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Pagar la cuenta

En 1995 se oyó un débil eco del gran problema del tratado de paz con los alemanes, cuando una Alemania que acababa de reunificarse accedió a pagar los intereses pendientes de los empréstitos que había recibido en el periodo de entreguerras para pagar las reparaciones que impusiera el Tratado de Versalles. «El asunto de las reparaciones», dijo Thomas Lamont, el banquero que representó al Tesoro estadounidense en París, «causó más problemas, discusiones, rencores y retrasos en la Conferencia de Paz de París que cualquier otro punto del tratado.»1

La cuestión de las reparaciones contribuyó a envenenar las relaciones entre Alemania y los Aliados y entre los mismos Aliados durante gran parte de las décadas de 1920 y 1930. El problema al que hacían frente los negociadores de la paz en 1919 era a la vez muy sencillo y muy complicado. Sencillo porque, como dijo Lloyd George, «Alguien tenía que pagar. Si Alemania no podía pagar, quería decir que tendría que pagar el contribuyente británico. Los que debían pagar eran los que habían causado la pérdida».2 Complicado, porque eso suponía extender la factura y calcular cuánto podía realmente permitirse pagar Alemania. Mencionar las reparaciones bastaba para provocar discrepancias: ¿Eran sencillamente una compensación de los daños o se trataba en realidad de una sanción disimulada, una indemnización por los costes que la guerra había causado a los vencedores? ¿Los costes incluían los impuestos no recaudados o las ganancias perdidas debido a invasiones, muerte, daños? ¿Las pensiones de las viudas y los huérfanos? ¿Los animales que habían muerto al huir sus propietarios? ¿Eran un reconocimiento por parte de Alemania y cualesquiera de sus aliados por su responsabilidad moral en la catástrofe acarreada por la guerra?

Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, que elaboraron el acuerdo final, tenían diferentes necesidades y puntos de vista. Los estadounidenses adoptaron una elevada actitud moral. No querían nada para sí mismos, pero esperaban que los europeos devolvieran el dinero que habían tomado en préstamo durante la guerra. Los Aliados europeos veían en las reparaciones la promesa de un medio de saldar sus deudas y reconstruir sus sociedades. Así pues, lo que debía incluirse en la factura de las reparaciones adquirió gran importancia, porque afectaba al reparto del botín. Francia había sufrido los daños más directos, por ejemplo, seguida de Bélgica, pero Gran Bretaña era el país que más había pagado. Hubo también debates intensos sobre cuánto podía pagar Alemania. Si se fijaba una cifra demasiado alta, la economía alemana podía derrumbarse, lo cual perjudicaría a los exportadores británicos. Si la cifra era demasiado baja, Alemania saldría bien librada; también se recuperaría más rápidamente, y esta perspectiva preocupaba a los franceses. Ni siquiera resultó fácil, en aquel momento ni después, calcular cifras claras, porque a casi todo el mundo le interesaba exagerar y confundir: a los Aliados exagerar lo que se les debía y a los alemanes, lo que pagaban. Como los negociadores no lograron ponerse de acuerdo sobre una cifra final, el tratado con Alemania se limitó a disponer que se creara una comisión especial, integrada por representantes de los Aliados, que dispondría de dos años para determinar lo que Alemania debía pagar Es comprensible que los alemanes se quejaran de que se les pedía que firmaran un cheque en blanco.

Aunque entre los historiadores es cada vez más frecuente sacar la conclusión de que la carga nunca fue tan grande como afirmaban Alemania y sus simpatizantes, las reparaciones continúan siendo el símbolo preeminente de la paz que se firmó en París.3 Si bien la mayoría de las 440 cláusulas del Tratado de Versalles hace ya mucho tiempo que cayó en el olvido, el puñado de las relativas a las reparaciones todavía se ve como prueba de un documento vindicativo, corto de miras y venenoso. La nueva democracia de Weimar nació con una carga agobiante y los nazis pudieron aprovechar el comprensible resentimiento de los alemanes. Se arguye que los responsables de las consecuencias desastrosas fueron los negociadores de 1919: el vengativo y codicioso Clemenceau, el pusilánime y vacilante Lloyd George y el patético y destrozado Wilson, que, como dijo John Maynard Keynes, se dejó engatusar.

Keynes no fue el único autor de este cuadro, desde luego, pero sí fue quien lo pintó de forma más persuasiva y persistente. Era un joven muy inteligente y bastante feo que había cursado estudios con brillantez en Eton y Cambridge, recogiendo premios y llamando la atención Su pertenencia al círculo de Bloomsbury no hizo más que intensificar su propensión a la superioridad moral. Era un subordinado aterrador porque nunca se tomaba la molestia de ocultar el desprecio que le inspiraban prácticamente todos sus superiores. Asistió a la Conferencia de Paz en calidad de principal asesor del Tesoro. Por tanto, en su obra The Economic Consequences of the Peace, escrita inmediatamente después de firmarse el tratado con Alemania, hablaba con su habitual autoridad.

Wilson, según Keynes, fue víctima del espeluznante juego de la gallina ciega de los europeos. «Se dejó drogar por su ambiente [de los europeos], debatió basándose en sus planes y datos, y permitió que lo llevasen por sus caminos». Wilson traicionó sus propios principios, a su país y las esperanzas de todos los que querían un mundo mejor.4 Lloyd George fue la sirena principal, el medio hombre, medio chivo que había surgido de las nieblas de las montañas galesas para engañar a las personas buenas y crédulas y conducirlas a los pantanos. «Uno capta en su compañía», escribió Keynes en un pasaje que no incluyó en el libro, «aquel sabor de irresolución final, irresponsabilidad interior, existencia fuera o lejos de nuestro concepto sajón del bien y del mal, mezclados con astucia, crueldad, amor al poder, que confiere fascinación, hechizo y terror a los magos aparentemente buenos del folclore del norte de Europa.»5

A Clemenceau, seco, viejo y amargado, sólo le preocupaban Francia y su seguridad.6 Keynes había llegado a aborrecer a los franceses y lo que veía como su codicia desmesurada. Se peleó con sus representantes a causa de la ayuda a Alemania y de los empréstitos que Francia necesitaba de Gran Bretaña. Los representantes alemanes a los que conoció en la comisión del armisticio eran algo muy distinto. En una memoria que escribió para sus amigos de Bloomsbury hizo esta descripción del prominente banquero hamburgués Cari Melchior: «…exquisitamente limpio, viste muy bien y pulcramente, con cuello alto y duro… sus ojos relucientes nos miran directamente, con una pena extraordinaria en ellos, pero como un animal honesto acorralado».7 No hay necesidad de tomar demasiado en serio la declaración de Keynes de que sentía una especie de amor por Melchior. Era una fioritura retórica dirigida a unos viejos amigos que conocían su complicado pasado sexual.

Los negociadores horrorizaban a Keynes. Se preocupaban por la venganza, mientras la civilización europea se tambaleaba al borde del colapso.

«En París, donde los que tenían que ver con el Consejo Económico Supremo recibían casi cada hora los informes del sufrimiento, el desorden y la desorganización en la totalidad de Europa central y oriental, aliados y enemigos por igual, y se enteraban por los representantes económicos alemanes y austríacos de los hechos irrefutables sobre el terrible agotamiento de sus países, alguna visita ocasional a la habitación calurosa y seca de la casa del presidente, donde los Cuatro cumplían sus destinos en medio de intrigas vacuas y áridas, no hacía más que aumentar la sensación de pesadilla.»8

¿Qué consiguieron en sus habitaciones doradas? Según Keynes, una paz que completó la destrucción económica que la guerra había causado a Europa. Estaban trazando líneas nuevas en el mapa cuando deberían haber estado creando una zona de libre cambio; estaban regateando las deudas que tenían contraídas unos con otros cuando deberían haberlas cancelado todas; y, la crítica que más resonó en Alemania, impusieron reparaciones agobiantes. Citando extensamente sus propios memorandos escritos para la Conferencia de Paz, Keynes arguyo que Alemania podía pagar como máximo 2000 millones de libras (10.000 millones de dólares). Cualquier suma superior la empujaría a la desesperación y probablemente la revolución, con consecuencias peligrosas para Europa.9

Durante su estancia en París, Keynes elaboró un plan para resolver los problemas económicos de Europa y las reparaciones por medio de un solo conjunto de medidas hábiles e inteligentes. Los Aliados europeos necesitaban recaudar dinero, para reparar los daños ocasionados por la guerra y saldar las deudas que tenían unos con otros y con Estados Unidos. Las naciones derrotadas emitirían obligaciones para sus reparaciones, pero estas obligaciones serían garantizadas tanto por las naciones enemigas como por las aliadas. Los recursos financieros empezarían a fluir de nuevo y las naciones de Europa quedarían vinculadas unas a otras, lo cual obraría en beneficio común.10 En esencia, todo dependía de la participación de Estados Unidos. Si bien sobre el papel Gran Bretaña era todavía una nación acreedora y Francia tenía una deuda total de 3500 millones de dólares, la realidad era bastante distinta. Ambas naciones europeas habían prestado grandes sumas a Rusia, que no había pagado sus deudas, y a otros aliados como Italia y Rumania, que no estaban en condiciones de empezar a saldar las suyas. Gran Bretaña debía a Estados Unidos 4700 millones de dólares y Francia 4000 millones, además de 3000 millones a Gran Bretaña.11 «El mecanismo económico de Europa está atascado», dijo Lloyd George a Wilson en abril de 1919, cuando le hizo llegar el memorándum de Keynes. «Una propuesta que revele perspectivas y muestre a los pueblos de Europa un camino por el que una vez más puedan recibir alimentos y empleos, y una existencia ordenada, será un arma más poderosa que cualquier otra para proteger del peligro bolchevique aquel orden de la sociedad humana que creemos que es el mejor punto de partida para la mejora futura y un mayor bienestar.»12

La idea de que Estados Unidos utilizase sus recursos económicos, para que Europa se pusiera en marcha otra vez después de la guerra, circulaba desde hacía algún tiempo en diversas versiones. Los franceses, que estaban profundamente endeudados con sus aliados y tenían que reparar los enormes daños causados por la guerra, lo cual resultaría muy costoso, acogieron con gran entusiasmo la sugerencia de prolongar y reforzar la cooperación económica que existiera entre los Aliados durante la contienda. Su ministro de Comercio e Industria, Étienne Clémentel, hombre muy trabajador y serio que procedía de una familia de agricultores, redactó un plan muy detallado para instaurar un «nuevo orden económico» en el que la organización y la coordinación sustituirían a la competencia antieconómica, los recursos se mancomunarían y compartirían de acuerdo con las necesidades y todo ello sería dirigido por tecnócratas inteligentes. Cuando Alemania hubiera puesto orden en su propia casa política, también podría participar en el nuevo sistema, bien engranada en una organización fuerte.13 El plan languideció debido a la oposición activa de Estados Unidos y la indiferencia de Gran Bretaña; finalmente fue rechazado por los Aliados en abril de 1919. El intento dio fruto inesperadamente después de la segunda guerra mundial, cuando Jean Monnet, que en 1919 era ayudante de Clémentel, fundó la organización económica que con el tiempo se convertiría en la Unión Europea.14

Los británicos prefirieron insinuar que Estados Unidos debía cancelar los intereses de sus empréstitos durante unos cuantos años Otra posibilidad era que se sumaran todos los gastos de la guerra y Estados Unidos se hiciera cargo de una gran proporción de ellos.15 Lloyd George, con su entusiasmo por las grandes ideas, prefería una solución aún más dramática que consistía sencillamente en cancelar todas las deudas interaliadas.16 Los estadounidenses, sin embargo, estaban decididos a no verse envueltos en los problemas económicos de Europa. «Me doy cuenta de los esfuerzos que se están haciendo por atarnos a la precaria estructura económica de Europa», escribió Wilson al financiero Bernard Baruch, que era uno de sus principales asesores, «y cuento con la ayuda de usted para frustrarlos.»17 La mayoría de los expertos y el departamento del Tesoro en Washington estaban de acuerdo. Correspondía a los europeos resolver sus propios problemas; cuanto más les ayudara Estados Unidos, menos probable era que fuesen capaces de valerse por sí mismos.18 En todo caso, no había muchas probabilidades de que el Congreso, que ahora estaba dominado por los republicanos, aprobara una ayuda económica masiva para los europeos.19 El plan de Keynes fue rechazado por completo, como todos los demás, y el economista se quedó contemplando con creciente pesimismo cómo los negociadores intentaban resolver la cuestión de las reparaciones.

El intento estaba resultando muy difícil en el momento en que la Conferencia de Paz entraba en su cuarto mes. «No hay ninguna duda», dijo Lloyd George, respondiendo a la pregunta de un miembro preocupado de su gabinete, «de que sería mejor fijar una suma, si pudiéramos ponernos de acuerdo en la cifra. La primera dificultad es determinarla; la segunda es lograr que se acepte la suma entre los Aliados, y en tercer lugar acordar las proporciones en que debe repartirse. Si tiene usted algún plan para hacer frente a estas tres dificultades, habrá resuelto el problema más desconcertante del Tratado de Paz.»20 El Consejo Supremo había creado la Comisión sobre la Reparación de Daños poco después de que se inaugurara la Conferencia de Paz, con el fin de que examinase cuestiones conexas, como cuánto debían pagar los países enemigos (lo cual, huelga decirlo, significaba principalmente Alemania), cuánto podían pagar y cómo debía efectuarse el pago. El subcomité encargado de esto último raramente se reunía, pero los otros dos subcomités estaban reunidos día y noche, aunque poco producían salvo montañas de papel. Cuando Wilson regresó a Estados Unidos el 14 de febrero, la comisión se encontraba en un punto muerto en el que los estadounidenses defendían una suma relativamente moderada y los británicos y los franceses exigían más. «Juegan con miles de millones del mismo modo que los niños juegan con piezas de madera», dijo cínicamente un periodista, «pero sea lo que sea lo que acordemos, será en gran parte hablar por hablar, porque los alemanes nunca podrán pagar una suma tan inmensa.»21 Los británicos pedían 24.000 millones de libras (120.000 millones de dólares); los franceses, 44.000 millones de libras (220.000 millones de dólares); y los expertos estadounidenses recomendaban 4400 millones de libras (22.000 millones de dólares).22

Los estadounidenses también querían incluir una cantidad fija en el tratado. Sus expertos argüían que contribuiría a poner fin a la incertidumbre económica que estaba frenando la recuperación de Europa.23 Los Aliados europeos no estaban de acuerdo. Tal como dijo Montagu, uno de los ministros del gabinete británico que participaron en las conversaciones: «Si se daba una cifra demasiado baja, Alemania pagaría alegremente y los Aliados cobrarían demasiado poco, mientras que si la cifra era demasiado alta, tiraría la toalla y los Aliados no cobrarían nada».24

Resulta fácil decir ahora que los vencedores deberían haberse preocupado menos de obligar a Alemania a pagar y deberían haberse concentrado más en poner a Europa otra vez en marcha. Pero después de una guerra que había causado destrucción en tan gran escala y conmovido tan profundamente la sociedad europea, ¿cómo podían los líderes políticos hablar de olvidar? En todo caso, la opinión pública sencillamente no se lo hubiera permitido. «Haced que el huno pague», decían los británicos. «Que Alemania pague primero», decían los carteles que cubrían las paredes de París.25

Los líderes europeos consideraban peligroso hasta evaluar la capacidad de Alemania de pagar, porque la cifra forzosamente iba a ser inferior a la que esperaba el público.26 Los británicos y los franceses también señalaron, correctamente, que era muy difícil juzgar cuánto podía pagar Alemania, o lo que quedara de ella. El país estaba muy mal, su economía y su gobierno eran igualmente precarios. El comercio exterior se había evaporado y con él se había perdido una importante fuente de ingresos. Los alemanes no podían proporcionar estadísticas dignas de confianza, aunque quisieran. Además, las finanzas del Gobierno eran un desastre. Por razones políticas se habían mantenido los impuestos bajos y los costes del conflicto se habían pagado en gran parte emitiendo enormes cantidades de bonos de guerra y pagarés especiales. El plan de los alemanes había sido siempre saldar las cuentas de guerra cuando ganaran y pudieran transferir los costes al enemigo derrotado.27 De hecho, así se había empezado a hacer en el último año de la contienda; los tratados de Brest-Litovsk con Rusia y de Bucarest con Rumania habían traspasado el control de enormes recursos a Alemania. También se había obligado a los bolcheviques a empezar a pagar una indemnización de 600 millones de dólares. En la Alemania vencida de 1919 los conservadores protestaron enérgicamente contra todo intento de subir los impuestos o no pagar los bonos del Estado, a la vez que la izquierda exigía prestaciones para los ex combatientes, las viudas y los huérfanos, alimentos subvencionados y aumentos salariales. El Gobierno se sometió mansamente y el déficit alemán fue subiendo hasta que en 1921 ya representaba dos tercios del presupuesto.28 Había pocos incentivos para recortar los gastos o aumentar los impuestos meramente para pagar reparaciones.

Tampoco era fácil determinar la factura aliada. «En mi pobre país, Francia», dijo el ministro de Regiones Liberadas francés, «hay centenares de pueblos a los que nadie ha podido volver todavía. Por favor, comprendan que es un desierto, es la desolación, es la muerte.»29 El ingeniero del ejército estadounidense y su equipo de ayudantes que hicieron lo que probablemente fue el estudio más detallado de las partes de Francia y Bélgica devastadas por la guerra, calcularon, en enero de 1919, que harían falta como mínimo dos años para efectuar una evaluación fidedigna de los costes de reparar los daños.30 Los británicos fueron poco amables y sospecharon que sus aliados estaban hinchando sus reclamaciones, que Bélgica pedía más de su riqueza total de antes de la guerra y Francia, alrededor de la mitad. «Casi increíble», dijo severamente Lloyd George.31 Huelga decir que cuanto más reclamaran sus aliados, menos quedaría para Gran Bretaña.

Hubo también mucho desacuerdo sobre lo que contaba como daños. Wilson había indicado firmemente que sólo consideraría la restitución de los daños causados por actos de guerra ilegítimos y no los costes de la guerra ni indemnización alguna. Sus Catorce Puntos habían hablado meramente de «restauración» de territorios invadidos y el presidente había prometido que no habría «anexiones, imposiciones ni multas ejemplares». Alemania había firmado el acuerdo de armisticio con esta condición. Por tanto, Alemania tendría que pagar los campos de batalla de Francia y Bélgica, pero no lo que los gobiernos aliados habían gastado en, por ejemplo, municiones o en alimentar a sus soldados.32 Cuando Lloyd George trató de desdibujar la línea entre reparaciones e indemnizaciones, Wilson no se lo permitió: «Asociaciones de gente trabajadora de todo el mundo habían protestado contra las indemnizaciones y Wilson opinaba que la palabra “reparaciones” sería suficientemente inclusiva».33

Lloyd George, optimista como siempre, dijo a sus colegas que en realidad no pensaba que Wilson hubiese descartado las indemnizaciones.34 Los británicos veían con preocupación —lo cual era comprensible— la posibilidad de que, si Wilson seguía en sus trece, al Imperio británico se le compensara principalmente por los barcos que habían hundido los alemanes, mientras que Francia se llevaría la parte del león y, a juicio de los británicos, probablemente la malgastaría debido a la habitual ineficiencia de su gestión económica. También sospechaban que Francia no se esforzaba mucho por saldar las deudas que había contraído con Gran Bretaña. Como dijo severamente Churchill, «Francia iba camino de la bancarrota como nación, pero los franceses se estaban enriqueciendo como individuos».35

Lloyd George intentó persuadir a Wilson y luego recurrió a las amenazas. A finales de marzo de 1919 le dijo que quizá no podría firmar el tratado, si no se incluían algunos de los costes de Gran Bretaña.36 Por suerte, a Smuts se le había ocurrido una solución ingeniosa. Señaló que, al negociarse el armisticio, los Aliados europeos habían afirmado que Alemania era responsable de todos los daños que su agresión había causado a civiles, y los estadounidenses habían aceptado este punto de vista. Por tanto, las reparaciones debían incluir prestaciones por la separación de los soldados de sus familias, así como pensiones para las viudas y los huérfanos. El efecto fue doblar la factura potencial.37 Y esto lo propuso el mismo Smuts que cuatro meses antes había prevenido a Lloyd George contra las reivindicaciones excesivas y que un mes después protestaría enérgicamente porque, según dijo, las reparaciones paralizarían a Alemania.38 Smuts, que era hombre de elevados sentimientos, moralista e inteligente, se persuadió a sí mismo de que no había pecado de inconsecuencia. Alegó en defensa propia que sencillamente había expresado una opinión que compartía la mayoría de los expertos en leyes que participaban en la Conferencia de Paz. Más revelador fue que escribiese que, sin la inclusión de las pensiones, Francia se hubiera llevado la mayor parte de las reparaciones.39

Wilson escuchó a Smuts mientras que no hubiera escuchado a Lloyd George. Los expertos estadounidenses opinaron que el argumento era absurdo e ilógico. «¡Lógica! ¡Lógica!», les dijo Wilson. «¡Me importa un bledo la lógica! ¡Voy a incluir las pensiones!»40 Al final, su decisión afectó sólo a la distribución de las reparaciones, porque la cifra definitiva tuvo que determinarse atendiendo a lo que Alemania realmente podía pagar.

Aunque se ha culpado a Wilson por volverse atrás, todavía más se ha culpado a Lloyd George por, como dijo Keynes, engatusar a los estadounidenses y permitir que el público británico soñara con arrancar sumas enormes de Alemania. En el mejor de los casos, se le ha visto, como muchos le veían entonces, como un liberal que no tuvo el valor de ser fiel a sus principios. Desde luego, no fue consecuente. Cuando el australiano Hughes habló por primera vez de millones de libras, Lloyd George señaló que Alemania sólo podía reunir la suma expandiendo sus manufacturas y colocando artículos baratos en los mercados mundiales. «Significaría que durante dos generaciones los trabajadores alemanes serían nuestros esclavos». Es más, perjudicaría al comercio imperial británico.41 Pero Lloyd George cambió luego de opinión y nombró a Hughes presidente de un comité en el que había muchos partidarios conocidos de la línea dura y le encargó que elaborase para el Gobierno británico un cálculo preliminar de la capacidad de pago de los alemanes. El grupo —«en conjunto era el comité más raro en el que jamás haya servido», dijo el canadiense Sir George Foster— hizo pocos intentos de recabar datos y, en vez de ello, se basó en impresiones personales y castillos en el aire; como dijo Foster, «para hacer que el huno pagase el máximo, tanto si ello conduce a una generación de ocupación y dirección como si no, y sin tener en cuenta otras consecuencias».42

En la Conferencia de Paz Lloyd George continuó vacilando. Dijo a Wilson y Clemenceau que las sumas en concepto de reparaciones tenían que ser altas, pero a finales de marzo, en su famoso Memorándum de Fontainebleau, habló de moderación. Se opuso a indicar una cifra fija en el tratado basándose en que podía ser demasiado baja; luego, en junio, cambió de opinión después de que los alemanes se quejaran y dijo que tal vez los Aliados debían fijar una cantidad. Parecía escuchar a veces a Keynes y Montagu, ambos moderados, y otras veces a Lord Cunliffe, ex gobernador del Banco de Inglaterra, así como a un juez, Lord Sumner.43 Los Gemelos Celestiales, como los apodó Keynes, eran a ojos de muchos los dos malos de la conferencia; «siempre andan juntos y siempre se les llama cuando hay que cometer algún acto especialmente nefando».44 Lloyd George nombró a los Gemelos representantes británicos en la comisión de reparaciones, pero cuando se creó un comité especial en marzo para tratar de salir del punto muerto, eligió a Montagu. «Cuando quería hacer algo en serio», dijo un estadounidense, «traía a Montagu y a Keynes; cuando pensaba salirse por la tangente, traía a Sumner y a Cunliffe».45 Keynes aborrecía a sus rivales.46 Lloyd George afirmó más adelante que también a él le horrorizaba su falta de juicio.47 Durante la Conferencia de Paz engañó a los estadounidenses diciéndoles que hubiera preferido que las reparaciones fuesen más bajas, pero que no logró que los Gemelos accedieran a ello 48

Tanto Cunliffe como Sumner creían que debían obtener el mejor trato posible para su país, pero estaban dispuestos a transigir… y a seguir la dirección que les marcase Lloyd George. «Deberíamos actuar aquí como estadistas», dijo Sumner a sus colegas de la comisión de reparaciones al presentar argumentos en contra de la acumulación de costes.49 Ambos hubieran aceptado una cantidad fija en el tratado y una cifra más baja si Lloyd George se lo hubiera ordenado.50 ¿Por qué no lo hizo? Los titubeos perjudicaron su reputación y causaron muchos problemas con sus colegas en París. «Me gustaría», dijo el experto estadounidense Lamont, «que el señor Lloyd George pudiera decirnos exactamente qué es lo que quiere, para que pudiéramos determinar si sus ideas y las del presidente, tal como las entendemos, están en realidad muy alejadas o muy próximas.»51 Al exasperar a los estadounidenses, de Wilson para abajo, Lloyd George también ponía en peligro una relación que consideraba de suprema importancia. El problema era que no estaba seguro de lo que quería él mismo ni de lo que quería el público británico. Parece que en París, Lloyd George estuvo tratando de aclarar sus propias ideas y andando con pies de plomo en el plano político.

Por un lado Lloyd George quería que se castigase a Alemania. Su sentido de la moral —y lo tenía a pesar de lo que dijesen sus enemigos— le hacía deplorar la guerra y Alemania había desencadenado la peor de la historia del mundo. También veía el asunto como hombre de leyes. «De acuerdo con todos los principios de la justicia», dijo a la delegación del Imperio británico, «de acuerdo con los principios de la justicia que se reconocieron como aplicables entre individuos, los alemanes eran responsables de todos los daños y los costes que ocasionara su reparación». Dado que él representaba, en cierto sentido, a Gran Bretaña, tenía que asegurarse de que los otros acreedores de Alemania no inflaran sus reivindicaciones. «Es un viejo ardid cuando se demanda a una parte que está en bancarrota.»52

Sin embargo, también era estadista. Había sido canciller del Exchequer antes de la guerra. Entendía de finanzas y comercio. Sabía que tarde o temprano los británicos tendrían que vender sus mercancías a los alemanes otra vez. No quería destruir Alemania.53 A principios de marzo, cuando el presidente todavía se encontraba en Estados Unidos, Lloyd George habló de las reparaciones con House durante un almuerzo. Dijo al estadounidense que necesitaba dar «a su pueblo una explicación convincente de por qué lo había engañado en relación con los costes de la guerra, las reparaciones, etcétera. Reconoció que sabía que Alemania no podía pagar nada parecido a la indemnización que exigían británicos y franceses».54 Wilson, al enterarse de esto a su vuelta, reaccionó de forma desfavorable. Instó a Lloyd George a resistirse a las exigencias de reparaciones elevadas. «Nada sería mejor que ser derribado del poder, durante una crisis de esta clase, por hacer lo correcto». Lloyd George tendría el consuelo de saber que la posteridad pensaría bien de él. «No podría desear», le dijo Wilson, «un lugar más magnífico en la historia.»55

Lloyd George, dicho sea en su honor, no optó por esta salida noble y estéril. Era político y estaba obligado a comparar lo justo con lo práctico. También tenía que moverse en un mundo donde era necesario prestar atención a la voz democrática del pueblo. Las presiones que soportaba en París eran considerables. Parte de la prensa liberal empezaba a hablar de reconciliación, pero los periódicos conservadores pedían a gritos grandes reparaciones. Northcliffe se había propuesto asegurarse de que Lloyd George cumpliera con sus obligaciones. El magnate de la prensa insinuó en tono misterioso a los directores del Daily Mail y The Times que el primer ministro se hallaba bajo la influencia de fuerzas pro alemanas.56

Lloyd George también se veía limitado, hasta cierto punto, por las elecciones que debían celebrarse en diciembre de 1918. Las promesas de estrujar a Alemania «hasta que crujieran las pepitas», según la frase memorable, caían muy bien. El propio Lloyd George producía facturas teóricas cada vez más elevadas para Alemania. «Les registraremos los bolsillos a conciencia», dijo. El último manifiesto de la coalición antes de las votaciones empezaba diciendo sencillamente: «1. Castigar al Káiser; 2. Hacer que Alemania pague».57 Muchos de los conservadores que fueron elegidos en lo que resultó una victoria arrolladora eran nuevos en política. «Caraduras que dan la impresión de haberse beneficiado mucho de la guerra», como dijo un destacado conservador, pensaban que su misión principal era hacer crujir las pepitas de Alemania. En abril, cuando estaba discutiendo con Wilson, Lloyd George recibió un telegrama firmado por 370 diputados que le pedían que fuera fiel a sus discursos electorales y «presentara toda la factura». Lloyd George regresó apresuradamente a Londres y el 16 de abril hizo polvo a sus críticos con un discurso tremendo en la Cámara de los Comunes. Dijo que no tenía la menor intención de romper sus promesas. No debían escuchar a un hombre amargado y loco de vanidad —al decir esto, se dio unos golpecitos significativos en la frente—, sino confiar en que los estadistas del mundo harían lo que fuese mejor para la humanidad y la paz. Al marcharse, le despidieron con grandes aclamaciones. De vuelta en París, dijo a su fiel Francés Stevenson que se había hecho con «el dominio total de la Cámara sin decirles absolutamente nada sobre la Conferencia de Paz».58

También el Imperio ejercía presiones. Mientras que los canadienses, como en tantas otras cosas, adoptaban la postura estadounidense, los australianos eran partidarios de sacar el máximo de Alemania. Hughes detestaba a los alemanes, a los que, como la mayoría de sus compatriotas, consideraba desde hacía mucho tiempo la principal amenaza para Australia. También opinaba que la objeción estadounidense a las reparaciones elevadas era fruto de la falta de principios, e interesada. Tal como dijo a Lloyd George, Estados Unidos, cuando era neutral en las primeras etapas de la guerra, había obtenido grandes beneficios mientras el Imperio británico derramaba su sangre y gastaba su riqueza. Si Alemania no pagaba elevadas reparaciones, Gran Bretaña perdería en la competencia con Estados Unidos por la supremacía económica mundial.59

De hecho, la forma en que Lloyd George llevó la cuestión de las reparaciones dio mejores resultados de lo que parecía. Al persuadir a Wilson a incluir las pensiones en las reparaciones, incrementó la parte correspondiente a Gran Bretaña. Al no mencionar una suma fija en el tratado (para lo cual había buenas razones técnicas), logró contentar a la opinión pública en Gran Bretaña y en el Imperio. (El efecto en la opinión alemana fue distinto). También se aseguró en otro sentido al instar en privado a un prominente socialista europeo a provocar un gran clamor público contra dispensar un trato demasiado severo a Alemania.60 Finalmente, consiguió que los franceses aparecieran como los codiciosos, papel que en general han interpretado desde entonces, con Louis-Lucien Klotz, el ministro de Hacienda, como el malo principal.

Se supone que Klotz, de quien Clemenceau dijo que era «el único judío que conocí que no sabía nada de finanzas», contestaba a todas las preguntas sobre el futuro de Francia diciendo «Alemania pagará».61 (En realidad, advirtió que no había que contar con que las reparaciones alemanas lo pagasen todo.62) Clemenceau le trataba con desdén, como hacía con tantos de sus colegas.63 Lloyd George le encontraba despiadado: «Su mente y su corazón estaban tan llenos de bonos que no quedaba espacio para las humanidades».64 Hasta Wilson se sintió impulsado a hacer un chascarrillo sobre coágulosNT-9 en el cerebro.65 Keynes dejó un retrato característicamente cruel: «un judío bajito, regordete, de grandes bigotes, bien acicalado y bien alimentado, pero con ojos inquietos que se iban detrás de las mujeres, y los hombros un poco encorvados en gesto instintivo de menosprecio» que intentaba retrasar el envío de alimentos a la hambrienta Alemania.66 Lo que hacía Klotz, fuera lo que fuese, era como subordinado de Clemenceau. Si Klotz se mostraba públicamente partidario de las reparaciones elevadas, la derecha francesa se abstenía de atacar a Clemenceau por no ser lo bastante duro con Alemania.67 En privado Clemenceau reconocía que Francia nunca recibiría lo que esperaba y envió a Loucheur, el asesor económico en el que más confiaba, a hablar en secreto con los estadounidenses sobre condiciones más moderadas. En sus conversaciones Loucheur dejó claro que personalmente no veía que empujar a Alemania hacia la bancarrota ofreciera ninguna ventaja a largo plazo para Francia.68

Al igual que Lloyd George, Clemenceau debía preocuparse por la opinión pública. La mayoría de los franceses tenía una visión simple de lo ocurrido. Alemania había invadido Bélgica, violando así su propio compromiso solemne de proteger la neutralidad belga, además de Francia, en lugar de suceder al revés. Y casi todas las batallas se habían librado en suelo belga y francés. «¿Quién debería arruinarse?», preguntó un titular del periódico conservador Le Matin, «¿Francia o Alemania?»69 Sin duda, era el agresor y no la víctima quien debía pagar la reparación de los daños. Los estadounidenses podían hablar de nueva diplomacia sin indemnizaciones ni multas, pero las antiguas tradiciones, en las cuales el vencido acostumbraba a pagar, seguían muy vivas. Francia había pagado en 1815, tras la derrota definitiva de Napoleón, y había vuelto a pagar después de 1871. En ambas ocasiones Alemania había cobrado; ahora iba a pagar.

Francia y Bélgica habían argüido desde el principio que las reclamaciones por daños directos debían tener prioridad en el reparto de las reparaciones. También señalaron el saqueo del territorio ocupado por los alemanes. Bélgica había quedado desplumada. Del muy industrializado norte de Francia los alemanes se habían llevado lo que querían para su propio uso y destruido gran parte del resto. Incluso cuando se estaban retirando en 1918, las fuerzas alemanas encontraron tiempo para volar las minas de carbón más importantes de Francia. Tal como dijo Clemenceau con amargura: «Los bárbaros de los que habló la historia se llevaban todo lo que encontraban en los territorios que invadían, pero no destruían nada; se instalaban a compartir la existencia común. Ahora, sin embargo, el enemigo había destruido sistemáticamente todo lo que hallaba a su paso». A juzgar por documentos alemanes que habían caído en poder de los franceses, parecía que Alemania tuviera la intención de inutilizar la industria francesa y despejar el campo para la suya.70

Francia y Bélgica esperaban incluir sus costes de guerra. En este caso, por una vez, Bélgica pisaba terreno firme, porque Wilson había dejado claro que cuando hablaba de restaurar Bélgica se refería a todos los daños causados por la invasión inicial e ilegal por parte de los alemanes en agosto de 1914. El caso de Francia era distinto. Clemenceau, que no quería enemistarse con los estadounidenses cuando necesitaba su apoyo en los demás asuntos tan importantes para la seguridad de Francia, optó por no insistir. Se daba cuenta, aunque no lo decía en público, de que la capacidad de pago de Alemania tenía un límite. De hecho, Klotz reconoció ante la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Diputados francesa que los costes de la guerra habrían alcanzado una cifra que ni siquiera a los novelistas se les hubiese ocurrido en sus sueños más descabellados.71

Durante la Conferencia de Paz los franceses también se dieron cuenta de que, como Gran Bretaña había gastado todavía más que Francia en la guerra, incluir los costes de ésta aumentaría la parte que correspondería a los británicos de lo que finalmente pagasen los alemanes.72 Los franceses cambiaron tranquilamente de táctica y pidieron que se incluyesen sólo los daños directos: las ciudades y los pueblos destruidos, las minas de carbón inundadas y los raíles levantados. De esta manera Francia recibiría alrededor del 70 por ciento de todos los pagos que efectuaran los alemanes; Gran Bretaña, quizás un 20 por ciento; y los demás reclamantes —Bélgica, Italia o Serbia— lo que quedase. Después de intensos regateos, los británicos insistieron en el 30 por ciento, los franceses obtuvieron el 50 por ciento y el 20 por ciento restante se repartió entre las potencias menores. Hasta 1920 no se llegó a un acuerdo definitivo, que fue del 28 por ciento para Gran Bretaña y el 52 por ciento para Francia.73

Hay que señalar que los franceses hicieron las mayores concesiones. Seguirían una pauta parecida en relación con la cifra total que debía pagar Alemania. Puede ser que Clemenceau, que siempre pensó en términos de liquidación total, fijara al principio una cifra elevada, en parte para persuadir a los estadounidenses a considerar las propuestas francesas de que continuase la cooperación económica de los Aliados.74 A finales de febrero, cuando quedó claro que los estadounidenses no estaban interesados en ello, Loucheur rebajó la cifra a 8000 millones de libras (40.000 millones de dólares), poco más de la cuarta parte de lo que Francia había exigido hasta entonces. Cunliffe, que representaba a Gran Bretaña, se negó a aceptar cualquier cifra inferior a 9400 millones de libras (47.000 millones de dólares). Los británicos sospechaban, con razón, que los franceses se estaban poniendo de parte de los estadounidenses para fijar una cifra más baja y hacer que ellos, los británicos, pareciesen los más exigentes.75 El cuadro que tan vividamente pintaron Keynes y otros, el de una Francia vengativa empeñada en agobiar a Alemania, empezó a desvanecerse.

Finalmente resultó imposible acordar una cifra para el tratado, sobre todo a causa de la resistencia británica.76 A finales de marzo, los líderes aliados, que ahora se reunían bajo el nombre de Consejo de los Cuatro, se decidieron por la opción de la comisión especial. El aplazamiento, según escribió en su diario uno de los expertos estadounidenses, «liberará a Gran Bretaña y a Francia de las preocupaciones de hacer pública la pequeña cantidad que recibirán en concepto de reparaciones, porque ambos primeros ministros creen que su Gobierno será derribado si se conocen los hechos».77 Tenía razón. Cuando la comisión fijó un total definitivo de 132.000 millones de marcos de oro (aproximadamente 6500 millones de libras, lo que equivalía a 34.000 millones de dólares) en 1921, las emociones relativas a Alemania, especialmente en Gran Bretaña, se estaban calmando.

La delegación alemana que fue a Versalles en mayo se quejó amargamente del procedimiento. «No se ha fijado ningún límite salvo la capacidad de pago del pueblo alemán, determinada no por su nivel de vida, sino sólo por su capacidad de satisfacer con su trabajo las exigencias de sus enemigos. El pueblo alemán se vería condenado así a ser perpetuamente mano de obra esclava.»78 Dada la consternación general que causaron las condiciones, la emoción es comprensible; pero la interpretación resulta demasiado pesimista. La comisión especial debía tener en cuenta la capacidad de pago de Alemania; también tenía que consultar a los alemanes mismos. Además, las categorías de daños por los que debían pagarse reparaciones se limitaron de forma específica; tal vez no lo suficiente, ya que incluían las pensiones, pero, desde luego, no eran ilimitadas.79

La sección del tratado que se ocupaba de las reparaciones empezaba con dos artículos —el 231 y el 232— que llegarían a ser objeto de especial aversión en Alemania y harían que los Aliados no tuviesen la conciencia tranquila. El 231 responsabilizaba a Alemania y sus aliados de todo el daño ocasionado por la guerra. El 232 restringía luego lo que era una responsabilidad sin límites, diciendo que, dado que los recursos de Alemania eran en realidad limitados, sólo debía pedírsele que pagara los daños especificados. La primera cláusula —la cláusula sobre la culpa de la guerra, como la llamarían más tarde— se había introducido después de mucho debatir y de numerosas revisiones, principalmente para asegurar a los británicos y los franceses que la responsabilidad jurídica de Alemania se había demostrado claramente. Los estadounidenses tuvieron la amabilidad de poner a uno de sus jóvenes e inteligentes hombres de leyes a trabajar en ello. John Foster Dulles, el futuro secretario de Estado, opinaba que había conseguido tanto probar la responsabilidad como limitarla y que, en conjunto, el tratado era bastante justo.80 Los Aliados europeos se dieron por satisfechos con la formulación de Foster Dulles. Lloyd George, siempre sensible a las consideraciones políticas, dijo: «El público británico, al igual que el francés, piensa que los alemanes deben, sobre todo, reconocer su obligación de compensarnos por todas las consecuencias de su agresión. Cuando se haya hecho esto, pasaremos a la cuestión de la capacidad de pago de Alemania; todos pensamos que no podrá pagar más de lo que el presente documento le exige».81 Loucheur creía que, si los alemanes se mostraban reacios a pagar determinada categoría de daños, los Aliados siempre podrían amenazarles con una reclamación ilimitada.82 Nadie pensó que hubiera alguna dificultad a causa de las cláusulas mismas.