El río desciende tranquilo. La pequeña barca

y sus ocupantes van hacia ese silencio

que ha permanecido intacto, desde los principios

de la humanidad, en la opacidad del desarraigo.

Nada los puede detener. Nada.

ALAJPRONIEV MORPHIRUS

I
La embarcación

Luego de haberse extendido hasta las últimas fronteras del espacio visible, la noche permitió que el vapor y la neblina descendieran hacia las tierras de los hombres. El silencio intermitente abría nuevas posibilidades para que los seres de corta imaginación escucharan voces y sonidos desconocidos; podía percibirse el rumor del viento contra las hojas secas y el olor poderoso de la niebla penetrar hasta las profundidades de la garganta. La hoguera despedía una multiforme gama de colores amarillentos que iban desvaneciéndose a medida que se internaban en la atmósfera.

Noé miraba el fuego pensativo. Una cierta nostalgia acechaba desde lo profundo de su ser y contemplaba las llamas como si en ellas estuvieran presentes las imágenes de su pasado. Algo le impedía dormir y no podía precisar qué era. Posiblemente fuera sólo un presentimiento, una sensación, una imagen borrosa, un no sé qué que le impedía internarse en los territorios del sueño. El frío comenzó a azotar la piel y con lentitud fue llegando hasta los mismos rincones de la sangre. Noé cerró totalmente su túnica y se colocó la manta sobre los hombros, esperando así poder vencer la baja temperatura que se apoderaba de la planicie.

Detrás de él, como si estuviera durmiendo con cierta fingida placidez, la nave yacía imponente y majestuosa, y era posible verla desde las altas cimas de la sierra, colocada justo en medio del valle, entre los viñedos y los verdes prados que cubrían la superficie de la tierra. La había construido con lentitud y esmero, pensando tal vez en que estaba fabricando la mujer de sus sueños. Para quien la contemplaba de cerca, los trescientos codos que tenía de longitud y los treinta que conformaban su altura daban la sensación de estar junto a una gran muralla de madera y no junto a un barco dispuesto a combatir las tempestades más violentas de cualquier océano. El techo, recién calafateado, despedía ciertos destellos mágicos, provenientes del reflejo de las llamas sobre la oscura brea. No era indispensable penetrar en su interior para saber que constaba de tres pisos o niveles, los cuales a su vez estaban divididos en especies de celdas cuya función era servir de hogar a los respectivos animales que se habían depositado en ellas. Los tres niveles estaban unidos por una escalerilla de soga y madera que, aunque resistente, no dejaba sin embargo de inspirar cierta desconfianza a quien trepaba por ella. Existía también una pequeña ventana en la parte delantera del tercer piso, cuya posición estratégica agradaba mucho a Noé, hasta tal punto que cada vez que posaba sus ojos en ella una hermosa sonrisa se apoderaba de su rostro. Pero sabía que durante el viaje no podía abrirla hasta que la señal prometida se lo permitiera.

Colocada allí, en medio del valle de Nod, la embarcación esperaba su elemento para probar a los designios misteriosos del cielo la perfecta conducta de su navegación.

De repente, como si viniera desde los límites de la memoria, Noé recordó el tono de la voz del Señor esa mañana. Era eso lo que le impedía dormir, ese extraño y confuso tono que dejaba transparentar el odio y la indignación. Tenía miedo, un miedo visceral que quemaba el interior de su cuerpo y sabía, ahora que estaba dispuesto para la partida, que estaba colocando sus ojos por última vez sobre el mundo conocido. ¿Sería acaso el mismo mundo cuando desembarcara? No, pensó Noé, sería otro; cuando bajaran de la nave los esperaría una tierra ajena a la inocencia y a la incertidumbre. Entonces, como si estuviera cumpliendo ritos clandestinos a dioses desconocidos, Noé abrió los brazos en cruz en señal de agradecimiento a ese mundo que le había dado la mujer y la nostalgia. La brisa hacía temblar su barba y sus cabellos. Quiso regalar a la última noche unas cuantas lágrimas, pero el cansancio fue más fuerte que su tristeza y sus párpados grises se cerraron para llevarlo a un sueño que jamás recordaría. Sin embargo, nunca se enteró de que esa noche dos ojos espiaban hasta el más pequeño de sus movimientos, dos ojos ágiles y llenos de astucia que presentían el infortunio de los hombres en los próximos días.

II
Gesara

En el extremo suroriental del extenso valle de Nod, la onírica ciudad de Gesara descansaba triste y solitaria. Los fuertes vientos que bajaban de la cordillera chocaban contra la alta muralla que rodeaba la ciudad, siendo derrotados inevitablemente por la sólida constitución de la roca. Se decía que el propio Caín había comenzado a construirla, dejándola inconclusa para que las generaciones posteriores le dieran término y protegieran de esta manera la ciudad que el Señor le había ordenado edificar en sueños.

En la pared occidental, frente al valle, tres inmensas puertas en forma de arco permitían el ingreso a la ciudad. Después de la caída del sol sólo la puerta principal permanecía abierta, para permitir el paso a los viajeros nocturnos, que generalmente visitaban Gesara por cuestiones de negocios y mercadería. El extenso río Ashum Maggad, que bajaba de las montañas, cruzaba por la parte sur de la ciudad, a unos quinientos codos de la muralla, como si quisiera acariciar a sus habitantes unos momentos para luego perderse en la lejanía del horizonte. Las muchachas acostumbraban ir hasta el río por agua y en los días soleados les agradaba quedarse hablando en la orilla, bajo los árboles, igual que sus madres y sus abuelas lo habían hecho desde los comienzos de la humanidad, cuando los hombres fueron condenados a poblar el mundo con su esperanza. El agua del río vertía sobre los rostros femeninos que lo frecuentaban unos destellos fantásticos que los hacía más atrayentes, más enigmáticos.

Había, sin embargo, una persona que visitaba el río no por necesidad, sino por ausencia. Era Neruch Ashoj Mardiross, el mendigo. Pasaba días interminables contemplando el fondo del líquido sagrado, como si en él habitara su longeva desesperanza. El río le había enseñado que el tiempo era una prolongación del universo espacial y que los hombres estaban inmersos en el devenir como las aguas en las aguas. Se había habituado a su soledad, pero en los días de lluvias sus sueños eran vigilados por una extraña añoranza. Neruch, a pesar de sus cuarenta y cinco años, conservaba una corpulencia extraordinaria heredada de los difíciles oficios de su juventud. La espesa barba y el largo cabello que terminaba en negros mechones sobre los hombros le daban una apariencia más de cazador que de mendigo; su nariz era larga y recta, y la profundidad de sus ojos hacía impenetrables los sentimientos que yacían escondidos en su mirada. Su exilio espiritual era severo y perfecto.

Neruch vivía en Gesara desde los años de su infancia y se alimentaba de la caridad de los habitantes de la ciudad, e incluso de unos cuantos viajeros que le enviaban presentes con las jóvenes que iban al río, pues ellos mismos no se atrevían a enfrentarlo cara a cara. Era un mendigo, sí, toda Gesara lo sabía, pero lo respetaban y hasta sentían temor, ya que en sueños solían ver su silueta que les pronosticaba enfermedades y les anunciaba futuras modificaciones climáticas. La superioridad de Neruch sobre los demás era acatada hasta en el país de las sombras, más allá de la muralla y del río, donde quedaban las cavernas que, según contaban los hombres de cierta edad, eran el paso secreto para regresar al Paraíso.

En la tenue memoria de cada uno de esos ancianos permanecía intacta aquella mañana —mucho tiempo atrás— en que Nemrod, el astuto cazador, había partido con diez hombres más en busca de las lejanas cavernas que les permitirían regresar a las tierras perdidas por Adán. Nemrod aseguraba que recuperaría el Edén para la humanidad aunque fuera necesario derrotar a las huestes del Señor. Entonces los ancianos fueron a consultar con Neruch Ashoj Mardiross y a preguntarle si aquella expedición no traería más desgracias para la ciudad. Neruch, impasible y sereno, los había mirado con desprecio mientras les profetizaba la ingenuidad:

—Todos hemos llegado y continuaremos caminando. Nadie escapa al miserable acaecer del infortunio. Nemrod y sus hombres son desnudos niños que juegan a encontrar la esperanza. Tan sólo hallarán el silencio y el hambre que los derrotarán mientras aúllan escondidos en las sombras. Y el seguro aletear de una paloma le ayudará a uno de ellos a percibir el olor del amanecer. Ese se salvará.

Eso era lo que les había dicho, y aunque pocos de ellos lo lograron comprender, regresaron a la ciudad con un sabor amargo entre sus pensamientos. Mas las palabras del zahorí eran inflexibles y dos años después, cuando ya se había olvidado aquel suceso, llegó a la ciudad un hombre flaco, demacrado y enfermo que parecía una bestia vencida por la desesperación. La enmarañada barba y el hirsuto cabello sólo permitían ver unos ojos suplicantes que habían olvidado su nobleza: era Nemrod que regresaba de combatir con su ilusión. Sus diez guerreros estaban muertos y él había logrado escapar de las grutas gracias a su excelente condición y astucia. Había narrado su historia en un lenguaje lleno de torpeza, ya que parecía haber olvidado las palabras, y lo poco que aún conservaba entre los despojos de sus recuerdos era pronunciado por una boca agotada que dejaba entrever las huellas de una dentadura humana. Días después moriría entre los tormentos de la fiebre. Unos instantes antes de partir hacia la quietud había gritado nombres extraños, insultando al Señor y sus ejércitos. Los ancianos dictaminaron enterrarlo fuera de la muralla, donde la locura de Nemrod no los alcanzara desde el más allá. Decidieron también visitar a Neruch y anunciarle que sus palabras se habían cumplido con exactitud. Esta vez el hombre les sonrió con compasión mientras les hablaba:

—El dominio de los hechos humanos no nos es permitido ni en los sueños. Hemos de esperar nuevos tiempos. Por esto, ancianos de Gesara, yo os digo que ese hombre ha traspasado su propia imagen y lo que sus ojos vieron en aquellas cavernas no volverá a ser observado por ninguno en las generaciones posteriores. Recordad que cada aurora nos anuncia el gobierno del tiempo sobre el humilde tantear de los hombres y que debemos aprender a escuchar los mensajes del nacer y morir del mundo.

Así, luego de la expedición de Nemrod y sus hombres para recuperar el Paraíso, el poder de Neruch se había extendido más allá del Ashum Maggad y su presencia infundía seguridad a los que lo observaban. Tampoco le faltó nunca el alimento; se había convertido en el puente necesario entre los hombres y lo desconocido, y la ciudad lo respetaba y le entregaba continuamente nuevos presentes.

Desde que Noé comenzó a construir la nave, Neruch Ashoj Mardiross se alejó aún más de los hombres y se le veía poco por la orilla del río. Tampoco se tenían nociones del lugar donde últimamente estaba pernoctando; lo único que se sabía era que ese lugar no se encontraba dentro de la muralla, lo cual hacía suponer que Neruch estaba durmiendo en el campo, tal vez tirado debajo de los árboles o entre los viñedos.

El hecho de ver a Noé una noche junto al río y penetrar en sus laberintos interiores, hizo que su actitud se transformara. Supo que ese hombre no estaba loco como se murmuraba por la ciudad y que su destino iba a cumplirse inevitablemente. Había escuchado que Noé estaba construyendo un barco. Toda la ciudad lo comentaba y no dejaban de reír cuando veían al anciano o a alguno de sus hijos. Era evidente que un barco de semejantes dimensiones, construido allí entre los viñedos cuando el mar quedaba a varios días de camino, no podía dejar espacio sino para la risa. Hasta los altos funcionarios le gastaban bromas al verlo pasar. Pero a Neruch le bastó una mirada para descubrir la desmesurada misión de Noé. Donde los demás hombres habían visto locura, Neruch vio acontecimientos que lo hicieron estremecer y que le recordaron su propia condición humana, elevada en algunas ocasiones, pero pobre y miserable en otras. Neruch se dio cuenta de que por primera vez en su vida había tomado conciencia de sus limitaciones y que no era más que un ser humano, superior a los demás por ciertos poderes desarrollados a través de su larga soledad, pero finalmente un ser humano y nada más. Desde entonces se dedicó al espionaje del anciano y de sus hijos, intuyendo que la señal llegaría en cualquier momento. Era necesario estar alerta para percibir ese llamado que le era ajeno e incomprensible. Se había instalado entre los arbustos para no ser descubierto y había asistido calladamente a la finalización del arca. Varias veces vio en sueños que la nave se erguía sobre las aguas y que misteriosas voces entonaban oraciones lejanas, como si se escucharan desde un mundo colocado al otro lado del universo. No podía precisar todavía las cosas con exactitud, pero sabía que la hecatombe estaba próxima. Era por eso que no podía perder de vista a Noé; lo vigilaría hasta en sus más oscuras pesadillas.

La mañana en que Noé miró hacia el cielo luego de haber depositado a los animales en sus respectivas celdas, una luz resplandeciente cubrió los alrededores y Neruch supo que la señal había llegado y que era el último día de la interminable agonía. Ese día contempló el mundo con ternura y pasó la tarde junto al río gozando de la compañía de las muchachas que le llevaban frutas y carne fresca. La tristeza lo agobiaba. Deseaba reunir a la ciudad para anunciarle lo que habría de llegar apenas despuntara el alba, pero aquello hubiera sido ir contra el tránsito establecido de las cosas y desviar los hechos íntimos del suceder universal. No podía cambiar el rumbo de los acontecimientos. Todo había sucedido y continuaría sucediendo, impulsando el movimiento de los seres en el tiempo. La rueda del sufrimiento no dejaba de rodar. ¿Quién era él para detenerla? En caso de que lo intentara, ¿lograría realmente pararla? Sabía muy bien la respuesta, no era necesario continuar preguntándose. El hilo del dolor tenía sus extremos más allá de la mísera mente de los hombres. Así, resignado y cabizbajo, Neruch se despidió secretamente de las mujeres, los hombres, los niños y los ancianos de Gesara, y esa tarde aprendió en silencio a disfrutar de su cercanía; cercanía que le dejó, hasta bien entrada la noche, un olor a despojos y aniquilación.

Al llegar la medianoche, entre la espesa niebla y los rayos amarillentos de la hoguera, Neruch vio a Noé hundirse en la incertidumbre. Lo contemplaba por entre las hojas verdes de los arbustos al igual que un padre contempla el naufragio espiritual de su hijo. Luego de haberse despedido del mundo, Noé fue derrotado por el humo del sueño y Neruch se tendió sobre la hierba seca a contemplar el silencioso brillar de las estrellas. Situada entre ellas imaginó la figura de una mujer hermosa, amada en los años del pasado. La miró recordando aquella túnica albazana que la cubría, su forma extraña de deslizarse por los callejones miserables del puerto, su cabellera negra, sus besos y sus caricias, desaparecidos tiempo atrás. Mientras contemplaba la mujer en sus recuerdos y los astros en el cielo, se dispuso a descansar. El destino del mundo, pensó, estaba trazado. La vida, esta vida maravillosa y terrible, tendría que inclinarse ante la furia implacable del Eterno.

III
La tempestad

El sol se detuvo un instante como si temiera dejarse caer plenamente y se hundió entre las montañas dejando el cielo policromo, acariciado de colores imprecisos. Fue entonces cuando Neruch se levantó de la orilla del río y decidió regresar a los viñedos para vigilar la última noche de Noé.

En la parte interior de la muralla no se pensaba igual. La ciudad había forjado sus propios planes alrededor del placer y la felicidad. Se celebraba la recolección de la uva y los habitantes estaban prontos a rendir los homenajes necesarios al fruto del olvido. Era la noche de la sensualidad. Los rostros de Gesara se encontraban atravesados por una sonrisa de deseo y nadie hubiera podido creer que un día pasaron por allí Zillah y Caín en busca de nuevos parajes para instalar la condena de sus cuerpos. La señal de Caín se convertía esa noche en alegría vital e hilaridad.

Las mujeres esperaron que las sombras reinaran sobre el mundo; enseguida salieron por la calle principal vestidas de blanco, cubiertas de flores, con inmensos cestos saturados de la fruta benefactora y desfilaron hacia la cascada que formaba el Ashum Maggad, bamboleando sus cuerpos tostados por el sol. Los hombres cargaban los hachos que irradiaban sordas luces sobre la piel de las muchachas. La carne aguardaba el milenario festín de la unidad, el rito que alejaba las profundidades de la soledad.

Después de consumir grandes cantidades de vino comenzó la danza alrededor del fuego. Los músicos llevaban el ritmo con sus instrumentos de madera, golpeándolos con delicadeza mientras los danzantes dejaban sus miembros en libertad. El baile y el vino eran el símbolo de una felicidad recuperada; aquí y allá las piernas se buscaban como si quisieran fundirse, amalgamarse. El sudor y las escondidas caricias que comenzaron a darse anunciaban el próximo éxtasis de los habitantes de Gesara.

Más allá de la medianoche, entre la niebla que se había apoderado del valle de Nod, los gemidos de ambos sexos se elevaron hacia los cielos expresando su honda sublimidad. La inmensa fusión de cuerpos había creado un universo paradisíaco donde la piel era la diosa secreta de todos los dominios de la carne. Al fin, derrotado el deseo, los rostros se hundieron en las hojas secas y emitieron susurros inaudibles, como si acabaran de llegar de un remoto viaje por tierras extranjeras. Luego cerraron sus ojos complacidos. La vendimia había sido consumada.

En los viñedos, la esposa de Noé, sus tres hijos y las mujeres de sus hijos, que no habían asistido a la celebración por orden del anciano, soñaban con entregas y labios protectores al tiempo que custodiaban el arca. El viejo dormía junto a la hoguera cansado de meditar sobre su extraña situación y Neruch, a unos cuantos pasos de Noé, seguía viendo en oníricas imágenes una mujer arraigada en sus recuerdos.

Al amanecer, con una temible lentitud, comenzaron a descender las primeras gotas. El cielo se había cubierto de nubarrones negruzcos que iban cerrándose en una masa poderosa y amenazante. La niebla había desaparecido en parte, quedando en su lugar un aire gris y semitransparente. Poco a poco la lluvia fue cayendo con más fuerza y de las montañas iban brotando magníficos vientos que azotaban el valle. Lejos, del otro lado de la cordillera y aún mucho más allá del horizonte mismo, la lluvia caía con seguridad.

Los hombres y las mujeres, despertando de su embriaguez, se apresuraron a coger lo necesario para poder partir hacia la ciudad. Empezaron a correr evitando el agua que caía a torrentes, como si fueran perseguidos por una presencia fantasmal. El estruendo de la tormenta no alcanzaba a cubrir los gritos de las mujeres que corrían con ansiedad. La innumerable cantidad de gente hacía todavía más difícil la situación, llegando algunos incluso a caer varias veces sobre los pequeños pozos que estaban comenzando a formarse entre las encendajas. Finalmente, agotados por el ejercicio, divisaron la muralla.

En los sembrados sucedía algo semejante. La lluvia había despertado a Noé y los suyos, anunciándoles la partida. Con cierta prisa introdujeron en la nave las últimas cajas de animales y las provisiones necesarias para su larga estadía en la oquedad del destierro. Cuando Noé se disponía a ir por el heno, que había sido colocado a unos cuantos pasos de allí, recordó con ira que había olvidado la jaula de los pájaros luminosos en el bosque. Los suhks, como se les llamaba en Gesara, eran unas aves domésticas que se utilizaban como lumbre por las noches, pues su plumaje despedía una luz amarilla que reemplazaba perfectamente la luz del fuego. El viejo maldijo varias veces su negligencia y dispuso entonces que las mujeres fueran por la jaula mientras él y sus tres hijos iban por el heno.

Neruch observaba con el nerviosismo propio del hombre que espera una rendija en la realidad para salvarse. El agua le escurría por el cuerpo, penetrándole la piel con una certeza devastadora. A pesar de esto, su inmovilidad e inercia eran perfectas; sabía que su vida dependía de ellas. Al escuchar la orden de Noé no pudo evitar una sonrisa llena de lucidez: la oportunidad había llegado. Cuando vio el campo libre comprendió que tenía apenas los instantes justos para librarse del peligro. Midió la distancia hasta la puerta del arca con esa exactitud que produce la angustia, dejó la túnica a un lado, se levantó como un felino y corrió con la máxima rapidez que le permitieron sus miembros. Con el pelo corrido hacia atrás por la velocidad que llevaba y por el denso viento que azotaba su cuerpo, con el rostro agitado por una persecución imaginaria, respirando con dificultad, mirando con desesperación hacia los lados y mojado por la lluvia, así llegó Neruch a la puerta de la embarcación. Trepó con agilidad la escalera que permitía el acceso al primer piso, luego subió la escalerilla de soga y madera hasta el tercero, se deslizó por el inmenso corredor hacia la parte delantera, abrió una portezuela y se refugió por último en un cuarto donde había sido instalada una pareja de pelícanos. Agradeció que todos los animales se encontraran en una especie de sopor, pues éste le impediría delatar su presencia. Se arrodilló hasta una rendija que había sido hecha en la puerta, tal vez para introducir por ella el alimento, y se colocó al acecho.

Al rato llegaron las mujeres con la jaula de los suhks y los instalaron en la parte posterior del segundo piso, donde habían sido construidas las cuatro habitaciones; los dejaron en el pasillo y bajaron para esperar a los hombres. Adah, la mujer de Noé, incitó a las demás a orar, pero antes de terminar aquella acción de gracias llegaron los hombres cubiertos por una mezcla de lluvia y sudor, como si hubieran acabado de vencer una bestia indomable. Entraron el heno junto con otras provisiones, se secaron un poco la humedad de sus cuerpos y Noé les explicó que era necesario esperar para subir la inmensa puerta. El anciano esperaba la señal que el señor le había prometido para clausurar completamente la embarcación.

Agar, la mujer de Sem, el mayor de los hijos de Noé, se hundió en un llanto de nostalgia. El rumor de la brisa y el llanto de Agar instalaron en los demás un sentimiento de amargura, y se sentaron en la puerta a esperar con la tristeza incrustada en la débil opacidad de sus vidas.

Neruch Ashoj Mardiross, sentado entre las aves marinas, concentró su espíritu con toda la fuerza que había acumulado como hombre solitario y dilató su imagen sombría como una flecha que acabara de ser lanzada por brazos vigorosos. Estaba acostumbrado a hacerlo. Esta vez necesitaba transportar sus pensamientos a través de la lluvia y que llegaran hasta Gesara intactos, visibles. La gente moriría de todos modos, lo sabía, pero que al menos se enterara de que era aplastada por unas manos dirigidas desde arriba.

En la mente de cada uno de los habitantes de Gesara se formó la imagen del desastre. Los rostros se cubrieron por la desesperación, comprendiendo que la tormenta era el símbolo de una venganza madurada con los años. Llegaron las súplicas, las oraciones de los ancianos, las promesas de los niños. No obstante, nada podía detener las aguas que se desprendían del cielo cada vez con mayor fuerza. Cuando agotaron todas las posibilidades supieron, no estaban seguros si por ellos mismos o por otro, que el único medio de sobrevivir estaba en el anciano Noé. Abriendo puertas, ventanas y evitando el agua que ya se encontraba a medio codo de altura, la muchedumbre se lanzó hacia los viñedos y en un lapso de tiempo muy corto alcanzó la orilla del río. La corriente había crecido con magnificencia, encontrándose dos o tres veces más alta de lo normal. El pequeño puente de madera continuaba sujeto a ambos lados, resistiendo con valentía la impetuosa furia de la corriente. La multitud se detuvo un instante y vio que era necesario pasar por grupos.

Mujeres con sus hijos en los brazos, muchachos sirviendo de bastón a los lisiados, parejas de jóvenes que deseaban morir el uno junto al otro, robustos hombres cargando a los enfermos; todos pasaron el puente con prisa y tranquilidad a la vez.

Numerosas familias con la condena sobre los hombros iban alcanzando la otra orilla y a cada instante parecía que el puente iba a ceder. A pesar de la furiosa corriente que deseaba derrumbarlo, permitió que la inmensa mayoría se deslizara por su espalda en andamiaje; pero cuando estaban cruzando los trenzadores de cuerdas las tablas se quebraron como si hubieran sido pisoteadas por la bota de un gigante. El caudal arrastró los cuerpos y los gemidos, y los que habían logrado atravesar la corriente contemplaron a los otros en la orilla opuesta, comprendiendo que ese puñado de hombres era un grupo de condenados a muerte. No hubo tiempo para lamentaciones. Despidiéronse con las manos en alto, con las lágrimas escurriéndoles por los rostros ansiosos y continuaron su desesperado peregrinaje hacia los viñedos de Noé.

Los que por el camino sucumbieron de agotamiento y amargura dejaron que sus cuerpos se doblaran sobre el agua, hundiendo sus cabezas para siempre en el abismo de la muerte. Nadie tenía tiempo para pensar en los muertos y la única idea que reposaba en la mente de cada uno era alcanzar la nave para salvar su existencia. El sufrimiento padecido desde la salida de la muralla y la esperanza de verse a salvo les permitía mantenerse en pie; no importaba que los más débiles y los enfermos fueran derrotados por el cansancio. De esta manera, con el agravio metido muy adentro, las gentes de Gesara llegaron a los sembrados de Noé, respirando como bestias y dispuestos a cualquier cosa.

Zeftel, la mujer de Cam, fue la primera en divisarlos y se quedó mirándolos sin comprender bien lo que sucedía. Cuando los demás los vieron salir del bosque permanecieron un momento estáticos y luego se voltearon hacia Noé, interrogándolo con la mirada. El viejo meditaba mirando los negros nubarrones del cielo. Sabía que era necesario decidir algo enseguida. Los que encabezaban el grupo ya estaban a unos cuantos pasos de la nave y lo miraban como suplicándole que no los traicionara. Noé cogió con ambas manos uno de los lazos que debería subir la inmensa puerta y gritó a su hijo mayor:

—¡Seeem, súbela!

Sem, con movimientos rápidos, tomó la otra cuerda. La multitud apresuró el paso; habían escuchado la orden que los condenaba a muerte. Los músculos de ambos hombres se tensaron y con el rostro contraído por la fuerza intentaron subir la gigantesca puerta. No lograron sino elevarla dos o tres codos. Los primeros hombres ya estaban a diez pasos. Sem, fingiendo una calma que era imposible tener en aquellos momentos, se dirigió a su padre con la voz temblorosa:

—Deja a Cam en tu lugar.

Noé se retiró, dejando el campo al segundo de sus hijos. El muchacho tomó la cuerda y tiró de ella con la extraordinaria energía de su juventud. Y llegó la señal prometida a Noé: cuando la gente se encontraba a sólo dos pasos, un viento que salió de la nada elevó la puerta, clausurándola por fuera con una fuerza milenaria.

Los habitantes de Gesara, en un principio cegados por la ira, golpeaban la nave como si sus manos pudieran atravesar las sólidas capas de madera, y los hombres, profiriendo injurias, clavaban sus puñales e intentaban encontrar una abertura por donde introducirse. La embarcación permanecía indiferente a sus golpes. Cuando la furia se disipó, llegaron la tristeza y el abatimiento. De todas las gargantas salían súplicas, frases de perdón, mas la lluvia no fue indulgente y continuó destruyendo la esperanza de los hombres. Las aguas ya habían subido a cuatro codos de altura y el arca estaba rodeada de cadáveres de niños y ancianos. Momentos después comenzaron a verse inertes cuerpos femeninos flotando con la tranquilidad que la vida les había negado. Por último, elevando cantos de alabanza y misericordia, murieron los guerreros y los más fuertes.

Alrededor de la enorme embarcación, en el valle de Nod y en todos los rincones de la tierra, la muerte se había instalado como un jefe brutal e insaciable.

Dentro del arca Noé y los suyos habían escuchado los cantos de los moribundos. El anciano lloraba como un niño y hubiera querido explicarles que se había visto obligado a hacerlo, hubiera querido gritarles que él era sólo un siervo del Señor…

En medio de las sombras se arrodillaron los ocho elegidos y oraron acompañados por el sonido que producía la lluvia al golpear contra el techo. Fatigados y agobiados por los recuerdos dispusieron que lo mejor era descansar. Dejaron la jaula de los suhks en el corredor para que iluminara esa primera noche de presencias del pasado y se dividieron para ingresar respectivamente a sus cuartos. En el lado izquierdo del corredor del segundo piso, en la parte posterior, dormían Noé y Adah, Sem y Agar. En el lado opuesto, Cam y Zeftel, Jafet y Nigsha. Estos últimos, por ser los más jóvenes, habían permanecido como espectadores de la catástrofe y el temor no les había permitido ser útiles en ningún momento. Además Nigsha había visto a sus padres entre la multitud y Jafet tuvo que retenerla con violencia para impedir que se arrojara entre las fauces de las aguas. Pero ahora, recostado el uno en brazos del otro, aguardaban el sueño del olvido.

Neruch, en la parte anterior del tercer piso, no fue visitado por el sueño. Permaneció hasta la medianoche pensando en los hechos sucedidos. Su destino parecía una pesadilla, seguramente estaba soñando y en cualquier momento despertaría junto a la orilla del río para recibir los alimentos que le traían las hermosas jóvenes de Gesara. Una y otra vez se repetía lo mismo, pero no logró convencerse. La realidad era que el primer día de exterminio había concluido.

El sol se hundió entre las aguas del horizonte, coloreando la lluvia de tintes rojizos y sanguinolentos. Luego la noche entró en el mundo como un mensaje que ignorara la iniquidad.

La nave, impulsada violentamente por huracanes provenientes del norte, navegaba con precisión hacia los desconocidos recintos de la oscuridad.

IV
El sempiterno viaje de las sombras

Al día segundo Neruch fue el primero en despertar, no porque las luces le hubieran anunciado un nuevo día, sino porque los pájaros habían comenzado sus cantos. Se escuchaban diferentes tonos y melodías, y notó que en la nave no amanecía, pues el techo, calafateado con minuciosidad, impedía que los rayos penetraran hasta el interior. Esto le hizo pensar que era necesario prepararse para la larga estadía en la oscuridad, lo cual tenía sus ventajas: Noé y los suyos no lo descubrirían con facilidad. Pensando en su nueva situación se recostó en la pared de madera a escuchar los pájaros y la lluvia.

En el segundo piso, con la jaula de los suhks en la mano, Sem y Cam repartían la ración diaria a los animales. Recorrieron el segundo piso, luego suministraron la comida a los animales del primero y por último visitaron el tercero. Neruch permanecía inmóvil junto a los pelícanos. Si los dos hombres abrían la puerta estaba perdido. Pero como había imaginado desde el principio, el alimento era introducido por la rendija. Esperó que los dos hombres descendieran al segundo piso y robando un poco de verduras en los compartimentos siguientes volvió a sentarse a esperar. El viaje sería largo. Había que alistarse para resistir el ayuno y el silencio, pero sabía que era el mejor dotado de todos. Aquel tiempo frente al río le había dado las herramientas necesarias para resistir el exilio interior. Escuchó las lejanas voces de las mujeres que se recordaban unas a otras tiempos del pasado. Eran Zeftel y Agar que hablaban de las murallas de Gesara y de Bagd-sehi-or, una ciudad cercana a la costa. Los hombres permanecían callados y podía escucharse el continuo ruido de la lluvia.

Noé y Jafet repartieron la comida. Distribuyeron los alimentos despacio, gozando de la única actividad que tenían para distraer un poco sus pensamientos. Las mujeres esperaron que desocuparan la jaula de los suhks, que rompía la oscuridad a manera de tea encendida y se dedicaron a ordenar los alimentos que habían sido colocados en el primer piso. Los separaron por especies, dejando a un lado los comestibles que eran para ellos.

Neruch continuaba sentado, transportando su mente hacia las ruinas ahora submarinas de Gesara. Por entre las aguas iba recorriendo las calles que más le agradaban, hasta que finalmente llegó a la plazoleta de los condenados a muerte; allí se sentó un rato a meditar. Las corrientes submarinas le agitaban el cabello.

Adah despertó agitada por las pesadillas. Había visto que su hermana la culpaba desde un lugar sombrío y Noé procuró calmarla, recordándole que no eran sino sueños. Si las cosas habían sucedido así, era porque así se habían dispuesto desde los cielos. Lo mejor era olvidar y dejar las pesadillas atrás.

Neruch robó algunas frutas y un poco de agua a los animales que habían sido depositados cerca, y siguió fugándose, esta vez hacia la época de la gran marcha, mucho tiempo atrás. El sol brillaba en Gesara y los pastores dirigían sus rebaños a la puerta principal. Neruch miraba sonriente los ganados.

Zeftel, la hermosa, como le decían los hombres de la ciudad, hizo un descubrimiento extraordinario: encontró en un rincón del primer piso un agujero pequeño por el que se filtraba un rayo de luz. El hecho causó conmoción entre los demás. Ahora sabrían con exactitud en qué momento anochecía y por primera vez en muchos días pudieron sonreír. Saber cuándo era de día en el mundo alegraba el hondo túnel de su soledad.

Neruch viajaba por los pasadizos de su infancia… Años alegres y desprevenidos en los que la certeza de vivir era más importante que los mismos acontecimientos vividos. El sol estaba en lo alto, distribuyendo su calor sobre cada sustancia que reposaba en la tierra.

—Alcánzame los cestos, Neruch.

—Sí, mamá.

—Dime, ¿cuándo aprenderás a cazar?

—Cuando sea un poco más grande, mamá.

—¿Tu padre ya te dijo que te va a enseñar?

—Me dijo que el otro año aprendería a manejar el arco.

—Debes comer bien. No olvides que un hombre débil no regresa jamás de su primera cacería.

—Sí, mamá.

Cansada, Nigsha reposaba entre los brazos de Jafet. Se refugiaba en él intentando recuperar el deseo perdido después de la catástrofe. Abrió las puertas de su piel y dejó que su fresca juventud se extendiera sobre el cuerpo de su amado. Tendido en las tinieblas, Jafet correspondió al llamado. Llegaron besos, frases cargadas de sensualidad y Nigsha sintió que su cuerpo se contraía un instante para luego abrirse plenamente a la carne que la irrigaba con dulzura.

A algunos pasos del cuerpo de Nigsha y Jafet, Noé marcaba unas señales en una tabla de madera. El anciano llevaba la cuenta de los días. Con el largo puñal en la mano colocó siete ranuras finas y en la séptima hundió el cuchillo con fuerza, como si quisiera atravesar la gruesa tabla.

Adah distribuía una ensalada y algunas frutas. Zeftel miraba a Sem fijamente. Recordó que alguna vez, cuando Cam había partido para las costas, Sem había frecuentado su casa llevándole animales cazados en el bosque. Hablaron de cosas diversas y ella le preguntó por su relación con Agar. Sí, lo recordaba perfectamente. Ahora comprendía que tal vez hubiera sido más feliz con Sem si éste se hubiera fijado en ella antes que su esposo. Era más hermoso que Cam y su espalda reflejaba la típica corpulencia del cazador. Cuando Sem levantó los ojos y la miró, Zaftel sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

Se repartía la diaria ración en cada una de las celdas. Luego, con la jaula de los suhks como compañía, bajaron al primer piso para lavarse. Primero entraron las mujeres, untaron algunos trapos con agua y refrescaron meticulosamente las ondulaciones de sus cuerpos. Poco después entraron los hombres. Al salir, se miraron con cierta placidez. El agua los había despejado, alejando por un rato la somnolencia en que estaban atrapados. Las mujeres se secaron unas a otras con cierta camaradería y los hombres volvieron a colocarse sus ropajes, cambiando algunas impresiones sobre el comportamiento de los animales, pues habían notado, como lo hizo Neruch el primer día, que la embarcación era dominada por una especie de letargo.

Subiendo la escalerilla, Zeftel y Sem se miraron en secreto.

—Padre, ¿qué estás haciendo?

—Miro las estrellas, Neruch. Ven, siéntate.

—¿Y sabes por qué hay tantas?

—No, no lo sé. Cuando yo tenía tu edad mi padre solía decirme que en el Paraíso Adán bajaba las estrellas con la mano.

—¿Es eso cierto?

—Tal vez.

—Dime, ¿es cierto que somos malditos por venir de la raza de Caín?

—No, no es cierto. Somos diferentes, eso es todo.

—Pero yo he oído decir a algunos viajeros que estamos condenados porque tenemos la señal.

—Ellos no entienden nada. Déjalos que hablen, Neruch, déjalos.

En la tarde, regresando de la lejanía, Neruch volvió a percibir el sonido de la lluvia. Ignoraba el tiempo que había estado ausente. Las piernas le dolían un poco. Aspiró profundamente y dejó que su cerebro tomara conciencia de cada uno de sus miembros.

Antes de dormir, con cierto sigilo, caminó por el largo corredor. Posó sus pies con suavidad sobre las tablas y al llegar a uno de los extremos se quedó paralizado por el asombro, pues su mano había tropezado con una manija de cuero. Examinando la pared notó que ahí se había construido una ventana y que ésta se abría levantando la parte inferior, la cual estaba pulida hacia adentro. Empujó con delicadeza y el armazón cedió, entrando un viento húmedo que chocó con violencia contra su cuerpo. Agarrándose con rapidez al marco de la ventana, miró hacia afuera, con los ojos entreabiertos, el taciturno océano en que se había convertido el mundo. Se quedó allí un tiempo indefinido preguntándose dónde estarían ahora las montañas y los altos picos de las sierras. Luego volvió a colocar el tablón en su lugar, halando con fuerza la manija. Entró al compartimento de los pelícanos, a cuya compañía se había acostumbrado, e intentó recoger algo de sueño.

Distribuyendo las respectivas plantas en las celdas y algunas lonjas de carne para los animales carnívoros, todos percibieron el olor pestilente que comenzaba a esparcirse por la nave. Sus excrementos y los de los animales habían hecho germinar un hedor que se paseaba por cada uno de los pisos.

Por la tarde, Nigsha se entretenía mirando el rayo de luz en el primer piso. Su piel no recordaba el calor del sol.

Inmersos en una atmósfera de pesadez, los cuerpos yacían desparramados por el corredor. La debilidad y el aburrimiento les hacía difícil hablar. Sentían el continuo vaivén del arca e intentaban soportar el eterno retorno de sus meditaciones. De vez en cuando cruzaban algunas palabras que terminaban finalmente gastándose y desapareciendo en un tedio memorable.

Por entre la penumbra Sem deslizó su mano hasta las piernas de Zeftel, que se había recostado entre Cam y él. La acarició con esa lentitud propia del hombre que se encuentra entre el sueño y la vigilia. Zeftel recibió las caricias en silencio.

En la noche, al otro extremo del corredor, las dos siluetas se encontraron. Sem tendió a Zeftel sobre el heno y se hundió en su cuerpo como si quisiera recuperar la alegría extraviada en el pasado. Los dos cuerpos se revolcaban semejando dos serpientes atrapadas en la inmensidad de un pozo.

La tablilla de Noé dejaba ver trece marcas.

El olor continuaba creciendo y a cada instante se hacía más insoportable.

En el atardecer Neruch escuchó unos pasos por el corredor. Justo delante de su puerta, Sem y Zeftel deseaban regresar a las explosiones del placer. Abajo los demás dormían. Neruch pensaba en la bella sordidez de los humanos.

Cuando volvió a quedar solo, abrió la ventana para recibir aire fresco. El viento le hizo sentir una agradable sensación; también sacó la cabeza, gozando aún más del agua y la brisa.

Zeftel pensaba en los interminables días del deseo y la prisión de la carne. Días oscuros e intangibles en los cuales eran los designios misteriosos del cuerpo los que gobernaban los hilos del destino. Cada pedazo de piel ordenaba una pequeña dirección de los días futuros. Recordaba besos, caricias, instantes solitarios de placeres prohibidos, y tal vez la desesperación de verse indefensa ante sus músculos y miembros era lo que le permitía enfrentar el devenir, el infatigable pasar y pasar de las vigilias humanas. Era un círculo infinito en el que habría de perecer cualquier noche si no lo detenía con prontitud. Era necesario parar la rueda del sexo y la ansiedad.

Neruch, después de hacer algunos ejercicios corporales, adquirió de nuevo la posición adecuada para viajar mentalmente. Esta vez, por entre la nebulosa del tiempo, llegó hasta las orillas de su adolescencia.

—Padre, voy a emprender un largo viaje.

—¿Un largo viaje? ¿A dónde?

—Deseo conocer los misterios del mar.

—Creo que todavía estás muy joven. Ya te fortalecerás interiormente.

—No, siento que ha llegado la época propicia. Me fortaleceré por el camino.

—Piénsalo.

—Ya lo he hecho.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Entonces vete, nadie te detendrá.

—Gracias, padre.

—Despídete de tu madre y prométele que volverás, aunque no sea cierto.

—Lo haré, padre.

La agonía seguía cerrando sus muros. La paciencia se alejaba y esparcía sobre los hombres algunas migajas de desesperación.

Por la mañana, distribuyendo el alimento para los animales, Noé y Jafet habían tenido una discusión trivial, y cuando Noé estaba descendiendo por la escalerilla Jafet pronunció la palabra «criminal» con desprecio. El anciano miró a Jafet con ira, pero prefirió dejar las cosas así. Ya le exigiría explicaciones sobre esa palabra; ahora lo importante era mantener la calma. Sin embargo, cuando estaban reunidos para la comida, no se pudo contener y miró a Jafet largo tiempo, con acrimonia, con encono.

El viaje minaba como un diminuto ratón las entrañas palpitantes de los viajeros.

Agar, no soportando más, rompió el insalubre silencio de su vida con un llanto ininterrumpido. Lloró todo el día y por último, para arrojar fuera de sí los pensamientos que la atormentaban, preguntó con la voz entrecortada:

—Noé, dime, ¿por qué? ¿Por qué se nos castiga así?

—Nadie nos castiga, Agar.

—¿Pero por qué tenemos que soportar esto?

—Porque el Señor nos ha elegido para poblar de nuevo la tierra.

—¿Y los demás? ¿Qué puedes decir de los demás?

—Tenían que morir.

—¿Así de sencillo?

—Así de sencillo, Agar.

—¿Deseas embarcarte en este navío?

—Sí, señor.

—¿Sabes navegar? ¿Conoces cómo se maneja un barco?

—No, señor. Por eso he venido, deseo aprender.

—¿Estás seguro de que no te amedrentarás cuando veas las bestias submarinas y conozcas el rugir de los monstruos que habitan en el fondo del océano?

—No, señor. Soy joven, pero no cobarde.

—Está bien, sube. Ya te diré lo que tienes que hacer. ¿Cuál es tu nombre?

—Neruch Ashoj Mardiross, señor.

Cuando las aves cantaron, Noé dispuso que bajaran para bañarse de nuevo. No lo había permitido porque algunas noches antes había notado que las reservas de agua se estaban acabando. Por eso prohibió que se gastara en el lavado de sus cuerpos. Pero el sudor acumulado les impedía conciliar el sueño. El olor no les molestaba, pues empezaban a acostumbrarse a aquel aire viciado y pestífero. Luego de recuperar los residuos de humanidad que les quedaban, con el cuerpo fresco y la mente un poco despejada, se sentaron a orar en la mitad del corredor.

Después, en su tablilla de madera, Noé marcó la raya vigésima.

Neruch volvió a la nave. Comió cuando calculó que era el mediodía y caminó despacio por el corredor. Los demás dormían. Abrió la ventana: el mundo continuaba igual y el inmenso océano se extendía hasta el horizonte sin que existiera el más mínimo pedazo de tierra para descansar la mirada. Unido a la lluvia por cuerdas invisibles, pensaba en la roída amargura de la vida. ¿Acaso era posible la paz interior? ¿Existía realmente ese estado tan buscado por ciertos hombres? ¿Cómo se hacía? ¿Qué era necesario vencer y doblar para alcanzar esa cima tan añorada en medio de la miserable vida humana? Y él, ¿cuánto tiempo llevaba en esa búsqueda solitaria? Éstas eran preguntas que venían con insistencia a su mente mientras la lluvia continuaba cubriendo la tierra con su caída lenta y cristalina.

—Agar, ¿duermes?

—No.

—¿En qué estás pensando?

—En los ahogados.

—¿Por qué no intentas olvidar?

—No puedo.

—Tienes que lograrlo, no puedes vivir toda la vida pensando en eso.

—¿Y ustedes podrán olvidar?

—No. Pero intentaremos no dejarnos destruir por el recuerdo.

—Suena tan simple. Las palabras suenan tan simples cuando uno no las pronuncia con el corazón.

—Ven, abrázame. No pienses más en eso.

—Sem, ¿me amas?

—Sí, mucho.

Nigsha, debajo del rayo de luz, jugaba con los suhks. Luego miró por la ranura. Gris. Siempre lo mismo. Sin embargo, le gustaba quedarse allí, mirando hacia afuera. Había algo agradable en ello.

Noé bajó al primer piso. Deseaba estar solo. El vacío habitaba su conciencia, pero no un vacío en movimiento, sino un vacío multiforme detenido para siempre en el abismo de la desidia cotidiana. ¿Qué era lo que quería el Creador? ¿Por qué esta agonía? No obstante, él no era nadie para cuestionar los designios del cielo y tenía que mantenerse en pie, con honestidad, fiel a las órdenes del Señor. Sí, viniera lo que viniera, él estaría allí para soportarlo. A pesar de todo, no podía no pensar en el sufrimiento que agotaba su alma. Sabía que la espera continuaba, prolongando a su vez la moribunda madeja de los días.

—¿Ves ese fragmento de tierra allá, a la izquierda?

—Sí, lo distingo bien.

—¿No sabes qué es?

—No, señor.

—¿Jamás oíste hablar de los essilitas?

—No, señor.

—Pues es allí donde habitan. Son hombres descomunales que no temen al Señor. Celebran ritos misteriosos y varios marineros afirman que en ellos queman víctimas vivas. También se dice que sus mujeres tienen pacto con el demonio. Ah, Neruch Ashoj Mardiross, ya aprenderás que el mundo esconde con ardides sus secretos.

Noé se dio cuenta con asombro de que el plumaje de los suhks empezaba a apagarse. Los cuidó con esmero, pero de nada sirvieron sus atenciones. Por la noche, de la jaula apenas salían unas débiles luces. Ninguno comprendía lo que sucedía a las aves luminosas. Noé pensó que tal vez habían contraído alguna enfermedad por el aire pestífero que se extendía a lo largo de los tres pisos de la embarcación.

Entonando cantos de una sublimidad desconcertante, perecieron los suhks. La nave quedó sumida en la oscuridad y el rayo del primer piso era la única señal de que afuera, en el universo, la luz no había muerto. Nigsha, que era la que más les guardaba cariño, subió con la jaula al tercer piso. La depositó con cuidado al final del corredor, en uno de los rincones, y miró a los pájaros un rato antes de bajar. Parecía imposible que de ahora en adelante los hombres no volvieran jamás a conocer los suhks. Pensó que sus hijos, pues estaba segura de que los tendría, estarían condenados a alumbrarse con fuego y cuando ella les contara que en una época los hombres alumbraban con unos pájaros de plumaje hermoso, la mirarían con incredulidad. Sí, pensó Nigsha, parecía realmente imposible que el mundo se quedara tan solitario por las noches.

Neruch, con la ventana abierta, miraba la lluvia. El viento impulsaba la nave hacia la derecha, formando una especie de semicírculo. Pensaba en el tiempo transcurrido desde el inicio de la tormenta. Sentía sus recuerdos tan lejanos… No tenía la cuenta exacta de los días. Tal vez treinta, o a lo sumo cuarenta, y parecía que había estado allí desde los comienzos mismos de la creación. Ahora comprendía lo que significaba la eternidad, no la eternidad de la roca o de la ola, sino la del ser que debe cargar su existencia ineluctable. Estaba seguro de que la vida era una imprecisión desolada, una bruma y un susurro. El devenir era un sueño, un sueño que tejía innumerables veces lo impalpable.

Oscuridad. Ecos de voces suaves contra la madera.

—No deseo que nos volvamos a encontrar.

—¿Por qué, Zeftel?

—No lo deseo.

—Dame una razón.

—No está bien, me siento mal después.

—¿Es por Cam?

—Sí.

—Como quieras.

—No me guardes rencor.

—¿Cómo podría hacerlo? Pienso en ti siempre.

—Ya me olvidarás.

—Me recuerdas mis propias palabras. Olvidar, olvidar…

—Es cierto, recordamos las imágenes pero no los sentimientos.

—No, esto es diferente.

—Te equivocas, esto siempre es lo mismo.

Noé caminaba por el primer piso calculando cuántos días más durarían las reservas; el agua escaseaba. Había disminuido la ración diaria para cada animal y aún así en unos cinco o seis días se agotaría. Le hubiera agradado tener agua suficiente para darse un baño. Sabía que estaban apestando, mas las circunstancias les habían borrado la molestia de sentir martirizados los sentidos. No olían con precisión, casi no veían y los únicos sonidos que llegaban a ellos eran la lluvia y el canto de los pájaros. Pensó en lo irónico que era no tener agua, cuando afuera era lo único que yacía en el mundo.

Antes de acostarse marcó en su tabla otra raya. Las veintinueve marcas parecían sonreírse burlonamente.

—¿Qué miras Neruch?

—Contemplo aquella mujer sobre el puerto.

—Debe ser una ramera, consíguela.

—Parece una mujer triste, ¿no cree usted?

—No sé, para mí todas son lo mismo.

—Me está mirando.

—Ten cuidado esta noche.

—¿Por qué?

—Las rameras y las hechiceras son bestias nocturnas.

Sentada junto al rayo de luz, Nigsha recordaba… Sus padres la llamaban por su nombre, la miraban con sus ojos tiernos y suplicantes, y su madre extendía los brazos como si quisiera abrazarla. Los siguientes recuerdos fueron confusos… Sus padres se extraviaron en el incontable número de muertos. La última imagen que guardaba era la de su madre soportando la ira de las aguas. En silencio, tratando de imaginar que el pasado era mentira, Nigsha dejó que sus lágrimas cayeran sobre el tablado.

Antes de comer, se arrodillaron para orar. Cada uno estaba sumido en sus pensamientos. Noé se dejó llevar por la tristeza y pensó que todo estaba perdido. Esa oración fingida era el símbolo preciso de que el cansancio había derrotado el soporte de sus fuerzas.

Noé se dio cuenta de que los demás estaban sucumbiendo. La sed abrasaba las gargantas y Agar había vuelto a llorar, pero esta vez, golpeando con sus manos el entablado, permitió que la desesperación la arrastrara. Sem intentaba tranquilizarla.

Jafet y Sem discutieron. Este último se vio obligado a golpear a Jafet para calmarlo. Jafet los insultaba, recordándoles lo que habían hecho para sobrevivir. ¿Qué justificaba aquella matanza? ¿Habían olvidado acaso el canto de los moribundos, los cadáveres de los niños flotando?

Noé escuchaba con la cabeza entre las manos. ¿Existiría alguien capaz de comprenderlo a él? No, pensó Noé, no existía nadie ni existiría jamás.

—Lleva usted mucho tiempo aquí en el puerto. ¿Espera a alguien?

—No, me agrada el lugar.

—¿Ha navegado alguna vez?

—Nunca. Cada vez que veo un barco partir imagino que voy en él.

—La comprendo, me sucedía lo mismo antes de embarcar.

—¿Es usted de las tierras de Ispahán?

—No, vengo del valle de Nod, al norte.

—Jamás he oído hablar de él. Tengo que irme.

—Me gustaría acompañarla. Mañana partimos hacia las tierras de Herat.

Las dos sombras, caminando con tranquilidad, se perdieron entre las angostas calles.

—Sabe, le mentí hace un momento… No miraba el mar, lo miraba a usted… Posee la señal… Lo he esperado hace mucho, ¿le sorprende?

Neruch sonrió.

—No, mi nombre es Neruch Ashoj Mardiross, ¿el suyo?

—Hevila.

Apenas despertó, Zeftel palpó en su pierna derecha unas pequeñas llagas que se extendían desde el tobillo hasta el muslo, y lo comunicó angustiada a los demás. Sin excepción, cada uno fue encontrando en su cuerpo el inicio de la infección. El estado más preocupante era el de Adah, quien tenía el cuello erupcionado y la enfermedad parecía querer extendérsele hacia el rostro. Más tarde las llagas habían crecido un poco y Agar se rascaba angustiada. La sed, caminando inclinada, iba y venía por los tres corredores.

Las úlceras se habían inflamado, manando de ellas una pus espesa y grisácea. La cara de Adah estaba cubierta por las hinchazones y la enfermedad, sin duda, se había propagado entre los animales, pues algunos de ellos gemían o producían sonidos que reflejaban su intranquilidad.

Limpiando el rostro de Adah, Noé agotó el postrer recipiente de agua.

Recostada en un rincón, Agar continuaba rascándose con sus uñas largas como garras; de sus brazos manaba la sangre a borbotones. Sem procuraba apaciguarla. Finalmente, dando alaridos y golpeando lo que se encontraba a su alrededor, Agar explotó como alguien que ha ido acumulando todo en su interior. Escupió sobre la cara de Noé, insultándolo e intentando arañarlo, y fue necesario que Cam y Sem saltaran sobre ella para detenerla. Agar gruñía como un animal atrapado. Se vieron obligados a amarrarla a una de las vigas; Agar no cesaba de gritar.

Los alaridos hicieron regresar a Neruch, quien permanecía inmóvil en su posición habitual. Estaba un poco débil, pero la infección no lo había alcanzado y en su interior se sentía tranquilo. Escuchó un rato los gritos y luego soltó un largo suspiro. ¿Qué clase de ser era ése que salvaba a una mujer para luego llevarla a la locura? ¿Quién era aquel que empujaba a Agar a los abismos de la demencia? Neruch recordaba el rostro de la mujer, ya que varias veces la había visto caminando por la orilla del río. Su rostro le era particularmente agradable, no sabía por qué. Antes de dormir, escuchando lo que hablaban, se enteró de que la enfermedad había empeorado. Hubiera querido tener enfrente ese dios para azotarlo y arrastrarlo como se merecía. Era un ser despreciable, la matanza lo comprobaba. Neruch, con los puños apretados, no pudo evitar que la violencia se fuera apoderando de sí y pensó que el que gobernaba el universo no conocía la magnanimidad.

Noé, arrodillado en el primer piso, oraba. Arriba, Sem intentaba que su esposa recobrara la cordura. La voz de Sem se escuchaba ronca, lejana a causa de la sed. Agar, del otro lado de la vida, no comprendía ninguna de las palabras y se limitaba a pronunciar sonidos guturales.

Noé, repartiendo la última ración de comida como un mendicante de puerta en puerta, hablaba consigo mismo. La enfermedad había llegado a niveles insospechados y las pústulas cubrían los cuerpos impidiendo cualquier tipo de movimiento brusco. A lo largo del maderamen había pus, sangre y pedazos de costras. Los cuerpos se arrastraban por el piso semejando una inmensa llaga animal.

Por la tarde, haciendo un gran esfuerzo, Adah bajó al primer piso y se detuvo frente al lugar donde entraba el rayo de luz. No vio nada. Era cierto lo que temía: estaba ciega.

Adah lloraba con un llanto apagado. Los demás se quejaban sin emitir sonidos, como si hablaran en secreto con la muerte.

Y llegó el mensaje aguardado por Noé: una luz blanca alumbró los tres pisos, sumiendo a hombres y animales en un sueño momentáneo. Sólo Noé permanecía de pie, maravillado y cegado por la luminosidad. Sintió que sus fuerzas le eran devueltas y que una voz le anunciaba de nuevo la luz del sol.

Junto a los dormidos pelícanos, Neruch notó la presencia dentro de la nave. Estaba seguro de que el anciano Noé y él eran los únicos que habían quedado despiertos.

La lluvia cesó como saturada de un infinito hastío. Noé despertó a Nigsha, quien parecía ser la menos enferma, y sosteniéndola la ayudó a trepar hasta el tercer piso. Con gran seguridad abrió la ventana y Nigsha, con los ojos entreabiertos, miró la luz del sol por primera vez en cuarenta días. Sintió que la imagen del nuevo océano la obligaba a llorar, que el cielo la llenaba de amargura y que el viento daba origen a las tristes voces que recorrían las telas de sus ropajes. Nigsha dejó que el mundo rectificara su presencia, y recordó que mucho tiempo atrás, en un día de sol primaveral, había presenciado la trágica muerte de Nemrod en medio de las fiebres. Entre la multitud de imágenes que invadieron su cerebro se destacó una que jamás había podido olvidar y que solía visitarla continuamente en sueños: Nemrod, el astuto cazador que quiso un día recobrar el Paraíso, acostado en el tablado de uno de sus parientes, con la boca reseca y la cara hinchada a causa de la fiebre, se había inclinado despacio y había preguntado a los que allí estaban presentes: «¿Saben ustedes lo que es vivir, comer y soñar sin ver nunca la luz del sol?». Después, repentinamente, se había puesto a gritar y a blasfemar contra Dios. Nigsha recordó la escena varias veces, sintiendo que ahora, ante un día soleado y casi inverosímil, entendía con profundidad aquellas palabras de Nemrod.

La embarcación fue gobernada por unos débiles rayos que iluminaron las estancias como si el sol y el tablado se hubieran puesto una cita desde el principio de una infancia elemental. Nigsha acarició la ventana con sus largas uñas y miró cómo Noé lanzaba una paloma blanca hacia los aires.

A unos cuantos pasos, abriendo un poco la puerta de su compartimento, Neruch vigilaba los movimientos de Noé y de Nigsha. No lo asombraba el inmenso océano que se divisaba a lo lejos, pues varias veces lo había contemplado ya, sino el estado de los enfermos. El anciano y la muchacha parecían cadáveres recién sacados de sus tumbas, y mirándolos, Neruch se preguntó si el viaje había sido un privilegio o un castigo.

V
El descenso de las aguas

¿Acaso no somos los sobrevivientes

de un gran naufragio?

HAROLDO CONTI

Luego de algunos días en los que el milagro convivió con los sobrevivientes, disimulando su cansancio, la inmensa nave atracó en uno de los montes que estaban comenzando a despejarse. Llegó como una mujer que ha visitado cada rincón del mundo con su desolada tristeza y se detuvo entre las ramas de los árboles. La naturaleza la aguardaba.

La puerta se abrió con un silencio que escondía la falta de fuerzas de quienes la echaron abajo y del fondo de aquella embarcación que había sido el centro del universo durante cuarenta días y cuarenta noches bajaron ocho moribundos cargados de sueños. Se tiraron sobre la tierra tanto tiempo añorada, descubriendo que era otra tierra y era la misma. Sentían que les era ajena en el sufrimiento, pero que entre los velos escondidos de su más íntima esencia permanecía intacto el secreto de su riqueza incontrolable. Sus cuerpos llagados quedaron inmóviles sobre el herbaje y en esa posición fueron vencidos por el sueño.

Apareció entonces el noveno habitante del bastimento. Con los ojos cerrados casi totalmente por la falta de costumbre a la luz diurna, emergió de las sombras algo encorvado, las manos debajo de las axilas y dejando que el viento meciera la negra cabellera que reposaba sobre sus hombros. Abandonó con prontitud los parajes cercanos al arca, internándose en la montaña con el caminar propio del hombre que no tiene a dónde ir. Cuando alcanzó la cúspide, volteó el rostro y sus ojos vieron un arco que atravesaba la bóveda celeste con siete vestiduras multicolores.

Finalmente las aguas descendieron. Noé y los suyos se habían recuperado de la enfermedad, no de sus consecuencias: Adah había quedado ciega y Agar no regresaba de su demencia, que era inofensiva, pacífica, pero absoluta. Noé había vuelto a sembrar vides y si no podía desprenderse de los recuerdos se entregaba al lento olvido que le deparaban sus vasijas de vino.

VI
La nueva raza de Caín

Muchas lunas después del desembarco, la noche en que Noé se embriagó casi hasta perder la memoria, Agar abandonó la casa en que vivía con Sem y desapareció. Al día siguiente examinaron los alrededores, pero no lograron encontrarla. Sem, mirando en las madrugadas por la ventana de su casa, se vio abocado a esperar.

Agar ya no regresaría. Su desvarío la guiaba hacia zonas que sólo existían dentro de ella: deseaba volver a Gesara, creyendo hallarla si se dirigía rumbo al norte. Buscando la ciudad, rodeó la montaña y caminó por la orilla de un río que bajaba entre sus aguas hojas y restos de árboles caídos. Agar pensó que se encontraba en la ribera del Ashum Maggad. De esta manera, intentando aprehender su pasado, dio con un hombre corpulento que pescaba junto al río.

Neruch giró la cabeza con rapidez. Por un instante se forjó en su mente la imagen del hombre que se deja atrapar por la bestia hambrienta. Divisó, en cambio, no lo que el temor le había hecho creer, sino un rostro femenino que lo miraba con amabilidad. Reconoció inmediatamente a Agar. También percibió en sus ojos la locura que continuaba habitándola. No le preocupó pensar que la mujer pudiera delatarlo, ya que nadie le daría mayor importancia a sus palabras. Continuó pescando y esperó a que llegara junto a él.

Agar, a dos pasos del hombre, reconoció con alegría su semblante.

—Es usted Neruch Ashoj Mardiross, ¿verdad?

—Sí, soy yo.

—Entonces estoy cerca.

—¿Qué está buscando?

—No me lo creerá usted, pero no encuentro el camino a la ciudad.

—¿A Gesara?

—Sí.

Una sucesión de ideas invadió la mente de Neruch. Las ordenó en el menor lapso de tiempo posible. Si lograba detener a la mujer junto a él, lo cual no sería difícil, podría llevarla consigo en el viaje que preparaba. Recordando sus años de periplos por mares y costas desconocidos, había construido una canoa para bajar hasta la desembocadura del río. El viaje duraría uno o dos días, llegando incluso a tres en caso de que tuviera algún contratiempo, y la mujer, aparte de ser una grata compañía, le sería de gran utilidad. Planeó ágilmente la respuesta:

—Debo decirle que se encuentra muy lejos todavía. Mañana al amanecer parto hacia Gesara y bajaré por el río en un pequeño pontón. Hay espacio para otra persona; si usted desea puedo llevarla.

Agar aceptó agradecida.

Esa noche Neruch revisó la barca, colocó dentro la pesca del día y dispuso un lecho para la mujer. Fatigada, Agar quedó dormida al colocar la cabeza sobre el heno. Neruch, recostado contra un árbol, soportaba el peso de sus pensamientos, y antes de dormir, contemplando la profundidad del firmamento, evocó aquella frase de los años de infancia: «Arriba todo es oscuro».

Al amanecer Neruch la despertó para partir. La ayudó a colocarse en la parte delantera y él, en la parte de atrás, impulsó el esquife hacia el centro del río con una inmensa vara. Luego tomó su remo y lo hundió con habilidad en las aguas. La corriente estaba un poco agitada y el viento era agradable.

El sol brilló en la mañana. Neruch sintió, al mediodía, que una atmósfera extraña se cernía sobre la barca. El calor apremiaba, sentía las gotas de sudor escurriéndole por el cuerpo y su respiración era un tanto apresurada. No comprendía bien, no sabía qué estaba sucediendo. Se incorporó para que el viento lo refrescara pero aquel ambiente siguió acercándose cada vez más, lo oprimió, le impidió salirse de sus dominios. De pronto, exasperado, miró a Agar para ver si ella sentía lo mismo, si estaba también prisionera en ese efluvio desconocido. Entonces vio con horror que el rostro de la mujer se estaba desvaneciendo, se esfumaba, se convertía en celaje. La piel se le evaporaba como una masa líquida que se somete al calor del fuego. Sus ojos eran testigos de la singular metamorfosis que la mujer estaba padeciendo. Se llevó las manos al rostro. Pensó que enloquecía, que su cerebro creaba un juego desconocido hasta entonces. Pero ninguno de sus esfuerzos impidió que Agar continuara su transformación y por entre los pliegues del nuevo rostro que se estaba formando reconoció esas facciones tanto tiempo amadas en sus años de marinero, tocó con sus manos esos labios besados con pasión, esos ojos que se despidieron de él aquella mañana sobre el puerto, ese largo cabello que se había mecido al viento antes de que el barco partiera hacia Herat, recordó palabra por palabra la última frase de ella antes de perderse entre las calles malolientes de esa ciudad extranjera, la vio desaparecer entre los pescadores y los comerciantes… Pero no, no había desaparecido. Allí estaba frente a él, mirándolo con la languidez que nunca la había abandonado, esperando que él recordara sus profecías y su piel. Sus manos temblorosas recorrieron la magnificencia del nuevo cuerpo y no pudo evitar abrazarla con toda su fuerza. Ella correspondió a su abrazo y sonrió como si estuviera cumpliendo una cita prometida en años lejanos.

—Ya llegaremos al mar, Hevila, ya llegaremos.

Neruch Ashoj Mardiross, tomando de nuevo el remo con ambas manos, lo hundió con potencia en el torrente cristalino.