Corría el año de 1919 cuando, víctima de una traición, caí prisionero en Calcuta y me trasladaron a la prisión de Hyderabad. Me encontraba al servicio de una organización hindú que deseaba rebelarse contra el Imperio británico y bloquear su tráfico mercantil en el océano Índico. La declaración inoportuna de uno de nuestros agentes produjo mi detención y el resto fueron los trámites burocráticos y los interrogatorios normales, hasta que se abrió definitivamente la reja de lo que sería de allí en adelante mi «hogar».

En la cárcel no hay nadie, sólo nuestra voz que se extiende a lo largo de la noche, esa voz tan conocida, tan insípida de haberla escuchado innumerables veces. En la prisión estamos a solas con nuestra imagen y tal experiencia, difícil de traducir a los demás, poco a poco va destruyendo de una manera implacable las fuerzas que debemos proteger con insistencia para sobrevivir. La celda es un espejo que nos aniquila, que nos mina por dentro de una manera brutal. Allí descubrí también esa bestia extraña que se esconde hábilmente tras la conciencia y que es la única capaz de obligarnos a luchar de nuevo cuando todas las circunstancias se hallan en contra nuestra. Cualquier día en cualquier lugar escuchamos su voz y entonces sabemos que ha llegado el momento y que una vez más volveremos a ponernos de pie para enfrentar con dignidad el combate, sangriento y despiadado, que continuamente nos propone la vida. No sé cómo explicarlo, porque no es algo que se experimenta con la razón ni con los sentidos y las palabras no alcanzan a abarcarlo en su totalidad. Pero en el instante menos esperado, después de haber sido pisoteados y humillados hasta niveles insospechados, algo que ha estado desde siempre en nosotros, pero que sólo hasta ahora notamos en su verdadero valor, comienza a crecer y a crecer hasta que se desborda y produce la terrible explosión que llamamos dignidad. Bueno, no sé, lo cierto fue que un día mis ojos contemplaron el espacio que se extendía más allá del muro del patio de la prisión, y sentí que la libertad me llamaba a gritos. Sí, escapar era casi imposible, lo sabía, pero lo importante no era eso, sino que prefería morir intentándolo a continuar viviendo como hasta entonces lo había hecho. No pasaría el resto de mi vida en ese lugar y no estaba dispuesto a soportar un golpe más, un insulto, una orden siquiera, por mínima que fuera. Sentí, por primera vez en dos años, que deseaba batirme cara a cara con la vida. Y eso, si no fue la libertad, significó al menos el comienzo de ella, porque de allí en adelante viví sólo para alcanzarla.

Por aquel entonces descubrí que otro hombre miraba hacia la parte externa de la prisión con el mismo ímpetu que yo lo hacía. Su nombre era Adai Shaiss y muy pronto se creó entre nosotros un vínculo de amistad inquebrantable. Entre las muchas cosas que me sorprendieron de Adai estaba el hecho de que practicara budismo zen, disciplina por la cual profesé rápidamente un hondo respeto, pues Adai, a lo largo de nuestras discusiones, me enseñó su forma coherente y sabia de ver la realidad. Recuerdo, por ejemplo, que una tarde, sentados en el patio, le pregunté casi en broma: «Adai, si fueras un hombre libre y te otorgaran un deseo, ¿cuál sería tu petición?». Se sonrió unos minutos y luego, con despreocupación, respondió: «No pediría la riqueza, porque es efímera y sin un control inteligente se convierte en la mayor carga que un hombre puede llevar. Pediría sabiduría para administrar la pobreza». Así era él. Sólo una cosa me desagradaba de Adai y era que su práctica religiosa lo convertía, tal vez sin que él lo notara, en un individuo gregario. Su sueño era salir para internarse en un monasterio y tal sentimiento me era repulsivo. También, como consecuencia de este primer aspecto, Adai no era un hombre selectivo en su trato con los demás. Indistintamente entablaba diálogo con aquéllos que, de una u otra forma, estaban vinculados con su creencia espiritual. Yo lo respetaba porque en el poco tiempo que lo conocía había descubierto en él a un hombre salido de lo común, pero ese sentimiento de rebaño en un individuo de semejantes características me producía una sensación repugnante. No obstante, deposité en él toda mi confianza y decidimos fugarnos cuando los preparativos estuvieran concluidos. A ambos nos convenía que fuera cuanto antes, porque nuestras condenas, indefinidas e imprecisas, se alargaban semana tras semana sin que se nos anunciara nada en concreto con respecto a ellas. Además, Adai se encontraba en prisión por acontecimientos que correspondían más a un problema personal con el jefe de policía de Calcuta, que a sucesos que tuvieran que ver efectivamente con la justicia. La razón era la siguiente: Adai vivía en un monasterio a quince millas de Calcuta y un día cualquiera el jefe de policía decidió registrar la edificación, creyendo que en su interior los monjes escondían armamento para las pequeñas guerrillas de patriotas que solían atacar los campamentos ingleses. Pero lo grave no fue esto, sino que el registro se hizo en las primeras horas de la mañana, cuando los monjes se hallaban en meditación. Adai, indignado por el atropello, se dirigió a la mañana siguiente hacia la jefatura de policía y al llegar se sentó frente a la fachada principal en postura de Dhyana, a manera de protesta. Las horas iban pasando y lo que en un comienzo había sido simple incomodidad para las directivas de policía, se convirtió poco a poco en total desesperación; Adai no daba muestra de querer moverse de allí. La gente murmuraba ya por toda la ciudad. Al mediodía siguiente varios guardias le ordenaron a Adai que regresara a su monasterio. Él, sin manifestar el menor cansancio, se limitó a mantener intacta su postura. Primero llegó una patada al vientre, luego un golpe de fusil a la cara, y al ver que Adai permanecía inmóvil, impertérrito, los guardias decidieron darle una paliza brutal. Enseguida lo condujeron ante el jefe de policía. Adai, callado todo el tiempo frente al hombre, sólo cuando escuchó que lo iban a internar en prisión, le dijo: «Eres tan débil que debes usar la fuerza física para doblegarme». De esta manera, Adai había terminado finalmente en la prisión de Hyderabad, sin saber a ciencia cierta —como en mi caso— cuánto tiempo debía permanecer en ella. Por eso habíamos tomado la determinación de fugarnos en el menor lapso de tiempo posible.

El plan era sencillo, aunque no por ello dejaba de tener sus riesgos. Pensábamos colocar varios tacos de dinamita en el muro norte, detrás de los baños y las duchas que estaban a pocos metros de la torre nororiental de vigilancia. La razón por la cual elegimos ese sector era evidente: por allí cruzaba un riachuelo de oriente a occidente, que con un poco de suerte nos serviría para alejarnos de la ciudad. Adai había contactado ya, por medio de unos monjes que solían visitarlo, la gente que estaba dispuesta a suministrarnos la dinamita. Yo, por mi parte, entablé por aquellos días amistad con Aabdón Mujaíl, un musulmán silencioso que tenía permiso de las autoridades para vender pasteles, café, cigarrillos y cosas similares que los presos necesitan para entretener el ocio que los inunda. Le expliqué a Mujaíl abiertamente nuestro plan y le solicité que guardara la dinamita en su caseta mientras llegaba el momento propicio. Él, que según rumores de los demás prisioneros había sido náufrago durante varios meses en una isla abandonada, se limitó a contestarme: «Lo haré, sí, a cambio de que me lleven con ustedes». Acepté, y acordamos con Adai que ejecutaríamos el plan dos semanas después, cuando llegara luna nueva. Mientras tanto precisaríamos algunos detalles y avisaríamos a los monjes amigos de Adai para que tuvieran listo un pequeño pontón en la orilla sur del riachuelo el día de la fuga.

En la época señalada uno de los amigos de Adai logró entrar la dinamita escondida bajo su kesa y, según órdenes que le habíamos dado previamente, se la entregó a Mujaíl en los baños para que éste a su vez la depositara en un foso que había preparado en el expendio de víveres y cigarrillos. Así se cumplió la primera parte del plan con éxito. Tres días después intentaríamos el golpe final.

Fue entonces, lo recuerdo, que tropecé en la Biblioteca (si ese nombre puede aplicarse a un estante viejo repleto de libracos polvorientos y en desorden) con un viajero inglés que había sido detenido momentáneamente mientras se revisaba su documentación. Eran días peligrosos aquéllos; las autoridades estaban nerviosas porque, según indicaban los sucesos de los últimos meses, el país estaba preparado para una revuelta general. Si se le verificaba al hombre algún vínculo comprometedor, estaba perdido. Pero si, por el contrario, se encontraba libre de cualquier sospecha, saldría uno o dos días más tarde. Esa era su situación, que todos conocíamos porque no pernoctaba ni en el pabellón de presos regulares ni en el de presos peligrosos, sino en las habitaciones especiales que para tales casos se habían construido en el edificio de la Administración. El hombre en cuestión, de unos sesenta años, barba blanca y recia musculatura, entabló rápidamente conversación conmigo y se interesó por mi historia.

Le conté mi infancia en Anatolia, luego las ideas que me habían llevado a luchar en la India y por último cómo había abandonado la gran pasión de mi vida: escribir. Hasta este punto de la conversación el hombre había escuchado todo con placidez y de tanto en tanto preguntaba u opinaba con discreción. Pero al llegar aquí sus ojos tomaron un brillo extraño y nuestras palabras se hicieron más íntimas, más agudas, más tristes también. Las recuerdo con exactitud:

—Si abandonó la escritura, no debió ser muy importante en su vida…

—Era tan importante, que se convirtió en una idea obsesiva que me perseguía a todas partes. Hasta que un día me di cuenta de que esa idea no me dejaba vivir con tranquilidad, gozar mis años de juventud, compartir con los demás…

—¿No pensó desde el comienzo que ése era el precio que tenía que pagar?

—El problema era que la vida me reclamaba y yo deseaba ir a su encuentro. Hasta el momento había contemplado el mundo con una superioridad que era producto de la distancia que guardaba con respecto a él; de pronto me aburrí de la cima de la montaña y quise hundirme en el fango de los valles, en las arenas movedizas, en el lodo de los esteros nauseabundos. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sí, por eso ahora está aquí…

—Voy a contarle algo que no le he dicho a nadie jamás. Durante cierto tiempo amé a una mujer extraordinaria y logré, no sin dificultad, entregarme a ella y a mi vocación literaria simultáneamente. Y cuando llegó la crisis de la que le hablo, ambas me parecían insoportables. Sentía murallas por todas partes. Además, descubrí que yo amaba como escribía: con una vehemencia total. Le parecerá ridículo, pero me comencé a sentir asfixiado, oprimido, perseguido. La crisis iba en aumento. Soñaba —deliraba casi— con un mundo donde no existieran el amor y los deseos de escribir. Estuve a punto de enloquecer. Entonces me embarqué en busca de algo que presentía, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba.

—¿Y lo encontró?

—Nunca me pregunto eso. Lo cierto es que ahora me gusta que vivir sea un riesgo. ¿Y sabe?, el amor patológico del que me embriagué tanto tiempo ha desaparecido. Los deseos de escribir no.

Guardé silencio. Me sentía cansado, exhausto; no comprendía por qué le había hablado al inglés de todo eso. Mirando a través de la ventana pude notar que una luz rojiza se extendía a lo largo de la prisión. Un guardia entró para anunciarnos que era hora de cerrar la biblioteca. Nos despedimos, no sin antes prometernos una segunda entrevista.

A la mañana siguiente fuimos despertados por un alboroto general que los guardias crearon en el pabellón de presos regulares. Nos hicieron formar a lo largo del corredor mientras volteaban camas y colchones, pateaban nuestros efectos personales y murmuraban maldiciones. Adai y yo nos mirábamos sin ocultar nuestro mutuo nerviosismo. Ambos sabíamos que semejante indagación estaba sin duda relacionada con el plan de fuga, pero lo que nos inquietaba en ese momento era saber hasta dónde lo conocían. No nos demoramos en averiguarlo, porque al no encontrar nada de importancia durante la pesquisa, nos ordenaron salir al patio para verificar la presencia de cada uno de los prisioneros. Media hora después, tranquilos al percibir que ninguno de nosotros estaba ausente y que las cosas se encontraban en orden, se nos permitió romper filas. Enseguida nos llegó información sobre Mujaíl, quien tenía a esas alturas la responsabilidad más ardua del plan, corriendo incluso peligro su vida en caso de que descubrieran la dinamita. Los rumores decían que lo estaban golpeando en la parte de atrás de los baños y las duchas, donde el interrogatorio podían llevarlo a cabo sin dificultad de ser interrumpidos por los demás reclusos. Nos encaminábamos ya Adai y yo a ese sector, cuando divisamos tres hombres trasladando a Mujaíl hacia el centro del patio.

Lo traían a rastras, con la cara y el cuerpo hinchados y llenos de moretones. Dos cortadas hondas y sinuosas que le atravesaban la frente acentuaban aún más los rastros de la golpiza. La escena nos impresionó no porque fuera inusual, sino porque era sabido en toda la prisión que Mujaíl sabía pelear como ninguno; jamás le habían tocado la cara en las innumerables contiendas que había tenido durante su reclusión. Los árabes, al igual que los egipcios y los de Jordania, tenían fama de ser lentos y torpes en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Pero Mujaíl era libanés y los del norte eran otra cosa: su agilidad desconcertaba, eran veloces con las piernas al momento de patear y sobre todo utilizaban los cabezazos y los codazos en forma rápida y efectiva. En cierta oportunidad, por un problema de dineros, Mujaíl discutió con un hindú. El hombre perdió el control y comenzó a vociferar insultos airadamente contra Mujaíl. En cuestión de segundos éste lo agarró por las orejas y lo hundió a cabezazos en la tienda de víveres. Cuando sonó el silbato y los guardias se acercaron para separar a los dos contrincantes, el hindú tenía la cara destrozada e irreconocible. En otra ocasión Mujaíl se enfrentó a una pequeña banda que estaba haciendo de las suyas en el pabellón de presos regulares. Los individuos lo visitaron una tarde para comunicarle que debía entregarles, sin costo alguno, cierta cantidad de cigarrillos a la semana. Mujaíl no les dio tiempo siquiera para discutir o amenazar. Los encaró allí mismo y a los dos minutos seguía de pie, sonriéndose, mientras tres de ellos estaban en el piso con la cara rota o las manos en los testículos. Su rapidez y su contundencia al momento de golpear eran en verdad asombrosas.

Por eso al verlo desfigurado y cubierto de sangre, todos los que estábamos en el patio guardamos un silencio total que escondía la ira y la indignación que se iban apoderando de nosotros. Dos hombres se detuvieron justo en la mitad del patio. Varios guardias empezaron a rodear el sector. Y allí, frente a todos los prisioneros, levantaron dos troncos y crucificaron a Mujaíl para escarmiento general. Cuando concluyeron de hacerlo dejaron dos soldados armados y dieron la orden de alejarse de la zona. En eso escuché una voz que recitaba detrás mío:

—«Estando en la cruz

extrañas imágenes te visitarán.

Y saldrás de ti

hacia nuevos y vastos territorios

donde la palabra y el gesto

no caerán en el olvido».

Me volteé y vi al viajero inglés muy serio, con los brazos cruzados en el pecho. Le pregunté un poco molesto por su actitud arrogante:

—¿Qué significa eso? ¿Por qué enuncia esas palabras?

—Pertenecen a un poeta árabe: Mahmud Saleh. Ellas son una metáfora de la creación literaria. Son una especie de condena. Significa que el escritor debe ser crucificado en el centro de la vida antes de encontrar la confirmación de su oficio.

Y sin dar una explicación más se alejó hacia las oficinas de la Administración.

En las horas de la tarde supimos con Adai que las autoridades desconocían por completo el plan. Habían descubierto la dinamita en la tienda de Mujaíl, pero éste, por supuesto, no nos había delatado. Para nosotros su sacrificio era un aliento, una fuerza desconocida que nos obligaría a intentarlo de nuevo. Si él no nos había denunciado era porque aún guardaba la esperanza de que lográramos escapar. Por lo tanto nos fugaríamos tarde o temprano, sí, y ésa sería nuestra mejor forma de vengarlo.

Pensando en el admirable coraje que Mujaíl había demostrado en el transcurso del día, me dirigí hacia el pabellón para ordenar mis pertenencias, maltratadas durante la revisión de la mañana. Al entrar, un guardia me entregó un pequeño paquete envuelto en papel sucio y barato.

—¿Qué diablos es esto? —le pregunté iracundo.

—Un regalo. Lo trajo el viajero inglés que se encontraba en las oficinas de la Administración.

Rasgué el papel con furia y contemplé su contenido. Era un barco de madera pequeño, diestramente construido y entre las velas diminutas divisé una hoja de papel. En ella pude leer la siguiente nota, escrita con letra no exenta de cierta agradable placidez:

«El escritor opta continuamente entre la Literatura o la Vida. Debe elegir, porque de lo contrario el peso de ambas lo destrozaría. No lo olvide».

Me acerqué a la ventana. La lluvia, fuerte, certera, caía sobre el patio. Una pregunta me atormentaba: ¿Quién era el viajero inglés? ¿Qué extraño poder poseía para, de un momento a otro, dejar una nota que me hacía erizar la piel misteriosamente? ¿Por qué partía sin despedirse? En el centro del pecho una ansiedad que iba en aumento me obligaba a respirar con dificultad. Mis manos se movían con nerviosismo. Decidí, al fin, salir, cruzar el patio y preguntarle al viajero en la puerta de salida su nombre y su oficio. Aún tenía tiempo.

Cogí el barco y el mensaje y caminando por entre la lluvia torrencial que inundaba el patio de la cárcel, llegué hasta donde estaba Mujaíl agonizante. Los soldados me impidieron el paso. Expliqué que me era indispensable acercarme hasta la puerta principal para decir dos palabras al viajero inglés, pero se negaron rotundamente. Eran órdenes del comandante en jefe.

La lluvia me escurría por todo el cuerpo. Levanté la cabeza y vi que la puerta principal se abría para dejar pasar a un encapuchado y a los respectivos criados que llevaban el equipaje. Grité. Y mientras levantaba mi mano para despedirme del anciano, no sé por qué mis ojos se fijaron en un baúl con herrajes de cobre que estaba a su lado. En él, brillantes, diáfanas, se destacaban estas palabras que de un momento a otro me revelaron la identidad del viejo aventurero: «Mr. Joseph Conrad».

Entonces lo comprendí todo. Y sentí mi vida pequeña, infernal, como un calabozo de tortura. Y lloré.