Yo, Aabdón Mujaíl, en un comienzo vendedor de zofras en las tierras de Rangún, un día fui visitado por la melancolía. Entonces subí a las cimas de los montes y me senté a contemplar el vuelo de las oropéndolas, desde el orto hasta el ocaso. Y algo en mí nació como una llama intensa y devoradora: el desprecio por los hombres y sus vanas costumbres.
Luego de vivir diez años en un sibil y de estar acostumbrado a los suaves susurros del viento contra el gneis, decidí bajar de las montañas e internarme entre las ciudades, pues en sueños había escuchado lejanas voces que me ordenaban viajar hacia el desierto de Hyderabad, donde las últimas Palabras me serían reveladas. Así que, siguiendo mis llamados interiores, llegué una mañana del mes de abril al puerto de Moulmein. Mi vestidura de ormesí, mis largos cabellos y mi luenga barba fueron agitados todo aquel día por una agradable brisa marina. Pregunté entre las tripulaciones de las goletas y las yolas si era posible pagar mi pasaje a Hyderabad con algún tipo de trabajo a bordo, y finalmente el capitán de una zabra pesquera me aceptó como escamador de ágonos.
Partimos esa misma noche, pues el capitán esperaba pescar al amanecer en los alrededores de la isla de Andaman. Recuerdo que a medida que avanzaba la noche una inmensa alegría se fue apoderando de mí. Por primera vez en mucho tiempo me sentí real, tangible, vivo. La grandeza del océano, su ritmo pulsante en cada ola y su indefinible ternura produjeron en mí extraños sentimientos, y me sentí unido de manera fraternal a los demás hombres de la tripulación. Era como navegar por un gigantesco útero de colores imprecisos o por un largo espejo multiforme que reflejaba los rayos transparentes de las estrellas. Y comprendí, parado en la proa de esa embarcación anónima, que mi melancolía había quedado allá lejos, en las montañas, atrapada en la oscuridad de las grutas y viviendo junto a los animales que sólo pernoctan en las alturas.
Por aquel entonces, yo, Aabdón Mujaíl, hombre solitario y cabizbajo, me olvidé de mis sueños, de las Palabras finales y del desierto de Hyderabad, y me hice marinero.
Navegué durante años por el mar Arábigo, por el golfo de Bengala y por el mar de Célebes, y lentamente fui ascendiendo hasta llegar a ser el capitán del velero mercantil Kalat, que transportaba telas, tabaco, especias y porcelanas desde el puerto árabe Adén hasta la península de Sabah. A veces, cuando el comercio no era propicio por aquellos territorios, solía conducir el Kalat hasta el canal de Mozambique, donde traficábamos café y opio del archipiélago de las Comores a Madagascar. Fue en una de esas travesías por costas africanas que conocí a Ruanda Lubumba, un marino serio y enigmático con el cual entablé una estrecha amistad. Ruanda y yo navegamos juntos por espacio de diez meses y muy pronto fue para mí como un hermano. Pero al término de este tiempo una fuerte tempestad nos sorprendió cerca de Dar-es-salam y él murió ahogado con seis hombres más de la tripulación.
Desde la muerte de Ruanda el mar se convirtió en un enemigo para mí y navegué por sus aguas con odio, con rencor, como quien vive en una morada solitaria con otra persona esperando que ésta se distraiga un instante para apuñalarla por la espalda. Así navegué yo: buscando en cada ola una venganza. Y estoy seguro de que el océano lo percibió, porque no sólo me vigilaba día y noche, sino que además decidió atacar primero. Fue así como tres semanas después de la muerte de Ruanda Lubumba operose un cambio en la atmósfera y una violenta tormenta nos condujo a un naufragio inevitable. El Kalat se fue a pique sin darnos ni el poco tiempo siquiera que se requería para lanzar los botes al mar. En esos momentos apremiantes recuerdo que la única alternativa que tuve fue aferrarme a uno de los mástiles e irme al agua con él entre mis brazos. No lo solté a pesar de las imponentes olas que deseaban aplastarme bajo su peso y creo que a esa pertinacia casi demencial debo mi salvación.
Al amanecer, ya con el mar en calma, arribé, todavía con un pedazo de mástil junto a mí, a una playa desconocida. Caminé algunos pasos para alejarme del agua y me tendí sobre la arena, hundiéndome en un sueño denso y profundo.
Desde entonces permanezco aquí, y yo, Aabdón Mujaíl, antiguo capitán del velero Kalat, estoy convertido en un náufrago silencioso. Paso mis días escribiendo mensajes como éste y lanzándolos al mar en óghabes de madera de coco que yo mismo fabrico en mis interminables días de ocio y hastío. No todo es desesperanza sin embargo, hay tardes en las que contemplo los círculos que forman en el cielo los pelícanos y las gaviotas, y grito mi nombre una y otra vez hasta que desde el fondo del acantilado una voz muy similar a la mía me responde: «Aaaabbdooónnn Mmuuujaaiiíll…». Esa misma voz que sale de la garganta del arrecife la escucho también cuando me interno en la selva en busca de un prado donde reposar, unida a cantos desgarradores que con seguridad provienen de las tribus salvajes que suelen merodear por estos mares. Y el temor me hace salir de la selva y regresar a mi playa donde, ya tranquilo, me duermo con los miembros esparcidos sobre la arena. Ah, Ruanda, si estuvieras aquí para comprender que la vida del náufrago es como una ola que en el invierno queda congelada sin poder continuar su transcurso normal.
Si este mensaje llegase algún día a tierras habitadas, ruego finalmente que se traslade alguien cuanto antes al puerto de Moulmein y pregunte por cualquier barco de la compañía de Al-Ahmad. Mis coordenadas aproximadas son 4°8’ de latitud norte, con 51°37’12’’ de longitud oeste. Estoy seguro de que al punto enviarán una expedición para salvarme. Estoy seguro.