I

Si paras en la mitad del camino del infortunio y miras la tristeza lánguida de los secretos ocultos del mar, tal vez puedas visitar territorios más inhóspitos y conocer leyendas más hermosas que tus silencios. Pero si te empeñas en seguir tu ciega ruta, no sabrás nada de los entierros prematuros de la selva, ni oirás los cantos fúnebres de las vírgenes leprosas de Molokai.

II

Abdul Mustafá, el galeote egipcio, hunde su remo entre las aguas al ritmo del tam-tam de los tambores romanos. Su rostro está ausente, acaso fatigado, y la próxima batalla es para él una imagen extraviada en el inmenso laberinto de las promesas. Desconoce el fuego de las naves incendiadas, los gritos de guerra del enemigo, el estrépito que produce el infatigable chocar de las armas y las oraciones que murmuran en diferentes idiomas los otros galeotes. Sabe que el presente es una trampa construida por manos desconocidas e invisibles, y sólo se ocupa de aquellos tiempos vividos entre las rameras y el desierto, que lo visitan ahora con una incertidumbre permanente.

III

Estaba en el último piso del caserón y la hechicera trepó hasta mí. Con sus ojos enfermos de símbolos me miró largo tiempo, hasta que juntos penetramos en el fondo de la nostalgia. Esa noche profetizó las siete destrucciones y las cuatro muertes consecutivas que habrían de llegar sobre mí. Y mientras profetizaba, la hechicera sonreía.

IV

Dentro de poco se cumplirá el ciclo eterno de los tiempos. Tras la tormenta llegará la noche y tras la noche llegará el silencio. Entonces veremos hechos enigmáticos en el cosmos que corroborarán el cierre de la eternidad. Pero ya no volverás jamás a ser tú mismo. Los espejos y la recta te han alejado del camino profetizado por los dioses. Es necesario que vuelvas a las costas, a las sendas de la tierra, a los nocturnos atajos de Walpurgis. Por ahora, hombre cargado de oráculos, alguien te ha condenado a no comprender las estrellas.

V

Acostumbraba llegar hasta el barranco, esconderme detrás de unos matorrales y observar la caravana infernal que era conducida a las cavernas de Yesaré, donde vivían los leprosos expulsados de la isla. Luego corría por el atajo que cruzaba el río para alcanzar a ver la llegada a las grutas de esos seres enfermos que tanto me intrigaban. Una noche que no logré dormir bien decidí ir cerca de las cavernas a observarlos. Cogí por el atajo, crucé el río y me arrodillé detrás de un árbol gigantesco a esperar algún acontecimiento que sanara por esa noche mi alma inquieta. No me equivoqué, pues serían las dos de la madrugada cuando una mujer alta e imponente, vestida de púrpura, trepó sobre una roca con los brazos extendidos hacia los lados. Al instante salieron andrajosas sombras de las cuevas, la rodearon y comenzaron a entonar cantos fúnebres.

Días después entablé amistad con un enfermo llamado Charles Baudesson, el cual andaba por los alrededores de los socavones con un manuscrito bajo el brazo. Baudesson, arrastrándose con dificultad, se localizó una tarde a pocos metros del foso que nos separaba y me dijo con gravedad:

—Su nombre es Zarzara. No te acerques jamás a esa mujer. Te dominará aun en contra de tu propia voluntad y al poco tiempo serás uno más de estos seres que se pudren en la oscuridad.

Le respondí que la amaba con pasión. Baudesson, cabizbajo, me preguntó secamente:

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Simónides.

VI

Al fin, luego de haber insistido meses enteros, mi maestro Valerio de Angelis accedió a mi petición: aprender a volar. Nos preparamos un año para aquella iniciación y la vigésima noche de Capricornio Valerio me llevó hasta la cima del monte más alto. Se retiró de mí unos veinte pasos, miró hacia los cuatro puntos cardinales y gritó:

—Antón Ashaverus, ¿me escuchas?

—Sí, maestro.

—Óyeme bien. Sube los brazos, contempla el cielo frente a frente, concéntrate en esa posición hasta que sea media noche y cuando llegue la hora grita con toda tu fuerza las palabras que te he enseñado, hasta que las montañas te devuelvan el eco de tu propia oración.

Así lo hice. Cuando supe que era la medianoche tomé aire y enuncié las palabras convenidas:

—Dioses de los aires, espíritus protectores, deidades amadas, odiadas y temidas, Harmozel, Eleleth, Astaphaeus, Eloeus, recibidme en vuestro seno y permitid que mi cuerpo domine los vientos.

Unos minutos después sentí que mi capa flotaba, abrí los ojos y vi la maravilla de estar a unos diez metros del piso. Con una sonrisa en los labios Valerio de Angelis comenzaba a descender de la cima de la montaña. Yo me remonté por los aires a cumplir el destino de mago.

VII

Al principio los barcos fueron no sólo el origen de la Cultura, sino también el origen de la Literatura. He aquí a Homero, el exnavegante ciego para quien los barcos eran siempre el comienzo del cuerpo femenino, bien sea éste Helena en Troya, Clitemnestra en Micenas y Argos, o Penélope en Itaca. Luego San Brendan, el monje de Eire, descubrió que navegación era sinónimo de religión. Ejemplar actitud del Medievo: los barcos son cruces flotantes que nos conducen a Dios. Más tarde, después de los Descubrimientos, los barcos fueron, primero, una puerta hacia el Edén, y finalmente una puerta hacia el Infierno. Esto es, el mapa escatológico de la Edad Media fue el mapa náutico del Renacimiento. Y en el último recodo del camino los barcos fueron el medio más seguro para alcanzar la introspección. Nos referimos a los tiempos que van desde el viejo marinero de Coleridge hasta Marlowe y Kurtz, que descubren el vacío en el corazón de la oscuridad.

Pero nuestro siglo ha rebasado estos conceptos. Pertenecemos a la época de los cohetes, somos hijos de una imaginación cósmica. Por eso nosotros, los últimos paganos espirituales, tenemos fe en que la Literatura sea un día una Poética Interestelar, una Estética Interplanetaria. Ya no hablaremos más de «significante-significado», o de «sentido y unidad» (los lingüistas y los críticos son los peores poetas), sino de Galaxias Gramaticales, de Constelaciones Semánticas o de Alfas del Centauro Verbales. Y en Deimos o en Ganímedes desterraremos a los cristianos y a los demócratas para que se destrocen en el agujero de su hipócrita y falaz igualdad. Y para nosotros, los últimos paganos espirituales, la Palabra será un viaje a través de las estrellas en busca de nuevos mundos. Eso es todo.