7
La Sociedad de Naciones

El 25 de enero, la Conferencia de Paz aprobó oficialmente la creación de una comisión de la Sociedad de Naciones. Dos miembros jóvenes de la delegación estadounidense pensaron que serviría para hacer una película maravillosa e inspiradora. En ella aparecería la antigua diplomacia haciendo su malvada labor. Mapas animados ilustrarían la manera en que las semillas de la guerra se habían sembrado en tiempos pasados: las alianzas secretas, las guerras injustas, las conferencias donde las viejas y egoístas potencias europeas trazaban líneas arbitrarias en los mapas. La Conferencia de Paz de París y la Sociedad de Naciones ofrecerían un contraste brillante y acusado. Los dos jóvenes estaban seguros de que, además, ganarían montones de dinero con la película.1

Resulta difícil imaginar hoy que semejante proyecto pudiera tomarse en serio. Sólo unos cuantos historiadores excéntricos tienen aún interés en estudiar la Sociedad de Naciones. Casi nadie visita sus archivos, con su riqueza de materiales. El nombre mismo evoca imágenes de serios burócratas, partidarios liberales de ideas confusas, resoluciones inútiles, misiones de investigación que no conducían a nada y, sobre todo, fracasos: Manchuria en 1931, Etiopía en 1935 y, lo más catastrófico de todo, el estallido de la segunda guerra mundial sólo veinte años después de que terminase la primera. Los líderes dinámicos del periodo de entreguerras —Mussolini, Hitler, los militaristas japoneses— se mofaron de la Sociedad de Naciones y acabaron dándole la espalda. Sus principales partidarios —Gran Bretaña, Francia y las democracias menores— fueron tibios y fláccidos. La Unión Soviética ingresó sólo porque a Stalin no se le ocurrió, en aquel momento, una opción mejor. Estados Unidos nunca llegó a ingresar. Tan grande era el olor de fracaso que, cuando las potencias pensaron en una asociación permanente de naciones durante la segunda guerra mundial, decidieron crear una totalmente nueva: las Naciones Unidas. La Sociedad de Naciones fue declarada oficialmente muerta en 1946. No contaba para nada desde 1939.

En su última asamblea, Lord Robert Cecil, que había estado presente en su creación, preguntó: «¿es verdad que todos nuestros esfuerzos durante estos veinte años se han desperdiciado?». Respondió con valentía a su propia pregunta: «Por primera vez se construyó una organización, en esencia universal, no para proteger el interés nacional de este o aquel país… sino para abolir la guerra». Su conclusión fue que la Sociedad de Naciones había sido «un gran experimento». Había dado forma concreta a los sueños y las esperanzas de todos los que habían trabajado por la paz en el transcurso de los siglos. Había dejado su legado en la aceptación general de la idea de que las naciones del mundo podían y debían trabajar juntas por su seguridad colectiva. «La Sociedad de Naciones ha muerto. ¡Vivan las Naciones Unidas!»2

Cecil tenía razón. La Sociedad de Naciones representó en verdad algo muy importante: tanto el reconocimiento de los cambios que ya habían tenido lugar en las relaciones internacionales como una apuesta por el futuro. Del mismo modo que las máquinas de vapor habían cambiado la manera en que las personas se movían por la superficie de la tierra, del mismo modo que el nacionalismo y la democracia les habían dado una relación diferente entre ellas y con sus gobiernos, también la forma en que los estados se comportaban unos con otros había experimentado una transformación en el siglo que precedió a la Conferencia de Paz. Por supuesto, el poder todavía contaba y, por supuesto, los gobiernos miraban por sus países, pero el significado de esto había cambiado. Si el siglo XVIII había hecho y deshecho alianzas y empezado y terminado guerras, por motivos dinásticos, incluso por cuestiones de honor, si era perfectamente aceptable apoderarse de territorios sin tener en cuenta para nada a sus habitantes, el siglo XIX había adoptado un punto de vista distinto. Cada vez era más frecuente ver la guerra como una aberración que, encima, resultaba cara. En el siglo XVIII la ganancia de alguien era siempre la pérdida de otro y el libro mayor quedaba equilibrado. Ahora un conflicto bélico resultaba costoso para todos los participantes, como había demostrado la Gran Guerra. Los intereses nacionales se veían más favorecidos por la paz, que permitía que el comercio y la industria floreciesen. La nación misma era algo diferente y ya no la encarnaba el monarca o una elite reducida, sino que la constituía de forma creciente el pueblo mismo.

En la diplomacia, las formas continuaban siendo las mismas: los embajadores presentaban sus credenciales; se firmaban y sellaban tratados. Las reglas, con todo, habían cambiado. En el juego de las naciones ya no estaba de moda, o ni siquiera era aceptable, por ejemplo, que una nación se apoderara de un territorio lleno de personas de otra nacionalidad. (Las colonias no contaban, porque se daba por sentado que sus habitantes estaban en una etapa de desarrollo político inferior a la europea). Al crear Alemania, Bismarck actuó en nombre de la unidad alemana, no de la conquista para la Prusia de su amo. Cuando su creación arrebató Alsacia y Lorena a Francia en 1871, el Gobierno alemán hizo todo lo posible para persuadirse a sí mismo y al mundo de que no era por el botín de guerra, como en otro tiempo, sino porque sus habitantes eran en realidad verdaderos alemanes.

Otro factor también entró entonces en la ecuación: la opinión pública. La propagación de la democracia, el auge del nacionalismo, la red de líneas ferroviarias y telegráficas, los periodistas afanosos y las rotativas de las que salían los periódicos de gran circulación, todo esto había despertado a una criatura que no era del agrado del Gobierno, aunque no se atreviera a hacer caso omiso de ella. En París se dio por hecho que las negociaciones se llevarían a cabo bajo la atenta mirada del público.

Los idealistas vieron en esto un hecho positivo. El pueblo aportaría un sentido común muy necesario a las relaciones internacionales. El pueblo no quería guerras ni costosas carreras armamentísticas. (Esta fe no se debilitó ante el entusiasmo que, al parecer, habían sentido por la guerra muchos europeos en las décadas anteriores a 1914 y que ese año se transformó en pasión declarada). Y había muchos idealistas en Europa; de hecho, en todo el mundo. La prosperidad y el progreso del siglo XIX fomentaron la creencia de que el mundo se estaba volviendo más civilizado. Una clase media cada vez más numerosa proporcionó un público natural para un movimiento pacifista que predicaba las virtudes del arbitraje obligatorio en las disputas, los tribunales internacionales, el desarme, quizás incluso las promesas de abstenerse de la violencia, como medios de impedir las guerras. Los enemigos de la guerra tomaron por modelo sus propias sociedades, en especial las de Europa occidental, donde los gobiernos eran ahora más sensibles a la voluntad de sus ciudadanos; donde fuerzas policiales públicas habían sustituido a las guardias privadas y el imperio de la ley gozaba de aceptación general. Sin duda, era posible imaginar que una sociedad de naciones similar proporcionaría seguridad colectiva a sus miembros.3

En París, Wilson insistió en presidir la comisión de la Sociedad de Naciones, porque para él ésta era el eje de los acuerdos de paz. Si era posible darle vida, todo lo demás se resolvería tarde o temprano. Si las condiciones de paz eran imperfectas, más adelante habría tiempo suficiente para que la Sociedad de Naciones las corrigiese. Había que trazar muchas fronteras nuevas; si no eran acertadas del todo, la Sociedad de Naciones se encargaría de resolver los problemas. Alemania sería despojada de sus colonias; la Sociedad de Naciones se aseguraría de que fuesen administradas como era debido. El Imperio otomano había desparecido; la Sociedad de Naciones haría de liquidadora y fideicomisaria para los pueblos que todavía no estaban preparados para gobernarse a sí mismos. Y para las generaciones futuras, la Sociedad de Naciones supervisaría la prosperidad y la paz generales, alentando a los débiles, reprendiendo a los malvados y, cuando fuera necesario, castigando a los recalcitrantes. Era una promesa que la humanidad se hacía a sí misma, un pacto.

El retrato que a veces se pinta de un Wilson que cruza el Atlántico portando la Sociedad de Naciones, la dádiva del nuevo mundo al viejo, es cautivador, pero por desgracia falso. Muchos europeos anhelaban desde hacía mucho tiempo una forma mejor de llevar las relaciones internacionales. La guerra que acababan de sufrir sólo adquiriría sentido si de ella nacía un mundo mejor y ponía fin a las contiendas. Era lo que sus gobiernos les habían prometido en los días negros y lo que les había ayudado a seguir adelante. En 1919, al contemplar los europeos aquellos años catastróficos, con su derramamiento de sangre casi inimaginable, al darse cuenta de que la sociedad europea había sufrido heridas terribles, quizá mortales, la Sociedad de Naciones pareció a muchos, y no sólo a los liberales y los izquierdistas, su última oportunidad. Harold Nicolson hablaba en nombre de muchos miembros de su generación cuando dijo:

«Viajábamos a París, no sólo para liquidar la guerra, sino para fundar un nuevo orden en Europa. No estábamos preparando la Paz a secas, sino la Paz Eterna. Nos rodeaba el halo de alguna misión divina. Debíamos estar alerta y ser severos, justos, ascéticos. Porque nos concentrábamos en hacer cosas grandes, permanentes y nobles».4

Lloyd George, al igual que Wilson, insistía en que la Sociedad de Naciones debía ser la primera tarea de la Conferencia de Paz, y no sólo empujado por un deseo cínico de tener a los estadounidenses contentos. Era, al fin y al cabo, un liberal, el líder de un partido que tradicionalmente se había opuesto a la guerra. También era un político consumado que conocía al público británico. «[Los británicos] contemplan con horror absoluto», dijo a sus colegas la Nochebuena de 1918, «la continuación de un estado de cosas que pudiera degenerar otra vez en una tragedia parecida». Sería un desastre político regresar de la Conferencia de Paz sin una Sociedad de Naciones;5 pero ésta nunca le interesó mucho, quizá porque dudaba de que alguna vez pudiese ser verdaderamente eficaz. Raras veces se refirió a ella en sus discursos y nunca visitó su sede mientras fue primer ministro.6

En Francia, donde los recuerdos de anteriores agresiones alemanas y la aprensión con que se miraba al futuro estaban dolorosamente vivos, existía un hondo pesimismo sobre la cooperación internacional para poner fin a las guerras. Por otra parte, había buena disposición, especialmente entre los liberales y los izquierdistas, para dar una oportunidad a la Sociedad de Naciones.7 Clemenceau hubiera preferido ocuparse primero de la paz con Alemania, pero estaba decidido a evitar que se dijera que Francia había bloqueado la Sociedad de Naciones.8 Él mismo siguió mostrándose ambivalente, pero no hostil, como se ha dicho a veces. Un comentario suyo se hizo famoso: «Me gusta la Sociedad de Naciones, pero no creo en ella».9

La opinión pública en general dio apoyo a la Sociedad de Naciones, pero ninguna orientación clara sobre la forma que debía tener. ¿Debía ser policía o clérigo? ¿Emplear la fuerza o la persuasión moral? Los franceses, por razones obvias, se inclinaban por que estuviera facultada para detener a los agresores mediante la fuerza. Los hombres de leyes, especialmente en el mundo de habla inglesa, tenían fe en el derecho y en los tribunales internacionales. Los pacifistas opinaban que todavía había otro remedio para la violencia internacional: el desarme general y la promesa de todos los miembros de la Sociedad de Naciones de abstenerse de la guerra. Y ¿cómo iba a ser la Sociedad de Naciones? ¿Una especie de Superestado? ¿Un club de jefes de Estado? ¿Una conferencia que se convocaría siempre que surgiese una emergencia? Fuese cual fuese su forma, habría que observar determinados requisitos para ingresar en ella; reglas, procedimientos… y disponer de algún tipo de secretariado.

El hombre que había puesto la Sociedad de Naciones en el centro del programa de paz de los Aliados guardó un enigmático silencio sobre estos detalles durante la guerra. Wilson hablaba sólo de generalidades, aunque éstas eran inspiradoras. Su Sociedad de Naciones sería poderosa, porque representaría a la opinión organizada de la humanidad. Sus miembros garantizarían, según dijo en sus Catorce Puntos, la independencia y el respeto recíproco de las fronteras. Podría utilizar la fuerza para protegerlas, pero probablemente no sería necesario. La guerra había demostrado que las personas corrientes anhelaban una organización de ese tipo; era el motivo por el que habían luchado.

«Los consejos de los hombres corrientes», dijo a un público numeroso en el Metropolitan Opera House de Nueva York, «han pasado a ser, en todas partes, más sencillos y sinceros, y más unitarios que los consejos de los grandes hombres de Estado, que siguen teniendo la impresión de estar embarcados en un juego de poder en el que arriesgan mucho.»10

Wilson consideraba un error ocuparse de detalles concretos antes de que terminara la guerra. Eso sólo serviría para causar disensiones entre los Aliados y podía dar a los países enemigos la impresión de que la Sociedad de Naciones iba dirigida contra ellos.11 A él le parecía una idea tan sumamente racional, la necesidad de crearla era aceptada por tantos… que crecería sola en un organismo sano. Incluso en París, mientras se redactaba el pacto de la Sociedad de Naciones, opuso resistencia a lo que veía como detalles excesivos. «Señores», dijo a sus colegas de la comisión de la Sociedad de Naciones, «no me cabe ninguna duda de que hombres tan inteligentes como ustedes o como yo integrarán la próxima generación, y creo que podemos confiar en que la Sociedad de Naciones sabrá llevar sus propios asuntos.»12

La actitud despreocupada de Wilson alarmó incluso a sus partidarios. Tal vez fue una suerte que circulasen varios planes detallados. La prolongación de la guerra había hecho inevitable que se hablara mucho de las formas de evitar los conflictos. En Estados Unidos, la Liga para el Respeto de la Paz unió a demócratas y republicanos. En Gran Bretaña, una Asociación de la Sociedad de Naciones atrajo a respetables liberales de clase media. A su izquierda, los fabianos patrocinaron un estudio a gran escala, a cargo de Leonard Woolf. A comienzos de 1918, los gobiernos francés y británico decidieron que más les valía participar en el asunto, visto que, gracias a Wilson, la creación de una Sociedad de Naciones era ahora un objetivo explícito de los Aliados. En Francia, una comisión encabezada por el destacado estadista liberal Léon Bourgeois trazó un plan minucioso para crear una organización internacional con su propio ejército. En Gran Bretaña, un comité especial, bajo un distinguido hombre de leyes, Sir Walter Phillimore, redactó una detallada serie de recomendaciones que incluía muchas de las ideas de antes de la guerra sobre, por ejemplo, el arbitraje obligatorio en las disputas. Su tono era prudente y rechazaba tanto las ideas utópicas sobre una federación mundial como la sugerencia pragmática de que la nueva organización fuera meramente una continuación de la alianza existente durante la contienda.13 Cuando el Gobierno británico le envió un ejemplar del informe de Phillimore, Wilson se limitó a decir que lo encontraba decepcionante, que estaba trabajando en su propio plan y que lo daría a conocer a su debido tiempo. Permitió que los británicos supieran que sus principios fundamentales eran dos: «Tiene que haber una Sociedad de Naciones y ha de ser fuerte; una realidad y no una Sociedad de papel».14 La guerra terminó sin que de Washington salieran indicaciones más concretas.

Fue en ese momento cuando una de las lumbreras del Imperio británico decidió probar suerte y redactar un plan. Alto, delgado, con ojos azules de mirada dura, el general Smuts —ministro de Asuntos Exteriores sudafricano— a primera vista no impresionaba especialmente. (En Londres, el secretario de Borden le tomó por un electricista que venía a reparar una avería y le dijo secamente que esperase fuera.15) Sin embargo, Smuts tenía exactamente el tipo de cualidades personales que atraían a Wilson, porque eran muy parecidas a las suyas: la afición a abordar las grandes cuestiones, hondas convicciones religiosas y éticas, y el deseo de mejorar el mundo. Ambos habían crecido en el seno de familias estables y felices en comunidades pequeñas: Wilson, por supuesto, en el sur de Estados Unidos, y Smuts, en la ordenada comunidad de agricultores bóer de El Cabo. Ambos guardaban buenos recuerdos de sirvientes negros felices (aunque dudaban de que los negros llegaran a ser alguna vez iguales a los blancos) y recuerdos tristes de guerra, la de Secesión en el caso de Wilson y la de los Bóer —contra los británicos— en el de Smuts. Eran sobrios y comedidos por fuera, apasionados y sensibles por dentro. En ambos, un inmenso sentido de superioridad moral corría parejo a una enorme ambición; veían enseguida las incongruencias ajenas, al tiempo que eran ciegos ante las propias.16

Smuts cursó con brillantez estudios en la Universidad de Stellenbosch y luego, al igual que muchos jóvenes prometedores de las colonias, se trasladó a Inglaterra. En Cambridge trabajó asiduamente, obtuvo varios premios y sacó matrícula de honor en Derecho. En Londres, donde se preparó para ejercer de abogado, nunca, que se sepa, puso los pies en un teatro, una sala de conciertos o a una galería de arte. En su escaso tiempo libre leía poesía: Shelley, Shakespeare y, sobre todo, Walt Whitman, cuyo profundo amor a la naturaleza compartía. Si Wilson podía inspirar a su público con su sobria prosa, si Lloyd George era capaz de elevar a sus oyentes con sus excelentes discursos, Smuts, por encima de todos los demás participantes en la conferencia, podía cantarles.17 Smuts había aconsejado sobre todas las grandes cuestiones de la guerra; era natural que también quisiese dar consejos sobre la paz.

Smuts había recibido con entusiasmo la salida de Wilson al escenario del mundo. «Es su idealismo moral y su visión de un mundo mejor lo que nos ha sostenido durante la negra noche de esta guerra», dijo a un grupo de periodistas estadounidenses. El mundo estaba destrozado, pero ahora se le presentaba una oportunidad gigantesca.

«A nosotros nos corresponde trabajar para rehacer este mundo con fines mejores, planear su organización internacional siguiendo criterios de libertad y justicia universales, y restablecer entre las clases y las naciones la buena voluntad que es el único fundamento seguro de un sistema internacional duradero».

Las palabras y las exhortaciones brotaban a raudales. «¡No desestimemos nuestra oportunidad!», gritó a un mundo cansado. «La era de los milagros nunca ha pasado». Quizás había llegado el momento en que podrían poner fin a la guerra para siempre.18

Lo que Smuts decía en voz menos alta era que la Sociedad de Naciones también podía ser útil al Imperio británico. En diciembre de 1918, preparó uno de sus deslumbrantes análisis del mundo para sus colegas británicos. Con la desaparición de Austria-Hungría, con Rusia sumida en el caos y con Alemania derrotada, en el mundo quedaban sólo tres grandes potencias: el Imperio británico, Estados Unidos y Francia. Los franceses no eran de fiar. Rivalizaban con los británicos en África y Oriente Próximo. (Los franceses le devolvieron la antipatía que Smuts les tenía, en especial cuando olvidó sin querer sus documentos confidenciales después de una reunión celebrada en París.19) Smuts arguyó que tenía mucho sentido que los británicos buscaran la amistad y la cooperación de Estados Unidos. «La lengua, los intereses y los ideales iguales» habían marcado su camino común. La mejor manera de lograr que los estadounidenses se diesen cuenta de ello era apoyar la Sociedad de Naciones. Wilson, como sabía todo el mundo, consideraba la Sociedad de Naciones como su tarea más importante; si recibía apoyo de los británicos, probablemente daría carpetazo a asuntos embarazosos como, por ejemplo, la libertad de los mares.20

Smuts empezó a dar forma coherente a lo que, según dijo, eran las «ideas más bien nebulosas» de Wilson. Trabajando con gran rapidez, escribió lo que modestamente llamó Una sugerencia practica. Una asamblea general de todas las naciones miembro, un consejo ejecutivo más reducido, un secretariado permanente, medidas para resolver disputas internacionales, mandatos para los pueblos que todavía no estuvieran preparados para autogobernarse, muchas de las cosas que después formarían parte del pacto de la Sociedad de Naciones estaban en el borrador que redactó Smuts. Pero había también muchas otras cosas: los horrores de la reciente guerra, una Europa reducida a sus átomos, las personas corrientes aferrándose a la esperanza de un mundo mejor, y la gran oportunidad que se ofrecía a los participantes en la Conferencia de Paz. «Los cimientos mismos se han visto sacudidos y debilitados, y las cosas vuelven a ser fluidas. Se han levantado las tiendas, y la gran caravana de la humanidad se ha puesto en camino una vez más.»21 Smuts escribió con orgullo a un amigo: «mi documento ha causado una impresión enorme en las altas esferas. Veo en las actas del gabinete que el primer ministro dijo que era “uno de los documentos de Estado más solventes que había leído en su vida"». Se publicó inmediatamente en forma de folleto.22

Un experto en leyes estadounidense comentó que estaba «maravillosamente escrito», pero resultaba un poco vago. Smuts había evitado, por ejemplo, hablar de mandatos para las antiguas colonias alemanas en África.23 (Lo hizo a propósito, porque estaba decidido a que su país se quedara con el África del Sudoeste alemana). El folleto gustó a Wilson, que recibió un ejemplar de Lloyd George, entre otras razones porque Smuts insistía en que la creación de la Sociedad de Naciones tenía que ser la primera tarea de la Conferencia de Paz. De vuelta a París, a comienzos de 1919, después de su gira por Europa, Wilson empezó a hacer lo que durante tanto tiempo había aplazado: poner sus ideas por escrito. El resultado, que mostró a los británicos el 19 de enero, contenía muchas de las ideas de Smuts. Este dijo a un amigo que no le importaba: «Pienso que produce una satisfacción especial saber que tu voluntad está encontrando de forma callada la corriente de la Gran Voluntad, de tal manera que al final Dios hará lo que ineficazmente te propusiste hacer».24 Wilson declaró que Smuts era «una buena persona».25

Wilson también llegaría a tener buena opinión de Cecil, el otro experto británico en la Sociedad de Naciones. Delgado, severo, reservado, a menudo Cecil recordaba a un monje. Raramente sonreía y, cuando lo hacía, según Clemenceau, era como «un dragón chino».26 Era anglicano devoto por convicción, hombre de leyes por formación, político de profesión, y aristócrata inglés de nacimiento. Su familia, los Cecil, había servido al país desde el siglo XVI. Balfour era primo suyo y su padre era el gran Lord Salisbury, primer ministro conservador durante buena parte de las décadas de 1880 y 1890. El joven Robert conoció a Disraeli y Gladstone, estuvo en el castillo de Windsor y fue llevado a visitar al príncipe heredero de Prusia. Su educación, a la vez privilegiada y austera, creó en él un arraigado sentido del bien y del mal, así como del deber público.27 Al estallar la guerra, tenía cincuenta años, demasiados para combatir, así que se ofreció voluntariamente a trabajar para la Cruz Roja en Francia. En 1916 era el encargado de dirigir el bloqueo contra Alemania.

Para entonces ya estaba firmemente convencido de que el mundo debía crear una organización que impidiese la guerra, por lo que recibió con entusiasmo las declaraciones de Wilson. Su primer encuentro con el presidente tuvo lugar en diciembre de 1918 y, por desgracia, resultó decepcionante. Los dos hombres sólo pudieron intercambiar unos cuantos comentarios en una recepción a la que asistió mucha gente.28 Cuando por fin sostuvieron una conversación como era debido, en París, el 19 de enero, Cecil se encontró con que muchas de las ideas sobre la Sociedad de Naciones las había tomado Wilson de los británicos. En cuanto a éste, Cecil escribió en su diario que era «un poco bravucón y hay que tratarle con firmeza, aunque con la mayor cortesía y respeto… cosas que no son fáciles de combinar».29 Wilson encargó a David Hunter Miller que se reuniera con Cecil para preparar un borrador común, señal de la creciente cooperación entre estadounidenses y británicos.

El 25 de enero, cuando la Conferencia de Paz creó la comisión de la Sociedad de Naciones, los sentimientos nobles resonaron en la sala. El ambiente se estropeó un poco cuando los representantes de las naciones pequeñas, que ya estaban descontentos con su papel en París, se quejaron de que en la comisión sólo había representantes de los Cinco Grandes, dos por cada uno de ellos: el Imperio británico, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos. El primer ministro belga dijo que las naciones pequeñas también habían sufrido. Clemenceau, que presidía la reunión, no estaba dispuesto a hacerles caso. Los Cinco Grandes habían pagado los lugares que ocupaban en la Conferencia de Paz con sus millones de muertos y heridos. Las potencias menores podían considerarse afortunadas por el simple hecho de que se las hubiera invitado. A modo de concesión, se les permitiría nombrar a cinco representantes (más adelante serían nueve) en la comisión de la Sociedad de Naciones. Los revoltosos se calmaron, pero el resentimiento continuó vivo.30 Cuando los británicos y los estadounidenses dieron a conocer su plan para crear una Sociedad de Naciones, con un consejo ejecutivo integrado por los Cinco Grandes, las pequeñas potencias armaron tal escándalo que finalmente se les concedió el derecho de votar a cuatro miembros más.

Cecil pensó que Wilson se había vuelto loco, tras oírle decir que el pacto de la Sociedad de Naciones quedaría redactado en dos semanas; pero lo cierto es que el trabajo se hizo con una rapidez extraordinaría, en parte gracias a que los británicos y los estadounidenses previamente ya se habían puesto de acuerdo en muchas cosas.31 La primera sesión se celebró el 3 de febrero, y el 14 del mismo mes ya se había ultimado un borrador exhaustivo. Los diecinueve miembros de la comisión se reunían casi todos los días, en las habitaciones de House en el Crillon, donde se sentaban alrededor de una mesa grande cubierta con un paño de color rojo. Detrás de ellos se situaban sus intérpretes, que les hablaban en voz baja al oído. Los ingleses y los estadounidenses se sentaban juntos y se consultaban mutuamente a cada momento. Los franceses estaban separados de ellos por los italianos. Los portugueses y los belgas eran incansables; los japoneses raramente abrían la boca.32 Wilson, que presidía las reuniones, actuaba con dinamismo, procuraba impedir los discursos y análisis detallados y empujaba a la Sociedad de Naciones en la dirección que él quería. «Voy a sacar la conclusión», escribió Cecil, «de que personalmente no me cae simpático. No sé muy bien qué es lo que me repele de él: cierta dureza, unida a la vanidad y el deseo de causar gran sensación.»33 House, el otro representante estadounidense, se encontraba siempre junto al presidente, aunque casi nunca hablaba. Entre bastidores, andaba muy ocupado, como de costumbre. «Trato de adivinar qué problemas surgirán y de resolverlos antes de que lleguen demasiado lejos.»34

Ni Lloyd George ni Clemenceau quisieron formar parte de la comisión. Baker lo vio como otra prueba, como si hicieran falta más, de que los europeos no se tomaban a la Sociedad de Naciones en serio. Dijo en tono sombrío que eran felices viendo a Wilson ocupado, mientras ellos se repartían el botín de guerra como de costumbre.35 Wilson, con todo, siguió asistiendo al Consejo Supremo y participando en todas sus decisiones importantes. Lloyd George escogió a hombres de su confianza, como había hecho durante toda su carrera —en este caso Smuts y Cecil-, les dio plena autoridad y en general les dejó actuar con libertad.36 Clemenceau nombró a dos expertos destacados, a los que, de forma igualmente típica, trataba mal: el profesor Larnaude, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de París, y Léon Bourgeois.

Hombre de gran cultura, Bourgeois era experto en derecho, estudioso del sánscrito, entendido en música y pasable escultor y caricaturista. Después de entrar en política como liberal, había ascendido rápidamente a la cima: ministro del Interior, de Educación, de Justicia, de Asuntos Exteriores, presidente del Gobierno. Su interés por el orden internacional databa de mucho antes de la guerra; había representado a Francia en la Conferencia de Paz de La Haya, que trató inútilmente de poner límites a la guerra. Cuando Wilson expuso en líneas generales sus esperanzas relativas a la Sociedad de Naciones, Bourgeois lloró de alegría. Pero en 1919 estaba viejo y cansado. La vista empezaba a fallarle y sufría terriblemente a causa del frío.37

Además, chocaba con grandes obstáculos para hacer su labor. Muchos funcionarios franceses persistían en ver a la Sociedad de Naciones como una continuación de la alianza contra Alemania que existiera durante la guerra.38 Clemenceau no ocultaba su opinión de que Bourgeois era un imbécil. Al preguntar House cómo Bourgeois había llegado a ser jefe de Gobierno, Clemenceau replicó: «cuando yo deshacía gabinetes, se agotó el material y echaron mano de Bourgeois».39 Los británicos y los estadounidenses le consideraban una especie de personaje de broma, con sus prolijos discursos en meloso francés que a veces les hacían dormir.40 Wilson le tomó mucha antipatía, en parte porque le habían dicho que Bourgeois tenía instrucciones de Clemenceau de demorar la marcha de la conferencia tanto como fuera posible.41 Probablemente era verdad. Bourgeois hacía muy pocas cosas sin consultar con Clemenceau, que albergaba esperanzas de arrancar de Wilson concesiones sobre las condiciones de paz con Alemania. «Déjense vencer» dijo a Bourgeois y Larnaude. «No importa. Sus reveses me ayudarán a exigir garantías extras sobre el Rin». Bourgeois se sintió amargado, pero se resignó. «Dicho de otro modo», dijo a Poincaré, «me pide sencillamente que me haga matar en las trincheras, mientras él lucha en otra parte.»42

En las reuniones de la comisión de la Sociedad de Naciones, los representantes franceses discutieron con los británicos y los estadounidenses con el fin de que se diera poder a la Sociedad de Naciones. Al fin y al cabo, Wilson en cierta ocasión había expresado el mismo deseo.43 Bourgeois arguyó que la Sociedad debía funcionar como el sistema de justicia de cualquier Estado democrático moderno y estar facultada para intervenir donde se alterara la paz, así como para emplear la fuerza para restaurar el orden. Es decir, si surgían disputas entre miembros de la Sociedad de Naciones, se someterían inmediatamente a un arbitraje obligatorio. Si un Estado se negaba a acatar la decisión de la Sociedad de Naciones, el siguiente paso consistiría en imponer sanciones, económicas e incluso militares.44 Abogó por el desarme riguroso, bajo un organismo de la Sociedad de Naciones dotado de amplios poderes de inspección y una fuerza internacional reclutada entre los estados miembros.45 Los británicos y los estadounidenses sospechaban que las propuestas francesas no eran más que otra estratagema para crear una coalición armada permanente contra Alemania. En todo caso, quedaban totalmente descartadas desde el punto de vista político. El Congreso de Estados Unidos, que ya tenía suficientes problemas al compartir la política exterior con el presidente, sin duda no iba a permitir que otras naciones decidieran cuándo y dónde lucharían los estadounidenses. En Gran Bretaña, los conservadores que formaban parte del Gobierno de Lloyd George, el ejército y la marina y gran parte del Ministerio de Asuntos Exteriores preferían depositar su fe en las antiguas y seguras formas de defender el país. Churchill dijo que la Sociedad de Naciones «no podía sustituir a la marina británica». Según Henry Wilson, jefe del Estado Mayor imperial, todo eran «tonterías» y «estupideces inútiles». Gran Bretaña podía verse arrastrada a conflictos —en el continente o más lejos— en los que no tuviera ningún interés.46

Las reservas británicas encontraron eco en varios de los delegados de los dominios en París, y esto era algo que Lloyd George y sus colegas no podían pasar fácilmente por alto. Malicioso como un diablillo, Billy Hughes se mostró vehemente, como era de prever. Le gustaban los franceses y odiaba a los estadounidenses, entre otras razones porque Wilson le había desairado durante una visita a Washington. Dijo que la Sociedad de Naciones era un juguete de Wilson: «no se sentiría feliz hasta conseguirlo». En nombre de Australia y en el suyo propio, afirmó que no quería ver cómo el Imperio británico se arrastraba detrás del carro triunfal de Wilson.47 Borden añadió sus críticas, más sobrias y diplomáticas. Le gustaba la idea de crear una Sociedad de Naciones, pero la hubiera preferido sin demasiados europeos. Su verdadero sueño fue siempre una asociación entre Estados Unidos y el Imperio británico.48 Los canadienses, que acababan de obtener de Gran Bretaña cierto grado de control de su propia política exterior, no pensaban recular para entregarlo a otro organismo superior.49

Los intentos franceses de lograr que se diera poder a la Sociedad de Naciones irritaron a sus aliados y amenazaron con entorpecer la Conferencia de Paz. Mientras la comisión se apresuraba a terminar su primer borrador, antes de que Wilson regresara a Estados Unidos para su breve visita, hubo suficientes filtraciones de sus reuniones secretas como para sembrar la alarma. «Negros nubarrones se ciernen sobre la conferencia», escribió el corresponsal estadounidense de la Associated Press, «y predomina un ambiente general de desconfianza y amargura, mientras la suerte del pacto de la Sociedad de Naciones continúa siendo muy dudosa». No contribuyó a mejorar la situación el hecho de que la prensa francesa empezara a atacar a Wilson, ni que Clemenceau concediese una entrevista en la que advirtió que Francia no debía ser sacrificada en nombre de ideales nobles, pero confusos. Circulaban rumores de que Wilson tomaría represalias y trasladaría la Conferencia de Paz a otra parte, o tal vez renunciaría al intento de crear una Sociedad de Naciones.50 El 11 de febrero, tres días antes de que Wilson zarpara con destino a su país, la comisión estuvo reunida durante la mayor parte del día. Los franceses propusieron enmiendas que preveían la creación de un ejército para la Sociedad de Naciones. «Inconstitucional además de imposible» dijo Wilson.51 Se levantó la sesión sin que se hubiera decidido nada. Al día siguiente, Cecil señaló fríamente a los franceses el aprieto en que se encontraban:

«[…] a su modo de ver, estaban diciendo a Estados Unidos —y en menor medida a Gran Bretaña— que, porque no se les ofrecía más, no querían aceptar la dádiva que tenían a mano, y les advirtió con mucha franqueza de que el otro ofrecimiento que hemos hecho, si la Sociedad de Naciones no salía bien, era una alianza entre Gran Bretaña y Estados Unidos».52

Bourgeois se echó atrás, pero haría un último e infructuoso intento, sugiriendo al cabo de un mes que la Sociedad de Naciones debiera tener su propio Estado Mayor. Afirmó en tono apacible que éste podría dar información al consejo de la Sociedad y preparar planes para que las guerras no la sorprendiesen desprevenida.53 Wilson se puso furioso. «Los delegados franceses parecen absolutamente imposibles» dijo a Grayson, su médico. «Hablan y hablan y hablan y desean constantemente reiterar cosas que ya se han discutido largamente y se han despachado por completo.»54 Bourgeois devolvió la antipatía. Dijo a Poincaré que Wilson era a la vez autoritario y muy poco de fiar: «Lo llevó todo pensando en la exaltación personal como objetivo».55

El 13 de febrero, el primer borrador quedó listo. Wilson se mostró encantado, tanto con la auspiciosa fecha como con el hecho de que los artículos sumaran 26, dos veces 13.56 Las líneas principales de la Sociedad de Naciones estaban trazadas: una asamblea general para todos los miembros, un secretariado y un consejo ejecutivo, donde los Cinco Grandes tendrían una mayoría muy escasa (al no ingresar Estados Unidos en la Sociedad, está cláusula quedó viciada). La sociedad no tendría ejército y tampoco habría arbitrajes obligatorios ni desarme. En cambio, todos sus miembros se comprometieron a respetar la independencia de los países y, recíprocamente, las fronteras territoriales. Como las grandes potencias veían con preocupación la posibilidad de que las pequeñas se uniesen y las vencieran en las votaciones, había también una cláusula que disponía que la mayoría de las decisiones de la Sociedad de Naciones tenían que ser unánimes.57 Más adelante se echó a esta cláusula la culpa de la ineficacia de la organización.

Alemania no fue autorizada a ingresar enseguida. Los franceses se mostraron inflexibles al respecto y sus aliados cedieron. De hecho, Wilson era partidario de tratar a Alemania como a un presidiario que necesita ser rehabilitado: «El mundo tenía el derecho moral de desarmar a Alemania y obligarla a reflexionar durante una generación».58 Y fue así como Alemania se encontró en una curiosa posición, ya que en el Tratado de Versalles accedió a que se creara un club en el que no podría ingresar. Andando el tiempo, tanto los británicos como los estadounidenses lo considerarían bastante injusto.59

El pacto también reflejaba otras causas muy caras a los intemacionalistas y los humanitaristas. Contenía la promesa de que la Sociedad de Naciones se encargaría de crear un tribunal de justicia internacional permanente, disposiciones contra el tráfico de armas, la esclavitud, y de apoyo a la extensión de la Cruz Roja internacional. También creó la Organización Internacional del Trabajo, que velaría por las condiciones laborales en el mundo.

Era algo que los reformadores de clase media, los partidos de izquierdas y los sindicatos deseaban desde hacía mucho tiempo. (La «jornada de ocho horas» era su gran consigna aglutinadora). Sin embargo, lo máximo que habían conseguido antes de la guerra era que se pusieran límites al trabajo nocturno de las mujeres y se prohibiera utilizar fósforo en la fabricación de cerillas. La revolución bolchevique contribuyó a que se produjese un cambio milagroso en la actitud de las clases gobernantes occidentales. Los trabajadores daban muestras de agitación, incluso en las democracias victoriosas. ¿Quién sabía hasta dónde estaban dispuestos a llegar por el camino de la revolución? Los representantes de los obreros europeos amenazaban con celebrar una conferencia en París al mismo tiempo que la Conferencia de Paz, con la asistencia de delegados de las naciones derrotadas, además de las vencedoras. Si bien los Aliados lograron que la conferencia se celebrase en Berna, la capital de Suiza, en vez de en París, tanto Lloyd George como Clemenceau pensaron que una cláusula sobre el trabajo en el pacto de la Sociedad de Naciones sería muy útil para calmar a los obreros de sus países respectivos. En todo caso, al igual que a Wilson, sus propias inclinaciones políticas les hacían ver con simpatía el movimiento obrero, al menos cuando evitaba la revolución.60

El día que se nombró la comisión de la Sociedad de Naciones, se creó otra sobre el trabajo internacional. Bajo la presidencia del fiero y pequeño jefe de la Federación Estadounidense del Trabajo, Samuel Gompers, y luego del líder obrero británico George Barnes, llevó a cabo su labor calladamente. Barnes se quejó a Lloyd George de que los participantes en la Conferencia de Paz mostraban sólo un «interés lánguido» por el trabajo de su comisión.61 De hecho, es probable que esto fuera bueno; la Organización Internacional del Trabajo nació con un mínimo de alharaca y celebró su primera conferencia antes de que finalizara el año 1919. A diferencia de la Sociedad de Naciones, a la que estaba vinculada, hubo en ella representantes alemanes desde el primer momento. Y, a diferencia de la Sociedad de Naciones, ha llegado hasta nuestros días.

El 14 de febrero, Wilson presentó el borrador del pacto de la Sociedad de Naciones en una sesión plenaria de la Conferencia de Paz. Los miembros de la comisión habían elaborado un documento que era a la vez práctico e inspirador y del que todos ellos se enorgullecían. «Muchas cosas terribles han salido de esta guerra», dijo para concluir, «pero también muchas cosas hermosas.»62 Aquella noche abandonó París, para regresar a Estados Unidos, convencido de haber cumplido el propósito principal por el que había asistido a la conferencia.63

Sin embargo, el pacto no estaba terminado del todo. Los franceses todavía albergaban la esperanza de introducir en él algo relativo a la fuerza militar, los japoneses habían advertido que pensaban introducir una disposición controvertida sobre la igualdad racial, y los mandatos sobre las antiguas colonias alemanas y el Imperio otomano aún no se habían conferido. Estaba también el delicado asunto de la Doctrina Monroe, en la que se basaba la política de Estados Unidos en relación con el resto de América. ¿Tendría la Sociedad de Naciones la facultad, como se temían muchos de los adversarios conservadores de Wilson, de anular esa doctrina? En tal caso, se opondrían, lo cual muy posiblemente llevaría a su rechazo por parte del Congreso. Aunque Wilson detestaba hacer concesiones, especialmente a hombres a los que aborrecía, accedió, al volver a París, a negociar una reserva especial que decía que ninguna disposición del pacto de la Sociedad de Naciones invalidaba la Doctrina Monroe.64

Se encontró envuelto, esta vez con los británicos, en el tipo de juego diplomático que siempre había contemplado con desdén. Aunque Cecil y Smuts comprendieron la posición difícil en que se hallaba Wilson y se mostraron dispuestos a apoyarle, Lloyd George se olió una oportunidad. Llevaba tiempo tratando inútilmente de llegar a un acuerdo con Estados Unidos para impedir una carrera naval; ahora insinuó que tal vez se opondría a cualquier reserva sobre la Doctrina Monroe.65 Había también una dificultad con los japoneses, pues se temía la posibilidad de que pidieran el reconocimiento de una doctrina equivalente que advirtiera a otras naciones de que no se metiesen en los asuntos del Lejano Oriente. Eso a su vez disgustaría a los chinos, que ya veían con extrema inquietud las intenciones japonesas.66

El 10 de abril, con la cuestión naval resuelta y los británicos de nuevo en posición reglamentaria, Wilson introdujo una enmienda redactada con mucho cuidado que decía que el pacto de la Sociedad de Naciones no afectaría en absoluto la validez de acuerdos internacionales como la Doctrina Monroe, concebida para preservar la paz. Los franceses, agraviados por el fracaso del intento de crear una Sociedad de Naciones dotada de poder, atacaron con lógica impecable. En el pacto ya había una disposición que decía que todos los miembros se asegurarían de que sus acuerdos internacionales fueran conformes con la Sociedad de Naciones y sus principios. ¿No lo era la Doctrina Monroe? Wilson contestó que por supuesto que sí; que, de hecho, era el modelo de la Sociedad de Naciones. Bourgeois y Larnaude respondieron que, en tal caso, ¿qué necesidad había siquiera de mencionarla? Cecil trató de sacar a Wilson del apuro: la referencia a la Doctrina Monroe era en realidad una especie de ilustración. Wilson permaneció sentado en silencio, el labio inferior trémulo. Alrededor de la medianoche prorrumpió en una vehemente defensa de Estados Unidos, el guardián de la libertad contra el absolutismo en su propio hemisferio y aquí, mucho más recientemente, en la Gran Guerra. «¿Se le va a negar la pequeña dádiva de unas cuantas palabras que no hacen más que manifestar el hecho de que su política, durante el último siglo, ha estado dedicada a principios de libertad e independencia que van a consagrarse en este documento como una carta perpetua para todo el mundo?». Los estadounidenses que le oyeron quedaron profundamente conmovidos; los franceses, no.67

El 28 de abril, mientras una inesperada nevada cubría París, una sesión plenaria de la conferencia aprobó el pacto. Un delegado de Panamá pronunció un larguísimo y docto discurso, que empezó con Aristóteles y terminó con Woodrow Wilson, sobre la paz. El delegado de Honduras habló en español sobre la cláusula relativa a la Doctrina Monroe, pero, como pocas personas le entendieron, sus objeciones no se tuvieron en cuenta.68 Clemenceau, en su calidad de presidente, dirigió la sesión con su habitual celeridad y limitó los debates de las enmiendas hostiles, incluso cuando procedían de sus propios delegados, con un fuerte golpe de mazo y un seco «Adopté» [aprobado] .69

Wilson tenía motivos de sobra para sentirse complacido. Había llevado el pacto en la dirección que él quería; había bloqueado exigencias como, por ejemplo, la de los franceses relativa a una fuerza militar; y había insertado una reserva sobre la Doctrina Monroe que garantizaría la aprobación del pacto en Estados Unidos. Estaba convencido de que la Sociedad de Naciones crecería y cambiaría con el paso de los años. Andando el tiempo abarcaría a las naciones enemigas y las ayudaría a seguir en los caminos de la paz y la democracia. En aquello en que los acuerdos de paz necesiten corregirse, como dijo a su esposa, «los errores pueden presentarse de uno en uno a la Sociedad de Naciones para resolverlos, y la Sociedad hará de cámara de compensación permanente a la que podrán acudir todas las naciones, las pequeñas además de las grandes».70 Al concentrarse en la Sociedad de Naciones, Wilson dejó pasar muchas otras cosas en la Conferencia de Paz. No se opuso a decisiones que, a su entender, eran erróneas: la concesión del Tirol de habla alemana a Italia o el hecho de que millones de alemanes pasaran a ser gobernados por checos o polacos. Estos acuerdos fueron sorprendentemente duraderos, al menos hasta que empezó la siguiente guerra. En todo caso, hubiera resultado difícil que la Sociedad de Naciones actuase, porque sus reglas insistían en que prácticamente todas las decisiones tenían que ser unánimes. Otro error de Wilson fue dar por sentado que contaba con el apoyo necesario para que el Congreso aprobara el pacto de la Sociedad de Naciones.