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Un puñal dirigido al corazón de China
Cuando la noticia de que la Gran Guerra había terminado llegó a China, el Gobierno decretó tres días de fiesta. Sesenta mil personas, muchas de ellas estudiantes nacionalistas y sus maestros, acudieron a presenciar el desfile de la victoria en Pekín. En medio del júbilo popular se derribó el monumento que el Gobierno del Káiser había erigido en recuerdo de un diplomático alemán muerto durante la rebelión de los Bóxer dos décadas antes. La prensa china publicó numerosos artículos sobre el triunfo de la democracia frente al despotismo, al tiempo que expresaba su entusiasmo por los Catorce Puntos de Wilson. Especialmente entre los jóvenes chinos había admiración ciega por la democracia occidental, las ideas liberales occidentales y el saber occidental. Muchos chinos también albergaban la esperanza de que la paz pusiera fin a la injerencia de las grandes potencias en los asuntos de su país.
China había declarado la guerra a Alemania en el verano de 1917 y había contribuido en gran medida a la victoria aliada. Las trincheras del frente occidental requerían una enorme cantidad de trabajo de excavación y mantenimiento. En 1918 unos cien mil peones chinos ya habían sido enviados a Francia, donde relevaron a soldados aliados que eran muy necesarios para atacar a los alemanes. Los chinos sufrieron bajas mortales en Francia, a causa de la artillería, las enfermedades o tal vez incluso la añoranza. Más de quinientos se ahogaron en el Mediterráneo cuando submarinos alemanes hundieron un barco francés.
A China le resultó más fácil encontrar peones para la guerra que diplomáticos experimentados para la paz. Despojó su Ministerio de Asuntos Exteriores de sus elementos más valiosos y recurrió a sus embajadores en Washington, Bruselas y Londres, así como a su propio ministro de Asuntos Exteriores. No echó mano del presidente ni del primer ministro, principalmente porque la situación política en China era tan precaria que ninguno de los dos se atrevió a salir del país. Con todo, sí contrató a varios asesores extranjeros para que explicaran China al mundo y viceversa. (El Gobierno estadounidense, que esperaba hacer de mediador en París, no permitió que sus ciudadanos trabajaran para los chinos, al menos que trabajaran oficialmente).
El grupo formado por unos sesenta chinos y sus cinco asesores extranjeros que se reunió finalmente en el hotel Lutétia de París era el epítome de China misma, con su equilibrio inestable entre lo viejo y lo nuevo, el norte y el sur, y una fuerte influencia extranjera. No estaba claro si representaba a un país o a un Gobierno. China se estaba haciendo pedazos y mientras un grupo de militares y sus seguidores controlaba la capital, Pekín, y el norte del país, otro había proclamado un Gobierno independiente en el sur, en Cantón. En París se celebraba la Conferencia de Paz, y en Shanghai tenía lugar otra, cuyo propósito era tratar de reconciliar a los dos gobiernos. La delegación que se trasladó a París había sido elegida por ambos bandos, pero sus miembros no confiaban unos en otros ni en su Gobierno nominal en Pekín.
Su líder, Lu Zhengxiang, que rozaba los cincuenta años de edad, era la personificación de los cambios que se estaban produciendo en China. Procedía de Shanghai, el gran puerto que había crecido gracias al estímulo del comercio y las inversiones occidentales. Su padre, que era cristiano, trabajaba para misioneros extranjeros y le envió a escuelas de corte occidental donde estudió idiomas extranjeros, en lugar de los clásicos chinos que habían estudiado tantas generaciones de niños chinos.1 Los hombres como él eran anatema para la generación mayor de eruditos (los «mandarines», como les llamaban los occidentales) que había gobernado China durante siglos. Éstos poseían una sutileza mental que escapaba a la comprensión de la mayoría de los occidentales; su autodominio y sus modales eran impecables. Sus predecesores habían gobernado China durante siglos, pero todas sus habilidades no podían con los cañones y los barcos de vapor de un Occidente agresivo.
Lu se había hecho hombre en una época en que la civilización antigua libraba una batalla perdida de antemano contra las fuerzas del cambio. Durante siglos China había llevado sus asuntos internos a su manera. Los chinos llamaban a su país el Imperio Medio, no porque su importancia fuera mediana, sino porque se encontraba en el centro del mundo conocido. Cuando los primeros occidentales —«bárbaros peludos de nariz larga»— habían empezado a aparecer ante los ojos de los chinos, no causaron más impresión que la que un mosquito podía causar a un elefante. Pero en el siglo XIX la periferia había empezado a trastornar el centro, vendiendo opio, entrometiéndose a través de sus comerciantes, sus misioneros y sus ideas. Los chinos se habían resistido, acarreándose con ello una larga serie de derrotas. A finales de siglo, el Gobierno chino ya había perdido el control de sus propias finanzas y aranceles y China aparecía salpicada de enclaves, puertos, ferrocarriles, fábricas y minas extranjeros, además de las tropas, también extranjeras, que los protegían. Las grandes potencias envolvieron a sus súbditos con el manto de la extraterritorialidad, alegando que las leyes y los jueces chinos eran demasiado primitivos para juzgar lo relacionado con la civilización occidental. Incluso se decía que en la entrada del parque de la zona de concesiones extranjeras de Shanghai había un aviso en el que se leía: «Se prohíbe la entrada de perros y chinos». Desde entonces los chinos han estado tratando de asimilar los terribles golpes que sufrieron su autoestima y su concepto del orden universal.
Tal como preguntó un eminente pensador chino, «¿Por qué son pequeños y, pese a ello, fuertes? ¿Por qué somos grandes y, pese a ello, débiles?». Poco a poco, porque no fue fácil deshacerse de los hábitos de dos mil años, los chinos empezaron a aprender de los extranjeros, enviando estudiantes a otros países y contratando a expertos extranjeros. Nuevas ideas y nuevas técnicas ya se estaban infiltrando, por medio de los misioneros que abrían colegios y escuelas, de los hombres de negocios que se afincaban en grandes puertos como, por ejemplo, Cantón y Shanghai, o del número creciente de chinos que se iban al extranjero a hacer fortuna y luego volvían en busca de esposas y para ser enterrados.
Lu poseía el nuevo tipo de saber que China necesitaba para sobrevivir. Ingresó en el servicio diplomático, otra innovación, y pasó muchos de los años anteriores a la Gran Guerra en varias capitales europeas. Primero causó escándalo al casarse con una mujer belga, luego al cortarse la larga coleta. También defendió puntos de vista cada vez más radicales, culpando a la dinastía de los problemas de China y abogando por una república.
La situación de China empeoraba sin parar. Las potencias estaban señalando sus esferas de influencia: los rusos en el norte, los británicos en el valle del Yang-tse (que recorría 5631 kilómetros desde el Tíbet hasta el mar de China), los franceses en el sur, los alemanes en la península de Shantung (Shandong) y los japoneses aquí, allá y en todas partes. Los estadounidenses, que no participaron en el reparto —en parte, según los cínicos, porque carecían de los recursos necesarios— hablaban de forma idealista de una puerta abierta que permitiese a todo el mundo explotar a los chinos de igual manera. El peligro, que los nacionalistas chinos veían con toda claridad, era que los extranjeros sencillamente dividieran China y que esa nación y lo que quedaba de su civilización desaparecieran. De no haber sido porque las potencias no acababan de ponerse de acuerdo sobre cómo había que hacer el reparto, es muy posible que eso hubiera sucedido antes de la Gran Guerra.
El miedo estimuló el crecimiento del moderno nacionalismo chino. Expresiones como «derechos de soberanía» y «nación» empezaron a abrirse paso en la lengua china, que nunca había necesitado de tales conceptos. Obras de teatro y canciones hablaban de una China dormida que despertaba y mandaba a sus torturadores a paseo. Los radicales formaban sociedades secretas generalmente fugaces que aspiraban a derrocar a la dinastía reinante, a la que ahora se veía como un obstáculo para la salvación del país. Los primeros boicots contra los artículos producidos por los enemigos de China y las primeras manifestaciones empezaron a sacudir las grandes ciudades. Hubo una racha de suicidios patrióticos. Eran tácticas nacidas de la debilidad y no de la fortaleza, pero reflejaban los primeros movimientos de una fuerza poderosa. Por otra parte, los chinos tendían cada vez más a ver a Japón como su principal enemigo.
En 1911 Lu y los otros nacionalistas vieron cumplida una parte de sus deseos cuando una revolución incruenta se deshizo del último emperador, un niño de ocho años. China se convirtió en una república, principalmente porque parecía que para hacer frente al mundo moderno se necesitaban instituciones modernas. Pocos chinos fuera de las ciudades tenían siquiera una leve idea de lo que era una república. En las poblaciones y las aldeas del interior mucha gente ni tan sólo se había enterado de la caída de la dinastía. (De hecho, un guardia rojo que en la década de 1960 fue enviado a una región muy apartada se sorprendió cuando los agricultores del lugar le preguntaron: «Dinos, ¿quién se sienta hoy en el Trono del Dragón?»).
Lu sirvió lealmente a la nueva república en calidad de ministro de Asuntos Exteriores y también de primer ministro. Había algunas señales esperanzadoras. La economía China empezaba a despertar y había industrias modernas, al menos en las grandes ciudades. Los nuevos conocimientos iban penetrando en las escuelas y las universidades. La sociedad se estaba sacudiendo de encima algunas de las viejas costumbres represivas. Por desgracia, el primer presidente, un imponente general llamado Yuan Shikai, procedía del viejo mundo conservador. Aún no habían transcurrido cuatro años desde la revolución cuando intentó proclamarse emperador. Aunque murió antes de lograr su propósito, dejó un legado mortal: un país dividido, un Parlamento débil e ineficaz y, lo que peores augurios traía, una serie de ejércitos locales encabezados por sus propios generales. En 1916 China ya estaba entrando en un periodo de caos interno y de gobierno de los señores de la guerra que no terminaría hasta finales de la década de 1920.
Lu Xun, el gran escritor chino, comparó a sus compatriotas con gente durmiendo en una casa de hierro. La casa estaba ardiendo y los durmientes morirían a menos que se despertaran. Pero si se despertaban, ¿podrían salir de la casa? ¿Era mejor dejarles perecer en la ignorancia o morir con pleno conocimiento de su destino? A pesar de sus dudas, Lu y los otros intelectuales radicales de su generación trataron de despertar a China. Asumieron la responsabilidad de acelerar los cambios quitando los escombros del pasado y obligando a los chinos a mirar al futuro. Publicaron revistas con títulos como Nueva Juventud y Nueva Corriente. Escribieron obras de teatro y cuentos satíricos que despreciaban la tradición. Su receta para China quedaba resumida en el lema «El señor Ciencia y el señor Democracia»: ciencia como representante de la razón y democracia, porque era lo que pensaban que se necesitaba para forjar la unidad entre el Gobierno y el pueblo y hacer con ello que China fuese fuerte. Admiraban a los Aliados, porque esperaban que tratasen a China de manera justa, de acuerdo con los principios que los líderes occidentales habían enunciado con tanta frecuencia durante la guerra. Shantung sería la prueba.
Península montañosa y densamente poblada que se adentra en el norte del Pacífico justo por debajo de Pekín, Shantung era tan importante para China como Alsacia y Lorena para Francia. Fue el lugar donde nació el gran sabio Confucio, cuyas ideas contribuyeron durante tanto tiempo a la unidad de China. (Incluso hoy día, unos veintiséis siglos después de su nacimiento, hay en Shantung familias que afirman ser sus descendientes). Quien poseía Shantung no sólo dominaba el flanco meridional de Pekín, sino que, además, amenazaba el río Amarillo y el Gran Canal que comunicaba el norte y el sur de China. Para los occidentales su nombre era sinónimo de una popular seda suave que se hacía allí y, en el recuerdo más reciente y horripilante, era la base de donde los rebeldes bóxer de largos cabellos habían partido para cumplir la misión de exterminar a todos los occidentales y acabar con todas sus influencias en China.
Era inevitable que Shantung despertase el interés de potencias extranjeras durante la rebatiña general en pos de concesiones e influencia en China. Su población, unos treinta millones de habitantes, ofrecía mercados y mano de obra barata. Tenía carbón y yacimientos de minerales que pedían a gritos que los explotasen. Cuando el viajero alemán Ferdinand von Richthofen llamó la atención del Káiser y de la marina alemana sobre el hecho de que Shantung poseía uno de los mejores puertos naturales de China —en Kiao-cheu (Jiaozhou), en el sur de la península— le escucharon con interés. Alemania aspiraba a tener poderío mundial y, en aquel tiempo, eso significaba colonias y bases. Providencialmente para el Káiser, dos misioneros alemanes resultaron muertos en unos disturbios que estallaron en Shantung en 1897; «Espléndida oportunidad», dijo, y mandó a una escuadra con órdenes de tomar Kiao-cheu. El Gobierno chino protestó inútilmente y en 1898 firmó un acuerdo que daba a Alemania el arrendamiento durante 99 años de unos doscientos cincuenta y nueve kilómetros cuadrados de territorio chino alrededor del puerto de Kiao-cheu. Los alemanes también obtuvieron el derecho de construir ferrocarriles, abrir minas y tener tropas alemanas que protegieran sus intereses.
El Gobierno alemán gastó dinero a manos llenas en su nueva posesión, mucho más del que gastó en cualquiera de sus colonias africanas, que eran mucho mayores.2 Persuadió con habilidad a empresas alemanas, que se mostraban curiosamente reacias a invertir en Shantung, a construir un ferrocarril y excavar minas. (Ninguna de ellas dio jamás beneficios). La marina se hizo cargo del nuevo puerto de Kiao-cheu. Tsingtao (Qingdao), como lo llamaron, fue un modelo de colonia con soberbias instalaciones portuarias, calles pulcramente trazadas y empedradas, cañerías de agua y alcantarillas, una red de teléfonos dotada de los últimos adelantos, escuelas y hospitales alemanes, e incluso una fábrica de cerveza que elaboraba un producto excelente, como sigue elaborándolo hoy día.3 Lleno de admiración un visitante extranjero dijo que Tsingtao era «el Brighton de Oriente».4 En 1907 ya era el séptimo puerto de China en orden de importancia. El único inconveniente era que distaba muchos miles de kilómetros de las colonias alemanas más próximas y de la propia Alemania.
A pesar de la bravuconería con que el Káiser había exigido concesiones en Shantung, en los años anteriores a 1914 el Gobierno alemán mostró mucho tacto al tratar con las autoridades chinas. Permitió que tropas chinas protegieran su ferrocarril y sus minas cuando hubiera podido insistir en que se encargasen de ello sus propios soldados, renunció al derecho de construir otras líneas, y dejó que Tsingtao se integrara en el sistema aduanero chino en vez de mantenerlo como puerto franco.5 El resultado fue que en 1914 las concesiones alemanas eran mucho más limitadas de lo que habían sido al amparo del acuerdo de 1898; las relaciones chino-alemanas eran relativamente amistosas. Esto no ayudó a Alemania al estallar la guerra. El encargado de negocios alemán en China envió a Berlín un telegrama que decía: «Compromiso con señorita Butterfly muy probable». Los británicos, que leían todos los telegramas que llegaban de Oriente, descifraron el mensaje sin dificultad. El Gobierno chino no estaba en condiciones de intervenir cuando Japón atacó y tampoco Alemania podía hacer nada. El Káiser sólo pudo mandar expresiones de simpatía: «¡Que Dios esté con vosotros! En la lucha que se avecina pensaré en vosotros».6 Así fue como las concesiones alemanas en Shantung, el ferrocarril, el pulcro puertecito y las minas pasaron a poder de los japoneses.
Japón habló de devolver las concesiones a China, pero los chinos, como es lógico, no confiaron mucho en ello. Durante la guerra Japón hizo todo lo posible para asegurarse de que su nueva adquisición seguiría en su poder. Desde el principio las autoridades de ocupación se habían afanado en construir nuevos ferrocarriles, sustituir a los chinos en la gestión de los telégrafos y correos y obtener impuestos y mano de obra de los habitantes. El control de Shantung por parte de los japoneses fue muy superior al que antes ejercieran los alemanes.7
Japón también se esforzó al máximo por atar al ineficaz Gobierno chino, utilizando a este fin procedimientos jurídicos y de otra clase. Adelantó grandes cantidades de dinero a China —algunas sospechosamente cercanas al soborno— con el fin de que los funcionarios chinos apoyaran los objetivos japoneses. Grupos nacionalistas privados, facciones dentro de las fuerzas armadas y financieros japoneses iban en pos de sus propios objetivos, que a menudo chocaban con los de su Gobierno. Se proporcionaba armas a los rebeldes del sur que luchaban contra el Gobierno de Pekín, que Japón había reconocido. En el sur de Manchuria y en la parte colindante del este de Mongolia, las autoridades militares japonesas y aventureros también japoneses intrigaban con los díscolos señores de la guerra. La consecuencia fue que la política japonesa en China parecía extraordinariamente tortuosa, cuando en realidad solía ser, sin más, confusa e incoherente.
En un nivel oficial, sucesivos gobiernos japoneses intentaron, de forma bastante torpe, controlar China. En enero de 1911 el ministro japonés en Pekín hizo una visita de cortesía al presidente de China. El ministro habló de la relación estrecha y amistosa entre los dos pueblos a lo largo de los siglos y dijo que sería una lástima que otras potencias los obligaran a separarse. Añadió que había unos cuantos asuntos conflictivos que convenía resolver. Acto seguido presentó al atónito presidente una lista de veintiuna exigencias. Si China no estaba de acuerdo con ellas, Japón quizá tendría que recurrir a lo que llamó, sin mayor concreción, «métodos vigorosos». Algunas no hacían más que confirmar las actividades que Japón ya llevaba a cabo en China, pero otra serie de ellas pedía al Gobierno chino que aceptase por adelantado los acuerdos a que llegaran Japón y Alemania sobre las concesiones alemanas. Peor aún era una última y secreta relación de exigencias que prácticamente hubieran convertido a China en un protectorado japonés. (Por si el Gobierno chino cambiaba de parecer, el papel en que estaba escrita la lista tenía una filigrana que representaba acorazados y ametralladoras.8)
El Gobierno chino respondió con evasivas y quejas. También se encargó de que trascendieran las exigencias, que causaron protestas nacionalistas en toda China. Los japoneses retiraron de mala gana las disposiciones más drásticas, pero el 25 de mayo de 1911 obligaron al Gobierno chino a firmar un tratado que garantizaba que Japón obtendría lo que quería en Shantung. Los nacionalistas chinos declararon el Día de Humillación Nacional. En Tokio, Saionji se disgustó tanto, al ver la garrafal incompetencia de su propio Gobierno, que hizo notar su desagrado bloqueando el intento del ministro de Asuntos Exteriores de convertirse en primer ministro.9
Otras naciones observaban con preocupación, pero hicieron poco. Gran Bretaña necesitaba mucho la ayuda de Japón en el mar. Barcos japoneses ya patrullaban por el Pacífico y los británicos tenían la esperanza de que pudieran hacer lo mismo en la ruta que doblaba el Cabo de Buena Esperanza y quizás incluso en el Mediterráneo.10 Y Rusia, que estaba sufriendo pérdidas terribles en Europa, no tenía ningún deseo de enemistarse con su poderoso vecino en el Lejano Oriente. Francia e Italia se contentaron con seguir el ejemplo británico. En los acuerdos secretos de 1917 con Gran Bretaña y las otras potencias europeas, Japón había recibido garantías de que se apoyaría la continuación de su presencia en las posesiones alemanas en Shantung con los privilegios consiguientes.
La única potencia que se opuso abiertamente a las actividades de Japón en China fue Estados Unidos, que veía con inquietud cada vez mayor el creciente poderío de Japón en el Pacífico y en Asia continental. Incluso antes de lo que Wilson llamó «el sospechoso asunto» de las veintiuna exigencias, había habido roces a causa de cuestiones como la petición de la marina estadounidense de un punto de aprovisionamiento de carbón en la costa china o las elevadas tarifas que el ferrocarril japonés de Manchuria aplicaba a las mercancías estadounidenses.11 Los hombres de negocios estadounidenses se quejaban de que los competidores japoneses les estaban expulsando del mercado chino. Durante las larguísimas negociaciones chino-japonesas relativas a las exigencias, el Gobierno estadounidense instó a Japón a modificar su postura; en Pekín, el embajador estadounidense, que era muy antijaponés, animó a los chinos a mantenerse firmes. Los estadounidenses enviaron a ambos gobiernos una nota que decía que no iban a aceptar ningún acuerdo que menoscabara los derechos que los tratados les daban en China o pusiera en peligro la integridad política o territorial de la propia China. (Esa reserva adquirió mucha importancia cuando en 1931 Estados Unidos basó en ella sus objeciones a la toma de Manchuria por parte de los japoneses).
El Gobierno japonés se echó atrás en 1915, pero no abandonó los intentos de imponer su dominación en China. En 1916 firmó un tratado con Rusia por el que ésta reconocía la posición especial de Japón en el sur de Manchuria y el este de Mongolia. Al mismo tiempo mandó al vizconde Ishii a Washington para que tratase de obtener el reconocimiento estadounidense de la posición japonesa en China. Las conversaciones entre Ishii y Lansing dieron por resultado un intercambio de notas que ambas partes interpretaron como mejor les convenía. Los estadounidenses creían que se habían limitado a reconocer que Japón ya tenía intereses especiales en China debido al factor geográfico; los japoneses afirmaban que los estadounidenses habían aprobado la posición especial de Japón en un sentido mucho más amplio.12
La Revolución rusa de 1917 dio impulso a la decisión japonesa de quedarse en China. Tal como Ishii escribió en su diario, «Mientras que los gobiernos extranjeros no se sentirían amenazados por ninguna calamidad, epidemia, guerra civil o bolchevismo en China, Japón no podría existir sin China y el pueblo japonés no podría prescindir de los chinos».13 Por eso los japoneses hablaban con frecuencia de una «Doctrina Monroe asiática». Del mismo modo que Estados Unidos, por su propia seguridad, trataba a América Latina como el patio de su casa, Japón tenía que preocuparse por China y por vecinos como Corea y Mongolia.
En 1918, con la guerra a punto de terminar, Japón hizo un último esfuerzo por resolver los asuntos de China a satisfacción propia. En mayo firmó un tratado de defensa con el Gobierno chino, y en septiembre hubo un intercambio de notas secretas que reiteraban los acuerdos de 1915 sobre Shantung. Empleando palabras que menoscabaron de forma especial los argumentos de China en París, el representante chino en Tokio dijo que su Gobierno «aceptaba gustosamente» lo que decían las notas.14 Dicho de otro modo, el Gobierno chino comprometió su propia posición negociadora antes de que terminase la guerra. Los delegados de China en París afirmaron que no supieron nada de los acuerdos secretos hasta que los japoneses los presentaron en enero de 1919.15
En 1919 las maniobras de Japón en China ya habían causado mala impresión a muchos observadores extranjeros. Hasta los británicos, que se habían comprometido a apoyarle, vieron con inquietud lo que interpretaron como arrogancia y ambición en los japoneses.16 Los británicos se sintieron especialmente preocupados por los avances japoneses en su esfera económica en el valle del Yang-tse. Su embajador en Tokio advirtió en tono sombrío que «hoy nos hemos dado cuenta de que Japón —el verdadero Japones un país francamente oportunista, por no decir egoísta, de importancia muy moderada en comparación con los gigantes de la Gran Guerra, pero con una opinión muy exagerada de su papel en el universo». Otra cosa que irritó a los británicos fue la forma en que la prensa japonesa criticó la actuación de sus soldados en la toma de las concesiones alemanas en China.17 Por otra parte, China parecía una causa perdida. Curzon, el sucesor de Balfour como ministro de Asuntos Exteriores, hizo una comparación llena de intención:
«A la vista de sus costas tienen ustedes la gran masa inerte, desvalida y sin esperanza de China, uno de los países más densamente poblados del mundo, absolutamente desprovisto de cohesión o fuerza, embarcado en perpetuo conflicto entre el norte y el sur, carente de capacidad o ardor militar, presa fácil de una nación con el carácter que he descrito».18
Los franceses se mostraron de acuerdo con los británicos, al menos en la cuestión de China.
House también estuvo de acuerdo. Tal como dijo a Wilson durante la guerra, no era razonable contar con que Japón no penetraría en la China continental, cuando se le cerraba una parte tan grande del mundo blanco. «No podemos satisfacer los deseos de tierra e inmigración de Japón y, a menos que hagamos algunas concesiones relativas a su esfera de influencia en Oriente, seguro que surgirán problemas tarde o temprano». Añadió, con excesivo optimismo, que «puede formularse una política que deje la puerta abierta, rehabilite a China y satisfaga a Japón». En su valoración de la delegación estadounidense en París, los japoneses catalogaron a House como amigo.19 No pudieron encontrar muchos más.
Años después, Breckinridge Long, que era tercer subsecretario de Estado, con responsabilidad especial para asuntos del Lejano Oriente antes de la Conferencia de Paz de París y durante la misma, dijo en una entrevista que a partir de 1917 desconfiar de Japón fue un factor constante en el pensamiento estadounidense.20 Incluso Lansing, que se enorgullecía de su actitud razonable ante el mundo, notó el cambio. En 1915 abogó por la necesidad de una actitud conciliadora con Japón e incluso sugirió darle las Filipinas al tiempo que criticaba a la gente que tenía «ataques de histeria a causa de los profundos y malvados planes de Japón».21 Pero, en lo que se refería a China, ahora estaba convencido de que había que fijar un límite. Llegó a París decidido, según dijo más tarde, «a solventar el asunto de una vez para siempre con Japón». También adquirió la costumbre de decir «Prusia» para referirse a Japón, y no lo hacía como un cumplido.22
Al empezar la Conferencia de Paz, parecía que Wilson iba a adoptar el mismo punto de vista. Era contrario a los tratados secretos como los que había firmado Japón, así como a entregar territorios y pueblos sin tener en cuenta sus deseos. También sentía un hondo interés por China, alimentado por los informes de los numerosos misioneros estadounidenses que trabajaban allí.23 Un primo suyo era el director de un semanario de la misión presbiteriana en Shanghai.24 Hablaba de su deseo de ayudar a China, de su regeneración moral, tarea en la que Estados Unidos estaba dispuesto a colaborar como «amigo y ejemplo».25 El embajador estadounidense en Pekín, Paul S. Reinsch, profesor universitario progresista de Wisconsin, mandaba a Washington informes en los que lanzaba acusaciones, algunas de las cuales eran ciertas, en el sentido de que los japoneses estaban provocando una rebelión, vendiendo morfina, sobornando a funcionarios, todo ello con el propósito de dominar por completo el este de Asia.26 También hizo una advertencia que resultó clarividente: «Si se diera a Japón más carta blanca y si se hiciera algo que pudiera interpretarse como el reconocimiento de su posición especial, ya fuera bajo la forma de una supuesta Doctrina Monroe o de cualquier otra manera, entrarían en acción fuerzas que harían que un gran conflicto armado fuese absolutamente inevitable en el plazo de una generación. No hay en Europa un solo problema que sea tan importante como la futura paz del mundo, la necesidad de una resolución justa sobre los asuntos chinos». (Murió mucho antes de que se apagaran los ecos de la explosión que causó la decisión relativa a Shantung.27)
Wilson parecía escuchar. En 1918 tomó la iniciativa y reactivó un moribundo consorcio internacional cuya finalidad era conceder empréstitos al Gobierno chino. Se celebraron conversaciones intermitentes durante toda la Conferencia de Paz y Japón accedió a formar parte del consorcio, al tiempo que se cercioraba de que no se prestara dinero para nada que pudiese debilitar la influencia japonesa. Eso era justamente lo que los estadounidenses tenían la esperanza de hacer. «No se mencionó», dijo un alto cargo estadounidense, «el objetivo fundamental: expulsar a Japón de China».28
Pero ¿era eso lo que quería Estados Unidos? Si la expansión hacia el oeste y la penetración en Asia eran imposibles, ¿optaría Japón por el Pacífico y avanzaría hacia las Filipinas, tal vez aún más hacia el este? Wilson y sus asesores dudaban, como de hecho dudarían sus sucesores en la década de 1920, entre el objetivo pragmático de cooperar con Japón y el idealista de ayudar a China. ¿Había alguna posibilidad de ayudar a China? ¿Valía la pena arriesgarse a provocar un conflicto con Japón? A la larga, la paz en el Pacífico era deseable no sólo para los asiáticos, sino también para los estadounidenses.
Poco antes de volver a París, Wilson mandó llamar a Wellington Koo, el embajador chino en Washington, para sostener con él una charla amistosa. Koo, que contaba tan sólo 32 años de edad en 1919, ya poseía una personalidad enérgica y distinguida. Clemenceau, que era poco dado a las alabanzas, dijo de él que era «un joven gato chino, parisino en el hablar y el vestir, absorto en el placer de juguetear con el ratón, aunque estuviera reservado para los japoneses».29 Koo conocía bien Estados Unidos. Había destacado como estudiante en la Universidad de Columbia, Nueva York, donde se había licenciado. (En París pasó una tarde feliz cantando viejas canciones universitarias con un ex profesor que era uno de los expertos estadounidenses.30) También había formado parte del equipo de debate de la universidad, como los delegados japoneses descubrirían por experiencia propia. Koo salió de la entrevista con Wilson convencido de que Estados Unidos iba a apoyar a China en la Conferencia de Paz.31 Wilson le había sugerido amistosamente que viajara a Francia en el mismo barco que los estadounidenses.32 Los chinos vieron en ello un buen augurio.
Otra buena señal fue la composición de la delegación estadounidense. Lansing, en los comienzos de su carrera en Washington, había sido abogado del Gobierno chino y uno de los expertos de la delegación; E. T. Williams, jefe de la división de Asuntos del Lejano Oriente en el Departamento de Estado durante la guerra, había vivido en China como misionero y también como diplomático.33 El espíritu de la delegación era en general antijaponés. Incluso los que estaban dispuestos a considerar los argumentos de los japoneses sentían un desagrado visceral ante la vertiente militarista y nacionalista de Japón, la cual, a su modo de ver, había dominado los objetivos japoneses en la contienda.34 A pesar de que Wilson había expresado con frecuencia el deseo de que Estados Unidos continuara siendo neutral en los asuntos asiáticos, como en otros, la delegación estadounidense mostró una clara parcialidad en París y ayudó a los chinos a redactar sus exigencias a la vez que les proporcionaba información que de otro modo tal vez no hubieran podido obtener. Los chinos respondieron sabiamente pidiendo y siguiendo los consejos de los estadounidenses.35
Debido a sus propias disensiones internas, el Gobierno chino no dio instrucciones muy completas a la delegación que mandó a París, pero algo quedó muy claro: China debía recuperar las concesiones alemanas en Shantung.36 En diciembre de 1918, mientras se preparaba para partir, la delegación convocó una rueda de prensa (lo que en sí mismo era una señal de cómo estaban cambiando los tiempos en China) y dio a conocer una lista de peticiones que rebosaba optimismo. China iba a pedir un acuerdo general sobre las relaciones con las potencias que incluía la abolición de la extraterritorialidad, mayor control de sus propios aranceles y ferrocarriles y la devolución de la zona alemana de Shantung. A cambio, China permitiría a los extranjeros comerciar en Mongolia y el Tíbet.37
Por desgracia, la delegación china reflejaba demasiado bien las divisiones internas del país. Todos sus miembros sospechaban que sus colegas se habían vendido a los japoneses. Incluso durante el viaje a París habían tenido lugar algunos incidentes curiosos. Lu había sostenido una entrevista de dos horas con el ministro de Asuntos Exteriores japonés en Tokio. Hay versiones diferentes de lo que ocurrió en la entrevista: al parecer, los japoneses creían que se les había prometido que China se mostraría dispuesta a cooperar en la Conferencia de Paz; los chinos afirmaron más adelante, de forma poco convincente, que Lu se había limitado a reconocer la existencia de los acuerdos secretos de 1918 entre China y Japón, sin aceptar la validez de los mismos.38 Durante la misma escala en Tokio se produjo el robo de una caja que formaba parte del equipaje de los chinos y contenía documentos importantes, entre ellos el texto completo de los acuerdos secretos entre China y Japón.39 En París, C. T. Wang, licenciado en Derecho por Yale que representaba a la facción del sur de China, envió un telegrama a la prensa de Shanghai en el que lanzaba siniestras acusaciones relativas a «ciertos traidores» entre sus colegas.40 Puede que se refiriera a Koo, de quien se rumoreaba que era el prometido de una hija de un notorio funcionario pro japonés.41 (En realidad, Koo se había enamorado de una hermosa y joven heredera indonesia que se encontraba en París). Lu se veía perseguido por rumores de que había aceptado sobornos de los japoneses.42 A medida que fueron pasando los meses se volvió más taciturno y retraído.43
La Conferencia de Paz no se ocupó de Shantung hasta finales de enero. Wilson aún no había decidido lo que debía hacer. Estudió varias opciones. Quizás, tal como sugirió a Koo, podría persuadirse a Gran Bretaña a ayudar a China, a pesar de la alianza anglo-japonesa.44 Quizá los japoneses renunciarían voluntariamente a sus pretensiones relativas a Shantung. Después de todo, varios funcionarios habían sugerido que Japón estaba dispuesto a devolver a China las concesiones alemanas. Quizá Japón podría salir airoso tomando oficialmente posesión de las concesiones y entregando luego la soberanía a China.45
Los japoneses mostraron poca disposición a llegar a un acuerdo. De hecho, cuando el Consejo Supremo prestó atención al destino de las colonias alemanas en el Pacífico el 27 de enero por la mañana, Makino trató de juntar las concesiones de Shantung con las diversas islas que se habían quitado a Alemania. También arguyó que Shantung era meramente un asunto que afectaba a Japón y Alemania y que no había ninguna necesidad de que China estuviera presente cuando llegara el momento de ocuparse de él.46 Estaba claro que albergaba la esperanza de que el asunto de Shantung se despachara rápidamente junto con el de las islas del Pacífico como parte del botín de guerra, sin ninguna intervención de China. Las otras potencias decidieron que Shantung debía estudiarse aparte y que debía invitarse a China al debate que tendría lugar por la tarde.
En el descanso entre la sesión de la mañana y la de la tarde los chinos presionaron a sus amigos. Lu, su líder nominal, no estaba presente y fue el joven Koo quien visitó a Lansing para preguntarle si China podía contar con el apoyo de Estados Unidos. Lansing le tranquilizó, pero añadió que le preocupaban las potencias europeas.47
Por la tarde los chinos se sentaron en incómodas sillas doradas en el Quai d’Orsay y escucharon cómo Makino hacía con voz titubeante un resumen poco convincente de los argumentos de Japón. (Koo afirmó que Wilson le dijo después que el discurso le había preocupado mucho). Koo replicó en nombre de China a la mañana siguiente. Aunque al principio le temblaba la voz, arremetió contra los japoneses en un discurso deslumbrante, repleto de doctas referencias al Derecho internacional y de coletillas en latín.48 Reconoció que era cierto que en 1915 y 1918 China había firmado acuerdos con Japón que parecían prometer que los derechos alemanes en Shantung pasarían a los japoneses, pero había firmado bajo coacción y no podían obligarla a cumplir lo acordado. En cualquier caso, de todas las cuestiones relativas a las posesiones alemanas debía ocuparse la Conferencia de Paz.49
Koo dijo a continuación que China estaba agradecida a Japón por haber liberado Shantung.
«Pero, aun estando agradecida, la delegación china pensaba que faltaría a su obligación para con China y el mundo, si no ponía objeciones a pagar las deudas de gratitud vendiendo el derecho de nacimiento de sus compatriotas y sembrando con ello las semillas de futuras discordias.»50
Los principios wilsonianos de autodeterminación e integridad territorial nacionales obligaban a las potencias a devolver Shantung a China.
Shantung, según dijo Koo, era «la cuna de la civilización china, el lugar donde habían nacido Confucio y Mencio, y una Tierra Santa para los chinos». Además, permitir que Shantung cayera bajo el dominio extranjero sería dejar un «puñal apuntando al corazón de China». Lo irónico del caso es que así era como veían las cosas los militares japoneses; el ministro de la Guerra en Tokio dijo a su Gobierno que el ferrocarril que salía de la costa hacia el interior de Shantung era la «arteria» que llevaba el poderío japonés al interior de Asia continental. El canadiense Borden calificó la presentación china de «muy sólida» y Lansing opinó que Koo sencillamente había abrumado a los japoneses. Las efusivas felicitaciones de Clemenceau, que no debían salir del ámbito privado, ya eran conocidas de todo el mundo al cabo de unas horas.51 En lo que se refiere a elocuencia, quedaba claro que los chinos habían vencido.
Desgraciadamente, la cuestión de Shantung no se decidió en enero. Tuvo que esperar hasta la frenética carrera que hubo en abril para ultimar el tratado con Alemania. Para entonces los negociadores ya estaban haciendo malabarismos con centenares de decisiones, cediendo en una, insistiendo en otra, intentando satisfacer exigencias imposibles con el fin de redactar un tratado que los Aliados en conjunto estuvieran dispuestos a firmar. Los chinos y sus esperanzas eran una parte pequeña e insignificante de los cálculos. El propio Wilson se veía forzado a aceptar el tipo de toma y daca que tanto detestaba, y consiguió, a expensas de sus principios, que Japón diera el visto bueno al pacto de la Sociedad de Naciones, incluso sin la cláusula relativa a la igualdad racial. Si la Sociedad de Naciones era la mejor esperanza que tenía el mundo, tal vez merecía la pena sacrificar un pedacito de China.
Durante el largo paréntesis tanto la delegación china como la japonesa estuvieron muy ocupadas. Ambas partes demostraron que habían comprendido un elemento importante de las nuevas relaciones internacionales al exponer sus argumentos en público por medio de discursos y entrevistas. Si bien la delegación japonesa en París tenía una sección de información eficacísima, la mayoría de los observadores opinaba que China salió ganando quizá porque sus peticiones, que se basaban en la autodeterminación, sintonizaban mejor con el espíritu de la época. Durante la primera quincena de febrero hubo una disputa abiertamente pública cuando se dieron a conocer los acuerdos secretos que China había firmado con Japón. La delegación japonesa quedó desconcertada cuando Clemenceau y los otros líderes sugirieron que tal vez sería buena idea presentar los documentos a la Conferencia de Paz. Koo, que vio una oportunidad de poner a Japón en una situación embarazosa, se avino a ello con presteza y mandó un telegrama a su Gobierno pidiendo copias. En Pekín, el embajador japonés hizo un torpe intento de persuadir al Gobierno chino a no facilitar ningún documento sin el consentimiento del Gobierno japonés. La prensa se enteró de ello y el intento japonés no sólo inflamó todavía más la opinión china, sino que también agudizó si cabe la desconfianza que Japón inspiraba a los estadounidenses.52
Los delegados chinos agasajaron a los expertos y a los periodistas extranjeros. Lu se encargó de que el Gobierno chino hiciera donativos a los gobiernos francés y belga para reconstruir escuelas en Verdún e Ypres.53 Pero a Japón le fue mejor entre bastidores.54 En una serie de entrevistas privadas que tuvo lugar aquella primavera con Lloyd George y Balfour, con Clemenceau y su ministro de Asuntos Exteriores, Pichón, recibieron las seguridades que querían.55 Aunque no esperaban mucho de la delegación estadounidense, sostuvieron entrevistas cordiales con House.56 Según las explicaciones de los japoneses, los chinos trataban de faltar a sus solemnes promesas. Lo que más ayudó a los japoneses fue su disposición a no insistir en la cláusula relativa a la igualdad racial.
El 21 de abril, justo antes de que los italianos abandonaran la Conferencia de Paz, Makino y Chinda visitaron a Wilson y Lansing para decirles que Japón quería que la disputa con China quedara resuelta antes de que se ultimara el tratado con Alemania.57 Advirtieron que el incumplimiento de su deseo crearía mucho resentimiento entre el público japonés. Aquella tarde Wilson conferenció con Clemenceau y Lloyd George y los tres líderes, que habían albergado la esperanza de aplazar una decisión sobre Shantung, reconocieron que debían ceder ante la exigencia japonesa. Tal como dijo Hankey, el secretario del Consejo de los Cuatro, «Ya era bastante malo perder a la delegación italiana antes de presentar el tratado a los alemanes, pero si la quinta de las potencias convocantes [Japón] también hubiera retirado a sus representantes, las tres potencias responsables del tratado que quedaran se encontrarían en un grave aprieto».58 Lansing se quejó de que el ambiente en París era de «materialismo egoísta teñido de cínico desprecio de derechos manifiestos y preguntó: “¿Tendría que sucumbir el idealismo estadounidense ante este espíritu maléfico de una era pasada?”».59 Sin embargo, es difícil no sentir un poco de simpatía por los negociadores. Las presiones a que estaban sometidos eran enormes y, cuando llegó el momento de resolver la cuestión de Shantung, los efectos de la tensión se notaban en todos ellos.
El 22 de abril por la mañana, Makino reiteró las exigencias de Japón ante el Consejo de los Cuatro. Tuvo la previsión de presentar también borradores de las cláusulas que habría que incluir en el tratado con Alemania. Wilson pidió a los japoneses que tuvieran en cuenta los intereses a largo plazo de Asia y, de hecho, del mundo. Las naciones iban a tener que pensar menos en sí mismas y más en las otras. Era, al fin y al cabo, el propósito de la Sociedad de Naciones. Si Japón insistía en sus derechos en China, los chinos se sentirían amargados y recelosos. Y eso perjudicaría a todos. «Había mucho material combustible en China y, si se encendía, sería imposible apagar el fuego». Los delegados japoneses escucharon cortésmente, pero recordaron a los estadistas reunidos que, si no les concedían lo que deseaban, no podrían firmar el tratado.60
Por la tarde tocó el turno a los chinos. Los delegados japoneses decidieron prudentemente que no querían entablar debate con el formidable Koo y no asistieron a la sesión. La delegación china escuchó los intentos de los negociadores de justificar lo que iban a hacer. Lloyd George explicó por qué los británicos habían prometido apoyar las reivindicaciones japonesas. Instó a los chinos a recordar la situación desesperada de Gran Bretaña en 1917. Había necesitado la ayuda de Japón para sobrevivir a la campaña submarina de los alemanes. «Tuvimos que pedir urgentemente a Japón que nos enviara destructores, y Japón hizo un trato tan ventajoso como le fue posible.»61
Wilson procuró tranquilizar a los chinos. La Sociedad de Naciones se encargaría de que no tuvieran que preocuparse por futuras agresiones de Japón o de cualquier otra nación. Y también él suplicó comprensión. Las potencias se encontraban en una posición muy embarazosa debido a todos los acuerdos que se habían firmado durante la guerra. Comprendía muy bien a los chinos, pero éstos debían reconocer que los tratados, incluidos los suyos con Japón, eran sagrados. «Dado que esta guerra empezó con la protesta de las naciones occidentales contra la violación de un tratado, debemos, por encima de todo, respetar los tratados». Lloyd George pensaba lo mismo: «No podemos considerar los tratados como pedacitos de papel que pueden romperse cuando ya no se necesitan». Clemenceau, que raramente intervenía a menos que los intereses de Francia estuvieran en juego, se puso en pie; con «aire de inocencia, ignorancia e indiferencia», como dijo un amargado observador chino, señaló que estaba de acuerdo con lo que dijera Lloyd George.62
Koo echó mano de toda su elocuencia y toda su inteligencia para evitar lo que se avecinaba.63 Volvió a negar por completo la validez de los acuerdos de China con Japón. Y, empleando palabras que fueron proféticas, advirtió a sus oyentes que China se encontraba en una encrucijada. La mayoría de los chinos deseaba cooperar con Occidente, pero si los negociadores no trataban a China de forma justa, podía suceder que los chinos se apartaran y quizá se acercasen a Japón. «En China hay un partido que afirma que Asia debe ser para los asiáticos». (En efecto, en la década de 1930, cuando Japón empezó a apoderarse de grandes partes de China, encontró gente dispuesta a colaborar). Terminó con una advertencia: «De lo que se trata es de si podemos garantizar medio siglo de paz para el Lejano Oriente o si se creará una situación que puede llevar a la guerra en el plazo de diez años». No consiguió nada más que admiración por su esfuerzo y la decisión de remitir el asunto de Shantung a un comité de expertos. Éstos debían presentar al Consejo de los Cuatro, antes del 24 de abril, un informe sobre la cuestión relativamente poco importante de si China estaría mejor si los japoneses recibían las concesiones alemanas tal como existían en 1914 o las que habían arrancado en los acuerdos firmados durante la guerra. El comité presentó su informe en el tiempo récord de dos días y optó por lo primero.64
Los días siguientes estuvieron entre los más tensos de la Conferencia de Paz. Italia la había abandonado finalmente. Wilson, preocupado, releyó sus Catorce Puntos en busca de orientación. El principio de la autodeterminación era claro: Italia no debía recibir Fiume y Japón no debía recibir Shantung.65 La crisis que causó Italia intensificó las maniobras relativas a Shantung. Los chinos enviaron un memorándum y cartas a Wilson; los delegados japoneses le visitaron. Makino y Chinda también visitaron a Bonsal, el ayudante de House, para quejarse de las cosas desagradables que la prensa china estaba publicando sobre Japón y para volver a amenazar con que Japón no firmaría el tratado. Bonsal observó que Makino estaba furioso.66 Saionji escribió una nota cortés a su viejo conocido Clemenceau en la que decía que Japón quería que la cuestión de Shantung se resolviera tan pronto como fuera posible.67
El 25 de abril el Consejo de los Cuatro (ahora reducido a tres por la defección de Italia) envió a Balfour a hablar con los japoneses sobre un posible acuerdo. ¿Prometerían tal vez devolver los derechos alemanes a China algún día? Por iniciativa propia, Wilson envió a Lansing a cumplir una misión parecida. Ni Balfour ni Lansing llegaron muy lejos. Los japoneses insistieron en sus derechos. A Balfour le sugirieron un trato. Si las potencias aceptaban sus reivindicaciones sobre Shantung, Japón prometería no protestar por la omisión de la cláusula relativa a la igualdad racial, cuando llegara el momento de la aprobación definitiva de la Sociedad de Naciones, en la sesión plenaria de la conferencia. Se quejaron a Lansing de que Estados Unidos siempre recelaba, cuando Japón no hacía más que actuar de buena fe.68
El sábado 26 de abril, cuando estaba preparando su informe sobre la postura de Japón, Balfour recibió otra visita de Makino y los dos negociaron un trato provisional sobre Shantung. Si los japoneses recibían los derechos económicos de Alemania en Shantung, el puerto de Tsingtao, los ferrocarriles (incluidos los que aún no se habían construido) y las minas, estaría dispuesto a retirar sus fuerzas de ocupación. Balfour informó de que Japón permitiría generosamente que ciudadanos de otras naciones utilizaran el puerto y los ferrocarriles. Además, estaba dispuesto a devolver pronto el control político de la zona en litigio al Gobierno chino. Como era lógico, los chinos siguieron recelando cuando se enteraron de esta promesa. Para entonces, en todo caso, Shantung ya se había convertido en un asunto de los nacionalistas y hubiera sido difícil que éstos aceptaran algún tipo de control japonés. Por su parte, los japoneses pensaban que no podían hacer más concesiones.69 De Tokio llegaban órdenes de mantenerse firmes; Japón perdería prestigio en todo el Lejano Oriente si permitía que China lo tratase con desdén.70
Tal como Balfour informó al Consejo de los Cuatro el lunes por la mañana, Makino «con gran delicadeza, pero perfecta claridad» señaló que las reivindicaciones de Japón debían tratarse en conjunto. Japón ya había perdido en el caso de la cláusula sobre la igualdad racial; sería «muy grave» que también perdiese en el de Shantung. No quedaba mucho tiempo; la sesión plenaria de la Conferencia de Paz se celebraría por la tarde para dar la aprobación definitiva a la Sociedad de Naciones. Sería sumamente embarazoso para las potencias que Japón protestara con energía por la omisión de la cláusula sobre la igualdad racial. Aún peor sería que Japón dejara bien claro que votaría contra la Sociedad de Naciones. Con la aquiescencia a regañadientes de Wilson, el Consejo decidió que Balfour escribiera a los japoneses para decirles que se aceptaba el trato sobre Shantung.71
Baker, el secretario de prensa de Wilson, advirtió a éste que la opinión mundial apoyaba a China en el asunto de Shantung. «Sí, lo sé», replicó Wilson, «pero si Italia se mantiene alejada y Japón abandona, ¿qué será de la Sociedad de Naciones?»72 Cuando el 28 de abril Makino pronunció un discurso anodino en la sesión plenaria, en el que apenas tocó la cláusula sobre la igualdad racial, Lansing, al que no se había informado del trato final, adivinó inmediatamente lo que había pasado. Dijo en voz baja a House que era una traición a los principios. House contestó: «Habíamos tenido que hacerlo antes». Lansing, enfadado, dijo: «Sí, se ha hecho y es la maldición de esta conferencia».73 En la declaración que redactó más tarde para la prensa, Wilson dijo del acuerdo que era «lo más satisfactorio posible, a tenor de la maraña de tratados en la cual estaba envuelta China».74
Los chinos estaban desolados.75 Lu envió una nota digna a Wilson. China había depositado su fe en los Catorce Puntos y en la promesa de una nueva manera de llevar las relaciones internacionales. «Ha confiado, sobre todo, en la justicia y la equidad de sus argumentos. El resultado ha sido, para ella, una grave decepción.»76 Los asesores del mismo Wilson le instaron de forma casi unánime a rechazar las exigencias japonesas, fueran cuales fuesen las consecuencias. Bliss pensó en dimitir para no tener que firmar el tratado y, con el apoyo de otros dos delegados, Lansing y White, envió una severa carta a Wilson en la que decía: «Si es correcto que un policía que recupera un billetero se quede con su contenido y afirme que ha cumplido con su deber devolviendo el billetero vacío, entonces la conducta de Japón puede tolerarse». Y señaló el aspecto moral. Si Japón recibía Shantung, ¿por qué no iba Italia a recibir Fiume? «La paz», dijo para concluir, «es deseable, pero hay cosas más valiosas que la paz: la justicia y la libertad.»77
Wilson hizo todo lo que pudo por limitar el daño y el esfuerzo estuvo a punto de acabar con él. «Anoche no pude dormir», dijo a su médico, «tenía la cabeza a rebosar de la polémica relativa a los japoneses y los chinos.»78 Grayson dijo que nunca le había visto tan cansado.79 Wilson insistió en que se describiera detalladamente lo que Japón estaba obteniendo en China, hasta la composición de la policía ferroviaria en Shantung. (Sus efectivos tenían que ser chinos con instructores japoneses donde hiciera falta.80) Cuando llegó el momento de la consideración definitiva de las cláusulas del tratado referentes a Shantung, en la reunión del Consejo de los Cuatro, el 30 de abril, también recibió seguridades de viva voz de los delegados japoneses de que con el tiempo Japón devolvería a China la soberanía de Shantung. Los japoneses se negaron rotundamente a ponerlo por escrito porque, según alegaron, cualquier apariencia de que cedían inflamaría la opinión pública en su país.81
A estas alturas ya se había filtrado la noticia de que las cosas iban mal para China. Corrían por París numerosos rumores que la prensa recogía.82 El 29 de abril, al caer la noche, estudiantes chinos en París celebraron un mitin tumultuoso en una sala de la Rué Danton. Uno tras otro los oradores denunciaron a Occidente. Wang Ching-wei, que más adelante sería famoso como jefe de un Gobierno títere de los japoneses en China, advirtió, hablando inglés con soltura, de la reacción que tendría lugar entre los chinos. Una joven estudiante de arte pidió que no se hablara más de paz. «Debemos recurrir a la fuerza». Eugene Chen, periodista que llegaría a ser ministro de Asuntos Exteriores de China, presentó una moción que condenaba a los Cuatro Grandes y señalaba especialmente a Wilson. Fue aprobada por unanimidad. Aquella noche se incrementaron las medidas de seguridad en torno a Wilson.83
La delegación china recibió todos los detalles del acuerdo el 30 de abril. Uno de sus miembros se tiró al suelo, presa de desesperación.84 Cuando a última hora de la tarde Baker llegó al hotel Lutétia para transmitir las excusas y la simpatía de Wilson, encontró a un grupo muy deprimido que culpaba al presidente de haberles dejado en la estacada.85 Algunos de los delegados querían irse de París enseguida en vez de firmar el tratado. (Koo dijo más adelante a Bonsal que sólo firmaría si su Gobierno se lo ordenaba directamente: «Espero que no me hagan firmar. Sería mi sentencia de muerte».86)
Las negociaciones de París se habían seguido con gran interés en el otro extremo del mundo. La delegación china se había visto bombardeada con telegramas de organizaciones estudiantiles, cámaras de comercio, incluso sindicatos, todos ellos expresando su fe en los Catorce Puntos de Wilson y su confianza de que la Conferencia de Paz respetaría las reivindicaciones de China.87 La primera semana de mayo los periódicos de las principales ciudades chinas ya informaban de que los derechos sobre Shantung iban a entregarse a Japón.
Los nacionalistas chinos criticaron amargamente a su propio Gobierno, pero todavía estaban más enfadados, si cabe, con las potencias occidentales.
La noche del 3 de mayo, sábado, estudiantes de la universidad de Pelan, que siempre fue un centro de agitación nacionalista, convocaron a representantes de todas las universidades y colegios de la ciudad para planear una manifestación que tendría lugar la mañana siguiente en la gran plaza de Tiananmen. Al mitin asistió muchísima gente y fue muy emotivo. Los estudiantes acordaron mandar telegramas a la delegación china en París para pedirle que no firmase el tratado. Un joven se cortó un dedo y escribió con sangre en la pared exigiendo la devolución de Tsingtao, el eje de las concesiones alemanas en Shantung.88
Es significativo que la furia de los nacionalistas chinos no se limitara a condenar la decisión relativa a Shantung. Tal como recordó un estudiante:
«Cuando finalmente nos llegaron las noticias de la Conferencia de Paz de París sufrimos una fuerte impresión. En seguida nos dimos cuenta de que las naciones extranjeras todavía eran egoístas y militaristas y que eran todas unas grandes mentirosas. Recuerdo la noche del 2 de mayo; muy pocos pudimos dormir. Un grupo de amigos míos y yo hablamos casi toda la noche. Sacamos la conclusión de que tarde o temprano estallaría una guerra mundial aún mayor y que el escenario de esa gran guerra sería Oriente. No teníamos nada que ver con nuestro Gobierno, eso lo sabíamos muy bien, y al mismo tiempo ya no podíamos depender de los principios de ningún supuesto gran líder como Woodrow Wilson, por ejemplo. Al mirar a nuestro pueblo y a las lastimosas masas ignorantes, no podíamos por menos que pensar que teníamos que luchar».89
La mañana del 4 de mayo se presentó fría y ventosa. A la hora de almorzar más de tres mil manifestantes habían convergido en la plaza de Tiananmen. La mayoría llevaba las tradicionales togas de seda de los estudiosos, pero algunos se tocaban con sombrero hongo, como gesto dirigido al mundo occidental. Los manifestantes portaban pancartas que decían: «Devolvednos Tsingtao», «Oponeos a la política de poder» o «China pertenece a los chinos». Los líderes llevaban un manifiesto que afirmaba dramáticamente: «Ésta es la última oportunidad para China en su lucha a vida o muerte». A las 2 de la tarde la multitud seguía siendo cada vez más numerosa y avanzaba hacia el barrio de las legaciones extranjeras. Al llegar ante la casa de un ministro de quien muchos sospechaban que era un títere de los japoneses, la cosa empezó a ponerse fea. Los manifestantes entraron en la casa, destrozaron los muebles y, como no pudieron encontrar al ministro, propinaron una paliza al embajador de China en Japón, que estaba escondido en una habitación. El Gobierno trató de poner fin a la agitación deteniendo a los principales líderes estudiantiles, pero la medida sólo sirvió para inflamar aún más la opinión pública. El decano de Humanidades de la universidad de Pekín fue visto repartiendo octavillas en una esquina. Las manifestaciones se propagaron a otras grandes ciudades de China y empezaron a unirse a ellas personas que no eran estudiantes, desde trabajadores portuarios hasta hombres de negocios. El Gobierno no tuvo más remedio que volverse atrás y humillarse poniendo en libertad a los estudiantes detenidos y presentando sus disculpas.90
Los disturbios acabaron con la otra conferencia de paz, la que se estaba celebrando en Shanghai e intentaba reconciliar el norte y el sur de China. La facción del sur trató de sacar partido del sentimiento popular, exigiendo que el Gobierno de Pekín rechazara todos los tratados que había firmado con Japón durante la guerra y se negara a aceptar la decisión sobre Shantung. Esto era inadmisible para la facción del norte, que a estas alturas ya estaba dominada por militares pro japoneses, y la conferencia de Shanghai se suspendió indefinidamente.91 Al desvanecerse toda esperanza, por tenue que fuera, China se vio condenada a otros nueve años de desunión y guerra civil.
El 4 de mayo fue un hito en la evolución del nacionalismo chino. Llegó a representar todo el periodo de fermento intelectual, pero, lo que es más importante, señaló el rechazo de Occidente por parte de muchos intelectuales chinos. Habían recurrido a la democracia y el liberalismo occidentales antes de 1919, a menudo porque no encontraban ningún otro modelo. Algunos siempre se habían sentido incómodos con la importancia que daban los occidentales al individualismo y la competencia. El fracaso de la revolución china y el espectáculo de las naciones europeas despedazándose en la guerra habían intensificado la desazón. Un distinguido estudioso que estuvo en París como observador durante la Conferencia de Paz escribió a sus familiares diciéndoles que los europeos «son como viajeros que se han extraviado en el desierto… Están absolutamente desesperados… En otro tiempo tenían un gran sueño sobre la omnipotencia de la ciencia. Ahora no paran de hablar de bancarrota».92
En la historia la coincidencia cuenta más de lo que quieren creer algunos, y en 1919 a los chinos se les presentó una alternativa. No consistía en volver a las costumbres tradicionales de China, sino en el nuevo orden que existía en Rusia. La Revolución rusa ofrecía un ejemplo de sociedad tradicional que no era distinta de la china y parecía haber dado un audaz y glorioso salto al futuro. La desilusión con Occidente, su propia funesta experiencia con la democracia de tipo occidental, después de 1911, y la clara alternativa que presentaba Rusia se unieron para hacer del comunismo la solución de los problemas de China. Si hacía falta mayor confirmación, la proporcionó un gesto sin precedentes que hizo el nuevo comisario de Asuntos Exteriores bolchevique cuando, en el verano de 1919, se brindó a renunciar a todas las conquistas y concesiones arrancadas de China en tiempos de los zares. (En realidad, el nuevo Gobierno bolchevique nunca llegó a cumplir la promesa, pero los chinos quedaron profundamente impresionados por una generosidad que ninguna otra potencia estaba mostrando).
Un año después de la Conferencia de Paz de París, un grupo de radicales chinos se reunió para formar el Partido Comunista chino. Muchos de los principales manifestantes de mayo de 1919 se afiliarían a él. El decano de Humanidades que había repartido octavillas fue su primer presidente. Bajo el liderazgo de Mao Zedong y Chu En-lai, que también habían participado en la agitación del 4 de mayo, el partido se haría con el poder en 1949.93
En París, Koo hizo un esfuerzo valeroso, pero condenado al fracaso por modificar el acuerdo de forma que fuese favorable a China. Al menos no tuvo que arriesgar la vida, porque China no firmó el tratado de Versalles en junio de 1919. El Gobierno de Pekín no fue capaz de tomar una decisión y por ello no mandó ninguna orden. En todo caso, estudiantes chinos rodearon el hotel Lutétia para impedir que los delegados salieran de él.94 China acabó firmando la paz con Alemania en septiembre de 1919.
Japón consiguió Shantung por medio del uso decidido de presiones. ¿Su amenaza de no firmar el tratado fue un farol o realmente se hubiera negado a firmarlo, como creían las otras potencias? Los indicios son contradictorios. En el momento culminante de las negociaciones sobre Shantung, en abril de 1919, el Gobierno de Tokio ordenó a su delegación que no diera su conformidad al pacto de la Sociedad de Naciones, si se rechazaban las reivindicaciones japonesas. No está claro si el Gobierno se daba cuenta de que el pacto formaba parte del tratado con Alemania.95 Durante el mismo periodo, sin embargo, documentos internos del Gobierno indican que Japón temía verse aislado. Puede que se hubiera vuelto atrás ante la negativa rotunda a darle los derechos sobre Shantung. Antes de que las cláusulas relativas a Shantung se acordaran definitivamente en el Consejo de los Cuatro el 30 de abril, el primer ministro japonés, Hara Kei, dijo a sus delegados en París que esperasen nuevas instrucciones en el caso de producirse tal negativa,96
Los japoneses recibieron su victoria en París con sentimientos encontrados.97 Cuando la delegación volvió a casa, fue recibida por una multitud que protestaba por su fracaso en relación con la cláusula sobre la igualdad racial.98 Saionji pidió perdón en el informe oficial que presentó al emperador: «Me entristece que no pudiéramos ver satisfechos todos nuestros deseos». Señaló, no obstante, que el prestigio de Japón en el mundo era mayor ahora que en 1914.99 Por otra parte, los delegados se fueron de París convencidos de que Estados Unidos se había propuesto parar los pies a los japoneses en China. Quizás era verdad. En 1921 la elección de Warren Harding para la presidencia estadounidense significó la subida al poder de un Gobierno más antijaponés. En la década de 1920, las relaciones con Estados Unidos, que ya eran difíciles, continuaron viéndose turbadas por desacuerdos relacionados con China, por ejemplo el consorcio creado para conceder empréstitos, al que pertenecían ambos países, y por la discriminación que los ciudadanos japoneses siguieron sufriendo en Estados Unidos.
La victoria en el caso de Shantung resultó costosa en otros sentidos. En China la agitación nacionalista, lejos de apagarse, se volvió más feroz y fue un serio obstáculo para las empresas japonesas. Asimismo, las relaciones de Japón con otras potencias resultaron perjudicadas, Los británicos empezaron a pensar seriamente en el futuro de la alianza naval anglo-japonesa. La idea de que Japón era una «Prusia amarilla» arraigó con firmeza en Occidente. En el verano de 1919 Curzon sermoneó a Chinda, que ahora era el embajador japonés en Londres, acerca del comportamiento de los japoneses en China. Japón había sido imprudente al insistir en sus derechos en China; había creado hostilidad en China y aprensión en Gran Bretaña. Curzon instó al embajador japonés a pensar en el futuro de la alianza entre Gran Bretaña y Japón, y en la cuestión más general de la seguridad en el Lejano Oriente,100
El Gobierno japonés, que no había previsto la intensidad de la oposición, empezó a pensar que debía cumplir la promesa que había hecho en París y devolver sus concesiones en Shantung. A principios de 1920 trató de entablar negociaciones con el Gobierno chino para retirar sus tropas de la región— Los chinos se negaron a hablar del asunto, En el otoño de 1921 Japón hizo un nuevo intento y sugirió condiciones bajo las cuales podría renunciar a sus derechos en Shantung. El Gobierno chino no quiso dar una respuesta clara.
Finalmente, en la conferencia sobre el desarme naval que se celebró en Washington, con los británicos y los estadounidenses haciendo de mediadores, Japón logró que China aceptara un acuerdo por el cual recuperaría la plena soberanía en Shantung. El ferrocarril que iba del puerto de Tsingtao al interior, y que tantos problemas había causado, se vendió a China al amparo de un complicado plan que en realidad permitía que Japón siguiera controlándolo durante la década siguiente.101 Probablemente China salió perdiendo en el aspecto económico, porque el ferrocarril, como habían descubierto los japoneses, no era rentable.102 En Washington, en 1922, Japón también firmó un tratado con las otras potencias que garantizaba la soberanía y la independencia territorial de China. La garantía duró hasta que en 1937 Japón invadió la China continental; Shantung, junto con todas las provincias costeras hasta el sur, quedó bajo control japonés.
Los hombres que habían interpretado sus papeles en París siguieron luego trayectorias muy distintas. Después del desastre de junio de 1919 Lu Zhengxiang perdió el interés por la diplomacia. Pasó unos cuantos años cómodos en calidad de ministro chino en Suiza; luego, al morir su querida esposa en 1926, entró en un monasterio benedictino en Bélgica, donde llegaría a ser abad. Murió en 1949 y está enterrado en Brujas. Koo continuó brillando, y sirvió a China varias veces como ministro de Asuntos Exteriores, primer ministro y embajador en Londres, Washington y París. Representó a China en la Sociedad de Naciones y estuvo presente en la fundación de las Naciones Unidas. De 1966 a 1976 fue uno de los jueces del Tribunal Internacional de Justicia de la Haya. En 1977 la Universidad de Columbia organizó una serie de actos para celebrar el nonagésimo aniversario de Koo. En sus memorias, la señora Koo, la hermosa y joven heredera indonesia que le había cautivado en 1919 en París, escribió en tono bastante triste: «Estaba entregado a su país. Que nunca me viera a mí como persona no es extraño. Era un hombre honorable, del tipo que China necesitaba, pero no fue un esposo para mí».103 Koo murió en 1985.
Varios miembros subalternos de la delegación estadounidense dimitieron a causa de la postura de su país en el asunto de Shantung. Lansing siguió como secretario de Estado a pesar de su desagrado. Siempre había pensado que Estados Unidos debía evitar un enfrentamiento a causa de China. Tal como había advertido en una ocasión anterior, «sería extremadamente quijotesco permitir que la cuestión de la integridad territorial de China involucrase a Estados Unidos en dificultades internacionales».104 Cuando Wilson se esforzó inútilmente por hacer que el pueblo estadounidense apoyara los acuerdos de paz, uno de los asuntos que se planteó repetidamente en los mítines públicos y en el Senado fue la traición de que había sido víctima China en el caso de Shantung. En opinión de David Hunter Miller, el experto jurídico estadounidense en la Conferencia de Paz, «la mayoría de las lágrimas derramadas por la “Violación de Shantung” lo fueron por cocodrilos republicanos, a quienes China no importaba más que Hécuba».105 Durante su última semana en la presidencia, Wilson envió una nota para adquirir entradas para un baile en beneficio del Chínese Famine Relief Fund [Fondo para el Alivio del Hambre en China]. «Me alegro mucho de prestar ayuda, por pequeña que sea.»106