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La independencia árabe

Un día, durante la Conferencia de Paz, Arnold Toynbee, uno de los asesores de la delegación británica, fue a entregar unos documentos al primer ministro. «Me alegré mucho al ver que Lloyd George se había olvidado de mi presencia y estaba pensando en voz alta. “Mesopotamia… sí… petróleo… regadíos… debemos tener Mesopotamia; Palestina… sí… Tierra Santa… sionismo… debemos tener Palestina… Siria… hum… ¿qué hay en Siria? Que sea para los franceses”.» 1 Así se expusieron las líneas del acuerdo de paz en Oriente Próximo: Gran Bretaña aprovechando su oportunidad, la necesidad de echarles algo a los franceses, una patria para los judíos, petróleo y la tranquila suposición de que los negociadores podían disponer de los antiguos territorios otomanos como quisieran. Para el Oriente Próximo árabe los acuerdos de paz fueron la repetición del viejo imperialismo decimonónico. Gran Bretaña y Francia se salieron con la suya —por el momento—, porque Estados Unidos optó por no intervenir y porque el nacionalismo árabe aún no era lo bastante fuerte como para enfrentarse a ellas.

En la entrevista que celebraron en Londres en diciembre de 1918, justo antes de que Wilson llegase a Europa, Lloyd George y Clemenceau encontraron tiempo para acordar la división de los inmensos territorios árabes del Imperio otomano, que se extendían desde Mesopotamia, en las fronteras del Imperio persa, hasta el Mediterráneo. Ambos hombres todavía se sentían animados por su victoria frente a Alemania y por la novedosa y aparentemente cálida amistad entre sus respectivas naciones. Clemenceau quedó encantado por la acogida que le tributaron en Londres, donde la multitud pareció enloquecer y prorrumpió en vítores y silbidos al tiempo que arrojaba sombreros y bastones al aire. «Realmente», dijo Mordacq, el ayudante de Clemenceau, «entre una gente tan flemática y fría fue de lo más significativo».2 La conversación sobre Oriente Próximo fue breve y cordial. «Bien», dijo Clemenceau, «¿de qué debemos hablar?». Lloyd George contestó: «de Mesopotamia y Palestina». Clemenceau: «Dígame lo que quiere». Lloyd George: «Quiero Mosul». Clemenceau: «La tendrá. ¿Algo más?». Lloyd George: «Sí, quiero Jerusalén también». Clemenceau: «La tendrá, pero Pichón pondrá pegas en el caso de Mosul»3 (Mosul estaba a punto de adquirir importancia a causa del petróleo).

Al parecer, a cambio de todo ello Lloyd George hizo promesas a Clemenceau: que Gran Bretaña apoyaría a Francia, incluso contra los estadounidenses, en su exigencia de control sobre la costa libanesa y el interior de Siria, y que Francia tendría una parte del petróleo que se encontrara en Mosul.4 Los franceses afirmaron más tarde que Clemenceau fue tan generoso, porque Lloyd George también le había asegurado que podía contar con el apoyo británico a sus exigencias en Europa, en particular a lo largo del Rin.5 Lloyd George no menciona esa parte del trato en sus memorias.6 ¿Los franceses se equivocaron o los británicos actuaron pérfidamente (otra vez)? Por desgracia, no se levantó acta oficial de la conversación. Fue un comienzo aciago para un asunto que envenenaría las relaciones franco-británicas en la Conferencia de Paz y durante muchos años después.

Lo que con el tiempo se llamaría la «cuestión Siria» (aunque en realidad estaba relacionada con todos los antiguos territorios árabes de los otomanos) no tenía por qué haber causado tanto daño. Gran Bretaña y Francia ya habían hecho su trato sobre Oriente Próximo con el acuerdo secreto entre Sykes y Picot en 1916. El derrumbamiento inesperado del Imperio otomano, sin embargo, despertó viejos sueños y antiguas rivalidades. Las discusiones, que se prolongaron durante todo 1919, fueron por algo más que territorio. Sus causas fueron Juana de Arco y Guillermo el Conquistador, los Altos de Abraham y Plassy, las cruzadas, Napoleón en Egipto y la destrucción de la flota francesa por Nelson en la batalla del Nilo, la arrebatiña por África, que había estado a punto de provocar una guerra cuando la crisis de Fachoda en 1898 y la pugna entre las civilizaciones francesa y anglosajona por ejercer su influencia.

Lloyd George, liberal convertido en usurpador de tierras, empeoró las cosas. Como a Napoleón, le embriagaban las posibilidades que ofrecía Oriente Próximo: la restauración de un mundo helénico en Asia Menor, una nueva civilización judía en Palestina; Suez y todas las comunicaciones con la India a salvo de amenazas; estados árabes leales y obedientes a lo largo del Creciente Fértil y en los valles del Tigris y el Eufrates; protección del suministro de petróleo para los británicos desde Persia y la posibilidad de nuevas fuentes de crudo controladas directamente por los británicos; los estadounidenses aceptando amablemente mandatos aquí y allá; los franceses haciendo lo que se les ordenara. En una cena privada que se celebró muy poco antes de terminar la guerra sus asesores más allegados le encontraron «con un estado de ánimo muy exalté [exaltado]», «muy intransigente». Quería excluir a Francia de Oriente Próximo tanto como fuera posible, incluso a costa de romper promesas anteriores.7 Y eso se refería sobre todo a Sykes— Picot, «aquel desafortunado acuerdo», como dijo Curzon, «que desde entonces llevamos colgado del cuello como una piedra de molino».8

Como tantos otros acuerdos que se presentaron en la Conferencia de Paz como invitados poco gratos, el de Sykes-Picot se firmó en plena guerra, cuando las promesas eran baratas y la perspectiva de una derrota era muy real. En 1916 la guerra iba mal para los Aliados. En el este los desembarcos de Gallípoli habían fracasado y en Mesopotamia una fuerza numerosa procedente de la India se había rendido. Los británicos querían empezar una nueva ofensiva contra los otomanos desde Egipto, pero para desviar recursos del frente occidental necesitaban el consentimiento de los franceses. Lo que tenían como cebo era un acuerdo sobre el futuro reparto del Imperio otomano.

Ambos negociadores eran católicos y conocían personalmente Oriente Próximo. Picot había sido cónsul general en Beirut antes de la guerra y Sykes había viajado mucho entre El Cairo y Bagdad. Picot era hijo de aquella alta clase media francesa que produjo tantos de los diplomáticos, gobernadores coloniales y altos cargos de la burocracia de Francia. Alto y pomposo, conservador y devoto, se preocupaba tanto por su propia dignidad como por la de Francia. Estaba muy allegado a poderosos lobbies coloniales en Francia; su hermano era tesorero del Comité de l’Asie Française, que, a pesar de su nombre, tenía mucho que ver con Oriente Próximo.9

Sykes, en cambio, era uno de aquellos aficionados ricos y aristocráticos que revoloteaban en los márgenes de la diplomacia británica. Su educación fue poco convencional: profesores particulares en la gran finca de Yorkshire, breves estancias en internados y un par de años en Cambridge, donde se distinguió en el teatro de aficionados. Estaba lleno de entusiasmo y energía y a menudo era poco práctico. T. E. Lawrence dijo de él: «Veía lo raro en todo y se le escapaba lo normal. Le bastaban unos cuantos trazos para pintar un mundo nuevo, desproporcionado, pero vivido como visión de algunos de los aspectos de lo que esperábamos».10 Amaba las bromas pesadas, dibujar caricaturas, la campiña de Yorkshire y el Imperio británico. Detestaba las ciudades, la rutina y a los pacifistas. Sentía devoción por su esposa y sus seis hijos, quizá debido a su propia infancia desgraciada con una madre borracha y promiscua y un padre neurasténico y frío. Adoraba Oriente Próximo antiguo y sin estropear, el del desierto y los campesinos sencillos; culpaba a los franceses y a las finanzas internacionales de haber modernizado y corrompido la sociedad antigua. Admiraba la cultura francesa, pero opinaba que Francia no se merecía su Imperio. «Los franceses», dijo después de visitar las posesiones francesas del norte de África, «son incapaces de inspirar respeto, no son sáhib, entre ellos no hay caballeros, sus oficiales no tienen caballos ni fusiles ni perros.»11

Curiosamente, Picot y Sykes colaboraron sin problemas. Su plan, que los respectivos gobiernos aprobaron en mayo de 1916, era bastante razonable, desde el punto de vista de un imperialista occidental. La costa siria, gran parte del Líbano de hoy, sería para Francia, mientras que Gran Bretaña ejercería el control directo del centro de Mesopotamia, alrededor de Bagdad, y la parte meridional en torno a Basora. Palestina, que era un asunto espinoso debido al gran interés que despertaba en otras potencias cristianas (Rusia en particular), tendría una administración internacional. El resto, una región inmensa que abarcaba la actual Siria, Mosul en el norte de Iraq y Jordania, tendría jefes árabes locales bajo la supervisión de los franceses en el norte y los británicos en el sur. (La península de Arabia no se mencionó, es de suponer que porque nadie pensó que valiera la pena preocuparse por todos aquellos kilómetros de arena). El acuerdo apaciguó a los franceses, que habían hecho grandes inversiones en la costa siria y que se consideraban protectores de las grandes comunidades cristianas de la región, como los maronitas del monte Líbano. También gustó a los británicos, que habían tenido la astucia de colocar a los franceses entre ellos y el Imperio ruso en su expansión hacia el sur.12

No obstante, después de hacer el trato, los británicos empezaron a lamentarlo casi en el acto. ¿No sería más prudente controlar directamente Palestina, tan próxima al canal de Suez? Era lo que recomendaban con insistencia los funcionarios británicos en Egipto. ¿Por qué debía Mosul ser para los franceses? Cuando Rusia se retiró de la guerra en 1917, de pronto pareció menos esencial tener a Francia como parachoques. Sykes, según informó un colega al llegar la noticia de la rendición de los otomanos, «ha ideado un plan nuevo y sumamente ingenioso por el cual los franceses deberán abandonar toda la región árabe excepto el Líbano y, a cambio, se les dará el protectorado de toda la región kurdo-armenia desde Adana hasta Persia y el Cáucaso».13

En Francia, un heterogéneo lobby colonialista —pañeros de Lyon que querían seda de Siria; la Cámara de Fabricantes de Automóviles, que señaló que Mosul era una región maravillosa para ir en coche; sacerdotes jesuítas, cuya orden tenía una universidad en Beirut; los financieros, funcionarios e intelectuales del Comité de l’Asie Française— instaron a su Gobierno a mantenerse firme. Siria, para este lobby, era invariablemente la Gran Siria y se extendía al sur hasta el Sinaí y al este hacia Mosul. Grupos parlamentarios señalaron los imperativos estratégicos. Francia ya tenía Argelia y Túnez en la costa meridional del Mediterráneo; ahora debía añadir Marruecos. Por desgracia, ya era demasiado tarde para hacerse con Egipto, que los británicos habían arrebatado por medio de una artera maniobra en 1882. Pero no era demasiado tarde en el caso del Líbano y su hinterland sirio y en el de Palestina.14 El Quai d’Orsay envió memorandos a Clemenceau en los que hacía referencia a «esta pesada, pero gloriosa carga». La relación de Francia con Siria se remontaba a las cruzadas. Los franceses ya habían hecho mucho por proteger a los cristianos y llevar la civilización a todos los árabes. Ahora los habitantes de la región contaban con que Francia pondría remedio a los daños causados por el largo dominio de los turcos. Francia no debía renunciar a Siria. La opinión pública francesa se enfurecería con razón si «después de semejante guerra y de semejante victoria, que ha consagrado el papel preeminente de Francia en el mundo, su posición [fuera] inferior a la de antes de agosto de 1914».15

La postura británica se endureció. El Comité Oriental del Gabinete de Guerra, creado en 1918 para que formulase la política británica en Oriente Próximo, insistió en la necesidad de contener a su aliada. Si Francia se quedaba con Palestina y Siria, Gran Bretaña, según Curzon, presidente e impulsor del comité, se vería obligada a mantener una fuerza numerosa en Egipto para proteger el canal de Suez y la vital ruta de la India.16 Y había otras rutas, por tierra y por aire (una nueva posibilidad), desde el extremo oriental del Mediterráneo y luego a través de Siria y Mesopotamia, o más al norte, siguiendo el mar Negro hasta más allá del Cáucaso. Balfour señaló que este argumento era peligroso: «Cada vez que vengo a un debate, con intervalos de, pongamos por caso, cinco años, me encuentro con que hay una nueva esfera que debemos proteger y que se supone que protege las puertas de la India. Estas puertas se alejan más y más de la India, y no sé hasta qué punto del oeste las llevará el Estado Mayor». Sus colegas siguieron decididos a destruir el acuerdo Sykes-Picot.17

Incluso antes de que los franceses se dieran cuenta de esto, la actuación de los británicos despertó sus suspicacias. Los católicos franceses habían quedado consternados cuando las fuerzas británicas del general Edmund Allenby expulsaron a los turcos de Jerusalén justo antes de la Navidad de 1917. El «peligro protestante» se estaba apoderando de Tierra Santa. El lobby colonial francés observó con ansiedad cómo la libra egipcia se convertía en la moneda primero de Palestina y luego de Siria y el comercio se movía hacia el sur. Cuando Picot se trasladó rápidamente a Palestina para intentar proteger los intereses franceses, encontró a Allenby y su Estado Mayor poco dispuestos a cooperar.18 En el verano de 1918, mientras la última gran ofensiva alemana golpeaba el frente occidental y los británicos preparaban otra ofensiva importante para penetrar en Siria, el Quai d’Orsay advirtió que la opinión pública francesa no aceptaría que «Francia se viera privada de beneficios que eran legítimamente suyos por parte de quienes desviaban sus tropas en el momento crucial». La preocupación de los franceses no se disipó cuando las autoridades militares británicas se negaron, luego, a entregar plenos poderes a los representantes franceses en las regiones de Siria que el acuerdo Sykes-Picot asignaba a Francia. Los británicos también guardaban un silencio poco tranquilizador sobre sus intenciones a largo plazo. Picot, que era menos partidario de seguir una línea dura que muchos de sus colegas, trató de advertir a Sykes del estado de la opinión en Francia: «los rencorosos lo ven como prueba de intenciones ocultas. Hasta los otros empiezan a estar preocupados». Los británicos se negaron a tomar en serio las preocupaciones de los franceses y la advertencia del mismo Picot: «un hombre bastante vanidoso y débil», dijo un oficial, «celoso de su propia posición y del prestigio de Francia».19

Aunque los británicos y los franceses daban la impresión de que, en el caso de Oriente Próximo, se estaban peleando por algo que era suyo, tenían que prestar cierta atención a sus aliados. Las promesas vagas que se habían hecho a Italia durante la contienda —acceso a puertos tales como Haifa y Acre, voz y voto en la administración de Palestina, igualdad de trato en la península de Arabia y el mar Rojo— podían pasarse por alto fácilmente y, en general, así se hacía. Estados Unidos era otra cosa. Si bien Wilson dio por sentado que los árabes necesitarían consejos, era de suponer que de los británicos y los franceses, se tomó en serio la idea de consultar con los habitantes de la región para tener en cuenta sus deseos. «Todo ordenamiento territorial relacionado con esta guerra», había dicho al Congreso en su discurso de los «Cuatro Principios» el 11 de febrero de 1918, «debe hacerse por el interés y el beneficio de las poblaciones afectadas». Gastón Domergue, ex ministro de Colonias y vicepresidente del comité oficial encargado de formular los objetivos coloniales de Francia, exclamó con mucha razón: «¡El obstáculo es Estados Unidos!».20

Con un suave cambio de marcha, los europeos empezaron a hablar el lenguaje de los estadounidenses. Domergue dijo que estaba muy claro que «necesitamos un Imperio colonial para ejercer, por el interés de la humanidad, la vocación civilizadora de Francia».21 Los británicos eran igualmente hábiles cuando se trataba de vestir con ropa nueva y atractiva viejos objetivos imperiales. No convenía disgustar a los estadounidenses; tal como Smuts dijo a sus colegas del Comité Oriental: «No hay que repartir el botín; sería una mala política para el futuro». Por otra parte, si se podía persuadir a los estadounidenses de que los británicos respetaban los deseos de los árabes, tal vez presionarían a los franceses para que renunciaran a parte de lo que se les había prometido en el Tratado Sykes-Picot. Cecil, altivo y artero, advirtió que «los estadounidenses sólo nos apoyarán si piensan que somos partidarios de un Gobierno nativo o algo por el estilo». Curzon pensaba igual:

«Si no podemos salir de nuestras dificultades de ninguna otra manera, deberíamos jugar la baza de la autodeterminación por lo que pueda valer, dondequiera que tengamos desavenencias con los franceses, los árabes o quien sea, y dejar que el caso lo resuelva este argumento final, sabiendo en el fondo de nuestro corazón que tenemos más probabilidades que nadie de beneficiarnos de él».22

Los gobiernos británico y francés, en una declaración en lengua árabe que se hizo circular mucho, descubrieron oportunamente que su principal objetivo en la guerra contra los otomanos había sido «la emancipación total y definitiva de los pueblos durante tanto tiempo oprimidos por los turcos y la instauración de gobiernos y administraciones nacionales que reciban su autoridad de la iniciativa y la libre elección de las poblaciones indígenas».23 Las palabras eran baratas. Los británicos, como había dicho Curzon, confiaban en que los árabes elegirían voluntariamente la protección de Gran Bretaña. Los franceses no se tomaban nada en serio el nacionalismo árabe. «No podéis», dijo Picot, «transformar una miríada de tribus en un conjunto viable». Ambas potencias pasaron por alto el entusiasmo con que se había recibido su declaración en el mundo árabe; en Damasco los nacionalistas árabes la habían celebrado cortando los cables de la electricidad y disparando enormes cantidades de munición.24 Los británicos y los franceses que habían llamado al genio del nacionalismo para que les ayudase durante la guerra iban a encontrarse con que no era fácil obligarle a irse.

A finales de noviembre de 1918 un joven moreno y guapo que afirmaba, con cierta justificación, hablar por los árabes embarcó en un buque de guerra británico en Beirut para trasladarse a Marsella y desde allí a París con el fin de asistir a la Conferencia de Paz. Feisal, descendiente del profeta y miembro del antiguo clan hachemita, era inteligente, decidido y muy ambicioso. También era deslumbrante. No importaba que se hubiera educado en Constantinopla; era la imagen que todo el mundo tenía de lo que debía ser un noble árabe del desierto. Lansing, tan prosaico normalmente, pensó en incienso y oro. «Sugería la serenidad y la paz del desierto, la meditación de quien vive en los grandes espacios de la tierra, la solemnidad del pensamiento de quien suele comulgar a solas con la naturaleza.»25 Allenby, el duro y viejo general británico, vio en él «un hombre entusiasta, delgado, muy excitable. Tiene unas manos muy hermosas, como de mujer; y sus dedos siempre se mueven nerviosamente cuando habla».26 Con la «Caballería de San Jorge» (soberanos de oroNT-6), armas y asesores británicos, Feisal había capitaneado una revuelta árabe contra los turcos.

Los británicos se habían arriesgado al apoyarle y habían hecho promesas que no coincidían con las del Acuerdo Sykes-Picot. En 1915 Sir Henry McMahon, alto comisario británico en El Cairo, había iniciado conversaciones con el padre de Feisal, Hussein, jerife de La Meca. Hussein era un «caballero bajito, anciano y pulcro, poseedor de gran dignidad y, cuando quería, gran encanto» que estaba más interesado por la prosperidad de su propia familia que por la autodeterminación de los árabes.27 Inmensamente orgulloso de su linaje, cuyo origen se remontaba docenas de generaciones (como solía recordar), era el jefe de una de las familias más antiguas y distinguidas del mundo árabe, guardián de los lugares más santos del islam en el Hiyaz y flamante titular del número de teléfono La Meca 1. En correspondencia mantenida con el jerife, que continúa siendo sumamente controvertida, McMahon prometió que si los árabes se alzaban contra los turcos, recibirían ayuda británica y, lo que era más importante, la independencia. Para salvaguardar los intereses franceses y británicos, unas cuantas regiones fueron eximidas específicamente del dominio árabe: el territorio situado al oeste de una línea que se extendía más o menos desde Alepo en el norte hasta Damasco en el sur —dicho de otro modo, la costa de Siria y el Líbano— así como las antiguas provincias turcas de Bagdad y Basora. Las fronteras entre los territorios exentos y el resto no se trazaron claramente. Los británicos arguyeron más tarde, haciendo caso omiso de la geografía, que Palestina también se encontraba al oeste de la línea Alepo-Damasco. ¿Y qué significaba la independencia? Hussein y sus seguidores dieron por sentado que, incluso las regiones exentas serían gobernadas por árabes bajo supervisión europea; el resto, desde la península de Arabia, subiendo por Palestina hasta el interior de Siria, y luego hasta Mosul en el norte de Mesopotamia, sería un Estado árabe independiente. Los británicos no acababan de verlo así.28

En 1915 los detalles de lo que fue un intercambio de promesas, y no un tratado en firme, no importaban demasiado. Tal vez también sea justo decir que ninguna de las dos partes negoció totalmente de buena fe. Hussein exageró de forma disparatada su propia influencia cuando insinuó que existían inmensas conspiraciones árabes esperando a que él diera la señal. En 1915 su posición era precaria. Había pasado gran parte de su vida esperando en Constantinopla a que los otomanos le nombraran jerife y hacía poco se había enterado de que estaban pensando en deponerle.29 Tenía cerca de él un rival formidable en la persona de Ibn Saud, que estaba uniendo a las tribus del interior para desafiarle. Desde el punto de vista británico, no estaba nada claro que los árabes llegaran a sublevarse algún día o que el Imperio otomano fuera a derrumbarse, ni siquiera que los Aliados fuesen a ganar la guerra. Al igual que el Acuerdo Sykes-Picot, las cartas entre Hussein y McMahon fueron un recurso a corto plazo más que parte de una estrategia a largo plazo. Y hubo otra promesa hecha en aquellos años de guerra que iba a causar problemas a los negociadores de París: la Declaración Balfour, que decía a los judíos del mundo que podrían tener una patria en Palestina; la dio a conocer el Gobierno británico y la suscribieron los franceses y más adelante los estadounidenses. No estaba claro cómo cuadraba con los acuerdos con los árabes.

Los pagarés que se dan durante una guerra no son siempre fáciles de cobrar cuando llega la paz, pero en junio de 1916, cuando empezó la revuelta árabe, los británicos tenían razones de sobra para sentirse satisfechos de su diplomacia. El jerife se proclamó rápidamente rey de los árabes, aunque los británicos sólo estaban dispuestos a reconocerle como rey del Hiyaz. Cuatro de sus hijos lucharon contra los turcos, pero el que sobresalió fue Feisal. Al lado de Feisal cabalgaba su oficial de enlace británico, el hombre rubio y de ojos azules que luego se haría aún más famoso con el nombre de Lawrence de Arabia.

Erudito distinguido y hombre de acción, soldado y escritor, amante apasionado tanto de los árabes como del Imperio británico, Lawrence era, como dijo Lloyd George, «una figura sumamente elusiva e inclasificable».30 Continúa siendo un enigma, rodeado de leyendas, algunas reales, otras creadas por él mismo. Es verdad que cursó estudios con brillantez en Oxford, que hubiera podido ser un gran arqueólogo y que era extraordinariamente valeroso. No es verdad que él solo creara la revuelta árabe. Su gran crónica Los siete pilares de la sabiduría es en parte historia y en parte mito, como él mismo reconoció. Afirmaba que le resultaba fácil pasar por árabe, pero los árabes detectaban muchos errores cuando le oían hablar en su lengua.31 Se estremeció cuando el periodista estadounidense Lowell Thomas le hizo famoso, pero fue varias veces de incógnito al Albert Hall a escuchar las conferencias de Thomas. Éste dijo de él que «tenía el don de retroceder a un primer plano».32 Cuando quería, Lawrence desplegaba un encanto arrollador. Tenía amigos en todos los mundos y todas las clases, desde árabes del desierto hasta E.M. Forster. También era capaz de mostrarse brutalmente grosero. Cuando un compañero de mesa en una cena durante la Conferencia de Paz le dijo nerviosamente: «Me temo que mi conversación no le interesa mucho», Lawrence contestó: «No me interesa en absoluto».33

En Los siete pilares de la sabiduría la descripción del primer encuentro de Lawrence con Feisal es épica: «No más verle tuve la sensación de que había venido a Arabia para encontrar a este hombre… el líder que llevaría la Revuelta Árabe a la gloria total». Sus impresiones en aquel momento nos dan un Feisal más humano:

«Es irascible, orgulloso e impaciente, a veces poco razonable y propenso a salirse por la tangente. Posee mucho más magnetismo y vitalidad personales que sus hermanos, pero es menos prudente. Resulta obvio que es muy inteligente, pero quizá no demasiado escrupuloso».34

Eso último podía decirse igualmente de Lawrence. Presentó a Feisal la visión del trono en una Siria independiente, una Siria que abarcaría el Líbano, y quitó importancia a las otras promesas que habían hecho los británicos, a los franceses o a los judíos.35 Se aseguró de que se atribuyera a las fuerzas de Feisal el mérito de haber tomado Damasco, lo cual molestó mucho a los australianos, que fueron quienes realmente hicieron el trabajo. Feisal fue nombrado administrador principal de Siria. Y Lawrence hizo todo esto por los árabes, pero también por los británicos. Él mismo no sabía quiénes eran más importantes para él. A veces decía «nosotros» cuando hablaba de los árabes y «vosotros» al referirse a los británicos.36 Al igual que otros amigos de los árabes, esperaba que éstos eligieran gustosa y voluntariamente un autogobierno limitado bajo la supervisión y el control benévolos de los británicos. La autodeterminación, según dijo al Comité Oriental de Curzon, era «una idea insensata por muchas razones. Podríamos permitir a la gente que ha luchado a nuestro lado que se autodetermine».37 De esta manera las necesidades imperiales de Gran Bretaña cuadrarían bien con el nacionalismo árabe… y él no tendría que escoger entre las dos cosas.38

Los franceses veían a Lawrence como el «genio del mal» de Feisal que había vuelto al árabe sencillo contra ellos.39 Cuando Lawrence llegó con Feisal a Marsella en noviembre de 1918, ataviado, como comentó con repugnancia un coronel francés, con «su extraña vestidura oriental blanca», le dijeron que era bien recibido sólo como oficial británico. Lawrence se fue de Francia hecho una furia, pero se presentó al empezar la Conferencia de Paz, todavía vestido de árabe.40 Mientras era agasajado por los británicos y estadounidenses, los franceses hacían comentarios en voz baja sobre su irracional odio a Francia. Se decía que había tomado su croix de guerre [cruz de guerra] y la había exhibido en un collar de perro.41 Clemenceau, que albergaba la esperanza de evitar un enfrentamiento con Gran Bretaña a causa de Siria, accedió a verle. Recordó a Lawrence que los franceses habían luchado allí durante las cruzadas. «Sí», replicó Lawrence, «pero los cruzados habían sido derrotados y las cruzadas habían fracasado.»42

Los franceses, que sospechaban que los británicos esperaban utilizar a Feisal para debilitar los argumentos a favor de una Siria francesa («Imperialismo británico con tocado árabe», dijo un diplomático francés), no querían a Feisal ni a Lawrence en Francia y les hubieran impedido embarcar en Beirut de haberlo sabido a tiempo. Por otro lado, no se atrevieron a prohibir a Feisal que desembarcara en Marsella; siempre había la posibilidad, por pequeña que fuese, de apartarle de los británicos. Feisal fue recibido con cortesía, pero fríamente y se le informó de que no tenía ninguna categoría oficial y de que había obrado mal haciendo aquel viaje. Se lo llevaron casi a rastras a visitar los campos de batalla para tenerle alejado de París y no le concedieron una audiencia con Poincaré hasta que amenazó con irse.43 También le concedieron una Legión de Honor y quiso el destino que Feisal la recibiera del general Gourard, que más adelante le expulsaría de su trono en Siria.

En Londres la acogida fue más cálida, pero con corrientes ocultas que inquietaron a Feisal. Los británicos apuntaron la posibilidad de que tuviera que aceptar el dominio francés en Siria.44 También querían que reconociera que Palestina no formaba parte de Siria, como sostenían los árabes, y que firmase un acuerdo con Chaim Weizmann, líder de la Organización Sionista Mundial, en el que se reconocía la presencia sionista allí. Feisal se sentía solo y desorientado en un mundo que le resultaba extraño. Necesitaba el apoyo británico ante la hostilidad de los franceses. Firmó a principios de enero y la validez del documento, como la de tantos otros relativos a Oriente Próximo, se ha discutido desde entonces.45

Al inaugurarse la Conferencia de Paz, los franceses trataron de abrir una brecha entre Feisal y los británicos. Su nombre fue omitido de la lista de delegados oficiales. Cuando Feisal se quejó, un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores francés le dijo claramente: «Es fácil de comprender. Se están riendo de usted; los británicos le han dejado en la estacada. Si se pasa usted a nuestro bando, podemos arreglarle las cosas». Después de que los británicos protestaran, los franceses permitieron de mala gana que Feisal asistiera en calidad de delegado oficial, pero sólo como representante del Hiyaz de su padre. Lawrence estuvo a su lado como acompañante, intérprete y pagador, porque Feisal cobraba una subvención del Ministerio de Asuntos Exteriores británico.46 La prensa francesa acusó a Feisal de ser una marioneta de los británicos; los servicios secretos franceses abrían sus cartas y demoraban el envío de sus telegramas a Oriente Próximo. En un gambito que acabó fracasando, el Quai d’Orsay también apoyó al llamado Comité Sirio Central, que afirmaba hablar por los sirios de todo el mundo y quería, según decía, una Gran Siria, incluido el Líbano, bajo protección francesa. El efecto principal fue hacer que los nacionalistas árabes recelasen todavía más de los franceses.47

El 6 de febrero la delegación del Hiyaz tuvo finalmente su oportunidad de dirigirse al Consejo Supremo. Feisal, que llevaba una túnica blanca con bordados de oro y ceñía cimitarra, habló en árabe y Lawrence hizo de intérprete. Se rumoreó que Feisal se limitó a recitar el Corán mientras Lawrence improvisaba.48 Feisal dijo que los árabes querían la autodeterminación. Si bien estaba dispuesto a respetar las exenciones del Líbano y Palestina, el resto del mundo árabe debía obtener su independencia. Invitó a Gran Bretaña y Francia a hacer honor a sus promesas. Mientras que Lloyd George hizo preguntas cuya finalidad era demostrar la aportación de los árabes a la victoria aliada, Wilson sólo preguntó si los árabes preferirían formar parte de uno solo mandato o de varios. Feisal trató de eludir una pregunta difícil e hizo hincapié en que los árabes preferían la unidad y la independencia. Insinuó que, si las potencias optaban por los mandatos, su pueblo preferiría a los estadounidenses a cualquier otra potencia. Cuando Feisal y Lawrence hicieron una visita privada a Wilson, le encontraron reservado y reacio a comprometerse, aunque años después, cuando las cosas ya le habían ido mal, Feisal afirmó que Wilson había prometido que, si Siria realmente obtenía su independencia, Estados Unidos la protegería.49

El ministro de Asuntos Exteriores francés trató de sorprender a Feisal en falta. Como informó maliciosamente un observador británico, «Pichón cometió la estupidez de preguntar qué había hecho Francia para ayudarle». Feisal alabó enseguida a los franceses al tiempo que se las arreglaba para señalar que la ayuda que Francia había enviado era muy limitada. «Lo dijo todo de tal manera que no había ninguna posibilidad de que alguien se sintiese ofendido y, por supuesto, Pichot quedó como un tonto, que es lo que es.»50 Unos cuantos días después los franceses volvieron a la carga y presentaron a unos árabes que afirmaron que, ya fueran cristianos o musulmanes, lo que más quería su pueblo era ayuda francesa. Por desgracia, cuando el portavoz del Comité Sirio Central empezaba su discurso de dos horas, un experto estadounidense pasó una nota a Wilson que señalaba que el orador había vivido los últimos treinta y cinco años en Francia. Wilson dejó de escuchar y se puso a pasear por la habitación. Clemenceau, enfadado, dijo susurrando a Pichón: «¿Se puede saber por qué ha traído a ese tipo?». Pichón se encogió de hombros y repuso: «Pues, yo no sabía que iba a comportarse así».51 La opinión del propio Clemenceau era que las exigencias de Feisal resultaban absurdas y desmesuradas, pero siguió albergando la esperanza de evitar un enfrentamiento con los británicos, especialmente porque los debates en torno a las condiciones que se ofrecerían a Alemania estaban llegando a una etapa difícil.52

Los franceses también trajeron una delegación que pidió la independencia del Líbano bajo protección de Francia, cuyas alabanzas cantó. «Sus principios liberales», dijo el líder de la delegación, «sus antiguas tradiciones, los beneficios que el Líbano nunca dejaba de recibir de ella en tiempos difíciles, la civilización que difundía por todo el mundo la hacían prominente a ojos de todos los habitantes del Líbano.»53 Francia había sido históricamente la protectora de las comunidades cristianas del Imperio otomano, pero tenía vínculos especialmente estrechos con los maronitas, que probablemente formaban una mayoría en la región agreste que rodeaba el monte Líbano. En 1861 Francia había obligado a los otomanos a crear una región autónoma allí. Los maronitas habían luchado al lado de los cruzados franceses; reivindicaban una relación familiar e improbable con Carlomagno; al igual que los católicos franceses, acudían al Papa de Roma en vez de al patriarca ortodoxo de Constantinopla y, tal vez lo más importante de todo, admiraban la cultura francesa casi tanto como los mismos franceses. Cuando los líderes maronitas trazaron las líneas generales de un Gran Líbano, que abarcaría el valle de la Bekaa y la mayor parte de la costa desde Trípoli hasta Sidón, así como gran número de musulmanes, Francia respondió favorablemente.54

Aunque la principal preocupación de Clemenceau en la Conferencia de Paz era la seguridad de Francia en Europa, no podía prescindir por completo de su propio lobby colonial. Tal como dijo a Kerr, el ayudante de Lloyd George:

«Personalmente no sentía ningún interés especial por el Cercano Oriente. Francia, sin embargo, siempre había interpretado un papel importante allí y, desde el punto de vista económico, un acuerdo que diese a Francia oportunidades económicas era esencial, especialmente en vista de su situación económica en aquel momento. También dijo que la opinión pública francesa esperaba un acuerdo que estuviera en consonancia con la posición de Francia. No podía, según él, llegar a ningún acuerdo que no cumpliera esta condición».55

Estaba dispuesto, como había demostrado en aquella famosa conversación polémica de diciembre de 1918, a hacer lo que fuese necesario para complacer a los británicos; no podía dárselo todo en Oriente Próximo.

Debido a los asuntos urgentes que hubo que resolver, antes de que Wilson partiese para su breve estancia en Estados Unidos el 14 de febrero, no se tomó ninguna decisión sobre los territorios árabes y el asunto siguió enconándose. La principal causa del problema era que los británicos aún no habían decidido qué querían. ¿Debían permanecer al margen y dejar que Siria fuera para los franceses, como habían prometido en el Acuerdo Sykes-Picot y como prefería el Ministerio de Asuntos Exteriores británico?56 El Comité Oriental de Curzon y los militares se apresuraron a señalar los peligros que representaría que Francia controlara una extensión de antiguo territorio turco entre Armenia en el norte y las fronteras de Palestina en el sur.57 También había quien, como el propio Lawrence, opinaba que Gran Bretaña tenía una obligación para con los árabes y en particular para con Feisal y que, por tanto, no podía abandonarlos sencillamente a los franceses. Lloyd George tendía a estar de acuerdo con esto; tal como dijo a la delegación del Imperio británico, «si no cumpliéramos lo prometido, no podríamos volver a mirar a Oriente a la cara».58 Daría a los franceses Siria, sólo si no había más remedio. Por otra parte, en realidad no quería indisponerse con los franceses. Al igual que en otros asuntos, Lloyd George procuró dejar las puertas abiertas, las suyas y las de Gran Bretaña. Demoró la retirada de las fuerzas de ocupación británicas, con lo que persuadió a los franceses, suponiendo que fuera necesario persuadirlos, de que los británicos no eran de fiar. Tal como se quejó Balfour:

«Nos hemos metido en un lío extraordinario a causa de este asunto, debido en parte a la actitud poco razonable de los franceses, en parte a la posición esencialmente falsa en la que nos hemos colocado al insistir en una ocupación militar de un país con el que en ninguna circunstancia nos proponemos quedarnos, al tiempo que excluíamos a quienes reconocemos que van a tenerlo, y en parte al carácter complicado y contradictorio de los compromisos públicos que hemos contraído».59

Durante la ausencia de Wilson, los británicos presentaron varios planes que en todos los casos dejarían a Francia con menos de lo que se le prometiera en el Acuerdo Sykes-Picot. Lloyd George instó a Clemenceau a aceptar a Feisal como gobernante de Siria y le advirtió que, en caso de no hacerlo, podría haber guerra en Siria.60 Los británicos también pusieron furiosos a los franceses con un plan cuya finalidad era rectificar las fronteras de Palestina. Los franceses se quejaron de que dicho plan se hubiera llevado casi un tercio del territorio del sur de Siria.61 «Las notas que se recibían del Gobierno francés», dijo el embajador británico en París, «no habrían podido ser peores de haber sido enemigos en lugar de aliados». Lord Milner, el ministro de Colonias británico, al que se había encargado el asunto de Siria, llegó a París para tranquilizar a los franceses diciéndoles que «no queríamos Siria y no poníamos el menor reparo a la presencia de Francia allí». Incluso persuadió a Clemenceau, viejo amigo suyo, a entrevistarse con Feisal con el fin de ver si podían llegar a un acuerdo. Por desgracia, el intento de asesinar a Clemenceau se produjo el 19 de febrero, antes de que pudiera celebrarse la entrevista. Milner no insistió porque, según dijo, no quería molestar a Clemenceau, que se negó a seguir tratando con él.62 Parece ser que, al cabo de unas cuantas semanas, Lloyd George volvió al Acuerdo Sykes-Picot, pero tres días después presentó otro mapa que dejaba a Francia con el Líbano y el puerto de Alejandreta en el norte, y a Siria prácticamente independiente bajo Feisal.63 Clemenceau se quejó amargamente a House de que Lloyd George siempre faltaba a sus promesas.64 El Gobierno de París se veía sometido a presiones intensas de los colonialistas franceses; incluso el Quai d'Orsay estaba fomentando una campaña de prensa que exigía el mandato sobre Siria. «No volveré a ceder en nada», aseguró Clemenceau a Poincaré, «Lloyd George es un tramposo. Ha conseguido convertirme en "sirio”».65

El 20 de marzo, con Wilson de nuevo en París, Pichón y Lloyd George volvieron a revisar toda la historia en el Consejo de los Cuatro. Wilson, asqueado, dijo después que Sykes-Picot parecía el nombre de una variedad de té; «un magnífico ejemplo de la vieja diplomacia».66 A esas alturas Sykes ya había muerto, a causa de la gran epidemia de gripe, y Picot se encontraba en Beirut tratando valerosamente de defender los intereses de su país ante una administración militar británica hostil. Allenby, que había sido llamado a París cuando estaba en Damasco, advirtió que los árabes se opondrían violentamente a una ocupación francesa.67 Wilson intentó encontrar una solución intermedia. Después de todo, tal como señaló, su único interés era la paz. ¿Por qué no se enviaba una comisión investigadora que preguntara a los mismos árabes qué querían? Utilizando una de sus fórmulas favoritas, dijo que la Conferencia de Paz encontraría «la base más científica posible para un acuerdo».68 Con la intención de molestar a los británicos, Clemenceau sugirió maliciosamente que la comisión estudiara Mesopotamia y Palestina también. Con la despreocupación que sacaba de quicio al lobby colonial francés, dijo a Poincaré que había aceptado lo de la comisión sólo para quedar bien con Wilson y que, en todo caso, la comisión no encontraría nada más que apoyo a Francia en Siria, «donde tenemos tradiciones de doscientos años». El presidente francés quedó horrorizado. Tal como dijo a su diario, «Clemenceau es un hombre para catástrofes; si no puede evitarlas, también las provocará».69 Lloyd George accedió al envío de una comisión, pero en su fuero interno le pareció que era una pésima idea y lo mismo, al pensárselo otra vez, opinó Clemenceau. Los dos buscaron evasivas cuando llegó el momento de nombrar a sus representantes y el resultado fue que Wilson, exasperado, finalmente decidió en mayo seguir adelante de forma unilateral y enviar su propia comisión a Oriente Próximo.

Al recibir la noticia de que iba a nombrarse una comisión, Feisal bebió champán por primera vez en su vida.70 Estaba seguro, al igual que el ubicuo Lawrence, de que la comisión confirmaría la independencia de Siria bajo su Gobierno.71 Los meses que pasaron en París fueron un periodo de frustración y aburrimiento para ambos hombres.

Un paseo en avión por encima de la ciudad les alivió un poco. «¡Qué lástima que no tengamos bombas para lanzarlas sobre esta gente!», exclamó Feisal. «No importa, aquí tienes unos cojines.»72 Lawrence estaba cada vez más imposible y gastaba tontas bromas pesadas, como una noche en que arrojó papel higiénico sobre Lloyd George y Balfour por el hueco de una escalera.73 En abril, Feisal y Clemenceau sostuvieron por fin una entrevista en la que hablaron de otro plan, que preveía una forma atenuada de mandato francés y que habían redactado expertos británicos y franceses. Clemenceau encontró a Feisal más amistoso y razonable que antes y creyó que había aceptado las condiciones.74 En realidad, lo que hacía Feisal, siguiendo los consejos de Lawrence, era ganar tiempo.75 En mayo, cuando resultó obvio que no habría acuerdo alguno ni comisión investigadora aliada, Feisal ya se encontraba en lugar seguro en Damasco.

En París continuaron las disputas entre Gran Bretaña y Francia, que el 12 de mayo culminaron en una escena violenta entre Clemenceau y Lloyd George a causa de todo el Imperio otomano. Clemenceau señaló que Francia había aceptado la inclusión de Cilicia en un mandato sobre Armenia bajo Estados Unidos. Recordó a Lloyd George que había renunciado a Mosul en diciembre.

«Así pues, he abandonado Mosul y Cilicia; hice sin titubear las concesiones que usted me pidió, porque usted me dijo que, después, no quedaría ninguna dificultad. Pero no voy a aceptar lo que usted propone hoy; mi Gobierno sería derribado al día siguiente, e incluso yo votaría contra él.»76

Clemenceau amenazó con desdecirse de su ofrecimiento de Mosul. Eso planteó a la Conferencia de Paz la cuestión no sólo de Mosul, sino de toda la región que se extendía hacia el sur hasta el golfo Pérsico y que ahora se conoce con el nombre de Iraq. Era un asunto que los británicos habían logrado soslayar hasta el momento.

Mesopotamia —el nombre que los británicos usaban de forma poco rigurosa para referirse a las antiguas provincias otomanas de Mosul, Bagdad y Basora— apenas se había mencionado en la conferencia, excepto como posible mandato que todo el mundo daba por sentado que ejercería Gran Bretaña. La región estaba ocupada por sus tropas, de su administración se encargaban funcionarios procedentes de la India y sus barcos navegaban por el Tigris. No era probable que otra potencia se opusiera a la reivindicación británica: Rusia y Persia eran demasiado débiles; Estados Unidos no estaba interesado; Francia, hasta aquella sesión tormentosa del Consejo de los Cuatro en mayo, al parecer había renunciado a toda reivindicación. Clemenceau habló empujado por la ira, pero puede que también hubiera empezado a comprender a qué había renunciado alegremente: al petróleo.

El carbón había sido el gran combustible de la Revolución Industrial, pero en 1919 ya comenzaba a verse claramente que el petróleo era el combustible del futuro. Los carros de combate, los aviones, los camiones y la marina necesitaban petróleo. Sólo las importaciones británicas de petróleo se cuadruplicaron entre 1900 y 1919 y se daba la circunstancia preocupante de que la mayor parte de ese petróleo procedía de fuera del Imperio británico: de Estados Unidos, México, Rusia y Persia. Era obvio que el control de los yacimientos petrolíferos, las refinerías y los oleoductos sería importante en el futuro, como lo había sido durante la Gran Guerra, cuando «la Causa Aliada», según Curzon, «flotó hasta la victoria en una ola de petróleo».77 Nadie sabía a ciencia cierta si Mesopotamia tenía petróleo en cantidad, pero al ver los charcos de líquido negro que se formaban en los alrededores de Bagdad o los gases que ardían en los pantanos de Mosul resultaba fácil adivinarlo. En 1919 la marina británica ya argüía, sin esperar confirmación, que los yacimientos de petróleo de Mesopotamia eran los mayores del mundo.78 Parecía una insensatez entregar el control de una parte de ellos a los franceses, dijera lo que dijera el Acuerdo Sykes-Picot. Tal como escribió Leo Amery, uno de los jóvenes y brillantes colaboradores de Lloyd George:

«El mayor yacimiento petrolífero del mundo se extiende hasta Mosul y más allá y aunque no fuera así, deberíamos, por razones de seguridad, controlar suficiente territorio ante nuestros importantísimos yacimientos petrolíferos como para evitar el riesgo de que fueran invadidos al empezar la guerra».79

Clemenceau, que en cierta ocasión había dicho, «cuando necesite un poco de aceite,7NT-7 lo encontraré en mi tienda de ultramarinos», ya se había dado cuenta de la importancia del nuevo combustible. Había renunciado al control oficial de Mosul, pero insistió ante Lloyd George que Francia debía recibir su parte de lo que hubiera en el subsuelo. Walter Long, el ministro de Combustible británico, y Henry Bérenger, su colega francés, que creía que el petróleo era la «sangre de la victoria», recibieron la orden de ponerse a trabajar. Elaboraron un acuerdo por el que Francia recibiría una cuarta parte de la Turkish Petroleum Company y a cambio permitiría la construcción de dos oleoductos que cruzarían Siria desde Mosul hasta el mar. Ambas partes acordaron que no querían que los estadounidenses, que empezaban a mostrar interés por el petróleo de Oriente Próximo, intervinieran en el asunto.80 Por desgracia, lo que era un acuerdo razonable se vio mezclado con el enfrentamiento a causa de Siria. «Hubo una pelea de primera magnitud», escribió Henry Wilson en su diario, «durante la que el "Tigre” dijo que Walter Long ¡había prometido a los franceses la mitad del petróleo de Mesopotamia! Lloyd George me preguntó si había oído algo al respecto. Nunca, por supuesto. Lloyd George escribió inmediatamente al Tigre para decirle que el acuerdo quedaba cancelado.»81 El Ministerio de Asuntos Exteriores británico no se enteró de lo ocurrido hasta varios meses después, lo cual indica la confusión que reinaba entre los gobernantes británicos del periodo.82 Hasta diciembre de 1919, después de que Gran Bretaña y Francia resolvieran finalmente su disputa en torno a Siria, no se dio por concluido el asunto del petróleo, más o menos con las condiciones que habían acordado Long y Bérenger. Como parte del trato, el Gobierno francés también accedió a abandonar de forma permanente la reivindicación de Mosul.

Los británicos sabían que no querían que los franceses tuvieran Mosul, pero, aparte de eso, formularon a trancas y barrancas su política relacionada con Mesopotamia. La primera campaña británica en la región, la de 1914, había sido defensiva, sin más objetivo que proteger el golfo Pérsico de los turcos. Una vez asegurada su cabeza de puente, se habían visto atraídos por Bagdad, en el norte. Un joven oficial político, Arnold Wilson, escribió a sus padres: «Lo único sensato es seguir avanzando hasta donde sea posible y no tratar de adelantarse demasiado a los acontecimientos».83 Cuatro meses más tarde los británicos habían avanzado mucho, hasta las regiones kurdas de las fronteras de Turquía, y Wilson era ahora jefe de la administración británica.

Arnold Wilson era guapo, valiente, tozudo y estoico. El informe de su escuela decía: «Ha luchado valerosamente con sus defectos y los peores de ellos son tal vez virtudes exageradas. Tiene talento para la administración y la organización, es capaz de trabajar mucho para los demás y no es egoísta. Sus modales son su peor enemigo».84 Detestaba el baile, los chismorreos y la holgazanería. Era muy dado a citar las Escrituras; su dedo nunca vacilaba en el gatillo. Poseía, en resumen, las cualidades de un gran procónsul del Imperio en unos momentos en que empezaban a ser innecesarias.

Al empezar la guerra, Wilson estaba en el norte de Turquía, cerca del monte Ararat, ultimando un proyecto inmenso que consistía en trazar el mapa de la frontera entre Persia y la Turquía otomana. (La frontera se ha conservado sin apenas cambios). Wilson y un colega regresaron a Gran Bretaña pasando por Rusia y Arjángel. Cuando se disponía a reunirse con su regimiento en Francia recibió la orden de volver a Oriente Próximo para participar en la campaña de Mesopotamia en calidad de ayudante de Sir Percy Cox, el oficial político en jefe.85 Al finalizar la guerra Cox fue destinado a Persia y Wilson, como era de esperar, le sustituyó. Desde abril de 1918 hasta octubre de 1920 gobernó Mesopotamia.

Wilson, al igual que la mayoría de los británicos que había allí, dio por sentado que Gran Bretaña estaba adquiriendo una nueva valiosa propiedad. Con petróleo, si valía la pena explotar el de Mosul, y trigo, si se construían buenos sistemas de regadío, esta adquisición podría ser autosuficiente; de hecho, incluso era posible que enviara dinero a las arcas imperiales. Wilson instó al Gobierno de Londres a incluir Mosul entre los objetivos de la guerra y, justo después del armisticio con Turquía, se aseguró de que se enviaran fuerzas británicas a la región. Arguyo que Mosul era importante para la defensa de Bagdad y Basora.86 Con la caída de los otomanos y la Revolución rusa, también había aumentado su importancia estratégica. Los británicos apoyaban a fuerzas anticomunistas en Rusia así como a las pequeñas repúblicas independientes que habían surgido en el Cáucaso. Una manera de hacerlo, y de impedir que el bolchevismo se propagara hacia el sur, era abrir comunicaciones entre Persia y el Cáucaso y eso significaba pasar por Mosul.

Wilson tenía ideas firmes sobre cómo debía gobernarse la región. «Basora, Bagdad y Mosul debían considerarse como una sola unidad a efectos administrativos y bajo control efectivo británico». Al parecer, nunca se le ocurrió que una sola unidad no tenía mucho sentido en otros aspectos. En 1919 no había iraquíes; la historia, la religión y la geografía separaban a los habitantes de la región en lugar de unirlos. Basora miraba hacia la India y el golfo, en el sur; Bagdad tenía vínculos fuertes con Persia; y Mosul tenía lazos más estrechos con Turquía y Siria. Juntar las tres provincias otomanas con el propósito de crear una nación era, en términos europeos, como albergar la esperanza de que los musulmanes bosnios, los croatas y los serbios formaran un solo país. Como en los Balcanes, el choque de imperios y civilizaciones había creado fisuras profundas. La población se dividía en una mitad de musulmanes shiíes y una cuarta parte de sunníes, con otras minorías que iban de judíos a cristianos; pero otra división atravesaba la religiosa: si bien la mitad de los habitantes era árabe, el resto era kurdo (principalmente en Mosul), persa o asirio. Las ciudades eran relativamente avanzadas y cosmopolitas; en el campo los líderes hereditarios, tanto los tribales como los religiosos, seguían dominando.87 No existía un nacionalismo iraquí, sólo árabe. Antes de la guerra oficiales jóvenes que servían en los ejércitos otomanos habían presionado para que se concediese más autonomía a las regiones árabes. Al terminar la contienda, varios de estos oficiales, entre ellos Nuri Said, futuro primer ministro de Iraq, se habían agrupado alrededor de Feisal. Lo que les interesaba era una Gran Arabia y no una serie de estados separados.

Arnold Wilson no previo los problemas que comportaría meter a una población tan diversa en un único Estado. Era un paternalista que pensaba que los británicos se quedarían durante generaciones. «El árabe medio, a diferencia de un puñado de políticos aficionados en Bagdad, ve un futuro de equidad y progreso material y moral bajo la égida de Gran Bretaña». Instó a su Gobierno a actuar con rapidez: «Lo mejor que podemos hacer es declarar que Mesopotamia es un protectorado británico bajo el cual se dará inmediatamente a todas las clases el máximo grado de libertad y autogobierno compatibles con una gobernación buena y segura».88 Sus superiores en Londres lo descartaron. Preferían el Gobierno indirecto, que era el sistema que habían empleado los británicos en los estados principescos de la India y en Egipto. Tenía la ventaja de resultar más barato que el control directo, lo cual era una consideración importante, especialmente en 1919. Tal como señaló Balfour, cuando el Comité Oriental estaba hablando de todas las gloriosas posibilidades que se le ofrecían a Gran Bretaña: «Consideramos la ventaja para los nativos, la ventaja para nuestro prestigio; consideramos ciertas cosas relacionadas con el comercio, y todo lo demás; pero nunca he visto referencias al dinero y los hombres, y a mí me parece que son las consideraciones principales».89 Y el Gobierno indirecto al menos se inclinaba ante la autodeterminación y la opinión liberal. «Lo que queremos», dijo un alto cargo del Departamento de la India, «es alguna administración con instituciones árabes que podamos dejar sin peligro mientras movemos los hilos; algo que no cueste mucho, que el laborismo pueda aceptar por estar de acuerdo con sus principios, pero con lo que nuestros intereses económicos y políticos estén seguros.»90

Era más fácil decirlo que hacerlo. En el mundo árabe y en lugares más lejanos se estaba despertando un espíritu nuevo. En la India los nacionalistas se agrupaban detrás de Gandhi, y en Egipto el partido Wafd crecía de día en día. El nacionalismo árabe aún era débil en Iraq, pero ya era una fuerza potente en Siria y Egipto. La secretaria para asuntos orientales y asesora de confianza de Arnold Wilson se dio cuenta de ello, aunque a él le pasara por alto.

Gertrude Bell fue la única mujer que desempeñó por derecho propio un papel clave en los acuerdos de paz. Delgada, vehemente, fumadora empedernida, con una voz que perforaba el aire, estaba acostumbrada a salirse de lo normal. Aunque procedía de una familia rica y bien relacionada, había roto las pautas habituales de su clase —matrimonio, hijos y sociedad— al ir a estudiar a Oxford y convertirse en la primera mujer que sacó matrícula de honor en historia. Escaló el Matterhorn y abrió nuevas rutas en los Alpes. Era una renombrada arqueóloga e historiadora. También era arrogante, difícil y muy influyente. En noviembre de 1919, cuando el comandante en jefe británico en Bagdad celebró una recepción en honor de ochenta notables, éstos abandonaron sus asientos e hicieron corro alrededor de ella.91

Sin más compañía que la de sus criados y guías, había viajado por todo Oriente Próximo antes de la guerra, de Beirut a Damasco y de Bagdad a Mosul. Amaba el desierto:

«El silencio y la soledad caen a tu alrededor como un velo impenetrable; no hay más realidad que las largas horas cabalgando y tiritando por la mañana y la somnolencia por la tarde, el ajetreo al acampar, la conversación en torno a la hoguera de Mohamed después de cenar, un sueño más profundo de lo que permite la civilización, y luego en marcha otra vez».92

En 1914 ya era reconocida de forma general como una de las principales expertas británicas en Oriente Próximo. En 1915 se convirtió en la primera mujer en trabajar para el servicio de información militar británico y la única mujer que formaba oficialmente parte de la expedición británica a Mesopotamia.

Personalmente no creía en los derechos para la mujer. Y tampoco le caía bien la mayor parte de su sexo. «Es una lástima», dijo en voz alta ante una joven novia inglesa, «que jóvenes ingleses que prometen se casen con mujeres tan tontas». Sus mejores amistades eran hombres: Lawrence, St. John Philby (padre de un hijo tristemente célebre), Feisal y, durante un tiempo, Arnold Wilson. Amó apasionadamente, pero nunca se casó. Cuando resultó que el primero de sus grandes amores era un jugador, su padre no le dio permiso para casarse con él, a la vez que el segundo ya estaba casado. El día de Navidad de 1920 escribió a su padre:

«Como sabes, tengo más bien pocos amigos. Las personas no me importan lo suficiente como para preocuparme por ellas y, como es natural, ellas no se preocupan por mí… ¿por qué iban a preocuparse? Además, todas sus diversiones me matan de aburrimiento y no participo en ellas».93

Se entregó de lleno a su trabajo en Mesopotamia. «Confio», escribió a su padre, «en que haremos de ella un centro de civilización y prosperidad árabes». Al principio dio por sentado que los árabes intervendrían poco en su propio Gobierno.

«Cuanto más fuerte sea el dominio que podamos conservar aquí, más contentos estarán los habitantes». En aquellos primeros tiempos se llevaba bien con Arnold Wilson. Bell dijo con entusiasmo a sus padres que Arnold era «un ser de lo más notable, de 34 años, brillantes capacidades, una combinación de fuerza mental y física que es rarísima.»94

Wilson, por su parte, admiraba su «diligencia infatigable» al ocuparse del papeleo. Dijo a su familia que era «extraordinariamente vigorosa y útil en muchos sentidos».95 Juntos esperaron una indicación de sus superiores sobre lo que sería de Mesopotamia. No llegó. «Supuse», dijo Wilson, «que si sus oráculos guardaban silencio se debía a que sus dudas eran aún mayores que las nuestras.»96 Mientras esperaba, Bell empezó a cambiar de parecer sobre la clase de Gobierno que necesitaba Mesopotamia. Los árabes tendrían que interpretar un papel más importante de lo que había pensado al principio.97

En enero de 1919 Arnold Wilson mandó a Bell a El Cairo, Londres y París para que tratase de averiguar qué estaba pasando. En febrero la siguió a París, donde Bell se encontraba presentando argumentos a favor de la creación de un país en Mesopotamia. Tal como Bell escribió en tono más bien pomposo a su familia, «Mañana almorzaré con el señor Balfour, a quien me imagino que en realidad no le importa. En última instancia espero agarrar al señor Lloyd George por los faldones de la levita, y creo que, si lo consigo, se pondrá de nuestro lado. Mientras tanto, hemos llamado al coronel Wilson, que se encuentra en Bagdad». Estaba convencida, y acertaba, de que el destino de Mesopotamia dependía de la resolución de la disputa a causa de Siria: «No podemos considerar una cosa con independencia de la otra, y en el caso de Siria la actitud de los franceses es la que cuenta». Había pasado mucho tiempo con Lawrence y Feisal y ahora compartía su esperanza de que pudiera persuadirse a los franceses a aceptar a Feisal como rey de una Siria independiente. Arnold Wilson tenía muy mal concepto de Lawrence y sus puntos de vista: «Parece que ha hecho un daño inmenso y a mí me parece que nuestras dificultades con los franceses se deben principalmente a sus actos y consejos».98

Las conversaciones y las intrigas dieron escasos resultados. Tal como Montagu, secretario de Estado para la India, escribió en tono lastimero a Balfour, «Ahora hemos reunido en París a la señorita Bell y al coronel Wilson. Son responsables ante mí. Vienen a mí y dicen “Aquí estamos. ¿Qué quiere usted de nosotros?". No puedo darles ninguna información sobre lo que está pasando».99 Mientras los negociadores se andaban con rodeos, la agitación crecía en Mesopotamia entre los kurdos y los persas, que daban muestras de malestar bajo el dominio árabe; entre los shiíes, que veían con malos ojos la influencia de los sunníes; entre los líderes tribales, a los que desafiaba el poderío británico; entre los oficiales de alta graduación y los altos cargos burocráticos, que habían venido a menos con la caída de los otomanos, y entre el número creciente de nacionalistas árabes. Bell se preocupaba desde fuera. En abril escribió a su viejo amigo Aubrey Herbert, él mismo preocupado por Albania:

«Oh, querido mío, están armando un lío tan horrible en el Cercano Oriente que estoy convencida de que será mucho peor de lo que era antes de la guerra… exceptuando Mesopotamia, que puede que logremos sostener en medio del caos general. Es como una pesadilla en la que ves con anticipación todas las cosas horribles que van a suceder y no puedes hacer nada para impedirlas».100

Aquella primavera Egipto estalló. Los egipcios nunca se habían sentido felices bajo el dominio de los británicos, aunque éstos trataran de disimularlo gobernando por medio de un jedive. Al estallar la guerra, ya existían en Egipto los cimientos para un movimiento nacional fuerte: poderosos líderes religiosos, magnates locales y una creciente clase profesional, los cuales estaban forjando vínculos entre sí y con la numerosa población campesina del delta del Nilo.101 La guerra misma creó nuevos problemas. Cuando el Imperio otomano, que todavía era el señor nominal de Egipto, declaró la guerra a Gran Bretaña en 1914, los británicos declararon un protectorado. La medida enfureció a muchos egipcios, a quienes tampoco gustaron la llegada de numerosas tropas británicas y australianas y la subida de los precios. Los británicos dieron mensajes contradictorios acerca del futuro: sobre el terreno, su dominio se vio reforzado, pero el Gobierno de Londres utilizaba el lenguaje de Woodrow Wilson. Los Catorce Puntos fueron recibidos con entusiasmo en Egipto.102

En noviembre de 1918, justo después de que la declaración anglo-francesa dirigida a los árabes empleara precisamente aquel lenguaje de autodeterminación, un destacado nacionalista egipcio se puso al frente de una delegación para hablar con Sir Reginald Wingate, jefe de la administración británica en Egipto. Sad Zaglul era un distinguido abogado, literato y ex ministro de Educación. Procedía del Egipto tradicional, de una familia de terratenientes del delta, pero con el patronazgo de una princesa de la familia real había entrado en el mundo de El Cairo, que era más moderno y cosmopolita. Al principio los británicos lo habían considerado uno de sus partidarios. «Llegará lejos», opinó Lord Cromer, el primer procónsul británico en Egipto: «Posee todas las cualidades necesarias para servir a su país; es honrado, capaz, fiel a sus convicciones».103 En 1913, sin embargo, los británicos ya no estaban tan entusiasmados con él. Quizá porque no le habían nombrado primer ministro, quizás impulsado por una convicción sincera, Zaglul se estaba pasando al bando nacionalista.104

En su entrevista con Wingate, Zaglul exigió la autonomía total para los egipcios. Eran, según dijo a Wingate, «una raza antigua y capaz con un pasado glorioso… mucho más capaz de dirigir un Gobierno en buen orden que los árabes, los sirios y los mesopotámicos, a quienes tan recientemente se les había prometido el autogobierno». Pidió permiso para que una delegación (o wafd) viajara a Londres y París con el fin de presentar las exigencias de los nacionalistas. Al denegar Wingate el permiso, los egipcios protestaron furiosamente: «El señor Montagu había escuchado a indios extremistas; al emir árabe Feisal se le permitió ir a París ¿Acaso los egipcios eran menos leales? ¿Por qué Egipto no?»105

Al empezar la Conferencia de Paz circulaban por Egipto peticiones que firmaron miles y luego centenares de miles de personas. Las protestas se fundieron en un movimiento al que se dio el apropiado nombre de Wafd. Zaglul instó al jedive a exigir la independencia total. El 9 de marzo las autoridades británicas detuvieron a Zaglul y a otros tres nacionalistas destacados y los deportaron a Malta. Al día siguiente hubo huelgas y manifestaciones en todo Egipto. Las mujeres de clase alta hicieron un gesto sin precedentes y salieron a la calle. «No me importaba sufrir una insolación», dijo una de ellas, «la culpa sería de la tiránica autoridad británica.»106 Las protestas se volvieron violentas, se cortaron hilos del telégrafo y se levantaron raíles de los ferrocarriles. El 18 de marzo ocho soldados británicos fueron asesinados por la chusma. De pronto los británicos se encontraron ante la posibilidad de perder por completo el control de Egipto.

El Gobierno británico, presa de pánico, se apresuró a imponer la ley marcial y a enviar a Allenby con la misión de hacer entrar a los egipcios en vereda. Londres se llevó una gran sorpresa cuando Allenby sacó rápidamente la conclusión de que, si quería trabajar con los egipcios, debía poner en libertad a los líderes nacionalistas detenidos en Malta y permitirles, si así lo deseaban, viajar al extranjero.107 Zaglul se trasladó a París, donde, al parecer, tuvo poco éxito en su intento de ganarse el apoyo de las otras potencias.108 Sin embargo, convenció a los británicos de que debían hacer cambios en su forma de gobernar Egipto. Aunque hicieron falta muchos meses de negociaciones, en 1922 el Gobierno británico acabó concediendo la independencia a Egipto. (Retuvo, con todo, el control del canal de Suez y de la política exterior). Zaglul se convirtió en primer ministro en 1924.

La India, que era la razón de la presencia británica en Egipto, también causó preocupaciones en 1919. El nacionalismo indio estaba todavía más avanzado que el egipcio. Lo que antes eran corteses peticiones de autogobierno limitado se habían convertido en exigencias. Durante la guerra Mohandas Gandhi había llegado de África del Sur con los instrumentos de la organización política y la desobediencia civil que había perfeccionado allí y que utilizó para transformar el Congreso Nacional Indio, que era en gran parte de clase media, en un formidable movimiento de masas. La rápida inflación, el derrumbamiento del comercio de exportación de la India y las revelaciones de cómo la incompetencia militar de los británicos había causado la muerte soldados indios en Mesopotamia desilusionaron incluso a los indios que hasta entonces pensaban que, al menos, el dominio británico proporcionaba un buen Gobierno. Aunque prometió un avance gradual hacia el autogobierno en 1917, el Gobierno británico se veía desbordado y burlado.

Los nacionalistas indios tomaron nota de las palabras del presidente sobre la autodeterminación, que merecieron su aprobación, pero al principio prestaron poca atención a la Conferencia de Paz. La India no tenía reivindicaciones territoriales, o al menos de tal naturaleza que preocuparan a los propios indios. (Los funcionarios británicos del Departamento de la India trataron inútilmente de obtener mandatos indios sobre Mesopotamia y el África Oriental alemana.109) Los representantes de la India no eran sus propios líderes, sino Montagu, el secretario de Estado para la India, y dos indios escogidos cuidadosamente: Sinha, juez distinguido que era útil en los comités, y el maharajá de Bikaner, que hablaba muy poco, pero ofrecía cenas magníficas. Los negociadores se llevaron una sorpresa, y los británicos se alarmaron, cuando una cuestión aparentemente poco importante —la abolición del califato en Constantinopla— se convirtió de repente en una causa importante en la India.

Desde hacía algún tiempo los musulmanes indios, que constituían una cuarta parte de la población de la India británica, veían con inquietud, pero en silencio, la perspectiva de que el fin del Imperio otomano supusiera el fin también del liderazgo espiritual que el sultán ejercía sobre los musulmanes del mundo. Las mezquitas de toda la India rezaban por él como califa en sus plegarias semanales. La guerra había tirado de los musulmanes indios en dos direcciones. Una pequeña minoría se puso abiertamente del lado de los otomanos y acabó en la cárcel por decirlo; el resto, hoscamente o con tristeza, no hizo nada. Cuando en 1919 llegaron a la India rumores de París en el sentido de que las potencias pensaban repartirse el Imperio otomano, deponer al sultán y abolir el califato, los periódicos musulmanes publicaron artículos que suplicaban a los británicos que protegieran al sultán, al tiempo que se formaban comités de notables a favor del califato. Las autoridades británicas recibieron un alud de peticiones que afirmaban que Wilson había prometido proteger el califato, lo cual no era cierto.110 El Gobierno de la India instó al británico a dejar al sultán en Constantinopla con algún tipo de autoridad sobre los lugares santos de los musulmanes en todo Oriente Próximo.111 En París, Montagu advirtió a sus colegas en repetidas ocasiones de los riesgos de ofender a un numeroso grupo de indios que había sido notablemente leal a los británicos.112 Sus advertencias y su personalidad quisquillosa no produjeron más que irritación. Lloyd George le escribió: «¡De hecho, durante toda la conferencia su actitud me ha parecido a menudo no tanto la de un miembro del gabinete británico como la de un sucesor del trono de Aurangzeb!»113

El 17 de mayo Lloyd George accedió a regañadientes a llevar ante el Consejo de los Cuatro una delegación, que incluía al Aga Khan, que pediría que las partes turcas del Imperio otomano no se repartieran entre las distintas potencias y que se permitiese la continuación del califato. El propio Lloyd George quedó impresionado: «Mi conclusión es que es imposible dividir Turquía propiamente dicha. Correríamos un riesgo demasiado grande de sembrar el desorden en el mundo mahometano».114 Por desgracia, cuatro días después, el 21 de mayo, Lloyd George y Clemenceau tuvieron su discusión violenta a causa del ordenamiento de Oriente Próximo y se aplazó indefinidamente todo el asunto, incluido el califato.

En la India los musulmanes estaban cada vez más preocupados. Los comités locales se organizaron en un comité central a favor del califato. La principal organización política de los musulmanes, la Liga Musulmana, envió una delegación a ver a Lloyd George. Mucho más serio fue que Gandhi decidió dar su apoyo y el del Congreso al movimiento. Flaco, introvertido, obsesionado igualmente por sus intestinos y su alma, siempre en sintonía con las corrientes políticas de la India, pero prestando la misma atención a su propio y complicado corazón, era un extraño genio político. En la agitación motivada por el asunto del califato vio una oportunidad de tender puentes entre los hindúes y los musulmanes y poner a las autoridades británicas en una situación embarazosa.

La India ya estaba inquieta. La gran epidemia de gripe se había llevado a doce millones de indios (Gandhi utilizó lo ocurrido como ejemplo de que Gran Bretaña no era digna de gobernar la India). Los musulmanes estaban furiosos a causa del asunto del califato, los trabajadores se hallaban en huelga y los campesinos protestaban por sus rentas. El Gobierno de la India empeoró las cosas al introducir leyes que aumentaban sus poderes arbitrarios. En marzo y abril hubo en las grandes ciudades enormes manifestaciones y mítines públicos. El 6 de abril Gandhi convocó una huelga general en toda la India. Aunque instó a sus seguidores a abstenerse de cometer actos violentos, hubo brotes esporádicos de pillaje y disturbios. El peor incidente tuvo lugar en el Punyab, donde el 13 de abril, en Amritsar, un oficial británico fue presa de pánico y ordenó a sus tropas que disparasen a quemarropa contra una numerosa multitud. La matanza de Amritsar, como la llamarían, galvanizó incluso a la opinión india moderada contra los británicos. El pánico empezó a cundir entre los británicos, especialmente los que estaban en la India. Un periódico local en inglés preguntó si había «alguna organización malévola y peligrosísima que actúe bajo la superficie».115 ¿Eran los bolcheviques? ¿Infiltrados procedentes de Egipto?116 ¿O tal vez una conspiración musulmana a escala mundial? Quizás era algo más que coincidencia que acabara de estallar una guerra con Afganistán, que era un país musulmán, y que las fuerzas de Ibn Saud, reclutadas principalmente entre los miembros de un movimiento islámico puritano, se estuvieran extendiendo por toda la península de Arabia.117

Sus problemas en Egipto y la India sacudieron la confianza de los británicos en sí mismos y demostraron una vez más los límites de su poderío. Henry Wilson, jefe del Estado Mayor imperial, había intentado repetidas veces hacer que su Gobierno fuera consciente de ello; tal como escribió a un amigo en abril de 1919, «todas mis energías están empeñadas ahora en sacar a nuestras tropas de Europa y de Rusia y concentrar toda nuestra fuerza en los próximos centros de la tempestad, a saber: Inglaterra, Irlanda, Egipto y la India, eso es todo, querido amigo».118 Incluso si retiraban tropas del Cáucaso y Persia, por ejemplo, los militares no estaban seguros de poder hacer frente a los «centros de la tempestad». Los ejércitos de Gran Bretaña se estaban esfumando. Sólo en Oriente Próximo Allenby desmovilizó una media de veinte mil hombres al mes durante la primavera de 1919.119

Los problemas también pusieron de relieve los costes. «Le ruego que se haga cargo», escribió Churchill —que ahora era ministro de Colonias— a su secretario privado en el Ministerio, «de que todo lo que sucede en Oriente Próximo es de menor importancia que la reducción del gastos.»120 Tal como Curzon dijo en tono pesimista a Balfour, después de una reunión especialmente infructuosa del gabinete en el verano de 1919: «Una cosa quedó clara; la carga de mantener un ejército británico y un ejército indio de 320.000 hombres en varias partes del Imperio turco y en Egipto, o de 225.000 hombres si se excluye Egipto, con su coste abrumador, ya resulta insostenible».121 Lloyd George, que no había visto ninguna necesidad urgente de preparar el acuerdo de paz con el Imperio otomano, finalmente empezó a prestar atención. En agosto de 1919, justo antes de irse de vacaciones, Balfour le proporcionó un resumen admirablemente lúcido del problema, aunque, como era típico en él, sin ofrecer ninguna solución: «la triste verdad… es que Francia, Inglaterra y Estados Unidos se han colocado en una posición, en lo que se refiere al problema de Siria, que es tan irremediablemente confusa que a ninguno de los tres países se le presenta ahora una salida realmente limpia y satisfactoria».122 Lloyd George también empezaba a percatarse con inquietud de la intensidad del enfado de los franceses.123 Otro factor que complicaba las cosas era que Feisal estaba demostrando una independencia inoportuna desde su regreso a Siria en mayo. En uno de los primeros discursos que pronunció en Damasco dijo a los árabes que le escuchaban: «lo único que falta ahora es que escojáis entre ser esclavos o dueños de vuestro propio destino». Corrían rumores de que estaba hablando con los nacionalistas egipcios sobre la posibilidad de formar un frente común contra los británicos y con los nacionalistas turcos sobre la de volver a unirse a Turquía. Sus agentes estaban difundiendo propaganda en Mesopotamia. En una conversación con Allenby, Feisal afirmó que Woodrow Wilson le había dicho que siguiera el ejemplo de la Revolución estadounidense: «Si quieren ustedes la independencia, recluten soldados y sean fuertes».124 Las autoridades militares británicas en Siria advirtieron a Lloyd George que, si Feisal optaba por capitanear un levantamiento, no podrían contenerlo.125

En septiembre Lloyd George, que actuaba rápidamente una vez tomaba una determinación, decidió que Gran Bretaña retiraría sus tropas de Siria y dejaría que los franceses entraran en el país. En unas conversaciones que resultaron difíciles, Lloyd George y Clemenceau acordaron el traspaso de poder. (Aún habría problemas, relacionados con la frontera entre Siria y Palestina, que no se resolverían definitivamente hasta 1922.126) Los estadounidenses protestaron débilmente y hablaron de autodeterminación, pero ya no eran un factor serio. A finales de 1919 los otros asuntos pendientes entre Gran Bretaña y Francia ya se habían resuelto. Los dos países compartirían el petróleo de Mosul, siguiendo más o menos las pautas acordadas seis meses antes. En la Conferencia de San Remo, en abril de 1920, en la que se aprobaron las condiciones del tratado con el Imperio otomano, los británicos y los franceses olvidaron temporalmente sus diferencias y se autoconcedieron mandatos, los primeros sobre Palestina y Mesopotamia y los segundos sobre Siria. En teoría, no serían válidos hasta que los confirmara la Sociedad de Naciones, que así lo hizo en 1922, lo cual era de esperar habida cuenta de que estaba dominada por Gran Bretaña y Francia.

Los árabes fueron consultados, pero sólo por los estadounidenses. La Comisión de Investigación de Wilson, que Clemenceau y Lloyd George se habían negado a apoyar, había seguido adelante. Henry King, rector de una pequeña universidad estadounidense, y Charles Crane, que tanto había hecho por ayudar a la causa de Checoslovaquia, se pasaron el verano de 1919 viajando obstinadamente por Palestina y Siria. Comprobaron que una abrumadora mayoría de los habitantes quería que Siria abarcase tanto Palestina como el Líbano; una mayoría parecida también quería la independencia. «Es fácil que surjan peligros», fue la conclusión que sacaron, «del trato imprudente y desleal con esta gente, pero hay grandes esperanzas de paz y progreso, si se la trata con franqueza y lealtad.»127 Su informe no se publicó hasta 1922, cuando hacía ya mucho tiempo que el daño estaba hecho.

En septiembre de 1919 Feisal fue informado escuetamente de que Gran Bretaña y Francia habían reanudado sus conversaciones sobre Oriente Próximo. Los británicos se aseguraron de que no llegara a Londres hasta después de que Lloyd George y Clemenceau hubieran alcanzado un acuerdo. Feisal protestó; no iba a someterse al dominio francés.128 Los británicos, quizá con cierta vergüenza, se limitaron a instarle a hablar con los franceses. Desde Oxford, Lawrence observaba —sin poder hacer nada— cómo su Gobierno abandonaba a su viejo amigo y a los árabes. Leía y releía un poema sobre Adán y Eva y el Jardín del Edén y a menudo, según recordó su madre, se sentaba en casa de ésta «toda la mañana entre el desayuno y el almuerzo en la misma postura, sin moverse, y con la misma expresión en el rostro».129

En París, Feisal fue recibido fríamente. «Después de cubrirle de flores y de cantar sus alabanzas en todas las tonalidades, la prensa francesa», según informó Mordacq, «prácticamente lo arrastró por el fango y lo colmó de mentiras e insultos.»130 Clemenceau se mostró comprensivo, pero firme; los franceses aceptarían a Feisal como gobernante en Damasco, siempre y cuando fuera capaz de mantener el orden. Por supuesto, pediría la intervención de tropas francesas en cualquier emergencia. Feisal, en un gesto grandilocuente, regaló sus caballos a Clemenceau; dos eran hermosos purasangres, según Mordacq, los demás, sólo así así.131 El Tigre, en todo caso, estaba a punto de dejar el poder y la opinión oficial francesa, que nunca simpatizó con el nacionalismo árabe, se estaba endureciendo. Era necesario consolidar el dominio francés en Siria, especialmente con los nacionalistas turcos atacando a las fuerzas francesas en Cilicia. El nuevo Gobierno de Francia, elegido en noviembre de 1919, estaba mucho más interesado en el Imperio de lo que estuviera Clemenceau. El sucesor de Poincaré en la presidencia, Paul Deschanel, aseguró a una delegación de colonialistas como él que el Mediterráneo y Oriente Próximo eran piedras angulares de la política francesa. (Poco después le encontraron hablando con los árboles en los jardines del Palacio del Elíseo.132) Aunque Feisal permaneció en París hasta enero de 1920, no logró llegar a un acuerdo en firme con los franceses. Volvió a Damasco decepcionado, no sólo con los franceses, sino también con los británicos, y dijo que «lo habían entregado atado de pies y manos a los franceses».133

Encontró una situación que empeoraba. El alto comisario francés, el general Gourard, el hombre que en tiempos más felices había impuesto a Feisal su condecoración, era partidario de tratar a los árabes con firmeza.134 Los nacionalistas árabes eran cada vez más belicosos, animados en parte por el ejemplo de D’Annunzio en Fiume, que parecía estar desafiando impunemente a las potencias.135 En el amplio valle de la Bekaa, con sus ruinas de una gran ciudad romana en Baalbek, irregulares árabes disparaban contra las tropas francesas. (En la década de 1970 guerrilleros radicales procedentes de todo el mundo encontraron el valle apropiado para fines parecidos). Entre bastidores Feisal se veía sometido a una presión tremenda para que declarase la independencia, aunque ello significara la guerra con Francia.136 Feisal siguió de mala gana la corriente. El 7 de marzo de 1920 el Congreso sirio le proclamó rey de Siria, y no de la Siria circunscrita que habían acordado Gran Bretaña y Francia, sino de Siria dentro de sus «límites naturales», que abarcaban el Líbano y Palestina y se extendían hasta el Eufrates en el este. Hubo choques con las tropas francesas. Poco después, otro congreso que afirmaba hablar por los mesopotámicos se reunió en Damasco. Declaró la independencia, proclamó rey a Abdullah, hermano de Feisal, y exigió que los británicos pusieran fin a su ocupación.137

Ni siquiera dentro de Siria, sin embargo, gozaba Feisal de apoyo total. Los cristianos libaneses, que no querían verse atrapados en una disputa con Francia, proclamaron su independencia por separado en un mitin multitudinario que se celebró el 20 de marzo de 1920 y eligieron como bandera la tricolor francesa con un cedro libanés en el centro.138 Los radicales árabes, por otra parte, le acusaban de ser demasiado sumiso al tratar con los franceses. En julio, Gourard envió a Feisal un ultimátum que exigía, entre otras cosas, la aceptación incondicional del mandato francés sobre Siria y el castigo de quienes habían atacado a los franceses. Feisal apeló desesperadamente a las otras potencias, que respondieron sólo con murmullos de simpatía. El 24 de julio, en la carretera de Damasco, las tropas francesas barrieron a una fuerza árabe mal armada. Feisal y su familia se exiliaron.

Para poder controlar Siria, los franceses la redujeron. Recompensaron a sus aliados cristianos extendiendo las fronteras del monte Líbano con el valle de la Bekaa, los puertos mediterráneos de Tiro, Sidón, Beirut y Trípoli, y el territorio del sur, al norte de Palestina. Miles de musulmanes se encontraron ahora incluidos en un Estado dominado por cristianos. El resultado fue una Siria que seguía recordando lo que había perdido, incluso después de que los franceses se marcharan definitivamente, y un Líbano que bailaba precariamente en torno a tensiones religiosas y étnicas que no estaban resueltas. En la década de 1970 el Líbano hizo explosión y nadie, salvo el mundo exterior, se sorprendió cuando el Gobierno sirio aprovechó la oportunidad para enviar sus tropas, que han permanecido allí desde entonces.

Para los árabes el año 1920 sigue siendo el del desastre: primero perdieron Palestina, luego Siria, el Líbano y finalmente Mesopotamia. En el verano de 1920 estallaron rebeliones en alrededor de una tercera parte del país, en diversos puntos del valle del Eufrates y en las regiones kurdas de Mosul. Bell, que desde hacía mucho tiempo opinaba que Mesopotamia debía autogobernarse, había advertido lo que iba a suceder. Arnold Wilson, con el que ya no se hablaba, echó la culpa de todo a agitadores extranjeros y a la influencia de los Catorce Puntos de su tocayo.139 Los rebeldes cortaron líneas de ferrocarril, sitiaron poblaciones y asesinaron a oficiales británicos. Los británicos reaccionaron con dureza y enviaron expediciones de castigo que incendiaban poblados e imponían sanciones. Recurriendo a una táctica nueva, pero muy eficaz, sus aviones ametrallaban y bombardeaban desde el aire. Al terminar el año ya se había restaurado el orden y Wilson había sido reemplazado por su antiguo mentor, Cox, que era más diplomático.

Los sucesos de Mesopotamia dieron una fuerte sacudida al Gobierno británico. «No sabemos qué hacer», dijo Churchill, «para encontrar a un solo soldado.»140 Los críticos preguntaron si Mesopotamia justificaba el coste.141 Curzon, Churchill y Lloyd George querían que siguiera en poder de Gran Bretaña si era posible. La solución práctica y barata, la misma que Bell y Cox venían recomendando, era encontrar un gobernante árabe que fuese manejable. Por suerte tenían a Feisal, a quien, después de todo, algo debían. En una conferencia celebrada en El Cairo en marzo de 1921, Churchill, como ministro de Colonias, accedió a proclamarle rey. A modo de premio de consolación, el hermano mayor de Feisal, Abdullah, que era «un sensualista ocioso y gandul», recibiría el pequeño Estado de Transjordania.142 Así pues, se invitó a Feisal a visitar Mesopotamia, donde Cox y Bell, como directores de escena, se encargaron de que numerosos suplicantes le pidieran que se quedara como rey. A St. John Philby, que era partidario de una república y lo decía en voz alta, le enviaron con la música a otra parte. Unas elecciones dieron un 96 por ciento de votos a favor de Feisal. Bell le diseñó su bandera, su coronación y su realeza. «Tendré que ponerme a buscar un ceremonial apropiado para la corte de Feisal», suspiró. El 23 de agosto de 1921, bajo el fresco de primera hora de la mañana, Feisal fue coronado rey de lo que a partir de entonces se llamaría «el país bien arraigado»: Iraq. «Fue asombroso ver a todo Iraq, de norte a sur, reunido», informó Bell. «Es la primera vez que ha sucedido en la historia.»143

Bell permaneció cerca de Feisal al principio, pero, al adquirir experiencia y confianza en sí mismo, el rey empezó a mostrarse irritado por tantos consejos.144 En general estaba resultando menos dócil de lo que habían esperado los británicos. Presionó a favor de la independencia de su nuevo país y en 1932 Iraq ingresó en la Sociedad de Naciones como Estado independiente. Feisal murió al año siguiente. Su hijo, que era un alegre playboy, murió en un accidente de automóvil en 1939. Su sucesor, el nieto de Feisal, fue muerto en el golpe de 1958, que convirtió Iraq en república. Hussein, el padre de Feisal, que había albergado la esperanza de fundar una gran dinastía hachemita que gobernase el mundo árabe, perdió primero el juicio y luego su trono en el Hiyaz cuando en 1924 Ibn Saud finalmente lo invadió y creó el reino que todavía lleva su nombre. El único reino hachemita que aún existe es Jordania, donde Abdullah, con gran sorpresa de todo el mundo, demostró ser un gobernante muy eficaz. El bisnieto de Abdullah es el rey actual.

T.E. Lawrence, que nunca volvió a ser realmente feliz después de la guerra en el desierto, también murió en un accidente cuando, en 1935, hizo un viraje brusco con su moto para no atropellar a dos chicos. Gertrude Bell se suicidó en 1926. Arnold Wilson dejó el servicio público para trabajar en la Anglo-Persian Oil. A la edad de 55 años murió en combate sobre Dunkerque como artillero de las fuerzas aéreas. Picot, cuyo acuerdo con Sykes había causado tantos problemas entre Francia y Gran Bretaña, terminó su carrera en desgracia. En 1920 fue reemplazado en Siria y enviado a Bulgaria, donde provocó un escándalo a causa de su aventura indisimulada con una mujer de dudosa reputación. Otro destino en Buenos Aires fue acompañado de nuevos escándalos y rumores sobre facturas no pagadas. Dejó el servicio diplomático francés en 1932 y desapareció de la historia.145

Gran Bretaña y Francia pagaron caro su papel en los acuerdos de paz en Oriente Próximo. Los franceses nunca pacificaron del todo Siria y nunca amortizaron lo que invirtieron en el país. Los británicos se retiraron de Iraq y Jordania tan rápidamente como les fue posible, pero no pudieron librarse de Palestina y de una situación cada vez peor entre árabes y judíos. El mundo árabe en conjunto nunca olvidó su traición y con el tiempo la hostilidad árabe se centró en el ejemplo de la perfidia occidental que tenía más a mano, la presencia sionista en Palestina. Los árabes también recordaban su breve esperanza de unidad entre ellos al terminar la guerra. Después de 1945, los resentimientos y la citada esperanza siguieron influyendo en Oriente Próximo.