Prólogo
Acaso todo autoexilio no sea más que una extraña vocación por las profundidades. Algo clama desde el fondo del abismo y nos sentimos obligados a acudir a ese llamado.
A comienzos de 1988 se agudizaba la situación en los territorios ocupados por Israel en el Medio Oriente. Justo en esa época llegó este vagabundo a Palestina. Los periódicos de todo el mundo hablaban de los conflictos en dicha zona, pero los motivos de su viaje eran ajenos por completo a estos sucesos. Sin embargo, curiosamente, trabajó a pocos kilómetros de Gaza, ciudad egipcia ocupada por tropas israelitas.
Durante siete meses vagabundeó sin rumbo fijo, con la mirada extraviada y buscando una forma de aprehensión esencial. El desierto fue el espejo de su propia nada interior y al final se dio cuenta de que el viaje había destruido una parte de su imaginación para siempre. Los diversos trabajos que desempeñó lo hundieron en las entrañas de la futileza más terrible que se esconde en el fondo de la vida, en lo inútil y perecedero, hasta tal punto, que cuando logró llegar a Chipre percibió que de su antigua fuerza no quedaban sino unas pocas migajas, unos residuos que habían logrado salvarse de la hecatombe. Y también, no sin cierta nostalgia, sintió que otro hombre, más perspicaz y menos admirable, lo habitaría de allí en adelante.
Las páginas que el lector tiene ahora en sus manos son el registro de lo que aconteció en aquella zona de su alma que está acostumbrada a lo inevitable, esa zona en donde lo histórico y lo fantástico conforman una unidad indivisible. Allí, en los miserables cuartuchos que lo vieron hundirse hasta la saciedad, un dragón y una ametralladora fueron igualmente reales.
Viajo hacia el encuentro de los múltiples hombres que me habitan. Viajo hacia mí mismo, hacia el fondo de mi conciencia y la geografía que recorro hace parte de mis entrañas. El mundo no es más que un pretexto para la introspección, un espejo del cual me aprovecho para dibujar las variantes diarias de mi rostro.
Escribo esto en un pequeño hotel de Tel Aviv, al amanecer, luego de haber sido tratado durante el viaje como un terrorista peligroso y temido. Los encargados de seguridad de la compañía aérea revisaron mi equipaje con la sorprendente eficacia de quienes están acostumbrados a descubrir el peligro en una pasta de dientes o en la suela de un zapato.
Decepción, libros, papeles, estilógrafos… y Aurelia, mi máquina de escribir. El inspector se pierde entre los viajes de Marco Polo, entre las posibles rutas de Ulises, en las calles solitarias y malolientes de Alejandría narradas por Durrell, y dejando por fin los libros a un lado se concentra en Aurelia. La forma como la manosea y la observa me duele, me hiere en lo más íntimo y me digo que en otras circunstancias habría saltado sobre el hombre para romperle la cara a patadas. Sin embargo lo dejo cumplir con su trabajo sin emitir una sola queja, y al fin, veinte minutos después, me dirijo al muelle de embarque con tres palestinos más, los cuales, es de suponer, acaban de ser tratados de igual manera. Los hombres que nos custodian caminan con la seriedad ridícula propia de su oficio. Sonrío. Al ascender la escalerilla del avión algo me dice que mi fortaleza será puesta a prueba y que, aun sin conocer el objetivo exacto del viaje, voy por el único camino posible. Aprieto a Aurelia con fuerza y entro definitivamente en el avión.
Acrimonia
Y las palabras se revelaron a su antiguo orden. Todo fue Tinieblas. Las metamorfosis cumplieron las expectativas de los antiguos miembros. Siete carneros, siete tribus, siete mujeres encinta que sucesivamente abrieron su sexo ante ti. La ley es infinita y circular, se repite sobre la piel del bisonte y del papiro que el escriba esconde como una prueba de su poder.
Aquí, como entonces, los hombres perecen bajo el aullido de la bestia, se confunden, gritan, comen, copulan en la mitad del desierto y dejan que el sol abrase la textura de sus excrementos.
Escucha la palabra, memorízala…
(Hermano, no permitas que los letrados me hagan callar y que otras verdades se expandan entre los insomnes).
Sí, todo era Oscuridad y la palabra fue incapaz, paralítica, mientras yo me debatía cuerpo a cuerpo con la Sombra. Y mis batallas, mis muertos y mis silencios fueron una forma de acrimonia contra aquella palabra moribunda.
Yo escribí en cada palabra la fuerza para vencer un invierno. Y no fui feliz.
Presagio para un futuro viajero
Llegado el momento sabrás que la memoria es un pozo que se abre para devorarte con sus aguas destructoras. Cada recuerdo se instalará en ti como un insecto que vive de tu carne y coloca en ella sus huevos repugnantes, y sentirás que el tiempo no es más que una metáfora del sufrimiento. No te preocupes, caerás y caerás, pero algo en ti, indescifrable y único, se endurecerá como un poderoso metal. Un puerto, una carta, la benévola sonrisa de un comerciante en un mercado: no importa qué o quién, siempre habrá una imagen dispuesta a unificarte. Aprehéndela, hazla tuya, pues ella será tu mayor riqueza y la clave que te permitirá seguir develando las sombras que rigen las rutas de tu destino. Y recuerda, continuamente envidiarás a los hombres sedentarios que hallarás a tu paso, esos hombres que al verte sentirán deseos de viajar.
Hoy hemos ido a caminar por la costa con Kamil, un egipcio que trabaja como voluntario en un hospital de Jerusalén. Kamil y yo nos entendemos en inglés y él me sirve de intérprete en aquellos lugares donde sólo hablan árabe o hebreo. Tel Aviv es una ciudad occidental, rodeada de fantasmas de cemento que por lo general decepciona al viajero que va en busca de un oriente milenario. Es la antesala, el lugar de preparación para ese mundo que comienza unos kilómetros más allá.
La amistad de Kamil me sorprende. Su afecto sincero y brindado con tanta espontaneidad inunda continuamente nuestra conversación, y no dejo de pensar que ello se debe a una experiencia profunda del dolor. En sus ojos y en sus ademanes se percibe al hombre que ha asimilado una dosis poco frecuente de angustia y que por lo tanto busca el otro lado de la vida para expurgar tanta tristeza. Más tarde aprenderé que esta tierra conduce a un infierno ilimitado y que el único antídoto posible es un cruce de palabras con un amigo en un bar, el beso de una muchacha, una carta de alguien que aún nos recuerda del otro lado del mundo, en fin, cualquier intercambio, por mínimo que sea, de esa bestia interna que se llama espíritu.
Luego de beber un par de cervezas, Kamil y yo decidimos ir a la playa. Mañana parto para Hof Ashkelon, en la frontera con Gaza, y Kamil regresa al hospital en Jerusalén. El mar, de un azul transparente, suspira suavemente al llegar a la costa. Evoco, no sé por qué, la figura de Ulises sobre la proa de su embarcación itacense. Me volteo y le digo a Kamil que repita conmigo las siguientes palabras en español: «Penélope, la aventura en la quietud». La pronunciación de Kamil me hace sonreír y me recuerda que, aunque mi físico no me delate como tal, sigo siendo un extranjero.
En las horas de la noche vagabundeo por las calles de Tel Aviv. Pienso en la muerte con una insistencia dolorosa y me pregunto si las pocas palabras que he escrito en mi vida me representarán con dignidad ante el mundo si llego a perecer. Siento, por primera vez en muchas semanas, el deseo de escribir. Sin embargo, alguna vez afirmé que la escritura no es un oficio, sino un ritmo de vida. Y ese ritmo ahora se ha trastocado por completo. Sí, aún sigo creyendo lo mismo: no podré escribir hasta que cada palabra vuelva a brotar del abdomen e inunde de sentido el torpe y miserable transcurso de mi cotidianeidad. No escribiré hasta que vuelva a ser un escritor. Y eso por ahora es imposible.
He soñado con unos guerreros árabes que atravesaban el desierto con las armas en alto y la mirada fija en el horizonte. No sé cómo interpretar estas imágenes. Lo cierto es que al despertarme una fecha estaba grabada en mi memoria con una fuerza inusitada: 668 d. C., y seguía una voz murmurando en los laberintos de mi cerebro: «Un día serás arena y nada más».
¿Es el sueño acaso una enciclopedia que llevamos dentro, en la memoria genética, que nos remonta a nuestras vidas pasadas y a los seres que alguna vez quisimos? ¿Debemos leer todos esos volúmenes para conocer nuestra verdadera presencia en la Historia? Si así fuera, Nerval puede ser entendido como un hombre al que le entregaron su enciclopedia revuelta y en desorden, y a quien la información leída le recordó también que el presente no es más que una página que se sumará a las otras en su momento justo y oportuno; página que podremos consultar en las épocas futuras si no hemos olvidado para ese entonces la manera de transportarnos en el tiempo a través del sueño.
Pero dejemos esto a un lado. Debo tomar en una hora el autobús que me conducirá al infierno y no puedo perderlo. Bienvenidos sean el exilio y la aventura, si es que no son la misma cosa.
Llevo ya un mes y medio en el Kibbutz. Esta forma de campo de concentración contemporáneo mezclado con melancolía semítica es deprimente y produce en el voluntario poco a poco la sensación de haber escapado al paso del tiempo. Nada nace, nada muere y nada se transforma. Es una quietud que va devorando, que va oprimiendo las entrañas y que reduce todas las partes de nuestro ser a sutiles engranajes de una cotidianeidad que podría llegar a ser infrahumana. Pero no tengo escapatoria, mi dinero se ha agotado y por lo pronto, mientras conozco una forma efectiva de conseguir un trabajo que me permita ahorrar el dinero suficiente para regresar a mi país, debo continuar aquí. Estudio sólo cuando tengo la fuerza mínima para hacerlo. El resto del tiempo lo paso entre las gallinas, las vacas y el trabajo del campo, que no es mucho, ya que el invierno no es época propicia para ello.
Hay algo a lo cual no he podido acostumbrarme. Cuando voy al campo y me dirijo hasta la frontera del Kibbutz, veo al ejército israelí patrullando la zona. Allá, al otro lado, está Gaza, centro de los conflictos, territorio donde la vida es un mal necesario que hay que ganar a pulso día tras día. Y no sé qué es lo que ocurre en mí entonces, pero siento unos deseos terribles de gritar como una bestia atrapada, de aullar hasta que el cuerpo explote hecho pedazos. Tal vez un día acumule dentro de mí tanta inercia, tanto sinsentido, que me vea obligado a hundirme en el alambre de púas de esa frontera para volver a sentirme vivo. Tal vez.
Jerusalén, Jerusalén, por fin a tus puertas. Pienso, mientras atravieso la puerta de Damasco, que mis textos llegaron aquí primero que yo. Como siempre, la imaginación un paso adelante de la vida.
Me hospedo en el hotel Faisal, cuyo conserje, aparte de sus dones excepcionales para el laúd, es un enemigo brutal en el ping-pong. Su nombre es Alí y el rasgo que lo caracteriza es su ojo izquierdo caído y levemente cerrado. Me agrada sobremanera su forma de mirar la raqueta cuando la jugada ha salido mal. Tengo el honor de ser el primer turista que derrotó a Alí en su juego predilecto, lo cual, indirectamente, me produjo una experiencia fascinante y desgarradora. Hela aquí.
Serían las diez de la noche cuando finalizamos la serie de partidos que teníamos prevista. Alí, desconsolado, me invitó a un par de cervezas en el bar de unos parientes suyos. La tristeza nada fingida de Alí me divertía, pues era la primera vez que era testigo de lo increíblemente infantil que puede llegar a ser un árabe. Esa noche bebimos como buenos enemigos que éramos y, en el momento en que yo menos lo esperaba, un anciano se acercó a nuestra mesa y me ofreció, por unos cuantos shékels, una muchacha que lo aguardaba en la puerta. Le dije cortésmente que perdía su tiempo. El anciano me respondió: «¿Cómo puede decir que no si ni siquiera la ha visto?». E hizo un ademán para que la muchacha entrara. Difícil sería describirla y describir también los sentimientos que me embargaron al verla. Sólo recuerdo que quedé petrificado en el asiento. Ella manifestó con seriedad su deseo de marcharse conmigo si el anciano y yo nos poníamos de acuerdo en el precio. Expliqué las razones por las cuales me era imposible viajar con una mujer. El anciano sonrió con desprecio y se acercó a otra mesa. La joven, mirándome con una ternura que jamás olvidaré, me dijo en un inglés lleno de errores y con acento árabe: «¿Si te has llevado a ti mismo, que es la carga más difícil de llevar, por qué no has sido capaz de llevarme a mí?». Me levanté despacio y salí del establecimiento. Y caminando hacia el hotel por las calles empedradas y viejas de la ciudad antigua, esas palabras volvían a mi cerebro una y otra vez, haciéndome daño con su incuestionable lucidez.
Me encuentro ahora en Eilat, en la costa del mar Rojo. Vagabundeé en busca de algún empleo durante días enteros y finalmente comencé a trabajar hace tres semanas como conserje de un hotel. Y al fondo de un largo corredor, en el centro de una habitación austera y monacal, tengo un escritorio que, misteriosamente, me ha obligado a la introspección. Así, una vez más la literatura ha triunfado sobre mi vida, y aquí he pasado largas horas entregado a las páginas ajenas y propias. Acaso por ello este diario ha perdido por completo su importancia para mí y no deseo consignar nada más en él. Sólo sé que tarde o temprano todas mis palabras llegarán a la imprenta, no para buscar el reconocimiento de un lector anónimo, sino para dejar constancia de mi deicidio.
Levanto la cabeza y el desierto me contempla. Pronto partiré para Egipto. Yo soy el que soy.