En la madrugada del primero de noviembre del año 1888, el escritor español Fernando Fernández de Lugo salió de Toledo en un carruaje alquilado con rumbo a Cádiz. Iba sentado en la parte delantera, junto al cochero. Llevaba dos años encerrado en un pequeño estudio del Callejón de San Justo, escribiendo lo que él consideraba su obra literaria definitiva y última, y apenas puso el punto final envió el manuscrito a un editor conocido y decidió salir en busca del mundo tangible y real. Los meses de reclusión y aislamiento no habían sido fáciles: tensión, dudas, largas jornadas de trabajo frente a la página, horarios de sueño tergiversados, obsesiones, sueños delirantes, sospechas de que las páginas escritas eran mediocres y sin ningún asomo de talento, desesperación, añoranza, deseos de estar afuera viviendo y divirtiéndose como cualquier otro, y sobre todo horas eternas imaginando un cuerpo de mujer junto al suyo, una presencia femenina que entre abrazos y frases amorosas lo condujera a través del placer al desenfreno y la libertad. En varias oportunidades había estado a punto de quemar todas las hojas y salir a la calle con el propósito definitivo de no regresar. Pero no, había soportado hasta el final, había logrado vencerse, había pasado la prueba de vivir dos años en los subterráneos más profundos de su conciencia. Y ahora esa sensación del deber cumplido le dibujaba una sonrisa en los labios y lo hacía sentirse tranquilo, en paz consigo mismo. No importaba si el libro era bueno o no, si marcaría un hito en la historia de la literatura española o sería un fiasco que terminaría despedazado por críticos y comentaristas. Nada de eso era importante. Había comprendido que las páginas de ese libro eran, por encima de todo, una constancia del difícil periplo por los socavones de su espíritu, una bitácora de la ardua navegación por las aguas laberínticas y oscuras de su ser. No se trataba sólo de una obra literaria, sino de un ejercicio de cartografía, de la ejecución de un mapa que revelaba un territorio distante y desconocido: la zona más primitiva y siniestra del hombre. Por lo tanto, él no pensaba en lectores, sino en aventureros que se lanzarían a su vez a la conquista de los parajes descritos.
El carruaje dejó atrás el puente que atravesaba el Tajo. Fernández levantó la mirada y vio en la madrugada azul murallas y torres que contrastaban contra el cielo opalino. El cochero comentó:
—Parece huyendo de algo, señor.
Fernández sonrió ante el comentario.
—De mí —contestó.
—Uno siempre se alcanza a sí mismo —dijo el hombre.
Fernández lo miró un segundo a los ojos como escrutándolo, como midiéndolo, como intentando descifrar qué había detrás de ese uniforme inofensivo. Afirmó:
—Parece usted un pensador avezado.
Ahora fue el cochero el que sonrió con picardía. Dijo:
—No, señor, sólo un cochero atento.
El hombre conducía con tranquilidad, como si los caballos decidieran la ruta y el ritmo del viaje. Volvió a hablar:
—¿Va a vivir en Cádiz, señor?
—No, voy de paso. Pienso embarcarme.
—¿África?
—Quiero viajar, recorrer mundo, ir de un lugar a otro.
—Es entonces porque ha estado mucho tiempo quieto.
El hombre se concentró en el camino y dejó que el ruido del coche inundara la mañana. Fernández se recostó en el espaldar y respiró hondo el aire matutino húmedo y fresco.
El viaje se cumplió sin contratiempos. En Cádiz buscó una habitación en las calles aledañas al puerto. Hizo averiguaciones sobre los barcos que partían para América o África, y al fin decidió que se embarcaría en el Santísima Trinidad con rumbo a Cartagena de Indias, en el extremo norte de Sudámerica. El barco zarpaba en la primera semana de diciembre, pero Fernández no sabía que todavía lo aguardaba una historia más que lo ataría a su patria, una historia que le impediría partir en busca de las aventuras tantas veces anheladas y soñadas en su estudio de Toledo.
Todo comenzó en un burdel donde regularmente las tripulaciones de los barcos llegaban necesitadas de licor y de placer. Fernández entró una noche, tomó asiento y pidió un jarro de cerveza. El sitio no estaba concurrido. Seis o siete marinos bebían y cantaban con las pupilas de la casa sobre las rodillas. Una lluvia intermitente golpeaba las ventanas y anunciaba los rigores de un invierno helado y cruel. Al fondo, sentada en un rincón cerca de la barra, una mulata alta y voluminosa se arreglaba el peinado frente a un espejo. Fernández la vio y de inmediato sintió una ola de deseo que le atravesaba el cuerpo. Se acercó a ella y la invitó a sentarse a su mesa. Sin dejar de mirarse en el espejo, la mulata aseguró:
—Arriba hace menos frío.
Fernández no supo qué decir. Ella se volteó y lo miró con sus ojos negros y almendrados.
—En las habitaciones tenemos más privacidad y no hace tanto frío.
Fernández afirmó con la cabeza y ella le susurró una cifra al oído. Él le entregó el dinero solicitado, recogió su jarro de cerveza y subió con ella a las habitaciones del segundo piso. Ese fue su error. Desde ese día quedó atrapado en el olor del cuerpo de la mulata, en sus senos frutales, en su cabellera rizada, en sus caderas anchas, en sus nalgas levantadas y duras, en sus piernas de ébano, en su sexo velludo y almibarado. Nunca antes había tenido un cuerpo tan perfecto entre sus brazos, y la sensación que le producía era casi de éxtasis y arrobamiento. Fernández no supo cómo defenderse del poder que esa piel ejercía sobre él, y en consecuencia quedó atado, sometido, gobernado por deseos incontrolables que lo conducían inevitablemente a ese cuerpo moreno siempre dispuesto a recibirlo.
Más tarde recordaría una y otra vez que la primera noche ella le había preguntado:
—¿Estás casado?
—No.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y tres.
—La edad de Jesucristo.
—Y tú, ¿cómo te llamas?
—María.
—Como la madre de Cristo.
—No como la Virgen, sino como la prostituta: María Magdalena.
Fernández volvió a verla a la noche siguiente, y a la siguiente y a la siguiente. No se cansaba de observarla, de tocarla, de dormir enredado entre su abundante cabellera. Creía, además, que ella iba poco a poco entregándose con mayor pasión, abriéndole no sólo su cuerpo, sino el recóndito laberinto de sus afectos. Cuando él llegaba a descansar a su cuarto de hotel, su mente repasaba las escenas vividas la noche anterior: caricias, besos apasionados, posiciones magníficas en las cuales podía contemplar —mientras lo poseía— ese cuerpo templado y sudoroso que se estremecía de placer y de lujuria. Otra innovación era que María había comenzado a murmurar frases amorosas y ardientes en la intimidad del lecho, y Fernández recordaba también en el día esas palabras tiernas e insinuantes que habían calentado en la noche la helada temperatura invernal.
Los efectos de esa efervescencia amorosa fueron nefastos: Fernández aplazó el viaje semana tras semana, y sus fondos fueron escaseando hasta dejarlo al borde de la ruina y la penuria. Escribió a su editor en Madrid solicitándole un anticipo por su último libro, pero éste había viajado a París a solucionar cuestiones de traducciones y publicaciones de escritores españoles en Francia.
Un día cualquiera se encontró en la calle, sin una sola moneda en los bolsillos. La dueña del hotel le dejó las maletas en la calzada y le deseó buena suerte. Fue el comienzo de un descenso a los infiernos. Durante semanas vagabundeó por las calles del puerto sin un rumbo determinado, mendigando aquí y allá un plato de comida, robando de vez en cuando si la oportunidad se presentaba, durmiendo en rincones malolientes del mercado y haciendo trabajos menores de limpieza en pequeñas embarcaciones que lo contrataban por un sueldo miserable que le arrojaban con desprecio, como si se tratara de un perro sarnoso.
Lo peor era que Fernández parecía no darse cuenta de su verdadera situación y aceptaba la desdicha y la humillación sin lamentarse, sin ofenderse siquiera. Lo que en realidad lo tenía al borde de la locura era la actitud que María había asumido con él: indiferencia, ironía, sarcasmo y crueldad. Se había negado a recibirlo si no cancelaba la cuota establecida y no tenía ningún reparo en subir a las habitaciones con cualquier hombre en sus propias narices. Fernández suplicó, lloró, rogó, aulló, pero María permaneció impasible, altiva, dueña de la situación. Una noche ella llegó incluso a pedirle a uno de los marinos que bebían en el lugar que sacara a Fernández a la calle. El hombre cumplió la orden encantado y lo empujó hasta dejarlo afuera, a la intemperie, en medio de una recia tormenta que caía sobre la ciudad. Fernández caminó bajo la lluvia hasta llegar al muelle, se desnudó y dejó que el viento y el agua se estrellaran contra su cuerpo indefenso. Quería contraer una neumonía o alguna enfermedad que lo condujera con prontitud hacia la muerte. Dio alaridos de desesperación y retó a los elementos para que éstos lo aniquilaran de una vez por todas.
No sucedió nada. Fernández se durmió de cansancio y a la mañana siguiente un sol resplandeciente y el trajín del muelle lo despertaron en medio de voces y órdenes de marinería. Se vistió con sus ropas raídas y mojadas, y buscó un pedazo de playa bien apartado para estar solo y reflexionar. Sentía que había tocado fondo. Había pisado el último escalón en ese arduo proceso de autodestrucción, y ya no tenía sentido permanecer allí por más tiempo. «No más», se dijo en voz alta mientras contemplaba el mar tranquilo y reposado, «ha llegado el momento de irme».
En efecto, Fernández logró embarcarse en un navío mercantil que descendía por la costa atlántica de África llevando diversos productos de un país a otro, y recogiendo algunos pasajeros que albergaba en una modesta zona de camarotes que sobresalía en la parte alta de la embarcación. Como no tenía dinero, se alistó como grumete para realizar los oficios de aseo y limpieza. El día de la partida estuvo sobre la cubierta sonriente, feliz, contento de alejarse de España. No sintió pesadumbre ni melancolía como la mayor parte de los viajeros. Para él España no había sido una madre solícita y nutricia, sino una fiera salvaje que lo había herido sin piedad alguna hasta casi causarle la muerte. Al menos por ahora era mejor alejarse de ella y dejarla atrás. El capitán se hizo a su lado y le dijo:
—Para las heridas no hay nada como el agua de mar.
—Eso espero, señor.
Fernández nunca había navegado. Lo sorprendió la grandeza del mar, su amplitud, su descomunal magnificencia. Hasta ese instante su experiencia había sido siempre limitada a la ciudad, una experiencia de calles y carruajes, de gente desconocida que camina agolpada como rebaños de ovejas, de largos paseos donde el campo visual está determinado por la verticalidad de casas, catedrales y edificaciones gubernamentales. Y ahora, en medio de una brisa suave que se estrellaba contra su rostro, el espacio se abría hacia lo inconmensurable, se esparcía hacia los cuatro puntos cardinales uniéndose con el cielo en un horizonte circular, una gigantesca circunferencia que lo rodeaba y cuyo centro siempre era él mismo. Esa impresión lo conmovió y lo condujo a una certeza magnífica: se sintió vasto y extenso por dentro, exuberante, grandioso. Lo que había vivido hasta entonces no pertenecía sino a un pequeño pedazo de su conciencia, a una ínfima porción de su ser, acaso la más mediocre y la menos interesante. El océano le reveló la larga gama de posibilidades que aún quedaba por descubrir dentro de él mismo y Fernández agradeció desde lo más profundo de sí semejante lección.
El barco se detuvo en algunas poblaciones costeras al sur de Marruecos, cerca del paralelo 30° de latitud norte. Eran paradas rápidas, de horas, sólo para cargar las mercancías y desembarcar los pocos pasajeros que tenían como destino esos pequeños puertos miserables y solitarios que parecían pueblos fantasmas cuyos habitantes hubieran sido devorados por la imponencia amenazante del mar. Luego la nave hizo un alto en las islas Canarias y continuó descendiendo hasta atravesar el Trópico de Cáncer y alcanzar los 15° de latitud norte. Allí Fernández fue testigo de una escena curiosa que más adelante recordaría como el inicio del desastre, como el comienzo de una pesadilla de la cual no se salvaría ninguno de los integrantes de la tripulación. Se trataba de unos nativos pertenecientes a alguna de las tribus de la región, quienes, enfurecidos con el capitán por un trato comercial que consideraban injusto, decidieron llamar a un hechicero para que efectuara conjuros y llenara de maldiciones la embarcación. Así se hizo. Un anciano negro de barba blanca sacrificó una gallina y una cabra, danzó en medio de cantos y arengas frente a una multitud enardecida, y al final, con los ojos inyectados en sangre, ebrio de ira y de desprecio, gritó y maldijo al capitán y a todos aquéllos que lo acompañaban. Un marino de tez trigueña que estaba al lado de Fernández, y que entendía el dialecto del viejo, fue traduciendo la retahíla de insultos.
—Dice que ninguno de nosotros regresará con vida a España y que no volveremos a ver a nuestras mujeres y a nuestras familias.
Fernández guardó silencio. Estaba impactado por la fuerza de la voz del anciano y por la contundencia de su expresión iracunda y demoníaca.
—Dice que nos volveremos fieras, que el final de nuestros actos estará marcado por comportamientos animales que nos harán destruirnos entre nosotros mismos. Y que los que mueran pronto podrán considerarse afortunados…
El capitán dio la orden de zarpar. La tripulación estaba acongojada y atemorizada. Nadie había sido indiferente a las terribles palabras del hechicero.
A las pocas horas el cielo se cerró en una densa y compacta masa negra. El viento azotó la nave como si se tratara de un diminuto juguete infantil. Olas potentes y gigantescas chocaban contra las bandas de estribor y de babor. En lugar de mantenerse cercana al continente, la embarcación fue desviada en dirección sur hasta la línea ecuatorial, hasta los 0° de latitud con 10° 12’ 18’’ de longitud oeste. El moreno que había estado cerca de Fernández para traducir las imprecaciones del brujo en el puerto, se acercó a él en medio de los vientos huracanados y le gritó:
—Tenemos que hacer algo.
Fernández estaba acostado en el piso, con las manos agarradas con fuerza a los salientes metálicos de la serviola. Dijo a voz en cuello:
—¿Hacer qué?
—Pronto comenzará la tempestad y el barco no aguantará.
—¿Y qué podemos hacer?
—Un sacrificio.
—¿Qué?
—Entregarle una víctima al mar para que nos perdone esta vez.
Fernández giró la cabeza de izquierda a derecha:
—Estás loco.
El hombre sonrió con tristeza:
—No lo estoy.
—Estás loco —repitió Fernández.
—Soy el único aquí que entiende a los dioses.
Y, como si estuviera en medio de un sueño o de una extraña visión que no se ajustara a las leyes de la realidad, Fernández vio cómo el hombre se quitaba el saco de lana gruesa y el camisón blanco que lo protegían, hasta dejar su torso desnudo. La lluvia comenzó a caer en gruesos goterones que quemaban la piel. Fernández gritó:
—¿Qué vas a hacer?
—A inmolarme para que la nave sobreviva.
—No servirá de nada.
—Es la única manera.
Acto seguido el marino se acercó a la proa, levantó los brazos al cielo y empezó a orar en voz alta en el mismo dialecto del mago africano. Las olas que chocaban contra el casco delantero lo zarandeaban de un lado al otro, lo obligaban a retroceder, pero él, terco y seguro de sí, se acercaba de nuevo y continuaba recitando con fe sus extrañas y misteriosas letanías. Luego, como un lobo en la cúspide de una colina, trepó sobre la banda de proa y aulló:
—Hondushe, cinzú, hondushe!
Y se lanzó por la borda con los brazos en cruz, como un cristo arrojado al agua, como un pájaro en busca de las profundidades del océano.
A los pocos minutos la lluvia menguó de repente, el viento disminuyó su velocidad y el mar se fue calmando lentamente. El cielo se abrió y débiles rayos de sol acariciaron el maderamen de la cubierta. Fernández no podía creer lo que había visto. Se puso de pie y se unió a la tripulación para ayudar en las mil faenas que era necesario cumplir para conducir la nave con éxito hasta Bingerville y Puerto Bassam. Decidió, para evitar burlas y sospechas (y porque tampoco estaba seguro de si había sido una alucinación o no), no comentar la extraordinaria escena de la que había sido testigo.
Los últimos pasajeros descendieron en Puerto Bassam. El capitán hizo arreglos a la nave y contrató a un marino negro, alto y fornido para reemplazar al hombre que había caído por la borda durante la vorágine. Enseguida zarpó el barco hacia las minas de oro de Pointe Noire, donde estaba aguardándolo el cargamento más importante. Según el capitán, la ruta a seguir debía llevarlos hasta Mossâmedes, sobre el paralelo 15° de latitud sur, y después Walvis Bay, en el corte de la costa africana atlántica con el Trópico de Capricornio, frente al majestuoso Desierto de Namib. Sin embargo, las buenas intenciones del capitán eran una cosa, y otra muy distinta los oscuros designios del destino.
Cuando la embarcación navegaba sobre la línea ecuatorial con 5° longitud oeste, un aguacero torrencial cayó desde el cielo sin darle a la tripulación el tiempo suficiente para prepararse y protegerse. Fue una lluvia súbita, inmediata, y luego, con rapidez alarmante, en un lapso de minutos, el viento sopló con fuerza inusitada y el mar, enfurecido, hizo crecer las olas hasta los cinco y seis metros de altura. En esta oportunidad Fernández subió a uno de los camarotes para turistas que iba vacío, se arrojó al piso y se agarró a un armazón de madera que estaba firmemente claveteado al suelo. Los hombres que intentaron permanecer sobre las cubiertas de babor y de estribor fueron barridos por la potencia del oleaje y por las ráfagas intermitentes de aire que arrasaban lo que iban encontrando en su camino. El timonel terminó en el agua y la nave quedó a la deriva, presa de la tormenta, víctima de la tempestad. Fernández no supo el tiempo exacto que duró el vendaval. Lo cierto es que cuando el mar comenzó a entrar en calma y el diluvio menguó, tenía los músculos de los brazos desencajados y un agotamiento físico general lo obligó a dormirse profundamente, como si hubiera ingerido un somnífero que relajara su cuerpo y obligara a su mente a ingresar en los tranquilos y reposados reductos del sueño.
Despertó sobresaltado. No sabía si había dormido unos minutos o unas horas. Bajó a la cubierta y se dio cuenta de que un amanecer espléndido iluminaba todo el horizonte. El barco estaba destrozado y continuaba a la deriva, como un vagabundo de madera avanzando sin preocuparse por el porvenir.
Poco a poco los hombres de la tripulación que habían sobrevivido fueron apareciendo sobre la cubierta. Eran siete en total, de los cuales sólo Fernández y el negro corpulento recién contratado en Puerto Bassam estaban ilesos y en buenas condiciones. Los demás tenían heridas y fracturas óseas que los obligaban a cojear, a caminar encorvados o a arrastrarse por el maderamen de la cubierta. El capitán, con un brazo en cabestrillo, dio la orden de tirar por la borda los cadáveres que hubiera en la embarcación. En el momento de hacerlo leyó unas breves palabras de la Biblia, unas líneas rápidas y poco grandilocuentes, más por la necesidad de cumplir una obligación que por el deseo de rendir un sentido homenaje a los hombres sacrificados durante el temporal.
Fernández y el africano tuvieron que botar al mar varias de las cajas que estaban en la bodega para aligerar el peso de la nave, y luego, de común acuerdo, con baldes y vasijas achicaron el agua que había inundado gran parte de la embarcación. Mientras tanto, los demás hombres permanecían sobre la cubierta de proa aquejados por el sufrimiento de sus dolencias.
La peor noticia era que las reservas de comida se habían malogrado. Sólo quedaron en buen estado unas cuantas porciones de pan ázimo y galletas de avena, un saco de azúcar, uno de sal, dos barriles de agua y un tonel pequeño de vino.
El capitán le dio instrucciones al africano para que tomara el timón y condujera la nave hacia el continente. Fernández lo reemplazaba en las horas de la noche y procuraba seguir al pie de la letra las órdenes del capitán (pero todos sabían que dos hombres no eran suficientes para dominar la embarcación). Pasaban los días y ni el más mínimo asomo de tierra se divisaba a lo lejos. Varios de los hombres contrajeron fiebres intensas que los hacía delirar y ver imágenes fantasmagóricas que aparecían y desaparecían sobre la cubierta del barco. Habían utilizado el vino para lavar las heridas, pero aun así tres de ellos tenían infecciones graves que los iba conduciendo sin remedio hacia la muerte. Y como si fuera poco, la inanición y la falta de agua iban minando las defensas de los enfermos hasta dejarlos postrados en el suelo, agotados, rendidos, vencidos por la adversidad. Fernández hacía lo que podía, pilotaba en las horas de la noche, cuidaba de los enfermos, distribuía pequeñas porciones de pan ázimo y azúcar, dosificaba el agua, pero de todos modos sentía que sus propias fuerzas se estaban extinguiendo sin que él pudiera remediarlo. Era consciente de que la debilidad y el agotamiento empezaban a invadirlo peligrosamente.
Una tarde, sentado frente al capitán, cruzó con él unas pocas palabras que produjeron a su alrededor una atmósfera nostálgica y melancólica.
—Qué extraño destino morir así, enfermo, inútil, sin poder hacer nada por mis hombres y mi barco, sin la más mínima decencia —comentó el capitán.
—No se juzgue de esa manera, capitán.
—¿Qué hacía usted antes, Fernández?
—Era escritor.
—Pero uno de mis hombres me dijo que lo había visto mendigando por el puerto y enloquecido por una ramera que lo despreciaba.
—Es verdad.
—Al fin qué, ¿mendigo o escritor?
—Son oscuras las fuerzas que nos arrastran, capitán.
El capitán emitió un quejido y contrajo las líneas de su rostro. Fernández se puso en pie y dijo:
—Descanse. No le conviene hablar mucho.
A la mañana siguiente entró al camarote del capitán y logró encontrar hojas de papel, plumas y varios frascos de tinta negra guardados en el cajón de un mueble donde estaban los cuadernos del diario de navegación. Sintió entonces la necesidad de escribir, de contar, de poner en palabras la curiosa aventura que lo había conducido a él y a otros hombres a los umbrales de la agonía y de la muerte.
Día uno: He trabajado cuatro días en el relato de los sucesos que conforman mi historia desde que salí de Toledo. He llenado trece hojas con una letra diminuta y temblorosa. Las páginas anteriores, narradas en tercera persona, han sido un buen ejercicio de desdoblamiento, una manera de salir de mí para verme desde arriba. Detrás del narrador omnisciente siempre hay un ser frágil de carne y hueso, detrás de Dios siempre hay un escritor cobarde.
No sé a qué fecha estamos. Hemos perdido la cuenta de los días que llevamos navegando en busca del continente. Estoy mal de salud, una debilidad general me impide trabajar con frecuencia. El agua se agota y mis esfuerzos por pescar han sido inútiles. No hay nada qué hacer. Nuestro camino hacia el infierno no tiene retorno.
Día dos: Pedro Carrasco y Antonio Avellaneda se lanzaron por la borda en la madrugada de hoy. No aguantaban más los dolores, el hambre, la sed y las alucinaciones. Quedamos cinco hombres con vida. El único que permanece saludable es el africano que subió a la nave en Puerto Bassam.
Día tres: Creo que comienzo a delirar. Ayer al atardecer vi un barco a lo lejos, intenté pedir ayuda pero todos mis empeños por llamar la atención fueron en vano. Lo curioso es que al acercarse y pasar junto a nosotros, vi una especie de barco fantasma con una tripulación de náufragos sobre la cubierta. Hombres melenudos y barbados con las ropas hechas jirones, como si llevaran mucho tiempo olvidados de la mano del Creador, lejos de sus congéneres. Conformaban una banda de náufragos navegando en una dimensión desconocida. Entonces recordé esos relatos marítimos en los cuales se habla de puertas misteriosas que nos conducen hacia lo desconocido en mitad del mar, pasadizos oceánicos que comunican con regiones ocultas de la realidad.
Día cuatro: En las horas de la mañana murió Tobías Gil, y al mediodía lo hizo su hermano Juan, quien se distinguía por ser el marino más antiguo de la tripulación. El africano los condujo a la sección de popa, hizo fuego, los tajó y los asó con maestría, como si fuera una práctica común y corriente. Nos trajo un par de filetes y no pudimos rechazarlos: se nos hacía agua la boca. El capitán hizo la bendición sobre los pedazos de carne y comenzamos a devorarlos como si fuéramos dos perros hambrientos. El africano reía, complacido de vernos actuar como bestias salvajes.
Día cinco: La carne nos ha hecho bien. Hemos recobrado algo de nuestras antiguas fuerzas. Hoy volvimos a comer carne de nuestros compañeros. El negro nos dijo:
—No hay más. No podemos comer las partes infectadas.
Debo confesar que semejante declaración me entristeció. Un apetito descomunal me hace soñar con comida día y noche. Hemos terminado el último cántaro de agua.
Día seis: El capitán empeora minuto a minuto. Su muerte está próxima. El africano me ha llamado a un lado y me ha dicho:
—Tenemos que amputarle las zonas enfermas.
—Pero si se está muriendo —murmuré horrorizado.
—Es para que la infección no siga contaminando el resto de la carne.
Y comprendí que el capitán ya no era un hombre, sino un plato de comida que debíamos proteger para salvaguardar nuestras vidas. Asentí. El negro trajo el cuchillo y de un golpe seco mutiló el brazo izquierdo a la altura del hombro. El capitán abrió los ojos como un animal acorralado y no alcanzó a decir nada. El siguiente golpe le cercenó la cabeza de un solo tajo. Luego vinieron los otros cortes.
—¡Lo mató! ¡Asesino! —dije espantado y con ganas de vomitar.
—Le impedimos el sufrimiento —me contestó el negro con tranquilidad.
En la noche: Hemos comenzado a comernos al capitán. El resto de la carne la hemos salado. Una lluvia fresca nos permitió recoger varias vasijas de agua.
Día siete: El negro ha comenzado a danzar por las noches en la parte de popa. Son bailes diabólicos en honor a una luna llena que ilumina el océano como un sol nocturno que vigila nuestros actos y nuestros sueños más secretos. Tengo miedo. No tengo fuerzas para matar al africano y eso significa que seré devorado inevitablemente. Hemos olvidado un horror antiguo y milenario: el horror de ser alimento para otros.
Día ocho: Tengo pesadillas insufribles. No puedo seguir existiendo de esta manera. Intentaré asesinar al negro aunque fracase y la tentativa me cueste el pellejo.
Día nueve: El hombre ha sospechado algo y me ha encadenado a la serviola. Hoy terminamos el último pedazo de carne del capitán. Mi única actividad es la escritura de estas breves palabras diarias, que ojalá algún día lleguen a manos civilizadas que se compadezcan de nuestro infortunio.
Día diez: Nada. Navegar y navegar hacia el horizonte. Tengo la impresión de que el negro dirige la nave en dirección a un lugar que sólo él conoce y donde espera reunirse con los suyos.
Día once: Tengo fiebre. No aguantaré mucho tiempo más.
Día doce: El negro me observa como si fuera un león acechando un cordero atascado en un matorral de la sabana africana. No soporto la idea de ser acuchillado y tragado por este salvaje antropófago.
Día trece: He llegado al límite de mí mismo. En las horas de la mañana el caníbal me ha advertido que irá mutilándome poco a poco, en la medida en que vaya necesitando mis miembros para alimentarse. No lo permitiré. He decidido ahorcarme esta noche con la cadena que me aprisiona. Estoy seguro de que no fallaré.
Señor, Señor, óyeme en este último ruego desesperado. Sólo te pido una cosa: concédeme esta noche un postrer hálito de fortaleza que me permita matarme sin tropiezos…