Ahora, al final de mis días, yo, Alexander Selkirk, he decidido contar la versión original de los hechos que me condujeron a una de las más sorprendentes aventuras de los últimos lustros.

Nací en un pequeño puerto de la costa escocesa donde el mar es el único oficio que los hombres conocen desde su infancia. El apellido de mi familia es Selcraig, pero mi nombre de mar es Selkirk, pues, como es bien sabido por todos, nosotros los marinos cambiamos de patronímico al enrolarnos en nuestra primera embarcación. Se trata de un bautizo que nos inicia en una nueva vida y en una nueva identidad. Desde pequeño recuerdo haber estado en el mar. Ya a los tres años de edad ayudaba a mi padre a recoger las redes antes de preparar el bote para salir a pescar.

Sin embargo, debo confesar que me aburría la atmósfera pacífica y tranquila de la gente de mi pueblo, su aire bondadoso y servil. Había algo en ese lugar que me aterrorizaba y que yo rechazaba tajantemente: la nada, el estatismo, la quietud, la sensación tremenda y destructiva de estar habitando un purgatorio en una costa miserable junto al mar. Pasaban los meses y los años y todo continuaba inmóvil, quieto, sin variación alguna. Los mismos rostros, las mismas casas antiguas y desvencijadas, los mismos botes sin pintura carcomidos por la marea. El tiempo del mundo y de los objetos era la eternidad.

Yo era diferente. Mi temperamento recio y decidido me marginó, me hizo a un lado, y desde mis años de adolescencia empecé a ser consciente de mi incompatibilidad y de mi desajuste con las reglas de una sociedad que yo no había elegido y a la que en el fondo despreciaba y aborrecía con toda mi alma. Me negué desde un comienzo a soñar con la vida mediocre e insulsa que habían llevado mi padre y mis hermanos mayores: trabajar, casarse, tener hijos y morir. No, yo no estaba diseñado para llevar esa existencia plana y sin grandes altibajos. Así que, mientras alcanzaba la edad suficiente para partir, me hice a un lado y dejé que la vida de los otros siguiera su curso sin tocarme y sin dejar en mí huella alguna.

Cuando cumplí los quince años recibí la autorización de mi padre para ir a Londres y enrolarme en cualquier tripulación que quisiera contratar a un joven e inexperto grumete. No sentí tristeza ni melancolía al despedirme. Tuve la impresión de que dejaba un pueblo fantasma en el que había vivido quince largos años sin crear vínculos afectivos, sin apegarme a nada ni a nadie, sin sentirme ligado a mi sangre y a mi tierra. El día de la despedida no derramé una sola lágrima. Estaba feliz de alejarme del hastío, del tedio y de la insensatez. Abracé a mis padres con frialdad y con la esperanza de no tener que volver a verlos jamás. Luego recogí mi mochila y me marché.

Durante varios años trabajé en el Blue Sky, un navío ligero de ochenta toneladas y cincuenta hombres a cargo del capitán Matthew McGee, mi maestro y mentor en el arte de la piratería. Capturábamos en el mar Caribe embarcaciones españolas que iban a las Indias a cargar oro y metales preciosos. A los prisioneros los vendíamos como esclavos y los navíos capturados eran rematados en el primer puerto al mejor postor. No nos iba nada mal y cada uno de nosotros disfrutaba la libertad y la errancia que nos otorgaba el navegar incansablemente de un lado a otro. Me destaqué en la banda de Matt McGee por ser el mejor hombre en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo. No era un buen piloto, tampoco tenía buena puntería, y las artimañas y estratagemas del espionaje y la investigación en tierra (cuándo zarpa el navío, quién es su capitán, cuántos hombres lleva a su mando, qué tipos de armas utilizan para defenderse, cuál es su mercancía y a cuánto asciende su valor comercial) me habían sido negadas. No, por mis piernas musculosas y simiescas, mi espalda ancha, mis potentes brazos y mis gruesas manos, yo estaba hecho para la lucha a cuchillo en el momento del abordaje. Nunca fui vencido ni herido de gravedad en las innumerables contiendas que tuve como pirata del Blue Sky. Y la lista de hombres que encontraron la muerte en mi cuchillo seguramente me tiene asegurado un puesto de honor entre los filibusteros del infierno.

La primera derrota la conocimos en el golfo de Gonaives, en uno de los costados de la isla de Santo Domingo. Veníamos de la isla de la Tortuga y dos embarcaciones de piratas franceses comenzaron a perseguirnos en el canal del Viento, sobre el paralelo 20° de latitud norte, y nos dieron cacería antes de que alcanzáramos el puerto de Gonaives. Nos defendimos del ataque pero fue en vano: los franceses nos triplicaban en número y sus poderosos cañones destrozaron rápidamente nuestra nave. Fui capturado y vendido como esclavo en Port de Paix, donde un aristócrata francés me compró para llevarme a su granja y enseñarme el difícil arte de domar, degollar y descuartizar reses salvajes, cuya carne ahumada, más tarde, era vendida a muy buen precio en el mercado del puerto. Mi habilidad con el cuchillo y mi fortaleza para hacer doblar las reses me labraron con prontitud un gran prestigio a todo lo largo de la isla. Allí estuve tres años intentando vivir como un hombre de tierra. Los mejores recuerdos los tengo de una esclava negra de largas trenzas que practicaba en las noches misteriosos rituales heredados de sus ancestros africanos. Compartí con ella una cabaña de campo cerca de un valle fértil y florido, y la pasión de su cuerpo voluptuoso y perfecto aún la llevo intacta en la memoria. Ninguna mujer volvió nunca a abrazarme, a besarme, a acariciarme y a entregarse sin remilgos ni pudores como lo hizo ella. Eran encuentros llenos de furor, de ímpetu, como si en cada roce con mi piel se le estuviera yendo la vida. Su amor no era teórico ni ideal, sino carnal, visceral, nacido en medio de líquidos sexuales y gruesas gotas de sudor.

A los tres años una peste terrible llegó a la isla proveniente de una de las tantas naves extranjeras que allí llegaban a descargar y comerciar esclavos. Fue una fiebre que se extendió a gran velocidad y cuyo contagio diezmó en cuestión de semanas tanto a los europeos como a los esclavos africanos. La enfermedad se manifestaba en vómitos esporádicos que de pronto atacaban a la víctima, llagas que laceraban su piel, bubones que estallaban como volcanes de carne chamuscada, y un olor fétido y nauseabundo hacía que el enfermo se quedara solo, aislado, pues nadie se atrevía a acercársele o a ayudarlo a combatir la crudeza de su enfermedad.

En medio del pánico y del horror generalizado, una noche entré en la casa de los aristócratas franceses que me habían comprado en el puerto, los degollé a ellos dos y a sus tres hijos infantes, y dejé los cadáveres desangrándose en sus camas, insepultos, como reses sacrificadas entre sábanas lujosas y finas almohadas. Había llegado el momento de la venganza y no lo pensaba desaprovechar.

Luego hablé con todos los esclavos y les expliqué que los amos habían muerto con sus hijos a causa de las fiebres y los tumores de la peste. Les comuniqué también que estaban libres y que de ahora en adelante podían hacer con sus vidas lo que ellos consideraran conveniente. El júbilo fue inmediato: mis compañeros de infortunio durante esos tres años recogieron sus pocas pertenencias y se largaron en busca de una libertad que habían soñado y anhelado a lo largo de años de sometimiento, tiranía e injusticia. Otros sintieron pánico, incertidumbre y nerviosismo. Quien ha sido privado de su libertad no sabe qué hacer con ella cuando la obtiene.

Vi a varios de mis amigos perdiéndose a través de las plantaciones o corriendo hacia el puerto para embarcarse en el primer navío que aceptara llevarlos fuera de aquella isla maldita de esclavitud y de miseria.

La esclava con la que vivía en mi cabaña me vio regresar y estalló en un llanto desesperado que le hacía temblar todo el cuerpo.

—¿Qué te pasa? —le pregunté cariñosamente.

—Te vas a ir.

—Somos libres ahora.

—Yo era más libre a tu lado.

—Ahora puedes hacer lo que quieras con tu vida.

—No, no puedo.

—Nadie te lo va a impedir —aseguré mientras la abrazaba.

—Quiero quedarme contigo.

—Yo tengo que regresar a mi país.

—Me voy a tu país contigo.

—No puedo alistarme en una tripulación estando a tu lado.

—¿Ves que no soy libre?

—Tengo que irme —dije alejándome unos pasos de ella.

—Nunca fuiste mío.

—¿Qué dices?

—A veces te quedabas horas mirando el mar, pensativo, y yo sabía que un día te irías detrás de tus recuerdos y de tus sueños.

—Soy un marino, no lo puedo evitar.

—Ustedes son como sacerdotes, no deberían acercarse a las mujeres.

Comencé a meter mis objetos personales en una mochila de cuero de vaca. Ella continuó:

—Ustedes están enamorados del agua, de las corrientes, del flujo y el reflujo de las mareas interminables. No conocen el amor entre seres humanos.

Recogí mis puñales, mis dagas y mis alfanjes, y alcancé a murmurar con una voz apagada por la tristeza:

—Gracias. Fui muy feliz a tu lado.

Y me marché sin mirar atrás. Unos aullidos terribles, como de loba herida o de gata agonizante, salieron de la cabaña y resonaron de un extremo al otro del valle entre ecos que hacían retumbar los gruñidos haciéndolos más lánguidos y más exasperantes.

Regresé a mi país sano y salvo. Me dio una gran alegría volver a escuchar mi idioma por las calles, volver a comer los platos conocidos, beber cerveza en los bares del puerto entre prostitutas insinuantes y marinos curtidos por el oficio. Algunos de ellos me recordaban y no pasó mucho tiempo antes de que se me acercaran a proponerme ingresar a sus bandas de filibusteros y corsarios. Acepté la propuesta del teniente Thomas Stradling, quien estaba a cargo del Five Ports, un navío de noventa toneladas, dieciséis cañones y sesenta y tres hombres conformando la tripulación. Viajaríamos acompañados por el Saint George para dar caza en el Pacífico a los galeones españoles que iban a cargar allí grandes cantidades de oro y plata recién extraídas de las minas.

Partimos en la primavera de 1703 del puerto de Liverpool. Había cumplido yo mi cumpleaños número veintisiete y estaba feliz de volver a ser lo que siempre había sido en el fondo de mí: un pirata. Navegamos sin contratiempos hasta el archipiélago de Juan Fernández, a seiscientos kilómetros del puerto de Santiago, y allí descansamos unos días de la fatiga y los rigores del viaje. Luego el teniente Stradling dio la orden de ubicar nuestros barcos entre la isla de Más Afuera y la isla de Más a Tierra. La idea no me pareció conveniente y así se lo hice saber. Los galeones españoles saldrían de Santiago hacia el sur bordeando el continente y me parecía más oportuno esperarlos en el puerto de Concepción e interceptarlos cuando estuvieran cruzando el paralelo 40° de latitud sur. Stradling se molestó por mis opiniones. Me dijo delante del segundo a bordo:

—¿Se cree muy inteligente, Selkirk?

—No, señor.

—Entonces cállese la boca.

—Sí, señor.

—Aquí el que está al mando soy yo.

—Sí, señor.

Mi advertencia se cumplió al pie de la letra. Algún soplón debió avisar de la presencia de piratas ingleses en la zona y los españoles zarparon antes de lo previsto. La distancia que teníamos no nos favoreció para darles cacería y nos quedamos con las manos vacías. Tuvimos que echarnos para atrás y volver a las islas de Juan Fernández. Comenté una vez más que había sido un error ubicarnos en esa posición. Stradling estalló en contra mía:

—Otra vez usted, Selkirk.

—Lo que digo es verdad.

—Ya le dije que se callara la boca.

—No puede ocultar que fue un error.

—Usted está aquí para obedecer órdenes, no para darlas.

—Debería escuchar un consejo de vez en cuando.

Stradling se salió de casillas y se me acercó con el rostro enrojecido y los ojos inyectados en sangre:

—A darle consejos a su puta madre.

—No se meta conmigo, teniente.

—Va a aprender a obedecer a las buenas o a las malas.

—No se haga el bravucón, teniente.

—Voy a enseñarle quién manda aquí.

Di un paso atrás y saqué mi cuchillo. Estaba seguro de que Stradling no me ganaría en una lucha cuerpo a cuerpo. Le dije:

—A ver, teniente, enséñeme.

Stradling desenfundó con rapidez un mosquetón que llevaba cargado en la parte trasera del pantalón y me apuntó con él.

—Carnicero de mierda, esto es amotinamiento.

No dije nada. Me había cogido por sorpresa. El teniente dio la orden de que me desarmaran y dos de sus hombres de confianza me agarraron por las axilas y me encadenaron.

—Al calabozo con esta rata.

Me dejaron prisionero en la sentina durante varios días a pan y agua. Me sacaron una mañana a la cubierta del barco, donde estaba Stradling esperándome. Después me llevaron a bordo de una chalupa hasta la playa de la isla Más a Tierra. El teniente dio la orden de liberarme y me arrojaron un saco con provisiones, un arcabuz con pólvora, una muda de ropa y una Biblia.

—Este es el castigo para los amotinados, Selkirk.

Y se fueron dejándome allí consternado, atónito, sin poder decir nada. Los días en el calabozo me habían aturdido y me impedían pensar con agilidad. Cuando caí en la cuenta de lo que me estaban haciendo, una ola de rabia y de desprecio me obligó a insultarlos y a gritarles obscenidades desde la costa. Los hombres de Stradling reían a carcajadas. Vi cómo zarpaba el barco dejándome abandonado a mi suerte, náufrago en una isla solitaria y desconocida. Mi único consuelo era pensar que los sueños terribles de muerte y destrucción que me habían visitado en la sentina del barco, se cumplieran punto por punto en la vida de Stradling y sus secuaces. Años más tarde me enteraría de que en efecto el Five Ports y el Saint George se habían hundido en un maelström cerca de la costa del Pacífico sudamericano.

La primera etapa de mi vida en Más a Tierra fue un infierno. Construí un precario refugio en la parte alta de la isla y sobreviví cazando uno que otro animal cuya carne podía aprovechar por varios días. Pero la falta de diálogo, la ausencia de otra persona con quien conversar y compartir, me fue destruyendo hasta conducirme a unos estados delirantes que duraban días enteros, días en los cuales permanecía ido, en un estado de inconsciencia cercano a la más completa locura. En esos períodos no comía y solía enterrarme desnudo en unos nacimientos de lodo donde orinaba y defecaba sin moverme del lugar. Cuando llegaba la noche gritaba y emitía chillidos, como quejándome al cielo de mi mísero y despreciable destino. A mi mente llegaban imágenes de la esclava de Santo Domingo: ella desnuda besándome, entregándome su cuerpo dulce y almibarado. Entonces me masturbaba una y otra vez hasta sentir arcadas y echarme a vomitar. Y ahí me quedaba, enterrado en esa mezcla de orines, excrementos, fango, semen, vómito y agua de lluvia. Cuando regresaba de los ataques volvía a mi refugio, caía rendido en mi camastro improvisado y me hundía en un largo sueño reparador.

También sufrí por la llegada de piratas franceses y españoles que ocasionalmente desembarcaban en la isla para fusilar y degollar a sus enemigos. Yo vigilaba oculto en el bosque esas orgías de sangre en las cuales compatriotas míos eran sacrificados después de violentos suplicios y torturas. No podía intentar liberarlos porque era descabellado enfrentarme yo solo a quince o veinte hombres bien armados y dispuestos a todo. A la mañana siguiente encontraba los cadáveres desfigurados en la playa y me dedicaba entonces a mi triste labor de sepulturero y sacerdote, pues, con la Biblia en la mano, recitaba unas cuantas palabras para acompañar esas almas en su largo trayecto hacia la nada.

Al décimo mes descubrí que la isla, en su costado oeste, contaba con otros visitantes más salvajes y despiadados: tribus de caníbales que venían a asar y a devorar a sus víctimas en medio de celebraciones, cantos religiosos y ritmos frenéticos de tambor e instrumentos de percusión hechos de una madera hueca que extendía los sonidos varias millas a la redonda. Esos banquetes ceremoniales de carne humana acompañados de danzas y rituales me producían pesadillas y visiones nocturnas que me aterrorizaron durante meses enteros.

El segundo año logré sobreponerme a la idea de que estaba solo, y que las probabilidades de ser rescatado por algún navío inglés eran mínimas, por no decir inexistentes. Dejé de vivir con la esperanza de la salvación y me dediqué más bien a construir una vida amable a mi alrededor. No fue fácil, pero lentamente iba dándome cuenta de mis logros y mis avances en materia de comodidad y bienestar.

Recibí como un regalo de Dios el cascarón de un barco que había naufragado cerca de la costa. En él hallé semillas y cuatro cabras asustadas que habían sobrevivido: dos machos y dos hembras. Esto me hizo suponer que la nave tenía como misión colonizar las islas.

Cultivé unas cuantas parcelas de terreno, almacené semillas para la temporada siguiente y, en lugar de matar las cabras, empecé a conformar mi primer rebaño, que introduje en un establo de troncos sin pulir a pocos metros de mi cabaña. Las cabras me dieron una leche fresca que enriqueció mi alimentación, protegiéndome así de enfermedades y fiebres que son frecuentes en esos parajes.

Al comienzo del tercer año construí otra choza cerca de una playa escondida por grandes acantilados, donde los pocos navíos que cruzaban el sector no se acercaban por temor a las rocas y arrecifes que cercaban el litoral. Era mi casa de vacaciones, un lugar de retiro y distracción para pasar los meses de verano. Pescaba, nadaba, escribía mi diario con tinta proveniente de unas conchas que yo mezclaba con grasa animal, y jugaba con un perro pastor que se había fugado de una de las chalupas francesas que había desembarcado momentáneamente en la isla, un cachorro que yo adopté como si se tratara de un hijo o un hermano menor.

Haciendo un balance, el resultado no estaba nada mal: estaba vivo y con buena salud, tenía comida suficiente, un techo donde dormir, ropa cosida con las pieles de las cabras, sal marina, miel de los panales de abejas que abundaban en el bosque de la isla, frutas silvestres, y un amigo fiel e incomparable: mi perro, que me acompañaba a todas partes y que en las noches dormía con el hocico sobre mi vientre, como un guardián leal custodiándome el sueño.

Sucesos negativos a los cuales no pude acostumbrarme, y que me dejaban muy afectado, eran los temblores regulares de tierra que sacudían la isla de manera imprevista. A veces los sismos eran de tal magnitud que agrietaban el suelo y producían avalanchas y desprendimientos de roca en la colina donde estaba construida mi cabaña. En más de una oportunidad tuve que reparar el tejado y volver a amarrar los bejucos que unían los leños del establo. Después de cada sacudida de éstas quedaba nervioso y asustado.

El cuarto año fue mi entrada al paraíso. Estaba ya adaptado a la vida de la isla y entré en un estado de tranquilidad y paz interior que nunca antes había experimentado en mi accidentada vida de pirata y aventurero. Parafraseando lo que más tarde escribiría un artista inglés sobre mí, puedo afirmar que esta época fue de beatitud, de una empatía muy honda con la diversidad de la naturaleza, una especie de fusión con el aire, el mar, los minerales y los animales de mi isla bienamada. Adquirí la capacidad de salir de mí para fundirme con el afuera. Yo, Alexander Selkirk, dejé de ser un hombre para convertirme en una posibilidad, comencé a experimentar conmigo mismo y me tropecé con la sorpresa de que todo el universo estaba distribuido en los múltiples compartimentos de mi interioridad. Dejé entonces de nombrar el mundo para ser mundo, abandoné las palabras que me alejaban de las cosas y los animales, y me uní a ellos en una estrecha hermandad que suprimía las distancias y las jerarquías que imponía el verbo. Sin darme cuenta me fui convirtiendo en un flujo, en una corriente, en un viaje a través de los elementos. Ya no éramos mi isla y yo, sino un matrimonio perfecto, una amalgama feliz en la que yo había dejado de ser un individuo para transformarme en un juego de mutaciones afortunadas.

En ese estado me encontró la tripulación del Duke, navío de guerra inglés que atracó en la isla el 31 de enero de 1709. El capitán Woodes Rogers y sus hombres se sorprendieron al ver caminando por la playa a un personaje barbado de larga cabellera que vestía extrañas ropas de piel de cabra. Yo escasamente recuerdo la escena. Cuenta el capitán que había perdido la facultad de comunicarme con los demás y que permanecía con la mirada extraviada, contemplativo, observando el vacío.

Me subieron al barco con mi perro, que no se desprendía de mi lado, y el capitán estableció horarios para que los marinos, por turnos, se acercaran a hablarme o a leerme la Biblia. Así, poco a poco, muy lentamente, fui recuperando el lenguaje, la capacidad de reflexionar, la memoria y la identidad.

Navegué un buen tiempo bajo la dirección del capitán Rogers, atacando navíos españoles y traficando oro y esclavos en los puertos de las Indias. Entre los golpes sobresalientes que llevamos a cabo estuvo el saqueo de la ciudad española de Guayaquil, en la costa pacífica de Sudámerica.

El 14 de octubre de 1711 regresé a Londres con una buena cantidad de dinero producto de mi trabajo como integrante de la tripulación del capitán Rogers. Mi historia se dio a conocer rápidamente y los periódicos y las revistas comentaban la historia del náufrago inglés que había permanecido durante años en una isla solitaria del océano Pacífico. Incluso un tiempo más tarde el escritor Daniel Defoe escribió sobre mí una novela cuyo protagonista le otorgó de inmediato fama, reconocimiento y prestigio. También sir Richard Steele reseñó y comentó mis peripecias en distintas entregas de The Englishman.

La verdad fue otra: no pude reintegrarme a la sociedad, no soporté la imposición de una serie de reglas absurdas y mal formuladas que me producían asco, desprecio y repugnancia. Empecé a alejarme de los otros, a encerrarme en mi atormentada intimidad, a marginarme de una cultura que sentía absurda, opresiva y de doble moral. Me aficioné al láudano y al licor de manera constante, lo cual me hizo descender a las zonas más lóbregas y sórdidas de Londres. Terminé alcoholizado entre vagabundos y maleantes, durmiendo a la intemperie, recorriendo la ciudad de noche y durmiendo de día bajo los puentes o por ahí arrojado en la hierba de algún césped tranquilo y poco concurrido.

Los peores instantes eran aquellos en los que llegaba a mi mente el recuerdo de mi isla, de mis sembrados y mis cabras, de mis playas con sus aguas cristalinas, de mi pequeño paraíso perdido en la lejanía del océano Pacífico.

Hace unos meses intenté detener este proceso vertiginoso de alejamiento espiritual. Me casé y procuré llevar una vida como la de los demás: obligaciones matrimoniales, hijos, anhelos de amasar una fortuna. Fue peor: me sentí prisionero de todo aquello que detestaba, me odié por mi falta de coraje y en consecuencia mi retorno al licor y al láudano fue más brutal, como si quisiera ahogar en alcohol y en opio la bestia interna que me avasallaba.

Finalmente he decidido embarcarme y regresar, esta vez sí de manera definitiva, al archipiélago de Juan Fernández. Me despido de Europa para siempre y de las costumbres que la representan. No encajé en el tiempo ni en el espacio que me tocó vivir, qué le vamos a hacer. La culpa no es de nadie.

Voy a bordo del Weymouth y una brisa suave me acaricia el rostro. El clima es formidable. Cuando llegue a Más a Tierra me arrodillaré y hundiré mis labios en su playa sedosa y nívea, me bañaré desnudo en sus aguas transparentes y subiré en la noche a la cúspide de la colina más alta para dormir bajo esa bóveda celeste tachonada de estrellas titilantes. Bienaventurados aquellos que buscan su verdadero rostro allende los mares.