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La Galería de los Espejos
El domingo 4 de mayo de 1919, el Consejo de los Cuatro, después de dictar algunos cambios de última hora, ordenó enviar a la imprenta el tratado con Alemania. Lloyd George se fue de excursión a Fontainebleau y los demás se fueron a descansar. Dos días más tarde se convocó una sesión plenaria extraordinaria para someter las condiciones a votación. Como no estaba lista ninguna versión definitiva, André Tardieu leyó un largo resumen en francés y muchos de los delegados de habla inglesa se durmieron.1 «Así que vamos a presentar condiciones a los boches sin antes haberlas leído. No creo que se haya dado un caso igual en toda la historia.»2 Los portugueses se quejaron de que su país no iba a recibir reparaciones, los chinos pusieron reparos a las cláusulas que daban a los japoneses las concesiones alemanas en China, y el delegado italiano señaló que sus colegas tal vez tenían algo que decir sobre las cláusulas que se habían acordado en su ausencia. Luego, ante el asombro general, el mariscal Foch pidió la palabra. Hizo un último alegato a favor del Rin como barrera entre Alemania y Francia.3 Clemenceau, enfadado, exigió que explicase por qué había hecho semejante escena. «C'était pour fairerere aise a ma conscience» [Ha sido para tranquilizar mi conciencia], respondió Foch.4 Al New York Times dijo: «La próxima vez, recuérdenlo, los alemanes no cometerán ningún error. Penetrarán en el norte de Francia y se apoderarán de los puertos del Canal para utilizarlos como bases de sus operaciones contra Inglaterra».5 Quizá fue una suerte que Foch ya hubiera muerto cuando Hitler hizo exactamente eso veinte años después.
Las advertencias de Foch no preocuparon a los negociadores. «Todo el mundo parece encantado con las condiciones de paz», informó Francés Stevenson, «y no pueden criticarse alegando que no son lo bastante severas.»6 Wilson contempló con orgullo el tratado impreso: «Espero que durante el resto de mi vida tenga tiempo suficiente para leer todo este volumen. Hemos terminado en el menor tiempo posible la mayor obra que jamás hayan hecho cuatro hombres».7 Hasta Clemenceau estaba contento. «Al final, es lo que es. Por encima de todo es la obra de seres humanos y, por consiguiente, no es perfecta. Todos hicimos cuanto pudimos por trabajar rápidamente y bien».8 Al preguntarle Wilson si debían ponerse sombrero de copa para el encuentro con los alemanes, el anciano contestó: «Sí, sombrero con plumas».9
En Versalles, en el frío y lóbrego Hotel des Réservoirs, los delegados alemanes, unos ciento ochenta expertos, diplomáticos, secretarios y periodistas esperaban con impaciencia cada vez mayor. Habían partido de Berlín, según advirtió un observador estadounidense, con un «estado de ánimo excitado y casi anormal», convencidos de que iban a tratarles como a parias; el trato recibido en Francia confirmó sus peores temores.10 Los franceses habían aflojado la marcha de los trenes especiales que los llevaban, al entrar en las regiones devastadas por la guerra; fue, según dijo un alemán, un «azotamiento espiritual», pero también un augurio. «Éramos, pues, los únicos responsables de toda la destrucción de vidas y propiedades durante estos terribles cuatro años y medio.»11 Al llegar, los embarcaron bruscamente en autobuses y enviaron a Versalles con una numerosa escolta; su equipaje se depositó sin ceremonias en el patio del hotel y se les dijo groseramente que lo acarreasen ellos. El hotel era el mismo donde los líderes franceses se habían alojado en 1871 mientras negociaban con Bismarck. Ahora lo rodeaba una empalizada, para protegerlos, según afirmaron los franceses. Los alemanes se quejaron de que los estaban tratando «como a los habitantes de un poblado de negros en una exposición».12
El jefe de la delegación era el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Brockdorff-Rantzau. Era una elección lógica. Se había distinguido en el antiguo servicio diplomático imperial, pero, a diferencia de muchos de sus colegas, había aceptado el nuevo orden, y sus relaciones con los socialistas, que ahora estaban en el poder, eran buenas. Durante la guerra había criticado mucho la política que seguía Alemania y había recomendado que se negociara un acuerdo de paz. Era también una mala elección. Altivo, delgado, vestido de forma inmaculada, usaba monóculo y parecía que acabase de salir de la corte imperial. (De hecho, su hermano gemelo era el administrador de las fincas del Káiser). Su familia era vieja y distinguida: los Rantzau habían servido a Dinamarca, Alemania, incluso, en el siglo XVII, a Francia. Se rumoreaba que un mariscal Rantzau era el verdadero padre de Luis XIV. Cuando un oficial francés le hizo una pregunta en este sentido, el conde respondió: «Oh, sí, en mi familia a los Borbones se les ha considerado una rama bastarda de los Rantzau durante los últimos trescientos años». Era ingenioso, cruel y caprichoso y la mayoría de la gente le temía. Adoraba el champán y el coñac (algunos decían que en exceso). El jefe de la misión militar británica en Berlín creía que se drogaba.13
Al igual que muchos de sus compatriotas en 1919, Brockdorff-Rantzau depositó su fe en los estadounidenses. Pensaba que, a la larga, Estados Unidos se daría cuenta de que una Alemania resucitada convenía a sus intereses, ya fueran económicos o políticos. Los dos países podían colaborar con Gran Bretaña, tal vez incluso con Francia, para bloquear el bolchevismo en el este. Y si los británicos y los estadounidenses se peleaban, como era casi seguro que ocurriría, Estados Unidos se percataría de lo valioso que era tener a una Alemania fuerte a su lado. También al igual que muchos alemanes, Brockdorff-Rantzau pensaba que el presidente Wilson se encargaría de que las condiciones de paz fuesen leves. Después de todo, Alemania se había convertido en una república, siguiendo la sugerencia del propio Wilson. Bastaba eso como prueba de su buena fe.
La mayoría de los alemanes creía que su país se había rendido dando por sentado que los Catorce Puntos serían la base del tratado de paz. «El pueblo», informó Ellis Dresel, diplomático estadounidense enviado a Berlín, «había sido inducido a creer que Alemania había tenido la desgracia de ser derrotada después de una lucha valerosa y limpia, debido al efecto ruinoso del bloqueo en la moral del país y quizá debido también a los planes demasiado ambiciosos de sus líderes, pero que, afortunadamente, era posible apelar al presidente Wilson, que haría lo necesario para que el tratado de paz fuese satisfactorio para Alemania.»14 Sin duda tendría que pagar algún tipo de indemnización, pero nada para sufragar los costes de la guerra. Ingresaría en la Sociedad de Naciones. Conservaría sus colonias. Y el principio de autodeterminación la favorecería. Se permitiría que la Austria germana decidiera si quería unirse a sus hermanos alemanes. Las regiones de habla alemana de Prusia occidental y Silesia continuarían siendo alemanas, desde luego. En Alsacia y Lorena, las partes donde predominaban los alemanes también podrían votar sobre su futuro.15
En los primeros meses de paz, los alemanes se aferraron a los Catorce Puntos como a una balsa salvavidas, sin darse cuenta de que tal vez sus vencedores no verían las cosas de la misma manera. Habían desaparecido muchos puntos de referencia: el Káiser, el ejército, la burocracia. Eso trajo consigo esperanzas y temores inquietantes. El país tenía menos de cincuenta años de edad; ¿por qué debía continuar existiendo? Los bávaros, así como los renanos, daban vueltas a la idea de recuperar la independencia que habían perdido en 1870, año de la creación de Alemania. En la extrema izquierda, los revolucionarios soñaban con otra Revolución rusa y durante un tiempo, mientras las insurrecciones estallaban de forma imprevisible en una ciudad tras otra, pareció que su deseo iba a cumplirse. Thomas Mann habló del fin de la civilización en un tono casi de euforia.16 Partidos políticos de distintas tendencias se tambaleaban al tratar de redefinirse. Existía el temor generalizado de que la sociedad alemana estuviera perdida; las antiguas normas morales se habían disuelto.17 Además, la gente era reacia a pensar seriamente en el futuro, en especial el que se estaba conformando en París, lo cual tal vez era comprensible. «La gente en general», según Dresel, «muestra una extraña apatía ante las cuestiones relacionadas con la paz. En todas partes se observa un deseo febril de olvidar los sinsabores del momento, recurriendo a las diversiones y la disipación. Los teatros, los salones de baile, los garitos y las carreras registran una afluencia insólita de público.»18 Un distinguido estudioso alemán recordó «el país de ensueño del periodo del armisticio».19
Unos cuantos alemanes se propusieron averiguar qué estaba pasando en París durante los meses de espera. El Ministerio de Asuntos Exteriores leía con gran atención la prensa extranjera en busca de divisiones entre los vencedores. Hubo algunos contactos directos con los Aliados, en las negociaciones sobre el levantamiento del bloqueo o sobre las condiciones del armisticio. De vez en cuando representantes aliados hablaban de las cuestiones de mayor importancia. Un agente de la inteligencia estadounidense, el coronel Conger, insinuó que actuaba por cuenta de una autoridad superior en París. Conger, que era licenciado por Harvard y se había especializado en clásicas, religiones orientales y música, habló a sus colegas alemanes de las tensiones entre los estadounidenses y los franceses a causa del armisticio y les aseguró que Wilson se opondría a las exigencias excesivas de los franceses. También les dio muchos consejos. Debían seguir el modelo estadounidense para su nueva constitución y dar a su presidente mucho poder. El Ministerio de Asuntos Exteriores alemán se encargó de que estos consejos llegaran a los que estaban redactando la constitución de Weimar.20 En marzo de 1919 el profesor Haguenin, que oficialmente era un diplomático de rango inferior, pero en realidad era el jefe del servicio secreto francés en Suiza, sostuvo conversaciones secretas con destacados alemanes en Berlín. Dio la impresión engañosa de que los franceses estaban dispuestos a ser moderados en lo referente a las reparaciones y Silesia, si Alemania les permitía controlar las minas del Sarre y ocupar Renania.21 El Gobierno alemán intentó utilizar hombres de esta clase como mensajeros. Cuando el estadounidense Dresel dijo a Brockdorff-Rantzau, en abril de 1919, que Alemania debía aceptar el control del Sarre por los franceses y una ciudad libre en Danzig, el alemán montó en cólera. «Bajo ninguna circunstancia firmaría yo el tratado de paz». Añadió una advertencia que a estas alturas ya era habitual: «Si la Entente insistía en estas condiciones, en mi opinión el bolchevismo sería inevitable en Alemania».22 Como otros europeos en 1919, el fantasma de la revolución fue útil a los alemanes para ejercer presión sobre los negociadores. Los datos que tenemos inducen a pensar que el Gobierno alemán no se tomó la amenaza especialmente en serio.23
Lo que sí se tomó muy en serio fueron los preparativos para la conferencia de paz con los Aliados. En noviembre de 1918 el Gobierno creó un organismo especial que trabajó durante todo el invierno y produjo numerosos volúmenes de estudios detallados, mapas, memorandos, argumentos y contraargumentos que utilizarían los delegados alemanes. Cuando los trenes especiales se pusieron en marcha camino de Versalles, llevaban cajones de embalaje llenos de material para las negociaciones que nunca se celebrarían.
Los días iban pasando en Versalles y los alemanes trabajaban obstinadamente. Como estaban convencidos, con razón, de que los franceses escuchaban sus conversaciones, en las reuniones de los alemanes había música y los delegados se turnaban para interpretar la «Rapsodia húngara» o «La marcha del peregrino» de Tannhauser o para dar cuerda a los gramófonos que se habían importado especialmente de Berlín.24 De acuerdo con el espíritu de la Alemania nueva y democrática, los delegados hacían juntos sus comidas en mesas largas, aristócratas al lado de socialistas de clase obrera, generales al lado de profesores. Todos celebraron el Primero de Mayo. La prensa francesa publicaba informes disparatados: los alemanes comían cantidades enormes de naranjas y también exigían grandes cantidades de azúcar.
Delante del hotel se agolpaban franceses curiosos que deseaban ver al enemigo. De vez en cuando abucheaban y silbaban, pero guardaban silencio la mayor parte del tiempo e incluso se mostraban amistosos. Los alemanes hacían excursiones en automóviles que los franceses ponían a su disposición e iban a los comercios de Versalles o salían al campo. A veces paseaban por el parque del Trianón. «Los viejos magnolios y los manzanos silvestres están en plena floración», escribió un miembro del Ministerio de Asuntos Exteriores a su esposa, «y los rododendros y las lilas florecerán pronto». Los pájaros, pinzones, tordos, incluso una oropéndola, eran maravillosos. «Pero detrás de toda esta belleza, la sombra del destino, como tratando de alcanzarnos, se vuelve cada vez más oscura y se nos acerca sin detenerse.»25
Finalmente, cuando llevaban una semana en Versalles, los alemanes fueron llamados al Palacio del Trianón. El 7 de mayo (aniversario, quizá por casualidad, del hundimiento del Lusitania por los alemanes), los Aliados entregarían las condiciones de paz. Los alemanes dispondrían de dos semanas para presentar sus comentarios por escrito. Hasta las 2 de la madrugada y de nuevo durante la mañana resonaron en el Hotel des Réservoirs los debates en torno a cómo debían comportarse los representantes de Alemania. Brockdorff-Rantzau, que sería su principal portavoz, estaba decidido a no permanecer de pie; en la prensa francesa había visto diagramas de la sala de reuniones que hablaban de la barra de los acusados para referirse a los asientos que ocuparían los alemanes. Decidir/lo que debía decir resultó mucho más difícil. Podía tratarse de su única oportunidad de hablar directamente a los negociadores. La delegación ya había preparado varios discursos diferentes. Al cruzar en coche el parque el 7 de mayo, Brockdorff-Rantzau llevaba consigo dos textos, uno muy corto que no comprometía a nada y otro mucho más largo y más desafiante. No había decidido cuál de ellos utilizaría.26
La sala estaba abarrotada: delegados de todas las naciones, secretarios, generales, almirantes, periodistas. «De todas las razas del mundo sólo faltan los indios y los aborígenes australianos», dijo un periodista alemán. «Todos los tonos de piel aparte de estos: el amarillo ebúrneo más pálido, el marrón color café, el negro intenso.»27 En medio de la estancia, de cara a las grandes potencias, había una mesa para los alemanes. Todos los ojos se volvieron hacia la puerta cuando entraron, «figuras rígidas, de aspecto torpe». Brockdorff-Rantzau, según un testigo, «parecía enfermo, demacrado y nervioso» y sudaba.28 Hubo un leve titubeo y los presentes, en un gesto de cortesía del desaparecido mundo de 1914, se pusieron en pie. Brockdorff-Rantzau y Clemenceau se saludaron con una reverencia.29
Clemenceau dio comienzo al acto. Sin la menor señal de nerviosismo, habló fríamente y expuso en líneas generales los apartados principales del tratado. «Ha sonado la hora de la importante liquidación de nuestra cuenta», dijo a los alemanes, «Ustedes nos pidieron la paz. Estamos dispuestos a concedérsela.»30 Uno de los delegados alemanes dijo que Clemenceau expulsaba las palabras «como con ira y desdén concentrados, y… desde el primer momento hizo que cualquier respuesta de los alemanes fuese inútil».31 Cuando los intérpretes hubieron terminado las versiones inglesa y francesa, Clemenceau preguntó si alguien más quería hablar. Brockdorff-Rantzau levantó la mano.32
Eligió el más largo de los dos discursos. Aunque el tono general de sus palabras fue conciliador, la ineptitud de sus intérpretes, su decisión de permanecer sentado y su voz áspera y desagradable causaron muy mala impresión. Clemenceau se puso rojo de ira. Lloyd George partió por la mitad un abrecartas de marfil. Más tarde dijo que comprendió por primera vez el odio que los franceses tenían a los alemanes.33 «Es el discurso menos diplomático que he oído en mi vida», dijo Wilson. «Los alemanes son realmente un pueblo estúpido. Siempre hacen lo que no deberían hacer». Lloyd George estuvo de acuerdo: «Fue deplorable que le permitiéramos hablar».34 Balfour, distante como siempre, fue el único que no compartió la indignación de los demás. No había prestado atención al comportamiento de Brockdorff-Rantzau, según dijo a Nicolson. «Tengo por norma no mirar nunca a las personas que es obvio que están en apuros.»35 Al salir del Palacio del Trianón, Brockdorff-Rantzau se detuvo un momento en la escalinata y con aire despreocupado encendió un cigarrillo. Sólo quienes estaban cerca de él observaron que le temblaban los labios.36
Al volver a su hotel, los alemanes se apresuraron a ponerse a trabajar en sus ejemplares del tratado. Arrancaron las diversas secciones y las entregaron a los traductores. A la mañana siguiente ya se había enviado una versión impresa en alemán. Un delegado telefoneó a Berlín para informar de los puntos principales: «La cuenca del Sarre… Polonia, Silesia… Debemos pagar ciento veintitrés mil millones y por todo ello esperan que digamos “Muchas gracias"». Gritaba tanto que los hombres del servicio secreto francés apenas entendían lo que decía.37 Cuando los alemanes se reunieron para una cena rápida a medianoche, el comedor se convirtió en un hervidero de comentarios: «todas nuestras colonias», «Alemania no ingresará en la Sociedad de Naciones», «casi toda la flota mercante», «si es a eso a lo que Wilson llama diplomacia abierta».38 Un delegado, ex sindicalista, entró dando traspiés en la habitación. «Señores, estoy borracho. Puede que eso sea proletario, pero en mi caso no había más remedio. Este vergonzoso tratado me ha hecho polvo, porque hasta hoy he creído en Wilson».39 (Los rumores que corrieron por París exageraron el incidente: «los delegados, los secretarios y los traductores borrachos en el suelo, más o menos desvestidos, en las habitaciones, e incluso en las escaleras del hotel».40) «El peor acto de piratería mundial jamás perpetrado bajo la bandera de la hipocresía», dijo el banquero Max Warburg. Brockdorff-Rantzau se limitó a decir en tono desdeñoso: «Este grueso volumen era totalmente innecesario. Hubieran podido expresarlo todo de forma más sencilla en una sola cláusula… “L’Allemagne renonce a son existence (Alemania renuncia a su existencia)”».41
La conmoción encontró eco en Alemania. ¿Por qué debía perder Alemania el 13 por ciento de su territorio y el 10 por ciento de su población? Después de todo, ¿había perdido la guerra? Desde el armisticio los militares y sus simpatizantes habían estado ocupados poniendo los cimientos de la teoría de la puñalada en la espalda: que Alemania no había sido derrotada en el campo de batalla, sino por la traición en casa. ¿Por qué sólo Alemania era obligada a desarmarse? ¿Por qué, y esta fue la pregunta que pasó a ser el foco del odio alemán al tratado, debía ser Alemania el único país que asumiera la responsabilidad de la Gran Guerra? La mayoría de los alemanes aún veía el estallido de las hostilidades en 1914 como una defensa necesaria contra la amenaza de los eslavos bárbaros del este.42 El tratado era absolutamente inaceptable, según Philipp Scheidemann, el canciller. «¿Qué mano no se atrofiaría al ponerse esa cadena y ponérnosla a nosotros?»43 ¿Qué había sido de las promesas de Wilson? «Pues, ya les daré yo un poco de diplomacia abierta», dijo Gustav Noske, el duro y ordinario ministro de Defensa, a un periodista estadounidense. «Ustedes los estadounidenses váyanse a casa y entiérrense [sic] con su Wilson.»44 Wilson, al que hasta entonces se había visto como el salvador de Alemania, se convirtió de la noche a la mañana en un hipócrita malvado. Al morir en 1924, la embajada alemana en Washington fue la única que se negó a arriar la bandera a media asta.45
Lo que ahora, después de tantos años, nos sorprende es la indignación… y la sorpresa. En sus preparativos para las negociaciones de paz, el Ministerio de Asuntos Exteriores había previsto muchas de las condiciones: sobre el desarme, la desmilitarización y ocupación de Renania, la pérdida de, como mínimo, las minas del Sarre, pérdidas considerables, incluida probablemente la de Danzig, en la frontera oriental de Alemania, y el pago de reparaciones de, por lo menos, 60.000 millones de marcos.46 La mejor explicación de lo que fue una reacción inexplicable fue dada por un observador estadounidense que en abril de 1919 dijo:
«Poco les queda a los alemanes salvo la esperanza. Pero, como es lo único que tienen, se han aferrado a ella… la esperanza de que los estadounidenses hicieran algo, la esperanza de que las condiciones definitivas no fueran tan severas como indicaba el armistició, etcétera. Pienso que de manera subconsciente los alemanes han sido más optimistas de lo que reconocían».
Y añadió proféticamente que «cuando vean las condiciones en letras de molde, la amargura, el odio y la desesperación serán intensos».47
Fue con este estado de ánimo que la delegación alemana preparó sus observaciones sobre las condiciones de paz. A finales de mayo ya había redactado muchas páginas de objeciones y contrapropuestas razonadas detalladamente La idea principal era que el tratado distaba de ser el documento justo y equitativo que habían prometido los Aliados. En el territorio que iba a quitarse a Alemania se negaría a los alemanes el derecho a la autodeterminación. Las reparaciones condenaban al pueblo alemán a la «esclavitud perpetua».48 Sólo a Alemania se le pedía que se desarmara. Brockdorff-Rantzau había decidido seguir una estrategia que tendría consecuencias peligrosas. Insistió en que Alemania no estaría conforme con que se la considerase la única culpable de la guerra. «Una confesión en ese sentido en mi boca», había dicho a sus oyentes en el Palacio del Trianón, «sería una mentira.»49 Pero ni a él ni a Alemania se le pedía que hiciera tal confesión. El notorio artículo 231 del tratado, que los alemanes llamaban incorrectamente «la cláusula sobre la culpa de la guerra», se había incluido para determinar que Alemania debía pagar reparaciones. Había cláusulas parecidas en los tratados con Austria y Hungría que nunca fueron un problema, en gran parte porque los gobiernos afectados no quisieron que lo fuera.50
La reacción de los alemanes fue diferente, en parte porque llevaban meses previendo con inquietud la acusación. Los liberales, que habían criticado a su propio Gbierno durante el conflicto, argüían que Alemania no debía cargar con la culpa de la guerra. El gran sociólogo Max Weber y un grupo de destacados profesores hicieron público un manifiesto: «No negamos la responsabilidad de quienes estuvieron en el poder antes de la guerra y durante ella, pero creemos que todas las grandes potencias de Europa que estuvieron en guerra son culpables».51 Al darse a conocer las condiciones para la paz, alemanes de todas las ideas políticas vieron cómo sus peores temores se hacían realidad.
Aunque su propio Gobierno dudaba que fuera lo más aconsejable, Brockdorff-Rantzau siguió impugnando con obstinación el artículo 231, en parte para debilitar los argumentos aliados a favor del pago de reparaciones, pero principalmente empujado por su sentido del honor.52 El 13 de mayo escribió a los Aliados: «El pueblo alemán no deseó la guerra y nunca hubiera emprendido una guerra de agresión». Volvió a hablar del asunto más de una vez en otros largos memorandos.53 Los Aliados se limitaron a cerrarse en banda. «Yo no podía aceptar el punto de vista alemán», escribió Lloyd George en sus memorias, «sin traicionar todos nuestros argumentos a favor de entrar en guerra.»54 Wilson dijo secamente: «bastará con contestar que no creemos ni una palabra de lo que dice el Gobierno alemán».55 Clemenceau dijo en nombre del Consejo de los Cuatro que Alemania había reconocido su agresión y su responsabilidad al pedir el armisticio. «Es demasiado tarde para tratar de negarlas hoy.»56 Y de esta manera el artículo 231, una cláusula que el joven John Foster Dulles ayudó a redactar, como solución intermedia relativa a las reparaciones, se convirtió en el gran símbolo de la falta de equidad y la injusticia del Tratado de Versalles en la Alemania de Weimar, en gran parte de la historia subsiguiente… y en el mundo de habla inglesa.
A las 4 de la madrugada del 7 de mayo, el día en que Alemania recibió las condiciones, Herbert Hoover, el administrador de la ayuda estadounidense, había visto su sueño interrumpido por la llegada de un mensajero con un ejemplar del tratado recién salido de la imprenta. Como los demás, nunca lo había visto completo. El alcance y el efecto acumulativo de las disposiciones le preocuparon. Como no pudo conciliar el sueño de nuevo, salió a pasear por las desiertas calles de París. Al romper el alba, se encontró con Smuts y Keynes, de la delegación británica. «Los tres coincidimos», recordó Hoover años más tarde, «en que las consecuencias de las numerosas partes de la propuesta de tratado acabarían trayendo la destrucción.»57
Su publicación cristalizó la inquietud de muchos de los negociadores, pero no siempre es fácil distinguir si ésta fue fruto de las condiciones de paz mismas, de la naturaleza de la Conferencia de Paz, del futuro del mundo o del de los propios negociadores. Lansing, el secretario de Estado estadounidense, que había permanecido al margen durante cierto tiempo y estaba resentido, se encontró con que el tratado confirmaba lo que más temía de Wilson como negociador. Se apresuró a escribir un memorándum vehemente: «Las condiciones de la paz parecen inconmensurablemente severas y humillantes, a la vez que muchas de ellas no pueden hacerse cumplir».58 Bullitt, a quien aún escocía el fracaso de sus gestiones diplomáticas en Rusia, organizó una reunión de los miembros jóvenes de la delegación estadounidense en el Crillon. «Esto no es un tratado de paz», dijo. Tenían que dimitir. Alrededor de una docena se mostró de acuerdo. Bullitt deshizo la decoración de la mesa, para conceder rosas rojas a los que le secundaron y junquillos amarillos a los demás. Las cartas de dimisión hablaban de desilusión, de cómo los grandes principios de Wilson y el idealismo de Estados Unidos se habían sacrificado en aras de los intereses de los codiciosos europeos. Bullitt, como era típico en él, se aseguró de que su carta llegara directamente a manos de la prensa.59
En la delegación británica la reacción fue parecida. Nicolson captó el estado anímico de sus miembros: «Llegamos a París convencidos de que el nuevo orden estaba a punto de instaurarse; nos fuimos convencidos de que el nuevo orden no había hecho más que obstruir el viejo. Llegamos a la escuela del presidente Wilson como aprendices fervorosos; nos fuimos como renegados».60 Los británicos se perdonaron a sí mismos por haber creado una «paz imperialista»; toda la culpa era de los italianos y los franceses. En Gran Bretaña las emociones de las «elecciones caquis»NT-8 se habían disipado y empezaban a aparecer sentimientos más tolerantes para con Alemania. El arzobispo de Canterbury se declaró «muy incómodo» con el tratado. Dijo que hablaba por «un gran grupo central que normalmente guarda silencio y que no tiene representación apropiada en los cauces normales de la prensa».61
La reacción francesa, por supuesto, fue diferente. Los críticos se quejaron de que el tratado era demasiado suave, aparte de algunos izquierdistas que lo encontraron excesivamente severo. Sus quejas surtieron poco efecto en el público. Muchos franceses pensaron que Clemenceau había logrado las mejores condiciones posibles: un periodista las calificó de «gloriosas y reconfortantes». En todo caso, había pocas ganas de reanudar la pesada ronda de negociaciones. Cuando los alemanes enviaron sus detalladas contrapropuestas el 29 de mayo, la prensa francesa respondió con comentarios cáusticos: «monumento de descaro», «odiosa payasada», «arrogancia». Un conocido liberal exclamó que las únicas palabras que se le ocurrían para hablar de la nota alemana eran «indecencia y falta de conciencia».62
Los británicos y los estadounidenses, en cambio, quedaron impresionados. Wilson, que no sentía ninguna simpatía por los alemanes, escribió en su diario: «Los boches han hecho exactamente lo que predije: han pasado por alto nuestras condiciones y luego han presentado una serie de condiciones propias, basadas en los Catorce Puntos, que son mucho más coherentes que las nuestras».63 Fue una desgracia que en aquel momento los separatistas de Renania, apoyados por algunos militares franceses, hicieran un intento infructuoso de obtener la independencia. El 1 de junio se instalaron carteles en varias ciudades a orillas del Rin. Allí donde no fueron derribados inmediatamente por multitudes enfurecidas, los recibió un profundo silencio. Los intentos de apoderarse de oficinas del Gobierno fracasaron de forma ignominiosa. Brockdorff-Rantzau mandó de inmediato una enérgica protesta a Clemenceau. El 2 de junio Wilson y Lloyd George mostraron a Clemenceau informes que habían recibido de sus propios generales en Renania, que se quejaban de las intrigas francesas. Lloyd George sugirió la posibilidad de que los Aliados tuvieran que reconsiderar la ocupación de Renania, que debía durar quince años.64
De hecho, Lloyd George estaba replanteando todo el tratado. Era muy consciente de que, a la larga, a Gran Bretaña no le convenía tener una Alemania débil y posiblemente revolucionaria en el corazón de Europa. Tampoco parecía conveniente para sus propios intereses políticos. En unas elecciones parciales en Hull el candidato que abogaba por «una paz buena y no vengativa cuanto antes» aplastó al candidato de la coalición.65 Sus colegas más allegados le advirtieron de que el público británico no apoyaría un tratado severo. Los comentarios detallados del tratado que hicieron los alemanes, y que los Aliados recibieron el 30 de mayo, reflejaban muchas de las preocupaciones de las que Lloyd George había hablado con sus colegas británicos, por ejemplo, en Fontainebleau a finales de marzo. El primer ministro en funciones, Bonar Law, dijo que «en muchos detalles es muy difícil responder» a las objeciones alemanas.66 Lloyd George estaba de acuerdo. En realidad lo que hacían los alemanes era decir a los Aliados: «Tienen ustedes una serie de principios que aplican cuando les conviene, pero que dejan a un lado cuando nos convienen a nosotros».67
El más elocuente de todos los críticos fue Smuts. «Me duele lo indecible», escribió, «que este sea el resultado de nuestra labor de estadistas». Y añadió: «una paz imposible, mal concebida», «nuestra actual política impulsada por el pánico», «vergonzosa», «drástica». Sería «prácticamente imposible que Alemania cumpliera las disposiciones del Tratado». Las cláusulas sobre las reparaciones eran inviables y «matarían a la gallina de los huevos de oro». (Con todo, era el propio Smuts quien había hinchado las cifras correspondientes a las reparaciones, al añadirles pensiones para las viudas y los huérfanos de los soldados aliados). La ocupación de Renania y la entrega de territorio alemán a Polonia estaban «llenas de amenazas para el futuro de Europa».68 Dudaba mucho que él pudiera firmar el tratado tal como estaba. Lloyd George le preguntó con cierta sequedad si África del Sur estaba dispuesta, con el mismo espíritu de conciliación, a devolver el África del Sudoeste alemana. «En este importante asunto», fue la respuesta, «África del Sudoeste es como polvo en la balanza, en comparación con las cargas que se ciernen ahora sobre el mundo civilizado.»69 Pero Smuts no se brindó a renunciar a ella.
Lleno de inquietud a causa de todo esto, Lloyd George convocó a la delegación del Imperio británico el 1 de junio. Varios ministros clave del Gobierno británico, entre ellos Austen Chamberlain, canciller del Exchequer, Montagu, secretario de Estado para la India, y Churchill, secretario de Estado para la Guerra, que habían llegado de Londres la noche anterior, participaron en la reunión. Smuts pronunció un discurso apasionado. Las condiciones de paz «sembrarían el caos político y económico en Europa durante una generación y a la larga el Imperio británico tendría que pagar las consecuencias». Agregó que había «en el acuerdo una parte demasiado grande de las exigencias francesas». Se oyó un murmullo general de aprobación. «El odio de Francia a Alemania», dijo Churchill, «era algo más que humano.»70 El general Botha, primer ministro de África del Sur, que raramente hablaba, recordó a los presentes que era el aniversario del día, diecisiete años antes, en que él y Lord Milner habían firmado la paz que puso fin a la guerra de los Bóer. «En aquella ocasión fue la moderación lo que había salvado la permanencia de Sudáfrica en el Imperio británico, y tenía la esperanza de que en esta ocasión sería la moderación lo que salvaría al mundo». Los reunidos autorizaron unánimemente a Lloyd George a volver al Consejo de los Cuatro y pedir que se modificaran las condiciones relativas a las fronteras de Alemania con Polonia, a las reparaciones, a la ocupación de Renania y a los numerosos «alfilerazos» menores, pero irritantes. Además, pediría que se prometiese a Alemania que pronto podría ingresar en la Sociedad de Naciones.71
Al día siguiente Lloyd George dijo al Consejo de los Cuatro que sus colegas no le autorizarían a firmar el tratado en su forma presente; y tampoco permitirían que el ejército británico entrara en Alemania ni que la marina de guerra británica reanudase el bloqueo.72 La perspectiva de rehacer el trabajo que se había hecho con tanto esfuerzo horrorizó a Wilson y Clemenceau. Ambos sacaron la conclusión de que Lloyd George había perdido el valor.73 «Me cansa un poco», dijo Wilson a la delegación estadounidense, «que venga gente a decirme ahora que teme que los alemanes no firmarán, y su temor se basa en cosas en las que insistieron cuando se redactó el tratado.»74 En privado, dijo que Lloyd George parecía «no tener ningún principio propio, que reaccionaba de acuerdo con los consejos de las personas que habían hablado con él: que el oportunismo era su único norte».75 Wilson, a pesar de sus reservas anteriores, estaba ahora dispuesto a cambiar de actitud. Clemenceau sólo cedería en cuestiones de poca importancia. Tal como señaló en el Consejo de los Cuatro, había luchado contra su propio pueblo para llegar a este punto; si hacía más concesiones, su Gobierno caería.76 La opinión de Lloyd George, al menos en sus memorias, era que no estaba sugiriendo grandes cambios, sólo los que harían que el tratado estuviera más de acuerdo con los principios del propio Wilson.77
Siguieron dos semanas de debates a menudo agrios. (Se dice que en cierto momento Wilson dijo a Lloyd George: «¡Me da usted asco!».78) Al final Lloyd George obtuvo una concesión importante, cuando se llegó al acuerdo de que los habitantes de la Alta Silesia decidieran mediante plebiscito si continuaban en Alemania o pasaban a formar parte de Polonia. Por lo demás, poco consiguió salvo irritar a sus aliados. En el caso de la ocupación de Renania, que propuso que se acortara, se encontró con la oposición implacable de Clemenceau, que, tal como dijo a House, ni siquiera aceptaría 14 años y 364 días.79 Finalmente, se hicieron algunos cambios pequeños para minimizar los roces entre las fuerzas de ocupación y la administración y los civiles alemanes.80 En cuanto a la Sociedad de Naciones, los Aliados se limitaron a asegurar a Alemania que permitirían su ingreso cuando les pareciera que se estaba comportando como era debido.81
Lloyd George hizo pocos progresos en lo que se refería a las cláusulas sobre las reparaciones, en parte porque él mismo aún no tenía claro lo que quería. En otro tiempo se había opuesto enérgicamente a incluir una suma fija en el tratado. Ahora titubeaba. Posiblemente podría mencionarse alguna cantidad para cubrir las pensiones y cosas por el estilo, y los alemanes podrían comprometerse a reparar los daños causados a Bélgica y Francia. O quizá los alemanes podrían decir cuánto costarían las reparaciones y entonces los Aliados podrían decirles si no era suficiente. Pensaba que por lo menos debían estudiar el asunto otra vez.82 Wilson, que sólo había cedido en el caso de la suma fija ante la oposición de los franceses y los británicos, exclamó en presencia de Baker, su secretario de prensa, que Lloyd George era arrogante e intolerable.83
No obstante, se pidió a la comisión sobre reparaciones que volviese a estudiar toda la cuestión. Tampoco esta vez hubo acuerdo. A los franceses y los británicos les resultó imposible fijar una suma; los estadounidenses sugirieron 120.000 millones de marcos oro e incluso redactaron una nota dirigida a los alemanes. Wilson dijo con firmeza que la justicia exigía que los alemanes soportaran una carga pesada, pero que los Aliados no debían empujar la economía alemana a la ruina. «Me gustan bastante la corteza y la salsa de esta empanadilla», dijo Lloyd George, «pero no la carne». Wilson replicó: «sin embargo, debe preparar su estómago para una carne que podrá sustentarle». Lloyd George dijo que, desde luego, pero con una condición: «es que me dé suficiente de ella». «Especialmente», terció Clemenceau, «me gustaría estar seguro de que no irá a parar al estómago de otro». Lloyd George propuso diversos planes ingeniosos para dar la impresión de una suma fija sin realmente nombrar una cifra. «¡Esta es su réplica a la propuesta estadounidense sobre fijar una cifra!», dijo Wilson con incredulidad. «¿Ha leído el resto del informe estadounidense?»84 Las cláusulas se dejaron como estaban.
El 16 de junio se informó a los alemanes de que tenían tres días para aceptar el tratado (luego se prorrogaron hasta el 23 de junio)… o los Aliados tomarían las medidas necesarias. Brockdorff-Rantzau y sus principales asesores partieron aquella noche con destino a Weimar. Una multitud enfurecida silbó y abucheó a los automóviles que se dirigían a la estación del ferrocarril. Una secretaria perdió el conocimiento al ser alcanzada por una piedra. Las autoridades francesas no mostraron arrepentimiento —recuérdese, según dijo un informe, lo que los alemanes hicieron a Bélgica—, aunque más tarde pagaron una cantidad considerable a la infortunada mujer, que nunca se recuperó.85
Los informes de los agentes aliados indicaron que era muy probable que el Gobierno alemán rechazase el tratado. Los ciudadanos alemanes eran muy contrarios a que se firmara, aunque no estaba claro que estuviesen dispuestos a luchar.86 Brockdorff-Rantzau, como sabían los Aliados por los telegramas interceptados, instaba a rechazarlo y su delegación le respaldaba.87 «Si Alemania se niega», dijo Clemenceau en el Consejo de los Cuatro, «soy partidario de un vigoroso e incesante golpe militar que la obligue a firmar». Wilson y Lloyd George asintieron sin titubear.88 El 20 de mayo Foch, en su calidad de comandante supremo de las fuerzas aliadas, ordenó que 42 divisiones se dirigieran al centro de Alemania.89 Los británicos se dispusieron a reanudar el bloqueo naval.
Dos días antes de la fecha límite tuvo lugar un acontecimiento que aumentó la determinación aliada. Lejos de París, en Scapa Flow, los oficiales de la flota alemana internada allí habían estado escuchando con creciente consternación las noticias que llegaban de la capital de Francia. El invierno había sido largo y sombrío. No se había permitído que las tripulaciones bajaran a tierra, lo cual había decepcionado en especial a los marineros radicales que se habían ofrecido voluntariamente para poder propagar la revolución a Gran Bretaña.90 Los hombres, que se aburrían y parecían dispuestos a amotinarse, obedecían las órdenes sólo después de prolongadas discusiones y los buques que habían sido el orgullo de la marina alemana estaban ahora llenos de porquería. El almirante que mandaba la flota decidió salvar algo del honor naval alemán. A mediodía del 21 de junio los marineros británicos se fijaron en que todos los buques enemigos habían izado simultáneamente la enseña alemana. Cuando uno tras otro los acorazados y los destructores empezaron a escorar resultó obvio lo que estaba pasando. Los británicos sólo consiguieron salvar unos cuantos; a las cinco de la tarde habían desaparecido 400.000 toneladas de costosos buques.91 Los alemanes se alegraron muchísimo; igual que House, que escribió en su diario: «El Almirantazgo británico es el hazmerreír de todo el mundo». Los negociadores se enfadaron. «No cabía ninguna duda», dijo Lloyd George, «de que el hundimiento de estos barcos fue un abuso de confianza». Wilson pensaba lo mismo: «Compartía plenamente las suspicacias del señor Lloyd George y no se fiaba de los alemanes». Desde luego, no debía haber ninguna prorroga de la fecha límite, como había solicitado el Gobierno alemán. De hecho, hubo cierta sensación de alivio al ver que desaparecía una posible fuente de conflictos entre Gran Bretaña y Estados Unidos.92
En Alemania la situación política era caótica. El Gobierno de coalición se hallaba hondamente dividido sobre si firmar o no el tratado. Los líderes políticos del oeste del país, junto a la ruta de invasión aliada, eran partidarios de la paz a toda costa, como lo eran también los primeros ministros de la mayoría de los estados alemanes, que ya se veían negociando tratados por separado. Los nacionalistas hablaron valerosamente de desafiar a los Aliados sin ofrecer ninguna sugerencia útil sobre cómo hacerlo. Entre los militares circulaban planes descabellados: instaurar un Estado nuevo en el este que fuera una fortaleza contra los Aliados, organizar una revuelta en masa de los oficiales contra el Gobierno, o asesinar al principal partidario de firmar el tratado, el político centrista Matthias Erzberger.93
Hijo de un cartero de pueblo del católico sur, Erzberger era osado, alegre y pragmático. Durante la guerra su voz había sido la más influyente entre las que abogaban por una paz moderada y negociada. Sus enemigos, que eran muchos, le aborrecían por su cara colorada y sus ojillos, su sonrisa exasperante y su costumbre de decir lo impensable. Brockdorff-Rantzau, su antítesis en casi todo, tenía que hacer grandes esfuerzos para tratarle con cortesía.94 En 1919 Erzberger fue el presidente de la Comisión de armisticio alemana. Estaba convencido de que Alemania no podía permitirse reanudar la lucha. La opinión pública, a pesar de las ruidosas manifestaciones de los nacionalistas, parecía estar de acuerdo con él.95 Dijo a sus colegas del gabinete que era cierto que el tratado obligaría al pueblo alemán a soportar cargas terribles, y también que tal vez la derecha intentaría un golpe militar. Pero Alemania tendría una oportunidad de sobrevivir. Al terminar el estado de guerra, las fábricas empezarían a producir otra vez, el paro descendería, las exportaciones subirían y Alemania podría permitirse importar. «El bolchevismo perderá su atractivo». Si Alemania no firmaba, el panorama sería muy diferente. Los Aliados ocuparían el Ruhr, el núcleo industrial de Alemania, su avance hacia el este cortaría el país por la mitad, probablemente los polacos atacarían desde el este, la economía y el sistema de transportes se derrumbarían. «El pillaje y el asesinato estarán a la orden del día». Alemania se desmembraría y quedaría convertida en «un centón» de estados, algunos bajo el dominio bolchevique, otros bajo dictaduras de derechas.96 Alemania tenía que firmar.
No era así como lo veía Brockdorff-Rantzau. Afirmó, sin aportar pruebas concluyentes, que los Aliados se estaban marcando un farol. No querían tener que ocupar Alemania y forzosamente harían concesiones, incluso negociarían en serio; bastaría con que Alemania se mantuviera firme. Probablemente, Gran Bretaña y Estados Unidos romperían con Francia.97 La delegación alemana aprobó por unanimidad una recomendación: «Las condiciones de paz todavía son inadmisibles, porque Alemania no puede aceptarlas y seguir viviendo con honor como nación».98 Los militares eran de la misma opinión. El mariscal de campo Hindenburg dijo que no podía albergar ninguna esperanza de triunfar frente a los Aliados, «pero como soldado sólo puedo preferir una derrota honrosa a una paz vergonzosa».99 El gabinete, que se había inclinado a aceptar las condiciones, se encontró en un callejón sin salida y dimitió el 20 de junio. Brockdorff-Rantzau renunció a su cargo de jefe de la delegación alemana y abandonó por completo la política. (En 1922 fue nombrado embajador en Moscú, donde sus modales imperiosos causaron honda impresión a los bolcheviques y donde trabajó, con considerable éxito, para estrechar las relaciones entre su país y la Unión Soviética).
Alemania carecía ahora de Gobierno y de portavoz. Estuvo a punto de carecer de presidente también, pero se logró persuadir a Ebert de que estaba obligado a permanecer en su puesto. Poco a poco iba acercándose el plazo fijado por los Aliados, las 7 de la tarde del 23 de junio. El día 22 de junio Ebert consiguió finalmente formar Gobierno. Tras otro largo debate en la Asamblea Nacional, se votó a favor de firmar el tratado, con una reserva: Alemania no reconocía los artículos relativos a la entrega y el procesamiento de los responsables de la contienda ni la cláusula sobre «la culpa de la guerra». La respuesta de París fue rápida: «El Gobierno alemán debe acceder o negarse, sin evasiva alguna, a firmar el tratado dentro del plazo señalado».100 En Weimar reinaba gran confusión. Muchos diputados y ministros del gabinete se habían ido a casa, convencidos de haber hecho su trabajo. El Gobierno alemán pidió a París una prórroga del plazo y luego permaneció reunido durante toda la noche, pero no llegó a tomar ninguna decisión. El día 23 de junio por la mañana París respondió que no se prorrogaría el plazo. En el último momento, después de que el ejército alemán hiciera saber que estaba a favor de firmar, el Gobierno logró que la Asamblea Nacional aprobara una resolución. Muchos nacionalistas de derechas que se oponían clamorosamente a la firma del tratado recibieron la decisión con alivio en su fuero interno. En otra resolución afirmaron que no ponían en duda el patriotismo de quienes habían apoyado al Gobierno. La sesión se levantó cuando el presidente de la asamblea dijo: «Encomendamos nuestro infortunado país al cuidado de un Dios misericordioso».101
Los negociadores esperaron en tensión la respuesta definitiva de los alemanes. Alrededor de las 4:30 de la tarde una secretaria entró corriendo y anunció al Consejo de los Cuatro que la respuesta alemana estaba en camino. «Estoy contando los minutos», dijo Clemenceau. A las 5:40 llegó la nota. Los estadistas se apiñaron alrededor del oficial francés que se encargó de traducir del alemán. Lloyd George y Wilson sonrieron y Clemenceau ordenó a Foch que detuviera su avance y a los militares de París que disparasen sus cañones. La Conferencia de Paz no volvió a trabajar durante el resto de la jornada.102
La ceremonia de la firma se fijó para el 28 de junio, aniversario del asesinato del archiduque y su esposa en Sarajevo, en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, donde se había proclamado el Imperio alemán en 1871 Clemenceau se encargó personalmente de organizaría. De muy buen humor condujo a un grupo por los grandes salones del palacio y contó anécdotas graciosas sobre antiguos escándalos de los reyes de Francia. Miren a esos dos, susurró, señalando a Wilson y Balfour. «Apuesto a que están hablando de guarradas; fíjense en la cara de viejo sátiro que pone Balfour.»103 Ordenó que trajeran muebles y tapices suntuosos para aumentar el esplendor del lugar y que se llevaran un tintero que no le gustaba. (Eminentes funcionarios franceses registraron museos y tiendas de antigüedades de París en busca de un tintero que mereciese su aprobación.104)
Muchos plenipotenciarios también visitaron las tiendas de antigüedades en busca de sellos de metal, de piedra, de lo que fuese. (Era una tradición diplomática que las firmas llevasen un sello personal). A Hughes de Australia hubo que quitarle de la cabeza la idea de usar un sello en el que aparecía Hércules matando a un dragón; finalmente utilizó un botón de un uniforme del ejército australiano. (Se salió con la suya, sin embargo, cuando compró para su sufrido ayudante una réplica de mármol de la Venus de Milo que medía 1,20 metros de altura.105) Lloyd George pensó que podría utilizar una moneda de oro de una libra. «Luego déjemela a mí», dijo Clemenceau. Lloyd George contestó: «No tengo más. Todas han ido a Estados Unidos».106 El 27 de junio, mientras una secretaria echaba cuidadosamente gotas de cera roja utilizando un embudo, los plenipotenciarios estamparon sus sellos en el tratado que se firmaría al día siguiente.107
Había también una intensa búsqueda de pases. Cada uno de los Cinco Grandes disponía de sesenta plazas en la Galería de los Espejos. «Una cifra muy desacertada», dijo Wilson. «Si estuvieran limitadas a diez, sería fácil hacer una selección, pero si los elegidos son sesenta, no cabe duda de que habrá mucha envidia».108 Un emprendedor comerciante estadounidense logró entrar en los jardines del palacio fingiendo que su pitillera, que llevaba estampado el escudo de armas del fabricante, era un pase.109 La atractiva y pelirroja escritora Elinor Glyn conquistó a Lloyd George para que le permitiese asistir a la ceremonia en calidad de reportera.110 Se decía que algunas plazas se habían vendido por precios exorbitantes.111
También circulaban rumores más alarmantes. En Berlín, un grupo de soldados alemanes se había apoderado de banderas de la guerra franco-prusiana que debían devolverse a Francia y las había quemado ante el monumento de Federico el Grande, mientras la multitud cantaba himnos patrióticos.112 ¿Sería posible que los alemanes se negaran a firmar en el último momento? El 25 de junio los franceses informaron de que la delegación alemana reducida que se alojaba en el Hotel des Réservoirs estaba de muy buen humor, porque sólo se enviarían funcionarios subalternos a firmar el tratado. Cuando el Consejo de los Cuatro mandó a un emisario a averiguar lo que pasaba, el delegado que hacía las veces de jefe dijo la verdad, a saber: que su Gobierno tenía dificultades para encontrar a un ministro dispuesto a asumir la responsabilidad de firmar.113 Hasta el 27 de junio no llegó la noticia de que dos representantes estaban en camino: el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Hermann Müller, y Johannes Bell, ministro de Transportes. Los delegados alemanes llegaron a las 3 de la madrugada después del habitual lento viaje en tren por los campos de batalla. Nuevos rumores empezaron a correr por París; los dos representantes firmarían, desde luego, pero después se pegarían un tiro, posiblemente también dispararían contra Lloyd George y Clemenceau, o quizá sencillamente arrojarían una bomba.114
El amanecer del 28 de junio fue el de un glorioso día de verano. Aquella mañana la garantía anglo-americana de acudir en defensa de Francia, si Alemania la atacaba, adquirió carácter oficial al firmar los franceses sendos tratados con los británicos y los estadounidenses. Qué valor tenía la garantía era otra cosa. House dudaba de que el Senado la aprobase: él siempre la había visto como una útil concesión a los franceses y no como un compromiso en serio.115 Wilson tendía a pensar lo mismo. «Cedimos», dijo en una rueda de prensa, «en cierta medida, para satisfacer este punto de vista de los franceses». Estaba convencido de que la garantía dejaría de ser necesaria cuando la Sociedad de Naciones empezara a funcionar, mucho antes de que Alemania volviese a ser una amenaza.116
Varios coches llevaron a los negociadores a Versalles. (Las secretarias de la delegación británica fueron menos afortunadas; las metieron, «como sardinas», en camiones.117) El recorrido desde la entrada hasta el palacio propiamente dicho era de 1609 metros y a ambos lados había soldados franceses de caballería, inmóviles, con sus uniformes azules y cascos de acero, los banderines rojiblancos de sus lanzas agitados por la brisa. Desde el patio, también lleno de soldados, los invitados subieron la Gran Escalinata, flanqueada por efectivos de un regimiento de élite, la Garde Républicaine, que saludaban sable en alto y llevaban pantalones blancos, botas negras, guerreras azul oscuro y reluciente casco plateado con largos penachos de crin.
En la Galería de los Espejos, la multitud —estadistas, diplomáticos, reporteros, soldados rasos seleccionados cuidadosamente (los franceses llevaban las cicatrices de heridas terribles), unas cuantas mujeres— susurraba y charlaba mientras iba sentándose en los bancos tapizados de rojo. Los representantes de la prensa se empujaban en un extremo del salón. Iba a ser la primera vez que se filmaba la firma de un tratado importante.118 Francés Stevenson estaba indignada: «¿Cómo puedes concentrarte en la solemnidad de una escena, cuando hay hombres con cámaras en todas partes cuyo único propósito es acercarse tanto como puedan a las figuras centrales?»119 Varias personalidades brillaban por su ausencia, Foch se había ido a su cuartel general en Renania. Nunca perdonó a Clemenceau: «Guillermo II perdió la guerra… Clemenceau perdió la paz».120 Los asientos de los chinos estaban vacíos, porque China se negaba a firmar el tratado en señal de protesta por la decisión de conceder Shantung a Japón.
De una en una las figuras principales fueron entrando y buscando sus asientos ante una enorme mesa flanqueada por otras dos más cortas. Clemenceau sonreía alegremente. «Este es un gran día para Francia», dijo a Lansing. Un ejemplar del tratado en un estuche especial de cuero se hallaba sobre una mesita de estilo Luis XV. En las paredes había retratos de Luis XIV —caracterizado de emperador romano, gran gobernante y vencedor frente a potencias extranjeras— que contemplaban el capítulo más reciente de la larga lucha entre los franceses y los alemanes. A las 3 de la tarde los ujieres pidieron silencio. «Traigan a los alemanes», ordenó Clemenceau. Una guardia formada por soldados aliados entró por la puerta seguida por los dos delegados alemanes, que vestían de etiqueta. «Están pálidos como la muerte», informó Nicolson. «No parecen representantes de un militarismo brutal». Muchos de los presentes, incluido el propio Nicolson, sintieron una honda pena por ellos.121
Clemenceau dio comienzo al acto con una breve declaración. Los delegados alemanes dieron unos pasos adelante, conscientes de que mil pares de ojos estaban clavados en ellos. Sacaron las plumas estilográficas que habían tenido la previsión de traer para no tener que usar las plumas proporcionadas por sociedades patrióticas francesas, y con mano trémula estamparon sus firmas en el tratado. Por lo demás, mostraron poca emoción. Una señal salió de la estancia en dirección al mundo exterior. Los cañones tronaron alrededor de Versalles y el ruido se propagó por toda Francia al unirse a ellos otros cañones. De uno en uno los Aliados y las potencias asociadas añadieron sus firmas al tratado y luego hicieron cola para firmar otros dos acuerdos, un protocolo sobre la administración de Renania y un tratado con Polonia.122
Al embajador francés en Londres, Paul Cambon, toda la ceremonia le pareció vergonzosa. «Lo único que falta es música y bailarinas que se acerquen, dando pasos de baile, a los plenipotenciarios y les ofrezcan las plumas para que firmen. A Luis XIV le gustaban los bailes, pero sólo como diversión; firmaba los tratados en su estudio. La democracia es más teatral que el gran rey.»123 A House le pareció más un triunfo romano, con los vencidos arrastrados detrás de los carros de los vencedores: «A mi modo de ver, desentona con la nueva era que profesamos el ferviente deseo de fomentar. Ojalá hubiera podido ser más sencillo y con una caballerosidad que no se ha visto por ninguna parte. Toda la ceremonia se ha organizado cuidadosamente para humillar al enemigo tanto como fuera posible».124 Un joven estadounidense más optimista pensó que tal vez se había roto finalmente el viejo círculo vicioso de venganza y más venganza en Europa.125
Al principio el público guardó un silencio respetuoso, pero a medida que fueron pasando los minutos aumentó el ruido de las conversaciones. Los delegados que habían terminado de firmar charlaban con los amigos. Otros iban de un lado a otro con sus programas en busca de autógrafos. Los alemanes permanecieron sentados y solos hasta que un boliviano atrevido y luego dos canadienses se acercaron a ellos para solicitarles sus firmas. Después de tres cuartos de hora se pidió silencio y Clemenceau declaró que el acto había terminado. Los alemanes salieron bajo escolta. Müller se había prometido a sí mismo que actuaría con naturalidad: «Quería que nuestros ex enemigos no vieran nada del profundo dolor del pueblo alemán, cuyo representante en este trágico momento era yo». Al volver al hotel, sufrió un colapso. «Un sudor frío como nunca había conocido en la vida brotó de todos mis poros… Fue una reacción física que por fuerza tenía que producirse después de la indescriptible tensión psíquica. Y entonces, por primera vez, supe que había dejado atrás la peor hora de mi vida». Müller y los demás alemanes insistieron en emprender el viaje de vuelta aquella misma noche.126
Los negociadores bajaron a la terraza que daba a los grandes jardines en el momento en que los surtidores empezaban a manar. Una multitud entusiasmada los rodeó. Wilson estuvo a punto de caer en uno de ellos a causa de los empujones. Lloyd George fue rescatado, furioso y con el pelo revuelto, por un pelotón de soldados. «Una cosa así nunca habría pasado en Inglaterra», dijo a un diplomático italiano. «Y de haber sucedido, alguien hubiera tenido que pagar por ello.»127 Después, Lloyd George se enfadó mucho cuando le hicieron sentarse y escribir una carta anunciando al rey que la paz se había firmado.128
Aquella noche Wilson tomó el tren de Le Havre, donde embarcaría con destino a Estados Unidos. Clemenceau acudió a despedirle y, según un reportero, dijo con emoción desacostumbrada: «Me siento como si perdiera a uno de los mejores amigos que he tenido».129 Un grupo de personas profirió sin mucho entusiasmo gritos de despedida. En el hotel Majestic se ofreció a los británicos una cena especial de celebración, con un plato más de los habituales y champán sin limitación. Luego hubo bailes, uno para el personal del hotel y otro para los huéspedes. Smuts, tal vez como una protesta más contra el tratado, asistió al baile del personal. París mismo se convirtió en una fiesta gigantesca y las calles se llenaron de gente que cantaba y bailaba. Los edificios de los grandes bulevares estaban muy iluminados y algunos coches remolcaban cañones tomados a los alemanes. (Las autoridades tardaron días en recuperarlos todos). A altas horas de la noche, mientras terminaba la crónica del día, Lansing aún podía oír el ruido de las celebraciones en el exterior.130
Mientras París daba rienda suelta a la alegría, Alemania lloraba. En sus ciudades grandes y pequeñas las banderas ondeaban a media asta. Incluso los buenos socialistas hablaban ahora de «una paz vergonzosa».131 En el Báltico, donde voluntarios alemanes luchaban contra el bolchevismo (y para reafirmar el poderío alemán), la noticia cayó como una bomba. «Empezamos a tiritar», dijo uno de ellos, «a causa del frío terrible del abandono. Habíamos creído que nuestro país nunca nos traicionaría.»132 Los nacionalistas echaron la culpa a los traidores en el país que habían asestado a Alemania una puñalada por la espalda y a la coalición gobernante que había firmado el tratado. La república de Weimar nunca se recuperó de esa doble carga. Los nacionalistas pasaron por alto alegremente su promesa de no poner en duda el patriotismo de quienes habían votado a favor del tratado e hicieron todo lo posible por estigmatizarlos ante los ojos del pueblo alemán. En 1921, cuando se hallaba de vacaciones en la Selva Negra, Erzberger fue asesinado por dos ex oficiales del ejército. «El hombre», dijo un destacado periódico nacionalista, «cuyo espíritu por desgracia todavía predomina en muchos de nuestros cargos y leyes gubernamentales ha recibido por fin el castigo apropiado para un traidor». Los asesinos huyeron a Hungría, pero volvieron triunfalmente a Alemania como «jueces de Erzberger» cuando Hitler subió al poder. Ambos fueron juzgados finalmente después de la segunda guerra mundial.133
En Inglaterra, Keynes consideraba su futuro. Había renunciado a su cargo en el Tesoro y, asqueado, se había ido de París antes de que se firmara el tratado. «He conservado la esperanza, incluso durante estas últimas semanas espantosas», escribió a Lloyd George el 5 de junio, «de que encontraría usted alguna forma de hacer del tratado un documento justo y oportuno. Pero ahora es obviamente demasiado tarde. La batalla está perdida». Keynes se encontraba en un curioso estado de ánimo. Dijo a Virginia Woolf que Europa y, en particular, las clases gobernantes de las que él formaba parte estaban condenadas y, a pesar de ello, dijo en una carta a otra de sus amistades que estaba contentísimo de haber vuelto a Cambridge.134 En el plano personal tenía muchísimo éxito, tanto profesional como socialmente. Por otro lado, se sentía culpable por el papel que había desempeñado en la guerra cuando tantos de sus amigos de Bloomsbury eran pacifistas.
Y se reían de su éxito mundanal, sus nuevos amigos, sus experimentos con la heterosexualidad. Tal vez The Economic Consequences of the Peace fue una especie de acto de expiación.135 Quizá también, como dijo Lamont, el experto estadounidense en reparaciones, «Keynes se molestó porque no aceptaron sus consejos; se acobardó y dejó su cargo».136
Keynes pasó gran parte del verano escribiendo. En octubre volvió a encontrarse con el banquero alemán Melchior en una conferencia celebrada en Amsterdam. Le leyó un borrador y Melchior quedó muy impresionado. No tenía nada de extraño, porque Keynes se hacía eco de muchas de las cosas que decían los alemanes sobre el Tratado de Versalles.137 The Economic Consequences of the Peace salió justo antes de la Navidad de 1919 y ha seguido publicándose desde entonces. Se vendieron más de cien mil ejemplares y se tradujo a once lenguas, entre ellas la alemana, antes de que transcurriera un año de su aparición. Un destacado oponente del tratado leyó en voz alta algunos extractos en el Senado estadounidense. El libro fue un gran éxito en Alemania y contribuyó a que en el mundo de habla inglesa la opinión se volviera contra los acuerdos de paz y contra los franceses. En 1924 un ministro del gabinete laborista de Gran Bretaña habló de «un tratado de sangre y hierro que traicionaba todos los principios por los cuales nuestros soldados creyeron estar luchando».138
Entre los alemanes, a medida que fueron desvaneciéndose los recuerdos de la situación desesperada de 1919, se propagó la creencia de que Alemania habría podido oponerse a las condiciones de paz, si sus débiles y veniales políticos hubiesen actuado con firmeza. El tratado, tal como decía una canción popular, era «sólo papel».139 En 1921 un diplomático francés informó a París de que «está en marcha en Alemania una campaña violenta que utiliza la prensa, carteles y mítines con el objeto de debilitar la base jurídica del Tratado de Versalles: la culpa alemana de la guerra».140 El Ministerio de Asuntos Exteriores alemán creó una sección especial sobre dicha culpa que produjo gran número de estudios críticos. En las cervecerías de Baviera el joven Hitler atraía a las multitudes con sus rotundas denuncias de la «paz vergonzosa».141
La opinión pública en Gran Bretaña y Estados Unidos estaba cada vez más convencida de que los acuerdos de paz con Alemania eran profundamente injustos. Durante la década siguiente, libros de memorias y novelas como la alemana Sin novedad en el frente (de la que se vendieron 250.000 ejemplares en el primer año de su edición en inglés) demostraron que los soldados de ambos bandos habían sufrido igualmente los horrores de la guerra de trincheras. La publicación de documentos confidenciales de los archivos de antes de la contienda hizo tambalear la creencia de que Alemania era la única responsable del conflicto. Libros sobre los orígenes de la guerra repartían la culpa de manera más equitativa: entre los regímenes desaparecidos de Rusia o Austria-Hungría, los fabricantes de armas o el capitalismo en general.142
En Alemania los agravios se conservaron frescos en el recuerdo de todos, porque una miríada de grupos nacionalistas dio gran importancia a que millones de personas de habla alemana se encontraran ahora bajo dominio extranjero, en la región checoslovaca de los Sudetes, en Polonia y en la ciudad libre de Danzig. Las cláusulas sobre el desarme se consideraban hipócritas y la prohibición de que Alemania y Austria se unieran se veía como una clara violación del principio de la autodeterminación. Las reparaciones eran «punitivas» y «salvajes», y su carácter injusto se veía agravado por el hecho de que Alemania tuvo que firmar el Tratado de Versalles sin saber cuál sería la cantidad definitiva. En Alemania se achacó al Diktat [«tratado dictado»] la culpa de todos los males de la economía: precios altos, salarios bajos, desempleo, impuestos, inflación. Sin la carga de las reparaciones, la vida volvería a la normalidad; brillaría el sol y habría tardes felices en las cervecerías con jardín, las bodegas y los parques. Los alemanes cerraron los ojos ante el hecho de que la Gran Guerra había resultado cara y que la derrota significaba que no podían hacer que otros cargaran con los costes.143 Asimismo, como le ha ocurrido a la mayoría de la gente desde entonces, tampoco comprendieron que los pagos en concepto de reparaciones nunca ascendieron a las enormes cantidades que se mencionaron en los debates públicos.
La cifra definitiva que se fijó en Londres en 1921 fue de 132.000 millones de marcos (6600 millones de libras, lo que equivale a unos 33.000 millones de dólares). En realidad, por medio de un ingenioso sistema de bonos y cláusulas complejas, Alemania se comprometió a pagar menos de la mitad de dicha cifra. El resto lo pagaría sólo cuando lo permitiesen circunstancias, como, por ejemplo, una mejora en sus exportaciones.144 Alemania también obtuvo créditos generosos por los pagos que ya había efectuado, tales como la reposición de los libros de la biblioteca de Lovaina, en Bélgica, que las tropas alemanas habían quemado al empezar la contienda, o por los ferrocarriles alemanes en el territorio traspasado a Polonia. (Trató inútilmente de obtener compensaciones por los buques hundidos en Scapa Flow.145) Aun con programas de pago que se revisaron a la baja varias veces, los alemanes continuaron arguyendo que las reparaciones eran intolerables. Con rara unanimidad en la política de Weimar, prácticamente todos los alemanes pensaban que estaban pagando demasiado. Alemania incumplió con regularidad los pagos, por última vez y para siempre en 1932. Orlando ya había hecho una advertencia al respecto cuando en 1919 dijo que la capacidad de pagar estaba relacionada con la voluntad del deudor. «Sería peligroso», agregó, «adoptar una fórmula que recompensara, por así decirlo, la mala fe y la negativa a trabajar.»146
Según los cálculos definitivos, puede que Alemania pagara unos 22.000 millones de marcos oro (1100 millones de libras; 4500 millones de dólares) durante el periodo comprendido entre 1918 y 1932.147 Probablemente es un poco menos de lo que Francia, con una economía mucho menor, pagó a Alemania después de la guerra franco-prusiana de 1870-1871.148 En un sentido, las cifras tienen importancia; en otro, no tienen ninguna. Los alemanes estaban convencidos de que las reparaciones causarían su ruina. Si Alemania no estaba dispuesta a pagar reparaciones, los Aliados no estaban dispuestos a imponer su voluntad. Si bien tenían a su disposición las sanciones que preveía el Tratado de Versalles —concretamente, prolongar la ocupación de Renania—, hacía falta que quisieran utilizarlas. Al empezar la década de 1930, ni el Gobierno británico ni el francés pensaban recurrir a ellas a causa de las reparaciones ni por cualquier otro motivo.
En 1924 un miembro británico de la Comisión Interaliada de Control, creada al amparo del Tratado de Versalles para asegurarse de que Alemania cumplía las condiciones militares, publicó un artículo en el que se quejaba de que los militares alemanes habían obstaculizado sistemáticamente la labor de la comisión y de que se cometían muchas infracciones de las cláusulas del tratado relativas al desarme. Esta calumnia provocó una tempestad de protestas en Alemania. (Años después, cuando Hitler ya estaba en el poder, los generales alemanes reconocieron que el artículo había dicho la verdad.149) Los alemanes preguntaron dónde estaba el desarme general del que se hablaba tan a menudo. ¿Por qué tenía que ser Alemania la única nación del mundo en desarmarse? Los estadounidenses, que se habían retirado tan visiblemente de los asuntos del mundo al repudiar la Sociedad de Naciones, no podían discrepar. Tampoco podían los británicos. Los franceses se encontraban cada vez más aislados al quejarse de que Alemania incumplía las cláusulas militares.
La magnitud de la desobediencia no era conocida del todo en aquellos momentos; ni siquiera por los franceses. Los aeroclubes se hicieron de pronto muy populares y eran tan eficaces que, al ser nombrado canciller, Hitler pudo formar una fuerza aérea casi enseguida. El cuerpo de policía prusiano, el mayor de Alemania, se militarizó de forma creciente en su organización y su preparación. Sus agentes podían pasar con facilidad al ejército alemán, y a veces lo hacían. El autoproclamado Freikorps, que había hecho su aparición en 1918, se disolvió y sus miembros volvieron a juntarse con deslumbrante inventiva en cuadrillas de trabajadores, clubes de ciclismo, circos ambulantes y agencias de detectives. Algunos ingresaron en bloque en el ejército.150 El Tratado de Versalles limitaba el número de oficiales del ejército a 4000, pero no decía nada sobre los suboficiales. El resultado fue que el ejército alemán tenía 40.000 sargentos y cabos.151 Foch había acertado; un ejército de voluntarios podía ser la columna vertebral de una expansión rápida.
De fábricas que antes producían carros de combate salían ahora tractores desmesuradamente pesados; la investigación era útil para el futuro. En los cabarets de Berlín se contaban chistes como el del obrero de una fábrica de cochecitos para bebé que sacaba a escondidas piezas para hacer uno para su hijo recién nacido y, al juntarlas, siempre le salía una ametralladora. En toda Europa, en países neutrales y seguros como Holanda y Suecia, compañías que en esencia eran de propiedad alemana trabajaban en blindados o submarinos.152 El lugar más seguro de todos, el más alejado de las miradas indiscretas de la comisión de control, se encontraba en la Unión Soviética. En 1921 las dos naciones parias de Europa se dieron cuenta de que tenían algo que ofrecerse mutuamente. A cambio de espacio y secretismo para llevar a cabo experimentos con carros de combate, aviones y gases asfixiantes, Alemania proporcionaba asistencia técnica y entrenamiento.153
Cuando los historiadores consideran los otros detalles, como vienen haciendo con frecuencia cada vez mayor, es imposible preservar la imagen de una Alemania aplastada por una paz vengativa. Es verdad que Alemania perdió territorio; fue una consecuencia inevitable de la derrota. Conviene tener presente que, si hubiera ganado la guerra, sin duda se hubiese apoderado de Bélgica, Luxemburgo, partes del norte de Francia y gran parte de los Países Bajos. El Tratado de Brest-Litovsk mostró las intenciones del mando supremo alemán en las fronteras orientales. A pesar de las pérdidas sufridas, Alemania continuó siendo el mayor país de Europa al oeste de la Unión Soviética durante el periodo de entreguerras. Su posición estratégica era mucho mejor que antes de 1914. Con la reaparición de Polonia había ahora una barrera enfrente de la vieja amenaza rusa. En lugar de Austria-Hungría, Alemania tenía sólo una serie de estados débiles y rencillosos en su frontera oriental. Como se vio en la década de 1930, Alemania estaba bien situada para extender entre ellos su influencia económica y política.
La separación de Prusia oriental del resto de Alemania causó irritación, pero las separaciones de esta clase no eran nada nuevo en la historia de Prusia, que durante la mayor parte de su existencia había sido una serie de territorios separados unos de otros. ¿Es inevitable que una segregación de este tipo cause problemas? Alaska se encuentra aislada del resto de Estados Unidos por una gran extensión de territorio canadiense. ¿Cuándo fue la última vez que Washington y Ottawa se quejaron mutuamente en relación con los derechos de paso?154 El verdadero problema del «Pasillo Polaco» era que en el periodo de entreguerras muchos alemanes, tal vez la mayoría, no lo aceptaban, por muchas razones que tenían que ver con las actitudes ante los polacos y el resentimiento que causó el Tratado de Versalles. Si las relaciones entre Polonia y Alemania hubieran sido mejores, esa barrera terrestre no habría causado complicaciones. Danzig se convirtió en una ciudad libre, pero continuó abierta a las inversiones y los barcos alemanes.
En el oeste Alemania también se encontraba ante una situación ventajosa. Francia había salido gravemente debilitada de la guerra, reacia y, en la década de 1930, cada vez más incapaz de oponerse a Alemania. La garantía que habían dado Estados Unidos y Gran Bretaña dejó de ser válida al no ratificarla el Senado estadounidense. Los intentos de Francia de formar alianzas con las naciones débiles y rivales de Europa central fueron un indicio de su desesperación. Recibió poco apoyo de los británicos, que dejaron bien claro que su Imperio era lo que más les preocupaba. La demostración más obvia de que los negociadores no habían incapacitado a Alemania llegó después de 1939.
Con otros líderes en las democracias occidentales, con una democracia más fuerte en la Alemania de Weimar, sin el daño que causó la Depresión, la historia habría podido resultar distinta. Y sin Hitler movilizando los resentimientos de los alemanes normales y corrientes y aprovechando los remordimientos de conciencia de tanta gente en las democracias, quizás Europa no habría sufrido otra guerra tan poco tiempo después. No hay que echar la culpa al Tratado de Versalles. Nunca se hizo cumplir de forma consecuente, o sólo se hizo cumplir lo suficiente como para irritar al nacionalismo alemán sin limitar la capacidad alemana de alterar la paz de Europa. Con el triunfo de Hitler y los nazis en 1933 Alemania tuvo un Gobierno empeñado en destruir el Tratado de Versalles. En 1939 Von Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, dijo a los alemanes victoriosos de Danzig: «El Führer no ha hecho nada más que poner remedio a las consecuencias más graves que este dictado, el menos razonable de todos los tiempos, impuso a una nación y, de hecho, a la totalidad de Europa; dicho de otro modo, reparar los peores errores que cometieron nada menos que los estadistas de las democracias occidentales».155