.

Elric avanzó hasta la cabina mientras lanzaba una carcajada, sintiendo verdadero afecto por el ciego marino en aquel instante.

—Yo creía tener propensión a estas ambigüedades, pero he encontrado un buen rival en ti, Capitán.

Advirtió que el Piloto había dejado su puesto al timón y estaba moviendo un bote en sus pescantes, preparándose para arriarlo.

—¿Es para mí?

El Piloto asintió.

Elric se introdujo en la cabina. Dejaba el barco sin otra cosa que lo que había traído a bordo, sólo que sus ropas y su armadura se encontraban en peor estado que entonces y que su mente se hallaba en un estado de confusión considerablemente mayor.

Recogió sus pertenencias sin un titubeo, colocó la gruesa capa sobre sus hombros, se puso los guanteletes, ajustó hebillas y correas, salió de la cabina y volvió a cubierta. El Capitán estaba señalando el oscuro perfil de una costa, más allá de la niebla.

—¿Alcanzas a ver tierra, Elric?

—Sí.

—Entonces, debes ir de prisa.

—Con gusto.

Elric saltó el pasamanos y se instaló en el bote. Éste chocó con la borda de la nave varias veces, de tal modo que el casco resonó como el batir de un enorme tambor fúnebre. Salvo esto, ahora reinaba el silencio sobre las aguas neblinosas y no había rastro alguno del naufragio.

—Te deseo buena suerte, camarada —le despidió Blendker.

—Y yo a ti, maese Blendker.

El bote empezó a descender hacia la plana superficie de las aguas, acompañado del crujido de las poleas. Elric se agarró al cable, soltando éste cuando el bote tocó el agua. Con cierta vacilación, se sentó pesadamente en el banco, soltó los cabos y la pequeña embarcación se alejó inmediatamente de la Nave Oscura, a la deriva. Elric tomó los remos y los colocó en los toletes.

Mientras bogaba hacia la orilla, oyó al Capitán gritarle algo, pero las palabras se perdieron en la niebla. Ahora, nunca sabría si la última comunicación del ciego marino había sido una advertencia o una mera frase de despedida. No le importó. El bote surcó las aguas suavemente; la niebla empezaba a desvanecerse, pero también se apagaba la luz del día.

De pronto, se encontró bajo un cielo crepuscular. El sol se había ocultado y empezaban a aparecer las estrellas. Antes de que alcanzara la orilla, la oscuridad ya era total; la luna no había salido aún y, con bastantes dificultades, logró llevar la embarcación hacia lo que parecían unas rocas planas. Desde allí, avanzó a pie hasta tierra firme, adentrándose en ella hasta que se consideró a salvo de cualquier marea repentina.

Después, con un suspiro, se dejó caer al suelo y se concentró en ordenar sus ideas antes de continuar. Sin embargo, cayó dormido casi al instante.