Soy Charles Baudesson, capitán del Kintyre, navío inglés dedicado al intercambio mercantil entre algunos puertos europeos y las islas de Melanesia y Polinesia, en el océano Pacífico Meridional. La historia que a continuación narraré es la única forma de romper el silencio que me consume; abrigo la esperanza de que ella llegue algún día a ser conocida en Europa, y que de esta manera aquéllos que me conocieron tengan acceso a la terrible encrucijada que me tendió el destino.
Salimos de Bournemouth el 9 de agosto de 1859. Llegamos a las Azores el 20 de septiembre, luego de hacer escala en varios puertos portugueses, en los cuales compramos vino y provisiones suficientes. Permanecimos tres noches en las Azores y en ninguna de ellas descendí a tierra. Temía que los hombres decidieran tomar represalias en contra del Kintyre, en vista de que el jefe de la compañía los había sancionado en Bournemouth por encontrar irregularidades en las bodegas. Mis sospechas se centraban principalmente en un hombre: Walter Wood. Era un tipo silencioso, de mirada esquiva, sin amigos entre la tripulación y en general de costumbres bastante extrañas. Solía vagabundear por los burdeles de los puertos y en varias ocasiones lo encontré borracho en la playa, murmurando palabras ininteligibles en idiomas desconocidos.
Algunos marineros afirmaban que Wood había contraído matrimonio en Djask, puerto persa del golfo de Omán, y que después de un año feliz de matrimonio había ahorcado a su mujer en medio de una embriaguez que le costó tres años de prisión. Yo procuraba no darle demasiada importancia a esos rumores, pues historias similares se habían tejido siempre alrededor de hombres como Wood.
La noche antes de partir alisté el revólver y me dispuse a hacer una vigilancia rigurosa en los lugares cercanos al barco. Cerca de las dos de la mañana divisé una sombra que se acercaba al muelle por el lado de la costa. Me escondí detrás de unas cajas de aceite español que habían sido desembarcadas esa misma tarde. El hombre se detuvo frente a la proa y en el momento justo en que se disponía a trepar por la escalerilla lo alumbré con la linterna: era Wood. Me acerqué a él con lentitud.
—¿Qué diablos haces aquí a estas horas?
—Nada en especial. Estaba aburrido y decidí venir a echar un vistazo.
—¿Y lo que llevas bajo el brazo?
—Un poco de vino. Me lo regalaron en la taberna del viejo Moe.
—Bueno, lárgate. Sabes muy bien que nadie puede subir a bordo hasta las cinco.
Me miró como si fuera a lanzarse sobre mí para tajarme la carne a cuchilladas y se fue sin decir una palabra. Cuando lo vi lejos quité mi mano derecha del revólver. Lo habría matado como a un perro si hubiera intentado el más mínimo movimiento.
Al amanecer comenzaron a llegar los integrantes de la tripulación, pero él no se presentó. Jamás volví a verlo y creo que mi vida no sería hoy lo que es de haber permitido que Walter Wood volara la embarcación aquella noche. No se me ocurrió pensar que ese misterioso marinero se llevaba mi felicidad debajo del brazo.
Partimos de las Azores el 23 de septiembre a las siete de la mañana, con un tiempo formidable que auguraba un buen viaje. Mis hombres se encontraban optimistas y muy pronto dejamos de ver el último pedazo de tierra que se insinuaba a lo lejos. Durante tres meses navegamos sin contratiempos. La segunda semana del cuarto mes —el 3 de enero de 1860— el cielo se nubló en su totalidad, los vientos azotaron con violencia las velas y en la atmósfera podía percibirse el hálito de la próxima tormenta. Al llegar la noche el cielo pareció quebrarse en miles de fragmentos a la vez y la lluvia se lanzó con decisión hacia nosotros. Había dado las instrucciones necesarias para evitar descuidos fatales, pero éstas no fueron cumplidas con exactitud. Una hora después, más de la mitad de la tripulación había sido arrojada por la borda. Las olas pasaron de medianas a gigantescas, haciendo inevitable la inundación dentro del buque; nuestra respiración se hacía más difícil, pues ellas se estrellaban contra nuestros cuerpos, manteniéndonos hasta siete u ocho segundos por debajo del agua. El viento nos impulsaba hacia el suroeste, desviándonos varias millas de nuestra ruta original. Esto complicaba la situación porque nos impedía navegar hacia la isla de Santa Helena, donde era posible encontrar ayuda. Estábamos a 20° de longitud oeste, 15°8’ de latitud sur, y aproximadamente nos dirigíamos hacia el Trópico de Capricornio con 25° longitud oeste. Siguiendo mis cálculos, al cabo de seis o siete días estaríamos frente a las costas de Brasil o, mejor, el Kintyre con nuestros cadáveres sobre la cubierta.
En la mañana del segundo día la tempestad amainó y cerca de las doce desapareció por completo, dando paso a un sol tropical que comenzó a quemar nuestra piel húmeda y maltratada. Me arrastré como pude hasta la proa del barco y fui preguntando uno por uno los nombres de los marineros: sólo once respondieron. Luego bajé a las bodegas y comprobé con alegría que la carga estaba a salvo. En general, nuestra situación era bastante aceptable: el Kintyre no había sido herido de gravedad, la mercancía permanecía intacta y teníamos comida suficiente. La suerte no nos abandonaba.
En las siguientes horas dos de los heridos murieron y nos vimos en la necesidad de tirarlos al mar con los demás cadáveres para evitar alguna epidemia. Recuerdo que uno de los hombres me dijo con voz grave, penetrante:
—Sabe una cosa, capitán, en Biak enterramos a los muertos con un libro en la mano, generalmente la Biblia, y una bolsa de tabaco en los bolsillos.
—¿Para qué, Hedin?
—Para que la eternidad no los coja por sorpresa.
El 15 de febrero llegamos a Tristán da Cunha, isla perteneciente al Brasil, donde hicimos unas cuantas reparaciones al Kintyre. Allí contraté hombres suficientes para completar la tripulación y el 20 partimos con rumbo a las Georgias del Sur, últimas islas del océano Atlántico que aparecían en nuestra ruta. Según los cálculos, estaríamos en ellas en los primeros días de mayo, como en efecto sucedió. Durante este tiempo hubo un acontecimiento que sorprendió a la tripulación: el suicidio de Athol Joyce, marinero irlandés de treinta y tres años que había ingresado a la compañía dos lustros atrás. Lo descubrimos una mañana ahorcado del mástil de la vela mayor. La soga estaba oculta entre la carne del cuello y su cadáver amoratado se bamboleaba por la fuerza del viento. Encontramos entre sus cosas la siguiente nota —que transcribo de memoria—, dirigida a una mujer que todos desconocíamos:
Evelyne,
Ya nada tiene sentido. He vivido cinco años con tu recuerdo incrustado en el cuerpo y el mar no ha podido vencer las innumerables señales de aquellas noches compartidas. Ahora la nostalgia no me basta. Por eso he decidido ir hacia otros territorios, donde acaso mi alma encuentre el olvido. Pero ten presente siempre, Evelyne, que un día regresaré.
Athol Joyce
El 2 de junio de 1860, a las 6 a. m., nos encontrábamos a 48°15’ de longitud oeste y a 61°37’12’’ de latitud sur, lo que indicaba que muy pronto estaríamos cruzando el pasaje de Drake. El mar estaba en calma y la temperatura, aunque bastante baja, era agradable. Vimos varias ballenas que pasaban cerca del Kintyre, provenientes seguramente del mar de Bellingshausen.
Llegó la noche. El viento comenzó a soplar hacia el sur. Ese hecho era peligroso en este lugar ya que con frecuencia se formaban inmensos remolinos de corrientes inestables que iban y venían desde el cabo de Hornos hasta las islas Shetland del Sur. A las diez de la noche el cielo era una densa masa negra y el viento aumentó su potencia. Bajamos las velas, reforzamos la amurada de estribor y cada cual buscó la posición que creía más estratégica para no ser arrojado por la borda. Algunos hombres se pasaron las amarras por el pecho o los hombros, error fatal que unas horas más tarde les costaría la vida. Cerca de las tres, las olas que embestían contra la proa alcanzaban los cinco o seis metros de altura. El peligro aumentaba porque estábamos entrando en zona de icebergs. Era necesario aligerar el buque cuanto antes y decidí arrojar al mar el mayor número de objetos posible, incluida la carga. Con grandes peligros logramos en una media hora desocupar casi por completo el barco; a pesar de ello, el naufragio parecía inevitable: las olas habían crecido de tamaño, el viento era ahora un huracán que golpeaba desde varios puntos, las corrientes submarinas impulsaban la nave hacia abajo y lo peor era que el Kintyre comenzaba a chocar con los diferentes icebergs que hallaba a su paso.
A las siete de la mañana la oscuridad era total. Los hombres que se localizaron en popa habían sido arrojados al agua y de los que se sujetaron cerca de la serviola sólo quedaban los cadáveres, pues los golpes continuos despedazaron la amurada de estribor, permitiendo la entrada de una inmensa columna de agua que los ahogó con prontitud.
Los cinco que nos tendimos cerca del palo mayor permanecíamos aún con vida. Las chalupas, localizadas detrás de nosotros, nos protegían de las olas que rompían contra la banda de estribor; por el otro lado, la amurada de babor, que seguía sujeta a la base, impedía que la inundación sobrepasara los dos pies de altura. Además, nuestros brazos estaban trenzados sobre las argollas de las chalupas, lo cual no permitía que fuéramos arrastrados por las olas que llegaban hasta nosotros. Así resistimos el segundo día y la mañana del tercero. Luego la tormenta cedió y pudimos finalmente ponernos de rodillas.
Comprobamos horrorizados que Allridce tenía la espalda rota y que el bauprés, al ser desgajado por el viento, había aplastado la cabeza del piloto Stigand contra el piso. Los otros tres estábamos al borde de la muerte: el cuerpo lleno de heridas, la piel como una masa gelatinosa en estado de descomposición, con fiebre y una debilidad total nos hacía perder el conocimiento con frecuencia.
De los siguientes dos días mi memoria sólo tiene registros parciales. Recuerdo que el Kintyre navegaba por un mar azul brillante, y que, simulando una familia de lagartijas, nos arrastrábamos hasta la proa para contemplar los témpanos de hielo con los ojos embrutecidos. Intentábamos hablar, pero los labios nos traicionaban y murmurábamos palabras inconexas que ninguno comprendía. Esa noche John Hose, víctima de alucinaciones y pronunciando repetidas veces «tierra, tierra…», se tiró por la borda. Su camisa estaba a mi lado y el olor penetrante de la sangre que habían derramado sus heridas se filtraba hasta los rincones más apartados de mi cerebro. Me hice a un lado y comencé a vomitar un líquido espeso, sobre el cual me dormí a los pocos minutos. De repente, una violenta sacudida me trajo de nuevo a la vigilia. Me apoyé sobre el maderamen de la cubierta para mirar qué había sucedido y vi que la popa, sin consecuencias graves, había chocado contra uno de los tantos icebergs. Debo aclarar que esta secuencia de imágenes la vi como en un sueño y que por momentos me costaba trabajo creer, primero, que estaba vivo y, segundo, que estaba despierto. Parecía que mi mente se hubiese extraviado en un insondable letargo. Así, en un estado de debilidad mental absoluta, fui testigo de algo que en un principio me pareció imposible, pero que luego tuve que aceptar como un hecho autónomo que se había desarrollado en el plano de la realidad: apoyado sobre el codaste, con la mano derecha en el timón, un viejo de cabellos largos y barba gris viraba el Kintyre hacia estribor. Cerré los ojos y los volví a abrir, esperando que la imagen desapareciera, pero por el contrario, se hacía cada vez más auténtica. De dónde salió el anciano y por qué se presentaba a salvar nuestra embarcación es algo que entonces no supe y cuya explicación todavía no logro descifrar. Sólo recuerdo que en esos instantes llegó a mi trastornada memoria la historia de San Brendan, monje irlandés que según unos textos latinos del siglo VIII d. C. atravesó el Atlántico en un barco forrado con cuero.
Los papiros originales narraban la historia de cómo el monje y su tripulación de misioneros habían llegado a costas americanas en el siglo VI d. C. Si esto era cierto, aquellos hombres habían llegado a América casi mil años antes que Colón y cuatrocientos antes que los vikingos. Tales textos se mencionaban con frecuencia en tratados de navegación y, de vez en cuando, en las tabernas de Irlanda se escuchaba a los marineros tejer hipótesis sobre ellos.
El viejo, junto al timón, me miraba con tranquilidad. Su túnica mecida al viento y la imponencia bíblica de su figura instauraron en la embarcación una atmósfera de irrealidad. Al verlo allí, como un viajero llegado de tiempos remotos, tuve la certeza, de una manera totalmente irracional, de que él era San Brendan conduciendo el Kintyre con ternura hacia los umbrales de la muerte. Luego perdí el conocimiento.
Una mañana fresca y resplandeciente, de ésas que sólo se presentan en el trópico, desperté en una choza de aspecto indígena. El mar se escuchaba a lo lejos y un hombre de apariencia europea estaba parado muy cerca del camastro. Me impresionó observar que su rostro estaba cubierto por unas erupciones que se perdían entre el cabello. Se dirigió a mí con voz suave y armoniosa:
—Tranquilícese, ya pasó el peligro. Descanse.
—¿Dónde estoy?
—En la isla de Molokai.
La respuesta me llegó como una bofetada. Molokai era la isla donde se recluían los leprosos de la Polinesia. Me incorporé con lentitud hasta quedar sentado y miré al hombre fijamente para comprobar si se estaba burlando de mí. Pareció adivinar las ideas que cruzaban por mi mente:
—Sí, está en Polinesia y entre leprosos. Pero le ruego que no se preocupe. A las once vendrá el padre Damián y él le explicará.
—¿Qué hora es?
—Las nueve y media.
—¿A qué fecha estamos?
—A 14 de septiembre de 1860.
En ese instante, cuando escuché a mi interlocutor pronunciar el día y el año, recordé paso a paso toda la travesía. Mi sorpresa no tuvo límites. ¿Cómo diablos había llegado yo desde el pasaje de Drake hasta Polinesia? En ese lapso de tiempo —tres meses— ¿quién había cuidado de mí y por qué no lo recordaba? Y el Kintyre, ¿en qué condiciones estaba? Estas preguntas, y muchas más, se quedaron sin respuesta. Sólo a la última se refirió el padre Damián cuando llegó. Era un hombre alto, de ojos claros, el pelo cortado a ras y una cicatriz en el pómulo izquierdo acentuaba la dureza de sus rasgos. Me dijo que una mañana uno de los enfermeros me encontró sobre la cubierta del barco, el cual había encallado en la parte suroriental de la isla. «Lo más conveniente —afirmó con voz grave— es que se olvide de su barco. El casco está hecho pedazos». Después nos interrogamos mutuamente. Yo procuré guardar la distancia en la conversación y le narré al sacerdote los aspectos principales de mi aventura, suprimiendo, obviamente, el pasaje de San Brendan. Al terminar nuestro diálogo, supe que mi llegada a la isla podía fijarse con exactitud el 8 de septiembre, que la gravedad de mi estado de salud se reducía a una pierna rota y que me encontraba sin barco, sin tripulación y sin dinero. Mirándola con objetividad y desde varios puntos, mi situación era por completo desfavorable. Pero estaba vivo y eso era lo importante.
Antes de que el padre se retirara, decidí preguntarle de una manera abierta algo que venía preocupándome:
—¿Padre, en el transcurso de esta semana he sido atendido por los enfermos?
—No. Ninguno de ellos lo ha tocado y la comida le ha sido suministrada con sumo cuidado para evitar el contagio.
—Otra cosa padre. ¿Es posible salir de la isla?
Se sonrió y respondió como si fuéramos viejos amigos:
—Claro, capitán. Sólo a los enfermos les está prohibido hacerlo. Apenas se mejore de su pierna podrá irse.
Le di las gracias, y salió.
Permanecí dos semanas en cama. En esos días conocí al enfermero Yei Ozaki, un indígena de la tribu kiva que hablaba inglés como un catedrático londinense. Era un hombre muy agradable, con un humor como jamás he visto otro y su sincera amistad trajo a mi vida un poco de alegría. Solía decirme: «¿Qué le parece, capitán, si le amputo la pierna y nos hacemos un buen bistec?». Yei me puso al tanto de la organización social de la isla y me contó que el padre Damián había llegado desde Bélgica hacía nueve años. Desde entonces, aseguró, sus órdenes eran acatadas con temor por la comunidad. Las palabras de Yei, casi como un presagio, quedaron fijas en mi cerebro.
La noche del 2 de octubre, prácticamente recuperado, salí a dar una vuelta por los alrededores. Mi partida estaba próxima y deseaba recorrer ciertos lugares de la isla que no había visitado. El cielo estaba lleno de estrellas. Me dirigí al norte y trepé hacia la parte alta por un sendero que ascendía zigzagueando. Al llegar a la cima me senté unos segundos para descansar. Entonces unos lejanos cantos llegaron a mis oídos arrastrados por el viento. En ese momento creí que lo más conveniente era regresar, pero una curiosidad indefinible me obligó a caminar hacia el sector de la montaña de donde provenían aquellas lúgubres voces. Deslizándome con cuidado por la enramada, llegué a una especie de pequeño valle donde una multitud se encontraba agrupada formando círculos concéntricos. Me escondí entre los arbustos y lo que presencié me dejó varios minutos inmóvil: en el centro del grupo, el padre Damián se disponía a crucificar a una muchacha de unos catorce años vestida de blanco. Las mujeres entonaban cantos fúnebres y los hombres, con la cabeza sobre el pecho, balanceaban sus cuerpos de un lado para el otro. Cerca a la cruz, una olla gigantesca dejaba escapar un olor agrio y nauseabundo. El padre levantó los brazos al cielo y gritó las siguientes palabras:
—¡Poderoso Azrael!, te ofrecemos esta víctima como símbolo de nuestra devoción y esperamos que la sangre aquí derramada sea de tu agrado. No olvides que nuestra comunidad te ama y te obedece. ¡Oh, divino Azrael, danos tu protección!
El sacerdote trepó sobre un tronco y, riendo en forma demencial, clavó la primera mano a la tabla. Un alarido se dejó oír por todos los rincones de la montaña. El clavo había roto el hueso, convirtiendo la mano en un amasijo de carne y sangre. La muchacha lloraba y gritaba a la vez. En el siguiente golpe, el padre Damián no reía, sino que gritaba con cierto frenesí, produciendo unos agudos chillidos. Yo me encontraba paralizado por el terror y no fui capaz de levantarme para escapar de aquel endemoniado lugar.
El último clavo, en los pies, fue hundido de una manera brutal: lo golpeó varias veces, hasta que se perdió entre las venas y los tejidos machacados. La sangre manaba a borbotones. Los gritos de dolor de la muchacha se mezclaban con los alaridos de felicidad que salían de la garganta de su verdugo. Por un instante parecieron uno.
Luego se degolló a la crucificada y los integrantes de la ceremonia untaron sus ropajes con la sangre que brotaba del cuerpo. Continuaban los cantos y se había comenzado a beber del líquido que estaba dentro de la olla. Enseguida, completamente ebrios, los hombres se lanzaron sobre las mujeres, las desnudaron y las tiraron sobre la hierba. Las mujeres gemían, dejándose poseer con agrado. En cada lugar de la planicie se trenzaban cuerpos llagados, se besaban rostros con vejigas y del roce continuo de las costras salía una pus espesa que se esparcía entre la hojarasca. El padre Damián, arrodillado frente a la cruz, susurraba oraciones incomprensibles.
Mi mente estaba trastornada. Sabía que era necesario huir, pero una fuerza misteriosa me impulsaba a participar en la orgía. Deseaba lanzarme sobre alguna de aquellas leprosas y penetrarla hasta que llegara el amanecer. Fue así como, inconscientemente y de un momento a otro, me encontré en el centro del grupo abrazando el cuerpo carcomido de una mujer desconocida. Me entregué a ella sin pensar en nada y el placer que me dio su cuerpo me condujo al camino del infierno.
Esa misma noche me apresaron. Fui conducido al sótano de la iglesia, donde el sacerdote y un grupo de cinco leprosos me torturaron sin piedad. Quedé desnudo sobre el piso, con la espalda lacerada, los dedos de la mano derecha quebrados y escupiendo sangre por la boca. Allí estuve seis días y seis noches, amarrado a una columna que dividía el lugar en dos partes. Por ser una estancia subterránea, el sol no entraba y el aire era escaso. Muy pronto mis excrementos dieron origen a una fetidez insoportable y el cuerpo se me fue cubriendo de pequeñas manchas violáceas. De esta manera, como un cadáver insepulto, comencé a orar en silencio.
Ahora, mientras la lepra se va extendiendo por mi cuerpo, escribo estas inútiles palabras. Estoy recluido en una cabaña, donde dos de los enfermos me vigilan día y noche. Yei Ozaki viene en las mañanas, prepara sus menjurjes medicinales y me limpia con ellos las pústulas y las inflamaciones más afectadas. Lo he notado cambiado y en sus ojos pequeños se transparenta el temor. Lo comprendo.
26 de octubre de 1860:
Han pasado cuatro días desde que escribí lo anterior. He sido expulsado a las grutas de Yesaré, en la parte occidental de la isla. Viven aquí cerca de cuarenta seres putrefactos en un estado de locura total. Logré traer conmigo estas hojas de papel y un poco de tinta natural que me regaló Yei.
30 de octubre:
Hoy ha muerto una de las mujeres. Al verla envuelta en sus harapos, acostada de medio lado y con los ojos abiertos, solté una carcajada larga que retumbó contra las paredes de la caverna. Cuando cesé de reírme, los demás daban pequeños saltos y se cogían unos a otros en forma desordenada. Viéndolos, me di cuenta de que en este lugar la demencia borra las arraigadas huellas del sufrimiento.
4 de noviembre:
Escasamente puedo arrastrarme por el piso. Me alimento de plantas y de algunos insectos que descubro bajo las piedras. He tenido alucinaciones y sé que mi mente está fallando.
5 de noviembre:
Anoche vi un muchacho caminando por los alrededores. Se llama Simónides. Está enamorado de una de las enfermas del último socavón, cuya influencia sobre estos seres parece la de una diosa enigmática y poderosa. Su nombre es Zarzara. He leído en los ojos de Simónides el deseo de raptarla y sacarla de las grutas. Vana empresa, lo sé.
6 de noviembre:
Atando a la punta de un delgado tronco una pequeña hoja de papel, logré entregarle a Simónides una nota para Yei. Le dije que la tomara con su pañuelo, por si temía el contagio. En ella, le anuncio a Yei mi próxima muerte y le explico el lugar en el que dejaré escondido este manuscrito. Al ver a Simónides partir, un llanto indescriptible se apoderó de mí. Lo vi como ese hijo que nunca tuve y que ya no tendré jamás. No dejo nada en el mundo. Sólo mi barco encallado en esta costa miserable.
7 de noviembre:
No resisto más. Hoy, cuando el sol desaparezca, me mataré. ¿Para qué prolongar una agonía que me desgasta y me reduce a una pestilente masa de carne?
En la noche:
Tengo en mis manos un afilado pedazo de madera. Dentro de algunos segundos habré partido para siempre. No sé por qué ahora, pensando en el Kintyre y en los vastos océanos que juntos atravesamos, siento la necesidad de evocar mi infancia. ¿Serán los recuerdos una forma de abrir con dulzura los surcos de la muerte?…