La primera vez que lo vi no pude evitar un temblor ligero en la espalda y los hombros, y me oculté en uno de los nichos de la Fortaleza Antonia. Caía la noche sobre Jerusalén y un viento suave recorría sus calles. El hombre caminaba inclinado, con la mirada fija en el vacío. La gente evitaba su proximidad. Era alto, delgado, de largos cabellos, sus facciones recordaban la imponencia del baharí y una especie de adarce se esparcía a lo largo de su piel. Los que se habían cruzado con él en el camino aseguraban que su cuerpo despedía un olor fétido y repugnante, y murmuraban con cierto temor:
—Es Lázaro, el resucitado, el que regresó de la tumba.
Desde aquella noche en que observé la extraña conducta de Lázaro algo en mí comenzó a transformarse. Fueron muchas las preguntas que me atormentaron y a medida que pasaban los días surgían otras que desplazaban a las anteriores o que, en el peor de los casos, se sumaban a ellas. Entonces decidí, a cualquier precio, apoderarme del secreto de Lázaro.
Un mediodía me interné por el camino que atraviesa el valle del Cedrón y crucé la llanura abertal en busca de la casa de Lázaro. Al llegar, Marta y María Magdalena apacentaban un rebaño de cabras. Indicáronme que su hermano se encontraba en la montaña. Regresé al valle y tomé el atajo que conduce a En-roguel. Cuando alcancé la cima del monte, vi a Lázaro recostado contra un árbol, masticando tallos de soja. Contemplaba la ciudad con aire demoníaco y de vez en cuando exhalaba unos suspiros entrecortados, como si estuviera ahogándose. Dominando mi temor llegué hasta él y me senté a su lado.
—Lázaro, dime, ¿es cierto que visitaste el reino de la muerte?
—Sí.
—Cuéntame, ¿cómo es? ¿Encuentra uno allí lo que dicen las Sagradas Escrituras?
—No sé, todo es tan confuso…
—¿Pero recuerdas algo?
—Sí, recuerdo… pero son recuerdos como de un sueño… lejanos, evanescentes…
—¿Entonces nada puedes decirme?
—¿Qué quieres que te diga?
—Si en el más allá podemos ser felices.
Y al escuchar estas palabras Lázaro se levantó, fijó en mí sus negros ojos y mientras el viento le agitaba el cabello me dijo con una inmensa amargura:
—Escucha bien lo que voy a decirte, extranjero: la felicidad, como mi recuerdo, no es más que un sueño.
Y caminando ladera abajo, en medio de las falenas crepusculares, desapareció. Yo me quedé allí, quieto, vigilando la caída del sol.
El breve diálogo sostenido con Lázaro me confirmó que éste ocultaba algo en el fondo de sí. Era indudable que sus palabras estaban cargadas de una fuerza secreta y yo deseaba conocer el origen de esa fuerza. Así que, como último recurso, opté por vigilarlo día y noche, aguardando el momento oportuno para descifrar el enigma. Fue así como me convertí prácticamente en su sombra. Pero pasaban los días, las semanas y nada ocurría. Aparte de ser testigo de la soledad más profunda que jamás había visto, no lograba enterarme de nada más.
Finalmente, cuando llegó la época de sequías, supe que Lázaro estaba reuniendo algunos talentos de plata para viajar a Ascalón, en la costa. Me dispuse a seguirlo y, en efecto, tres días después me uní a la caravana de Simón Natanael, el viejo, en la que Lázaro había ingresado como mercero de incienso. Fueron muchas las horas que caminamos a través del desierto, hasta que, agotados y desesperados por el sol, nos vimos en la necesidad de establecer largas jornadas nocturnas. Algunos hombres murieron de fiebres terribles y otros enloquecieron al no poder soportar las pesadillas que produce en el desierto la luz de la luna. No obstante, Lázaro permanecía sereno, inmutable, y en varias ocasiones, frente al dolor ajeno, lo vi sonreír con desprecio.
Cansados, con la mirada extraviada en el horizonte, logramos por fin divisar a lo lejos la orilla del lago Emmgazah. Allí recobró fuerzas la caravana y más tarde llegamos a Ascalón, donde el imponente océano nos dio la bienvenida.
No bien cruzamos la Puerta de Hazael, Lázaro se apartó del grupo y descendió al Atrio de los Gentiles, remontando las estrechas calles de la parte baja de la ciudad hasta detenerse frente a una pequeña puerta de madera, muy cerca al Pórtico del Oeste. Yo procuraba guardar una distancia prudente, pero una turba de mercaderes, sumada a los innumerables rebaños que conducían los pastores al mercado, me arrastró calle abajo. Por un momento creí que Lázaro me reconocería, pues la distancia que nos separaba apenas tasaba los dos palmos. Pero continuó con la mirada fija en la puerta de madera y por fortuna no se percató de mi presencia. Su descuido me permitió ubicarme al otro lado del callejón y acechar de cerca lo que iba a ocurrir. Transcurrieron unos instantes, la puerta se abrió y del fondo emergió una mujer cubierta por un manto púrpura, cuyos rasgos no alcancé a vislumbrar. Lázaro y ella se abrazaron con fuerza y penetraron en el interior de la morada cerrando la puerta tras de sí.
En los días siguientes los vi caminando juntos por la costa. Solían ir a la roca de Aenón de Salim y observar cómo los trirremes romanos arribaban al litoral. Contemplaban el mar de manera lánguida y melancólica. La mujer tenía el cabello negro, largo hasta la cintura, las cejas pobladas y unidas en la parte superior de la nariz, las caderas anchas y unos ojos negros y penetrantes dejaban entrever un cierto sentimiento de superioridad. Era evidente que Lázaro la amaba con pasión y por primera vez en mucho tiempo percibí en él un hálito de vida. Sin embargo, no me fue posible escuchar las largas conversaciones que intercambiaron. Solamente el día en que se despidió de ella, antes de regresar a Jerusalén, pude oír las últimas palabras.
—Lázaro, Lázaro, escúchame…
Lázaro se detuvo.
—Hazlo por mí…
Y Lázaro asintió.
En Jerusalén, luego de una larga travesía, fui sorprendido por una noticia que corría a voces desde las Arcadas de Salomón hasta el Sanedrín: el rabino que hacía milagros, y al que se le atribuía la resurrección de Lázaro, iba camino al Gólgota para ser crucificado. Rápidamente me separé de Lázaro y me dirigí al Calvario, donde se efectuaban los sacrificios.
Cuando llegué, la imagen de desolación era total. El rabino había sido crucificado en medio de dos malhechores y al pie de la cruz se encontraba su madre y algunas cuantas personas, entre las cuales reconocí a María Magdalena, la hermana de Lázaro, y a José de Arimatea, el sepulturero. Los soldados romanos acababan de quebrarles los huesos a los dos ladrones y al acercarse al rabino notaron que éste ya había muerto. Decidieron así que no había necesidad de hacerlo y uno de ellos le atravesó el costado con una lanza. Luego José de Arimatea lo bajó de la cruz, ungió su cuerpo con mirra y áloe, envolvió cada miembro con vendas perfumadas y lo condujo a un huerto cercano, donde quedaba el sepulcro. Todo esto con los ojos anegados en lágrimas.
Entonces levanté la mirada y vi que Lázaro se hallaba a unos cuantos pasos del sepulcro, junto a un hombre que me intrigó por la extraña semejanza que guardaba con el crucificado. No sé por qué, pero al ver a Lázaro allí descubrí que su secreto estaba sin duda muy ligado al rabino ejecutado. El rostro se le había transformado de una manera brutal y contemplaba la escena con dureza. José de Arimatea hizo rodar una gran piedra y selló la cripta. Yo hice como si me retirara y me escondí detrás de un árbol gigantesco. Y he aquí que cuando la gente se hubo marchado, Lázaro comenzó a respirar como un animal atrapado, se abalanzó sobre la roca que tapaba el sepulcro y agarrado a ella con sus enormes manos, con las venas del cuello brotadas por la ira y con las sienes llenas de sudor, murmuró muy despacio unas palabras que no alcancé a escuchar. Unas palabras que sepultó para siempre el silencio…
A lo lejos se escuchó un trueno. La lluvia se desató sobre nosotros y entró la noche en Jerusalén.