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Rusia

El 18 de enero de 1919 se inauguró oficialmente la Conferencia de Paz. Clemenceau se aseguró de que la apertura tuviera lugar en el aniversario de la coronación de Guillermo I, como Káiser de la nueva Alemania en 1871.1 Ante los delegados reunidos en la suntuosa Salle de l’Horloge [Sala del Reloj] en el Quai d’Orsay, el presidente Poincaré habló de la maldad de sus enemigos, de los grandes sacrificios de los Aliados y de las esperanzas de una paz duradera. «Tenéis en vuestras manos», les dijo, «el futuro del mundo.»2 Al salir, Balfour se volvió hacia Clemenceau y se disculpó por su sombrero de copa. «Me dijeron», explicó, «que era obligatorio llevarlo». «A mí también», contestó Clemenceau, que se cubría con un bombín.3

Los observadores repararon en algunas ausencias: el primer ministro griego, Venizelos, enfadado porque Serbia tenía más delegados que Grecia; Borden, el primer ministro canadiense, ofendido porque se había dado precedencia al primer ministro de la pequeña Terranova; y los japoneses, que aún no habían llegado. Pero la ausencia más notable de todas era la de los rusos.

Rusia, una de las potencias aliadas en 1914, probablemente había salvado a Francia de la derrota al atacar a Alemania en el frente oriental. Durante tres años los rusos habían luchado contra las potencias centrales, infligiéndoles numerosas bajas, pero sufriéndolas todavía más. Finalmente, en 1917, se había derrumbado debido a la presión y, en ocho meses, había pasado de la autocracia a la democracia liberal y de ésta a una dictadura revolucionaria bajo la minúscula facción extremista de los socialistas rusos, los bolcheviques, de los cuales la mayoría de la gente, incluidos los propios rusos, nunca había oído hablar. La caída de Rusia provocó la separación de partes de un gran imperio, los estados del Báltico, Ucrania, Armenia, Georgia, Azerbaiyán y Daguestán. Los Aliados habían enviado tropas en un vano intento de reforzar a Rusia, que se estaba desintegrando, contra los alemanes; pero a comienzos de 1918 los bolcheviques firmaron la paz con Alemania. Las tropas aliadas permanecieron en suelo ruso, pero ¿con qué propósito? ¿Derribar a los bolcheviques y su régimen soviético? ¿Apoyar a sus heterogéneos enemigos: realistas, liberales, anarquistas, socialistas desilusionados, nacionalistas de diversos tipos?

En París no resultaba fácil ver claramente lo que estaba pasando en el Este ni quién estaba en qué bando. Llegaban a Occidente noticias sobre un orden social vuelto al revés, guerras civiles, levantamientos nacionalistas, un ciclo de atrocidades, represalias y nuevas atrocidades: el último zar y su familia, asesinados y sus cadáveres arrojados a un pozo; el cadáver mutilado de un agregado naval británico yaciendo, insepulto, en una calle de San Petersburgo. Los soldados rusos habían matado a tiros a sus oficiales y los marineros se habían apropiado de los buques. En la inmensa campiña rusa, los campesinos, empujados por la vieja hambre de tierra, estaban matando a sus señores. En las ciudades, grupos de adolescentes recorrían las calles pavoneándose y empuñando armas de fuego y los pobres salían de sus míseros barrios y ocupaban las grandes mansiones. Pero resultaba difícil saber qué rumores eran ciertos (la mayoría), porque Rusia se había convertido en un país desconocido. Como dijo Lloyd George: «En realidad, nunca nos encontramos ante hechos comprobados o, quizás, siquiera comprobables. Rusia era una jungla en la cual nadie podía distinguir lo que tenía a pocos metros de distancia».4 Sus precarios conocimientos de geografía no le ayudaban; creía que Jarkov (una ciudad de Ucrania) era el nombre de un general ruso.

Las potencias habían retirado a sus diplomáticos durante el verano de 1918 y casi todos los corresponsales de la prensa extranjera ya se habían ido al empezar el año siguiente. Las rutas terrestres estaban cortadas a causa de los combates. Los telegramas tardaban días o semanas en llegar a su destino, suponiendo que llegaran. En el momento de inaugurarse la Conferencia de Paz, el único conducto seguro para enviar mensajes era a través de Estocolmo, donde los bolcheviques tenían un representante. Durante la conferencia, los negociadores sabían tanto sobre Rusia como sobre la cara oculta de la luna.5

Quizá desde el punto de vista jurídico no había ninguna necesidad de invitar a representantes rusos. Ésa era la opinión de Clemenceau: Rusia había traicionado la causa aliada, dejando a Francia a merced de los alemanes.6 El líder de los bolcheviques, Lenin, hombre a la vez realista y fanático, había regalado territorios y recursos a los alemanes en Brest-Litovsk (la actual Brest, en Polonia) a cambio de la paz, con el fin de poder conservar la chispa vital de la que saldría el milenio marxista. Alemania obtuvo acceso a los materiales que necesitaba tan desesperadamente y la oportunidad de trasladar centenares de miles de soldados al frente occidental. La actuación de Lenin, desde luego al modo de ver de Clemenceau, liberó a los Aliados de todas las promesas que habían hecho a Rusia, entre ellas la de darle acceso al importantísimo estrecho que comunicaba el mar Negro con el Mediterráneo.

Por otra parte, estrictamente hablando, Rusia todavía era un país aliado y seguía en guerra con Alemania. Al fin y al cabo, los alemanes se habían visto obligados a renunciar al Tratado de Brest-Litovsk, al firmar su propio armisticio en noviembre de 1918. En todo caso, la ausencia de Rusia era inoportuna. «En los debates», escribió en su diario un joven asesor británico, «todo lleva inevitablemente a Rusia. Entonces se entabla una discusión prolija; se acuerda que el asunto en litigio no podrá determinarse, mientras no se haya decidido la política general para con Rusia; una vez acordado esto, en lugar de establecerla, pasan a ocuparse de otro tema.»7 En la Conferencia de Paz se habló de Finlandia, de los nacientes estados bálticos —Estonia, Letonia y Lituania-, Polonia, Rumanía, Turquía y Persia, pero finalmente no fue posible trazar sus fronteras definitivas hasta que la forma y el estatuto futuros de Rusia estuvieron claros.

El problema de Rusia surgió repetidamente durante la Conferencia de Paz. Baker, que más adelante sería apologista de Wilson, afirmó que Rusia y el miedo al bolchevismo influyeron en la paz. «¡Rusia desempeñó en París un papel más decisivo que Prusia!», exclamó.8 Esto, al igual que muchas de las cosas que dijo, era una tontería. Los negociadores no dedicaron una cantidad desmesurada de tiempo a pensar en Rusia y su revolución; les preocupaba mucho más firmar con una Alemania todavía intacta un tratado que devolviera la paz a Europa. Rusia les preocupaba tanto como la agitación social más cercana a casa, pero no veían necesariamente las dos cosas como caras de la misma moneda. Acabar con los bolcheviques en Rusia no eliminaría por arte de magia las causas de la agitación en otras partes. Los obreros y soldados alemanes se hicieron con el poder, porque el régimen del Káiser estaba desacreditado y en bancarrota. Austria-Hungría se derrumbó, porque ya no podía mantenerse a flote ni reprimir a sus nacionalidades. Soldados británicos se amotinaron en Folkestone, porque no querían ir al extranjero; los canadienses hicieron lo mismo en el norte de Gales, porque querían volver a casa. A veces la Revolución rusa proporcionaba aliento… y un vocabulario. «El bolchevismo prospera», escribió Borden en su diario, pero se refería a la agitación obrera, no a la revolución.9 «Bolchevismo» (o su compañera, «comunismo») era un comodín útil en 1919. Como dijo Bliss, el asesor militar de Wilson, «Si en lugar de bolchevique utilizáramos la palabra “revolucionario", tal vez resultaría más claro».10

Por supuesto, la difusión de ideas revolucionarias inquietaba a los negociadores, pero estas ideas no eran necesariamente rusas. Los supervivientes de la Gran Guerra estaban cansados y preocupados. Estructuras que parecían sólidas e imperios con sus administraciones civiles y sus ejércitos se habían evaporado y en muchas partes de Europa no estaba claro qué ocuparía su lugar. Antes de la contienda Europa era un lugar de anhelos insatisfechos, de socialistas que esperaban un mundo mejor, de obreros que esperaban mejores condiciones, de nacionalistas que esperaban tener su propia patria y estos anhelos volvieron a surgir con mayor fuerza, porque en el fluido mundo de 1919 era posible soñar con grandes cambios… o tener pesadillas sobre el desmoronamiento del orden. El presidente de Portugal fue asesinado. En 1919, después de concluir la conferencia, un loco intentaría matar a Clemenceau en París. En Baviera y Hungría gobiernos comunistas tomaron el poder, durante unos cuantos días en Múnich, pero mucho más tiempo en Budapest. En Berlín en enero y en Viena en junio, los comunistas trataron de hacer lo mismo, pero fracasaron. No se podía echar la culpa de todo ello a los bolcheviques rusos.

Muchos, y no sólo las izquierdas, se negaron a dejarse arrastrar por el pánico.11 Un día, durante un almuerzo en el hotel Majestic, un delegado canadiense, Oliver Mowat Biggar, charló alegremente con un grupo del que formaba parte Philip Kerr, el ayudante personal de Lloyd George. «Todos opinábamos que el dinero tenía demasiada influencia en el mundo… el dinero egoísta, se entiende. La conclusión lógica es el comunismo, y sin duda llegaremos todos allí dentro de un cuarto de siglo más o menos». Mientras tanto, tal como Biggar escribió a su esposa, que se hallaba en Canadá, se lo estaba pasando de maravilla: los sábados por la noche bailes en el Majestic, Fausto y Madame Butterfly en la Ópera… las salas de fiestas, donde —según dijo a su esposa— le impresionó la belleza de las prostitutas. Comentó que no cabía duda de que los franceses tenían valores distintos de los canadienses. En una ópera bufa, la actriz principal «no llevaba nada de caderas para arriba, excepto unas cuantas cadenas y en la otra, nada arriba ni abajo, salvo cintas y los zapatos. Como bailarina era malísima». Cuando su esposa sugirió que partiría inmediatamente de Canadá para reunirse con él, Biggar expresó serias reservas. Desde luego, tenía ganas de verla, pero en ese momento los pisos en París resultaban terriblemente caros y los cuartos de baño eran un desastre. Y un político importante le había dicho que la revolución estaba a punto de extenderse por toda Alemania y posiblemente penetraría en Francia. Habría una escasez grave de alimentos y combustible. Se quedarían sin luz y de los grifos no saldría ni una gota de agua. «Con todo, a ti te corresponde decidir si quieres pasar incomodidades o, muy remotamente, peligros.»12 La señora Biggar se quedó en Canadá.

El bolchevismo servía para algunas cosas. Cuando Rumanía reivindicó la Besarabia rusa o los polacos penetraron en Ucrania, fue para frenar el bolchevismo. Los delegados italianos advirtieron que en su país estallaría una revolución, si no obtenía la mayor parte de la costa dálmata. Los negociadores lo utilizaron para amenazarse mutuamente. Lloyd George y Wilson dijeron que Alemania se volvería bolchevique, si le imponían condiciones de paz demasiado duras.

Las reacciones occidentales al nuevo régimen de Rusia mostraron profundas divisiones. Huelga decir que la falta de información no impidió que la gente expresara opiniones muy sentidas. En todo caso, hacía que opinar resultara más fácil. Tanto las izquierdas como las derechas proyectaban sus propios temores y esperanzas en el agujero negro del Este. El periodista radical estadounidense Lincoln Steffens, que, cosa insólita, visitó Rusia en 1919, escribió a su vuelta su famosa afirmación de que «He visto el futuro y funciona». Nada de lo que vio en Rusia le hizo cambiar de parecer.13 Las derechas daban crédito a todas las historias de horror. El Gobierno británico publicó informes, supuestamente de testigos presenciales. Los bolcheviques habían nacionalizado a las mujeres y formado con ellas «comisariados de amor libre». Las iglesias habían sido convertidas en burdeles. Se habían importado cuadrillas especiales de verdugos chinos para que ejercieran sus antiguas habilidades orientales con las víctimas de los bolcheviques.14

Churchill, ministro de la Guerra británico durante la Conferencia de Paz, fue uno de los pocos en percatarse de que el bolchevismo de Lenin era algo nuevo en el escenario político, de que debajo de la retórica marxista había un partido sumamente disciplinado y centralizado que se apoderaba de tantos resortes del poder como podía. Motivado por el lejano objetivo de un mundo perfecto, no le importaban los métodos que hubiera que utilizar para llegar a él. «La esencia del bolchevismo, a diferencia de muchas otras formas de pensamiento político visionario, es que sólo puede propagarse y mantenerse por medio de la violencia». Lenin y sus colegas estaban dispuestos a destruir lo que se interpusiera en el camino de aquella visión, ya fuesen las instituciones de la sociedad rusa o los rusos mismos. «De todas las tiranías de la historia», dijo Churchill a un público londinense, «la tiranía bolchevique es la peor, la más destructiva, la más degradante».

Lloyd George dedicó palabras poco amables a los motivos de Churchill: «Su sangre ducal se rebeló contra la eliminación sistemática de los grandes duques en Rusia». Otros, y entre ellos había muchos de sus colegas y el público británico, descartaron las palabras de Churchill, al que tenían por variable y poco digno de confianza. La sombra de la desastrosa campaña de Gallípoli seguía cerniéndose sobre él y su lenguaje florido sonaba a histeria. «La civilización», dijo en un discurso electoral en noviembre de 1918, «se está extinguiendo totalmente en regiones gigantescas, mientras los bolcheviques brincan y retozan como grupos de feroces babuinos en medio de las ruinas de las ciudades y los cadáveres de sus víctimas». Después de uno de sus arrebatos, en una reunión del gabinete, Balfour le dijo fríamente: «Admiro su forma exagerada de decir la verdad».15

Si bien en 1919 la mayoría de los liberales de Occidente se inclinaba a dar a los bolcheviques el beneficio de la duda, el hecho de que arrebataran el poder de una asamblea elegida democráticamente, sus asesinatos —el más notorio de los cuales fue el del zar y su familia— y el repudio de las deudas exteriores de Rusia escandalizaron a la opinión pública. (Los franceses se sintieron especialmente irritados por el asunto de la deuda, porque muchos ciudadanos de clase media habían comprado bonos del Gobierno ruso.16) Pero los buenos liberales se recordaban a sí mismos que tanto Estados Unidos como Francia eran fruto de la revolución. Wilson pensó al principio que el objetivo del bolchevismo era reducir el poder de las grandes empresas y del Gobierno con el fin de dar mayor libertad al individuo.17 Su médico personal, Grayson, comentó que a Wilson le parecía bien gran parte del programa bolchevique: «Declaró que, por supuesto, su campaña de asesinatos, confiscaciones y total desprecio de la ley merece la mayor condena. Sin embargo, algunas de sus doctrinas son en su totalidad fruto de las presiones capitalistas, que han hecho caso omiso de los derechos de los trabajadores en todas partes, y advirtió a todos sus colegas que, si los bolcheviques entraban en razón y se mostraban de acuerdo con una política basada en la ley y el orden, pronto se extenderían por toda Europa y derrocarían a los gobiernos en el poder».18 Lloyd George manifestó que los pensadores progresistas, como él mismo y Wilson, opinaban que el antiguo orden —«inepto, derrochador y tiránico»— había recibido lo que se merecía: «era culpable de exacciones y opresiones que eran responsables de la ferocidad que mostraban los revolucionarios».19 Además, en Lloyd George aún había algo del atrevido y joven abogado del norte de Gales que se había enfrentado a los poderosos intereses locales. «Lo malo del primer ministro», se quejó Curzon a Balfour, «es que él mismo es un poquito bolchevique. Uno tiene la sensación de que ve a Trotski como la única figura simpática de la escena internacional.»20

Mucha gente creía que con el tiempo los bolcheviques rusos sentarían la cabeza y se aburguesarían.21 En Occidente las cosas terminarían de otra manera. Si las ideas bolcheviques impregnaban las sociedades occidentales, sería porque la gente estaba harta. Tanto Wilson como Lloyd George argüían que, si se eliminaban las causas del bolchevismo, éste se quedaría sin oxígeno. Agricultores sin tierra, trabajadores sin empleo, hombres y mujeres corrientes sin esperanza, todos eran pasto de visionarios que prometían el oro y el moro. Según Wilson, había un abismo peligroso, hasta en su propio país, entre el capital y el trabajo. «Las semillas necesitan tierra, y las semillas bolcheviques se encontraron con que la tierra ya estaba preparada para ellas.»22 Durante el viaje a París, el presidente aseguró a los expertos estadounidenses que podrían derrotar al bolchevismo edificando un nuevo orden.23 Lloyd George también se inclinaba a ser optimista. «¿No le parece que el bolchevismo se extinguirá espontáneamente?» preguntó a un periodista británico. «Europa es muy fuerte. Puede resistirlo».24

Lloyd George hubiera preferido que Rusia participase en la Conferencia de Paz. Durante la entrevista que celebraron en Londres en diciembre de 1918, dijo a Clemenceau que no podían proceder como si Rusia no existiera. Afirmó que simpatizaba mucho con el pueblo ruso. «Sus tropas habían combatido sin armas ni municiones; habían sido traicionadas de forma escandalosa por su Gobierno, y no era extraño que el pueblo ruso, empujado por el resentimiento, se hubiera rebelado contra la Alianza». Rusia era un país inmenso que se extendía desde Europa hasta Asia, con casi 200 millones de habitantes. Si a las naciones que reivindicaban territorio ruso se les permitía asistir a la conferencia de París, sin duda los rusos tenían derecho a que se les escuchara. Podía significar invitar a los bolcheviques.25 Lloyd George dijo al Consejo Supremo que no le gustaban los bolcheviques, pero ¿podían negarse a reconocerlos? «Decir que nosotros mismos debíamos escoger a los representantes de un gran pueblo era contrario a todos los principios por los que habíamos luchado». El Gobierno británico había cometido el mismo error después de la Revolución francesa al apoyar a los aristócratas refugiados en Gran Bretaña. «Esto», dijo Lloyd George en tono dramático, «lo llevó a una guerra que duró unos veinticinco años.»26

Sus argumentos no convencieron a Clemenceau, que odiaba a los bolcheviques, en parte porque los veía como instrumentos de los alemanes y en parte porque aborrecía sus métodos. Para Clemenceau la revolución era sublime cuando se trataba de la de 1789, despreciable cuando caía en manos de los jacobinos, con sus Robespierre y sus Lenin, que utilizaban la guillotina y la soga para crear la perfección. Había vivido la violencia de la chusma y la represión sangrienta de la Comuna radical de París al terminar la guerra franco-prusiana. A partir de aquel momento había roto con la extrema izquierda.27 En 1919, al igual que los demás líderes aliados, tenía que prestar oídos a su propia opinión pública. Si los bolcheviques mandaban representantes a París, según dijo a Balfour en una entrevista privada, los radicales extremistas se sentirían alentados y las clases medias serían presa del pánico. Habría disturbios en las calles y su Gobierno tendría que emplear la fuerza para sofocarlos. No sería un buen ambiente para la Conferencia de Paz. Clemenceau advirtió que, si sus aliados insistían en seguir adelante con la invitación, se vería obligado a dimitir.28

¿Hablaban los bolcheviques por todo el pueblo ruso? Dominaban sólo el núcleo ruso, junto con las grandes ciudades de San Petersburgo (que pronto se convertiría en Leningrado) y Moscú. Se enfrentaban a gobiernos rivales: en el sur, el de los rusos blancos, como se les llamaba comúnmente, bajo el general Antón Denikin, uno de los mejores entre los generales zaristas, y otro en Siberia bajo el almirante Aleksandr Kolchak. En el mismo París, los exiliados rusos, de conservadores a radicales, habían formado la Conferencia Política Rusa para que hablase por todos los rusos no bolcheviques. Sergei Sazonov, ex ministro de Asuntos Exteriores bajo el zar, se encontró trabajando con el famoso terrorista Boris Savinkov. Acicalado, vestido a la moda, con una gardenia en el ojal, Savinkov era muy admirado en París. Lloyd George, al que siempre gustó la eficiencia, dijo: «Sus asesinatos siempre habían sido organizados hábilmente y su éxito había sido total».29 Por desgracia, la Conferencia Política Rusa sólo recibía apoyo a regañadientes de los gobiernos rivales de Denikin y Kolchak (que también pasaban mucho tiempo tratando de aventajarse mutuamente) y ni pizca de los bolcheviques.

El 16 de enero Lloyd George planteó la cuestión de Rusia ante el Consejo Supremo. A su modo de ver, tenían tres opciones: en primer lugar, destruir el bolchevismo ruso; la segunda era aislar al mundo de él; y la última, invitar a los rusos, incluidos los bolcheviques, a reunirse con los negociadores de la paz. Ya habían tomado medidas relacionadas con las dos primeras opciones: los Aliados tenían tropas en suelo ruso y bloqueaban el país. Ninguna de las dos parecía estar dando buenos resultados. En vista de ello, Lloyd George prefería la última opción. De hecho, podían hacer un favor a los rusos persuadiendo a las diferentes facciones para que hablasen unas con otras e intentasen acordar una tregua.30 Decía en privado que era lo que hacían los romanos, cuando mandaban llamar a los bárbaros y les decían que se comportaran.31

Lloyd George tenía razón en cuanto a las opciones posibles, pero a los negociadores no les resultaba fácil decidirse. Pusieron objeciones a cada una de ellas. Una intervención para derribar a los bolcheviques era arriesgada y cara, aislar a Rusia perjudicaría al pueblo ruso, y traer representantes bolcheviques a París o a cualquier otra parte de Occidente era arriesgarse a darles la oportunidad de difundir su mensaje, amén de enfurecer a los conservadores. Wilson apoyó a Lloyd George, pero los ministros de Exteriores francés e italiano, Pichón y Sonnino, pusieron reparos. Pichón sugirió que al menos escucharan a los embajadores francés y danés, que acababan de regresar de Rusia. Los dos comparecieron debidamente y contaron historias alarmantes sobre el «terror rojo», que Lloyd George descartó con displicencia por considerarlas exageradas.32 El Consejo Supremo no pudo tomar ninguna decisión.

Durante toda la Conferencia de Paz, la política de los Aliados en relación con Rusia fue inconsecuente e incoherente, sin la firmeza suficiente para derribar a los bolcheviques, pero lo bastante hostil como para convencerles de que las potencias occidentales eran sus enemigos implacables, lo cual tendría consecuencias funestas en el futuro. Churchill, que suplicó repetidamente a su propio Gobierno que adoptase una política clara, criticó la indecisión aliada en sus memorias: «¿Estaban en guerra con la Rusia soviética? Por supuesto que no, pero disparaban contra los rusos soviéticos en cuanto los veían; se les encontraba invasores en suelo ruso. Armaron a los enemigos del Gobierno soviético. Bloquearon sus puertos y hundieron sus acorazados. Deseaban sinceramente su caída y la tramaban. Pero, guerra… ¡qué escándalo! Injerencia… ¡qué vergüenza!».33

Churchill, ni que decir tiene, era partidario de una intervención. También lo era el mariscal Foch, el anciano militar francés y comandante en jefe aliado, así como los diputados conservadores del Parlamento de Londres y los amargados inversores franceses. Contra ellos se alineaba un grupo igualmente ruidoso: los sindicatos, por solidaridad con el movimiento obrero; humanitaristas de diverso pelaje, y los pragmáticos que, con el popular Daily Express de Londres, decían sencillamente: «Lo sentimos por los rusos, pero deben dirimir esto entre ellos».34

Esa tendía a ser la opinión de Wilson. «Soy partidario de dejarles que encuentren su propia salvación», dijo a un diplomático británico en Washington poco antes del final de la guerra, «aunque se revuelquen en la anarquía durante un tiempo. Yo lo veo así: un montón de individuos imposibles luchando entre ellos. No puedes tratar con ellos, de modo que los encierras a todos en una habitación y cierras la puerta con llave, y les dices que, cuando entre ellos mismos hayan resuelto las cuestiones, abrirás la puerta y tratarás con ellos.»35 Wilson daba por sentado que la forma de la habitación seguiría siendo más o menos la misma. No preveía, como sí hacían a veces los británicos, la desmembración del Imperio ruso. A su modo de ver, la autodeterminación significaba que los pueblos rusos gobernarían su propio e inmenso país. La única excepción que hacía, basándose en el mismo principio, era el territorio polaco de Rusia, que pensaba que debía formar parte de una Polonia restaurada. Curiosamente, no veía el nacionalismo ucraniano de la misma manera (posiblemente porque el senador Lodge, su gran adversario republicano, estaba a favor de la independencia de Ucrania) y se oponía firmemente al reconocimiento de los estados del Báltico por parte de los Aliados.36 Por lo demás, su política en relación con Rusia era en gran parte negativa: no a la intervención y no al reconocimiento. El sexto de sus Catorce Puntos pedía la evacuación de los ejércitos extranjeros de territorio ruso —pensaba en particular en los japoneses— para que el pueblo ruso pudiera crear las instituciones que más le conviniesen. Cuando los rusos hubieran aclarado quién les gobernaba (Wilson tenía la esperanza de que no fuesen los bolcheviques), Estados Unidos procedería al reconocimiento. A Wilson le gustaba señalar que eso era lo que había hecho Estados Unidos en la guerra civil mexicana.37

El problema era que los Aliados ya habían intervenido. En la primavera de 1918, tropas británicas habían desembarcado en los puertos de Arjángel y Murmansk, en el norte, y los japoneses habían tomado Vladivostok, a orillas del Pacífico, y penetrado hacia el oeste, en Siberia, para impedir que los alemanes se apoderasen de materias primas como cereales y petróleo, así como de puertos y ferrocarriles rusos. Con el fin de vigilar a los japoneses —y quizás a los británicos— y proteger a una legión checa, reclutada en los campos rusos de prisioneros de guerra, que se hallaba atrapada en Siberia, los estadounidenses habían desembarcado a regañadientes tropas propias. («He estado sudando sangre», se quejó Wilson a House aquel verano, «a causa de la cuestión de lo que es correcto y factible hacer en Rusia… Se deshace como el azogue cuando la toco.»38) Los británicos convencieron luego a los canadienses para que proporcionaran un contingente que hiciera de contrapeso a los estadounidenses y los japoneses. En el sur, otro contingente británico, bajo el mando de un condiscípulo de Rudyard Kipling, penetró en la cordillera del Cáucaso y sus yacimientos petrolíferos. Los franceses, que andaban aún más cortos de efectivos humanos que los británicos, se limitaron a enviar misiones militares o contingentes simbólicos. Cuando, al terminar la guerra, Gran Bretaña decidió no sólo mantener sus tropas en Rusia, sino ofrecer apoyo a los rusos blancos que luchaban contra los bolcheviques, ya estaba muy claro que una intervención dirigida inicialmente contra los alemanes se había convertido en algo muy diferente.39

Después de la derrota, Alemania, siguiendo instrucciones de los Aliados, empezó a retirar sus tropas de Ucrania y de los estados del Báltico. Los Aliados se esforzaron por llenar el vacío. A finales de 1918, había ya más de 180.000 soldados extranjeros en suelo ruso y varios ejércitos de rusos blancos que recibían dinero y armas de los Aliados.40 La gente empezaba a hablar de una cruzada contra el bolchevismo. Lo que hacía titubear a los líderes aliados eran los indicios de que existía una fuerte oposición a nuevas aventuras militares. El público y las fuerzas armadas de los países aliados estaban cansados de tanta guerra. «¡No toquéis Rusia!», el lema de la izquierda, iba adquiriendo popularidad. Lloyd George dijo a su gabinete que, si no se andaban con cuidado, contribuirían a la propagación del bolchevismo por el simple hecho de tratar de acabar con él. Las autoridades militares británicas informaron de que la perspectiva de ser destinados a Rusia gustaba muy poco a los soldados.41 Los canadienses, que habían proporcionado tropas para la expedición a Siberia y para Murmansk, querían retirarse antes del verano; Borden dijo a sus colegas de la delegación del Imperio británico que el asunto causaba «gran preocupación» en Canadá.42

Los franceses, que eran partidarios decididos de la intervención, en realidad podían hacer muy poco. No tenían los efectivos humanos ni los recursos necesarios. Antes del final de la contienda sólo había llegado a Rusia un puñado de soldados franceses. En virtud de un acuerdo con Gran Bretaña, Francia era en teoría responsable del sur de Ucrania y Crimea, y Gran Bretaña, del Cáucaso y el Asia central. (Qué significaba eso, aparte de apoyar a las fuerzas antibolcheviques locales, nunca estuvo claro). El general francés en el Próximo Oriente, Louis Franchet d’Esperey, se quejó amargamente: «No tengo fuerzas suficientes para afianzar mi posición en este país, tanto más cuanto que a nuestros hombres no les haría ninguna gracia experimentar un invierno ruso, cuando todos sus camaradas están descansando».43 Por desgracia, sus advertencias fueron desoídas. El Gobierno francés envió un contingente mixto integrado por soldados franceses, griegos y polacos al puerto de Odesa, en el mar Negro. La expedición no tardó en encontrarse luchando contra una serie heterogénea de enemigos que iban de bolcheviques a nacionalistas ucranianos y anarquistas. La moral cayó en picado durante el largo invierno de 1918-1919 y los bolcheviques obtuvieron buenos resultados, cuando enviaron hombres que hablaban francés a hacer proselitismo entre los soldados. Tal como informó un oficial francés, «ningún soldado francés que salvara el pellejo en Verdún o en los campos del Marne estaría dispuesto a perderlo en los campos de Rusia». En abril de 1919, las autoridades francesas abandonaron de repente lo que se estaba convirtiendo en un desastre y se apresuraron a retirarse, dejando Odesa y sus habitantes a los bolcheviques. Los muelles se llenaron de civiles que suplicaban en vano a los franceses que se los llevaran consigo. Una expedición francesa menor abandonó el puerto de Sebastopol, en Crimea, de manera un poco más ordenada llevándose consigo a 40.000 rusos, entre ellos la madre del zar asesinado. Dos semanas después la flota francesa en el mar Negro se amotinó.44

Aunque Francia siguió clamando contra los bolcheviques y sus métodos, no volvió a tomar parte en la intervención aliada. Foch presentó una serie de planes, cada vez más inverosímiles, para penetrar en Rusia con ejércitos integrados por soldados de varias nacionalidades, que podían ser polacos, finlandeses, checoslovacos, rumanos, griegos o incluso prisioneros de guerra rusos que seguían en Alemania. Ninguno de ellos se materializó, en parte porque los extras se negaron a interpretar los papeles que les habían asignado, pero también debido a la fuerte oposición de británicos y estadounidenses.45

Los franceses adoptaron entonces como política la segunda de las opciones que sugiriese Lloyd George: aislar al bolchevismo dentro de Rusia. En la Conferencia de Paz y en los años siguientes, Francia hizo todo lo posible por crear alrededor de Rusia estados —como, por ejemplo, Polonia— que formasen, como se decía en la Edad Media, un «cordón sanitario» en torno a los apestados. Esta política ofrecía también la ventaja, que para los franceses era aún más importante, de crear contrapesos a Alemania, así como una barrera en el caso improbable de que Alemania y Rusia trataran de aliarse.46 Entre los presentes en París en 1919, Foch y Churchill fueron de los pocos que se tomaron en serio esa posibilidad. De hecho, Churchill lanzó una advertencia sobre una futura combinación de una Rusia bolchevique con una Alemania y un Japón nacionalistas. «El resultado final podría ser una confederación predadora que se extendiera del Rin a Yokohama y amenazara los intereses vitales del Imperio británico en la India y otras partes; que amenazara, de hecho, el futuro del mundo.»47

A finales de 1919 un fatigado Clemenceau, refiriéndose a los bolcheviques, dijo a Lloyd George: «Debiéramos seguir vigilándolos, rodeándolos, por así decirlo, con una alambrada y sin gastar nada de dinero».48 El dinero era siempre un problema en 1919. Lloyd George trató de enfriar el entusiasmo de Churchill por la intervención, informándole de una conversación que había sostenido con el canciller del Exchequer, Austen Chamberlain: «No podemos permitirnos esa carga. Chamberlain dice que apenas nos llega el dinero estando en paz, ni siquiera con el actual nivel agobiante de impuestos».49 Los británicos gastaron unos cien millones de libras; los franceses, menos de la mitad de esa suma.50 Los contribuyentes británicos no estaban dispuestos a seguir gastando grandes cantidades de dinero en Rusia, especialmente cuando sus aliados no hacían lo mismo. «¿Cuánto dará Francia?», preguntó Lloyd George, cuando en febrero de 1919 se habló de ampliar la intervención militar. «Estoy seguro de que no puede permitirse pagar; estoy seguro de que nosotros no podemos. ¿Cargará Estados Unidos con los gastos? Hágales concretar el coste de cualquier plan antes de aprobarlo.»51

Estaba claro que gran parte de la ayuda a los rusos blancos se malgastaba a causa de la ineficiencia y la corrupción. Funcionarios subalternos que trabajaban en la retaguardia se quedaban con los uniformes destinados a la tropa; sus esposas e hijas llevaban faldas de enfermera británica. Mientras el frío paralizaba los camiones y los tanques de Denikin, el anticongelante se vendía en los bares. Aunque más adelante los bolcheviques pudieron pintar un cuadro propagandístico del capitalismo mundial, desplegando todo su poderío contra su revolución, en realidad la ayuda de los Aliados hizo muy poco por evitar la derrota de los blancos.52

La intervención aliada en Rusia se vio siempre perjudicada por las diferencias en los objetivos y las suspicacias mutuas. Los estadounidenses eran oficialmente contrarios a ella, pero mantuvieron sus tropas en Siberia, después de terminar la guerra, para bloquear los designios japoneses. Mientras que antes de 1914 los franceses habían confiado en una Rusia fuerte que tuviera a Alemania a raya, los británicos se preocupaban más a menudo por la amenaza rusa hacia el sur y la India. En 1919 Francia hubiera preferido una Rusia blanca restaurada, pero Gran Bretaña hubiese podido aceptar una Rusia roja débil. Curzon, que odiaba todo lo que representaban los bolcheviques, se alegró mucho de que los rusos perdieran el control del Cáucaso; dijo a Churchill que los británicos debían procurar que Denikin, el líder ruso blanco del sur, no volviera a meter las manos en la región.53 Los británicos, debido a un reflejo hondamente arraigado, tendían a desconfiar de las intenciones de los franceses. Lloyd George se quejó de que el Gobierno francés se dejaba influir de manera poco razonable por sus clases medias, que habían perdido sus ahorros en Rusia. «Nada les gustaría más», dijo Lloyd George, «que nosotros les sacáramos las castañas del fuego.»54

Mientras los Aliados jugueteaban de forma intermitente con la intervención en Rusia, también estudiaban la tercera opción que ofreciese Lloyd George, la de negociar con los bolcheviques. El 21 de enero de 1919, Lloyd George y Wilson sugirieron una solución intermedia al Consejo Supremo. Dado que los franceses no querían que los bolcheviques asistieran a la conferencia de París, ¿por qué no se celebraba una reunión con ellos, junto con otros representantes rusos, en algún lugar más cercano a Rusia? Wilson añadió que, mientras los negociadores se negaran a hablar con los bolcheviques, el pueblo ruso creería la propaganda en la que éstos presentaban a los Aliados como enemigos suyos. Clemenceau, apoyado por Sonnino, objetó que el hecho mismo de hablar con ellos daría crédito a los bolcheviques. Por otro lado, no estaba dispuesto a romper con sus aliados a causa de eso y, por tanto, aunque de mala gana, aceptaría la sugerencia. Sonnino se mantuvo en sus trece. Instó a reunir a todos los rusos blancos y darles suficientes soldados o, al menos, armas para destruir a los bolcheviques. Lloyd George hizo una pregunta práctica. ¿Cuántos soldados podía proporcionar cada uno de ellos? Hubo un silencio embarazoso. La respuesta fue que ninguno.55 Se acordó seguir adelante con las negociaciones. Wilson mandó a buscar una máquina de escribir inmediatamente. «Nos imaginamos una hermosa estenógrafa estadounidense», recordó un periodista británico, pero apareció un mensajero con la vieja y abollada máquina de Wilson, el presidente se instaló en un rincón y él mismo escribió una invitación.56 Al salir de la habitación, Clemenceau gruñó a un periodista francés que estaba esperando: «¡Vencido!»57

La nota de Wilson, que hablaba del deseo sincero y desinteresado de los Aliados de ayudar al pueblo ruso, se envió a su debido tiempo a los representantes de las principales facciones rusas, invitándoles a asistir a una reunión en el archipiélago de los Príncipes —Prinkipo— en el mar de Mármara, entre el mar Negro y el Mediterráneo. El archipiélago era el lugar favorito para las excursiones de los habitantes de Constantinopla. Justo antes de la guerra también lo habían utilizado las autoridades turcas para deshacerse de los miles de perros callejeros de la ciudad; durante semanas el eco de sus ladridos y aullidos desesperados se oía desde la otra orilla.

Se mandó una invitación a los bolcheviques por medio de la radio de onda corta y París se quedó esperando respuesta. Era difícil prever cuál sería. Los bolcheviques ya habían establecido lo que se convertiría en una pauta habitual de mala educación y cortesía, de hostilidad total y cooperación a regañadientes. Lenin creía que la Revolución rusa pegaría fuego a Europa; luego, al mundo. Barrería las fronteras, las banderas, los nacionalismos, meros instrumentos que un capitalismo condenado a desaparecer utilizaba para separar a los trabajadores del mundo. Su primer comisario de Asuntos Exteriores, el gran revolucionario y teórico Lev Trotski, consideraba que su nuevo cometido era sencillo: «Dirigiré unas cuantas proclamas revolucionarias a los pueblos del mundo y luego cerraré la tienda».58 (De forma inconscientemente paralela al llamamiento de Wilson a favor de la diplomacia abierta, se divirtió mucho rebuscando entre los viejos archivos zaristas y haciendo públicos, con gran turbación de los Aliados, acuerdos secretos firmados durante la guerra para repartirse, por ejemplo, Oriente Próximo). Para Lenin y Trotski la única cuestión pendiente era la táctica. Si la revolución mundial iba a producirse inmediatamente, no había ninguna necesidad de tratar con el enemigo. Sin embargo, si se demoraba, tal vez fuese necesario provocar enfrentamientos entre las potencias capitalistas. En 1917, los bolcheviques daban por sentado que ocurriría lo primero; en 1919, aunque Lenin convocó un congreso con el objeto de fundar una sede revolucionaria mundial, la Internacional Comunista, empezaban a tener dudas.

Su política exterior, que reflejaba esta ambivalencia, contribuyó en gran medida a agudizar las suspicacias de los Aliados. En octubre de 1918, Georgii Chicherin, intelectual desmelenado y obsesivo que acababa de sustituir a Trotski en el puesto de comisario de Asuntos Exteriores, envió una nota sarcástica a Wilson en la que se mofaba de sus queridos principios. Los Catorce Puntos pedían que se dejara a Rusia en paz para que resolviera su propio destino; era curioso, pues, que Wilson hubiese mandado tropas a Siberia. Los estadounidenses hablaban de autodeterminación; qué extraño que Wilson no hubiera mencionado a Irlanda ni a las Filipinas. Prometía una Sociedad de Naciónes que pondría fin a todas las guerras; ¿se trataba de un chiste? Todo el mundo sabía que las naciones capitalistas eran responsables de provocar guerras. En aquel mismo momento, Estados Unidos y sus compinches Gran Bretaña y Francia tramaban derramar más sangre rusa y arrancar más dinero de Rusia. La única sociedad o liga verdadera era la de las masas.59

Con todo, los bolcheviques también se mostraban conciliadores. Maksim Litvinov, adjunto de Chicherin, era afable y simpático. Había vivido varios años en Londres, donde se había ganado la vida trabajando de oficinista y se había casado con una novelista, Ivy Low, que tenía cierta relación con el grupo de Bloomsbury. En la Nochebuena de 1918 envió un telegrama a Wilson desde Estocolmo. Hablaba en él de paz en la tierra, de justicia y de humanidad. Litvinov decía también que el pueblo ruso compartía los nobles principios de Wilson. Había sido el primero en pedir a gritos la autodeterminación y la diplomacia abierta. Lo único que quería ahora era paz para construir una sociedad mejor. Tenía grandes deseos de negociar, pero la intervención y el bloqueo de los Aliados estaban causando sufrimientos terribles. Los bolcheviques se veían obligados a recurrir al terror para mantener el país a flote. ¿No querría Wilson ayudarles? El presidente quedó muy impresionado, y lo mismo le ocurrió a Lloyd George al ver el telegrama.60 Un diplomático estadounidense, William Buckler, fue enviado a hablar con Litvinov. El informe de Buckler, que Wilson presentó al Consejo Supremo el 21 de enero, era alentador. El Gobierno soviético, como se llamaba ahora, estaba dispuesto a hacer mucho por la paz, tanto si significaba pagar al menos parte de la deuda exterior repudiada, como otorgar nuevas concesiones a empresas extranjeras. Dejaría de hacer llamamientos a favor de la revolución mundial; se había visto obligado a utilizar semejante propaganda sólo para defenderse primero de Alemania y, más recientemente, de los Aliados.61

Así pues, Wilson y Lloyd George tenían ciertos motivos para pensar que los bolcheviques acogerían favorablemente la invitación a Prinkipo. Los dos estadistas eligieron a sus delegados: un periodista liberal y un clérigo expulsado representarían a Estados Unidos, y Borden, a Gran Bretaña. Borden se mostró encantado y dijo que era «un gran honor para Canadá». (No sabía que Lloyd George no había encontrado a nadie más que estuviera dispuesto a ir.62) Quedaron todos a la espera de la respuesta del Gobierno soviético. Llegó el 4 de febrero. No fue la última vez que los bolcheviques juzgaron mal a Occidente. De forma astuta, pero transparente, evitaron aceptar un alto el fuego, una de las condiciones que había puesto el Consejo Supremo. No se tomaron la molestia de comentar el llamamiento a los elevados principios que contenía la invitación. Pensando, sin duda, que los capitalistas sólo comprendían una cosa, ofrecieron importantes concesiones materiales como, por ejemplo, materias primas o territorio. Después de todo, había dado buenos resultados en el caso de los alemanes en Brest-Litovsk. Wilson quedó desconcertado: «La respuesta no sólo estaba fuera de lugar, sino que podía considerarse insultante». Lloyd George opinó lo mismo. «No buscamos su dinero, ni sus concesiones ni su territorio.»63

Al mismo tiempo los demás invitados, con el apoyo callado de los franceses y de amigos como Churchill, se cerraban en banda. La noticia de la propuesta de celebrar una reunión en Prinkipo había causado honda conmoción entre los rusos blancos. La comunidad de exiliados en París organizó una gran manifestación; en la lejana Arjángel se apresuraron a descolgar los retratos de Wilson. Sazonov, el ex ministro de Exteriores, preguntó a un diplomático británico cómo podían esperar los Aliados que se entrevistara con la gente que había asesinado a su familia.64

Si los británicos y los estadounidenses hubiesen ejercido presión sobre ellos, probablemente los rusos blancos habrían cedido, pero ni Wilson ni Lloyd George estaban dispuestos a ejercerla. Prinkipo se estaba convirtiendo en un problema político para ambos. La prensa y algunos de sus propios colegas arreciaban en sus críticas. Lloyd George, cuyo Gobierno de coalición dependía del apoyo de los conservadores, ya había sido advertido por el líder de éstos, Bonar Law, y su segundo de que el asunto podía causar la desintegración del Gobierno.65 El 8 de febrero Clemenceau, de un talante comunicativo poco frecuente en él, dijo a Poincaré que el encuentro de Prinkipo peligraba. Wilson no daba señales de querer responder a la aceptación parcial de los bolcheviques.66 Sólo para asegurarse, Clemenceau suplicó a Balfour que aplazara el debate hasta que el presidente partiese para su breve visita a Estados Unidos.67 Cuando los rusos blancos enviaron su negativa el 16 de febrero, Wilson ya había zarpado, Lloyd George había vuelto a Londres para ocuparse de la amenaza de una huelga general y la reunión de Prinkipo ya había muerto.

Debido a ello, la cuestión de Rusia quedó tan pendiente como siempre. En Londres, Churchill exigía que Lloyd George tomara una decisión clara: o intervenir con numerosas fuerzas o bien retirarse de Rusia de una vez por todas. Lloyd George no pensaba hacer ninguna de las dos cosas, ya que la intervención a gran escala le crearía problemas con la izquierda y la retirada, con la derecha. Por tanto, como hizo en otras ocasiones durante la Conferencia de Paz, especialmente en el caso de las reparaciones que debía pagar Alemania, actuó de forma indirecta y puso a prueba primero una opción y luego la otra, sin exponerse él mismo.

Dijo a Churchill que cualquier decisión relativa a Rusia debía tomarse en París, con la participación de Wilson. Churchill cruzó rápidamente el Canal la mañana del 14 de febrero, el día en que el presidente tenía que zarpar con destino a Estados Unidos. (En sus memorias Lloyd George expresó pío horror ante el hecho de que Churchill se hubiera escabullido «hábilmente» a París por iniciativa propia.68) Después de un agotador viaje en coche hasta París —y un choque que destrozó el parabrisas de su automóvil-, Churchill entró corriendo en el Consejo Supremo justo en el momento en que Wilson se ponía en pie. El presidente le escuchó cortésmente y Churchill señaló que la incertidumbre sobre las intenciones de los Aliados era mala para las tropas destacadas en Rusia y para los rusos blancos. Su opinión personal era que una retirada sería un desastre. «Semejante medida equivaldría a quitar el eje de toda la máquina. No habría más resistencia armada a los bolcheviques en Rusia y un panorama interminable de violencia y sufrimiento sería lo único que quedaría para toda Rusia». Wilson, como Lloyd George debía de saber, no se dejó convencer. Reconoció que las tropas aliadas no estaban haciendo ningún bien en Rusia, pero la situación era confusa.69

Churchill se quedó en París un par de días más, tratando de inducir al Consejo Supremo a seguir al menos una política clara, pero debido a la ausencia de Wilson y Lloyd George resultaba difícil.70 Lloyd George, que recibía informes diarios del fiel Kerr, dirigía las cosas a distancia. «Winston está en París» dijo alegremente a un amigo. «Quiere llevar a cabo una guerra contra los bolcheviques. ¡Eso sí que provocaría una revolución! Nuestro pueblo no lo permitiría.»71 Los mensajes que enviaba a Churchill eran contradictorios y a veces le daba a entender que tal vez Gran Bretaña proporcionaría armas y voluntarios a los rusos blancos, pero luego, en el siguiente telegrama, le advertía de que no planease ninguna acción militar contra los bolcheviques. Según Lloyd George, el Ministerio de la Guerra opinaba que la presencia de soldados aliados en Rusia era un error. Lloyd George pensaba lo mismo: «No sólo no tenemos por qué meternos en sus asuntos internos, sino que sería contraproducente: reforzaría y consolidaría la opinión bolchevique».72 Lloyd George se aseguró de que Kerr hiciese llegar copias de su mensaje a otros miembros de la delegación del Imperio británico así como a House.73 Wilson, que se encontraba en mitad del Atlántico, envió su advertencia: «Muy sorprendido por sugerencia Churchill sobre Rusia», telegrafió, «sería fatal meternos más en el caos ruso.»74 Su preocupación resultó innecesaria. El 19 de febrero, el día elegido para reanudar el debate sobre Rusia en el Consejo Supremo, Clemenceau resultó herido de bala en un intento de asesinato y toda decisión se aplazó indefinidamente. Las tropas aliadas permanecieron en suelo ruso, pero no hubo ninguna gran cruzada.

Quizás, como a Wilson le gustaba sugerir, los negociadores necesitaban más información. Varios estadounidenses jóvenes, entre ellos el periodista radical Steffens, que anhelaba ver con sus propios ojos qué tal le iba a la revolución, y William Bullitt, experto en Rusia que formaba parte de la delegación estadounidense y del que se sabía que era contrario a la intervención, ya habían empezado a sugerir que se mandara una misión investigadora. Lloyd George reconoció que podía ser una buena idea, entre otras cosas como medio de aplazar una decisión difícil.75

El 17 de febrero, House dijo a Bullitt que debía ponerse al frente de una pequeña misión secreta que hablaría con los líderes bolcheviques sobre qué clase de condiciones aceptarían para firmar la paz con los Aliados. Bullitt se alegró mucho. Su trabajo en París había sido rutinario; ahora, tal como él veía las cosas, iba a pasar al centro del escenario. Fruto del mundo privilegiado y cerrado de las clases altas de Filadelfia, Bullitt tenía una enorme confianza en sí mismo y en su propio criterio. Era una especie de prodigio, o al menos eso pensaba su madre, y había aprobado fácilmente los exámenes en la Universidad de Yale. Sus contemporáneos le consideraban brillante, aunque algunos también se habían fijado en que había algo frío y calculador en su forma de utilizar a las personas y luego desentenderse de ellas.76 Admiraba muchísimo a Wilson y sus principios, pero se preguntaba si el presidente sería capaz de defenderlos.77

House y Kerr prepararon conjuntamente una lista de los temas que debía tratar la misión. House aseguró a los demás delegados estadounidenses que Bullitt «iba sólo a recabar información». Pero no lo dejó suficientemente claro al hablar con el propio Bullitt, que sostuvo, incluso cuando su expedición fracasó, que tenía instrucciones tanto de House, que hablaba en nombre de Wilson, como de Lloyd George de negociar condiciones de paz con los bolcheviques. Steffens, que fue con la misión, coincidió con él: «Las instrucciones de Bullitt eran negociar un acuerdo preliminar con los rusos con el fin de que Estados Unidos y Gran Bretaña pudieran persuadir a Francia de que mandase una invitación conjunta a parlamentar, con una seguridad razonable de obtener resultados».78 No era la primera vez que Steffens se equivocaba. Ni House ni Lloyd George habían perdido la esperanza de llegar a algún acuerdo, pero no estaban dispuestos a indisponerse con los franceses ni con la opinión pública de sus respectivos países en el caso de que los bolcheviques se mostraran recalcitrantes. Una misión reducida y encabezada por un insignificante joven de 28 años podía volver con buenas noticias. Si no era así, se podía prescindir de ella.79

Bullitt y Steffens pasaron una semana maravillosa en Moscú: alojamiento en un palacio confiscado, montones de caviar, noches de ópera en el antiguo palco del zar y, durante el día, conversaciones con Lenin y Chicherin en persona. Steffens creía que los bolcheviques estaban eliminando las causas de la pobreza, la corrupción, la tiranía y la guerra. «No trataban de instaurar la democracia política, la libertad jurídica ni la paz negociada… todavía no. De momento intentaban poner los cimientos para estas cosas positivas». Bullitt opinaba también que en Rusia se había empezado una gran labor. Lenin causó honda impresión a ambos. Era «franco y directo», dijo Bullitt, «pero también cordial, con mucho humor y serenidad». Steffens hizo preguntas sobre el terror desencadenado contra los que se oponían a los bolcheviques y se sintió conmovido cuando Lenin expresó su pesar; Steffens pensó que era «liberal por instinto».80

Al terminar la semana, Bullitt creía que habían llegado a un acuerdo. Habría un alto el fuego y luego concesiones por ambas partes. Los Aliados retirarían sus tropas y los bolcheviques no insistirían en acabar con los diversos gobiernos blancos que había en Rusia. (Dado que las condiciones pedían el fin de la ayuda aliada a los blancos, los bolcheviques podían permitirse ser generosos). Es dudoso que los bolcheviques negociaran de buena fe; Lenin había demostrado con los alemanes en Brest-Litovsk que estaba dispuesto a hacer concesiones sólo para ganar tiempo. Bullitt y Steffens eran «tontos útiles» y su misión resultaba provechosa al menos para fines propagandísticos.

Bullitt y Steffens volvieron a París llevando con orgullo su acuerdo el primero, y su visión halagüeña del futuro, el segundo. House, como de costumbre, se mostró alentador, pero otros miembros de la delegación estadounidense tenían sus dudas. Wilson, que ya había regresado de Estados Unidos, estaba sencillamente demasiado preocupado por las difíciles negociaciones del tratado con Alemania como para prestar mucha atención. No quiso encontrar tiempo para ver a Bullitt. Lloyd George, que le invitó a desayunar el 28 de marzo, empezaba a estar muy asustado. La toma del poder por Béla Kun en Hungría, el fin de semana anterior, había reavivado los temores de que el bolchevismo se propagara hacia el oeste. La noticia de la misión de Bullitt se había filtrado y corrían rumores de que Gran Bretaña y Estados Unidos se disponían a reconocer al Gobierno soviético. Los diputados conservadores de Lloyd George no le quitaban ojo y lo mismo hacían los periódicos de Northcliffe. El Daily Mail de aquella mañana llevaba un vitriólico editorial de Henry Wickham Steed, el nuevo director de su periódico hermano The Times, que odiaba a Lloyd George tanto como Northcliffe. Se estaba resucitando la «intriga» de Prinkipo, gracias a las maquinaciones de financieros judíos internacionales y posiblemente de intereses alemanes. Lloyd George tendió el periódico a Bullitt por encima de la mesa del desayuno. «Mientras la prensa británica haga estas cosas, ¿cómo se puede esperar de mí que sea sensato con Rusia?».81

Durante las semanas siguientes aumentó la presión sobre Lloyd George. El 10 de abril, más de doscientos diputados conservadores firmaron un telegrama en el que le instaban a no reconocer al Gobierno soviético. Lloyd George, que también era objeto de ataques por las condiciones de paz con Alemania, sabía cuándo le convenía cortar por lo sano. Al comparecer ante la Cámara de los Comunes el 16 de abril, afirmó categóricamente que en París nunca se había hablado de reconocimiento y que éste estaba descartado. Cuando le preguntaron en concreto sobre la misión de Bullitt, contestó en tono displicente: «Se dio a entender que había vuelto cierto joven estadounidense». Añadió que no podía decir si el joven traía algún informe útil.82

Bullitt quedó destrozado. En París nadie quería oír hablar de su misión, ni siquiera el presidente, al que tanto admiraba. Su desilusión con Wilson fue completa, cuando en mayo se hicieron públicas las condiciones del tratado con Alemania. Envió una carta, con enojo y dolor, presentando su dimisión y se fue a la Riviera «a echarme en la arena y contemplar cómo el mundo se va al infierno». Aquel otoño regresó a Estados Unidos y ayudó a decidir la suerte de Wilson y del Tratado de Versalles, declarando ante el Senado que a él y a muchos otros miembros de la delegación estadounidense no les parecían bien muchas de sus cláusulas. También se las arregló para que el informe sobre su misión a Rusia constara en acta. En 1934 volvió a Moscú en calidad de primer embajador estadounidense en la Unión Soviética. Esta vez su estancia en Moscú le convirtió en un ferviente anticomunista.83

Los franceses continuaron hablando, entre dientes, de intervención, pero no estaban dispuestos a ir más allá de un «cordón sanitario». Lloyd George y Wilson rehuyeron los contactos con el Gobierno soviético, aunque continuaron albergando la esperanza de que los bolcheviques se transformaran milagrosamente en buenos demócratas. Los dos incluso juguetearon brevemente con la idea de utilizar envíos de alimentos para calmar a los bolcheviques. Hoover, el jefe de la administración de ayuda aliada, había recomendado un plan parecido. Las opiniones que Hoover tenía de los bolcheviques se acercaban a las de Wilson: eran una respuesta comprensible a condiciones atroces. Pero eran peligrosos y su propaganda resultaba atractiva incluso en sociedades fuertes como Estados Unidos. Los Aliados deberían hacer saber a los bolcheviques, indirectamente, que si cesaban en sus intentos de propagar su revolución, Rusia recibiría considerable ayuda. Con tiempo y alimentos, el pueblo ruso se alejaría de las ideas radicales. Para evitar cualquier insinuación de reconocimiento aliado y adelantarse a las objeciones de los franceses, Hoover sugirió que una figura destacada de un país neutral se encargase de dirigir toda la operación.84

De hecho, ya había pensado en alguien, «un tipo magnífico y fuerte, un hombre de gran entereza y valor»: Fridtjof Nansen, el famoso explorador noruego del ártico, que casualmente se encontraba en París con el vago propósito de hacer algo por la Sociedad de Naciones. A mediados de abril, el Consejo de los Cuatro, como ahora se llamaba el Consejo Supremo, aprobó el plan de Hoover.85 Un grupo de países neutrales, entre ellos Noruega, la patria de Nansen, recogería alimentos y medicinas y los haría llegar a Rusia, si los bolcheviques acordaban un alto el fuego con sus enemigos. Nansen trató de enviar un telegrama a Lenin para darle la buena noticia, pero ni los franceses —que veían en el plan un ardid de los británicos, de los estadounidenses, quizás incluso de intereses alemanes para obtener concesiones en Rusia—, ni los británicos, que recelaban de todo lo que pareciese el reconocimiento de los bolcheviques, estaban dispuestos a darle curso. El telegrama se envió finalmente desde Berlín.

Redactaron la respuesta soviética Chicherin y Litvinov, y llegó por radio y telegrama el 15 de mayo. «Sed extremadamente corteses con Nansen, extremadamente insolentes con Wilson, Lloyd George y Clemenceau», les había ordenado Lenin. En cuanto al plan en sí, «utilizadlo con fines propagandísticos, porque está claro que no puede servir para otra cosa». Los dos colegas de Lenin siguieron el consejo y mezclaron los ataques hirientes a los Aliados con una negativa rotunda a considerar un alto el fuego, a menos que se celebrara una conferencia de paz como era debido. En París, los negociadores movieron la cabeza con gesto de pesadumbre y no volvieron a hablar de ayuda humanitaria. Este episodio demostró una vez más el fracaso de la política aliada en relación con Rusia.86

Hubo un último rayo de esperanza en 1919: que los propios rusos resolvieran su dilema. Justo antes de que el deshielo primaveral convirtiese las carreteras de Rusia en barrizales, los rusos blancos lograron coordinar un ataque contra los bolcheviques. Desde su base en el este de Siberia, Kolchak atacó en un amplio frente. Parte de sus fuerzas avanzó hacia el norte en dirección a Arjángel y logró establecer contacto con una avanzadilla de un contingente ruso blanco y británico que se encontraba asediado. Otras fuerzas avanzaron hacia el oeste en dirección a los montes Urales. Un tercer contingente se dirigió al sur para unirse a Denikin y sus ejércitos. A mediados de abril, Kolchak y sus aliados ya habían obligado a los bolcheviques a abandonar 300.000 kilómetros cuadrados de territorio. Pero este fue el punto culminante de su buena suerte.

Los bolcheviques contaban con dos ventajas cruciales: su unidad y su ubicación. Controlaban el centro de Rusia, mientras que sus heterogéneos adversarios se hallaban dispersos ampliamente por la periferia. Todos los comandantes rusos blancos, que recelaban unos de otros, además de estar separados por kilómetros de territorio a menudo hostil, muchas veces no tenían la menor idea de lo que hacían los demás. Los bolcheviques disponían del triple de efectivos humanos y de la mayoría de las fábricas de armas que había en Rusia.87

El 23 de mayo de 1919, los Aliados decidieron reconocer parcialmente al Gobierno de Kolchak. «El momento elegido», escribió más adelante Churchill, «exactamente vino a ser aquél en que era casi seguro que esa declaración llegaba demasiado tarde.»88 Un despacho que pedía garantías de que se introducirían instituciones democráticas emprendió su tortuoso camino hacia Siberia y, a su debido tiempo, llegó una respuesta —en parte indescifrable— que parecía dar las garantías necesarias.89 Lo que también llegó de Rusia poco después fue una serie de noticias de derrotas. A finales de junio, los ejércitos rojos ya habían conseguido llegar hasta el centro de Kolchak y los blancos se replegaban centenares de kilómetros.

Para entonces, sin embargo, la Conferencia de Paz ya se acercaba a su fin y los alemanes se disponían a firmar el Tratado de Versalles. No había tiempo para hacer nada más en relación con Rusia. Se redactó, para el tratado, una breve cláusula que decía sencillamente que todos los tratados que en el futuro firmaran los Aliados y Rusia, o partes de ésta, debían ser reconocidos. Otra cláusula dejaba abierta la posibilidad de que Rusia pidiera reparaciones. Por lo demás, la política para con Rusia continuó siendo tan confusa como había sido desde el principio. El bloqueo contra los bolcheviques siguió en vigor, pero la ayuda a los blancos disminuyó gradualmente. Gran Bretaña y Francia abandonaron a Kolchak por considerarlo una causa perdida. (El almirante se puso bajo la protección de la Legión Checa, que seguía en el este de Siberia; los checos lo entregaron a los bolcheviques y fue fusilado en febrero de 1920.) En octubre de 1919, Denikin se hallaba en plena retirada en el sur. En enero de 1921, azuzados con insistencia por los británicos, los aliados europeos acordaron poner fin a la intervención militar y levantar el bloqueo. En marzo de 1921, Gran Bretaña firmó un acuerdo comercial con el Gobierno soviético que fue bien acogido incluso por los hombres de negocios conservadores, que temían perder una oportunidad en Rusia. En 1924, Gran Bretaña y la Unión Soviética establecieron relaciones diplomáticas plenas. Francia siguió de mala gana el ejemplo británico.

Vistas las cosas de manera retrospectiva, Churchill y Foch tenían razón en lo tocante a los bolcheviques, y Lloyd George y Wilson estaban equivocados. El partido gobernante en Rusia no se convirtió en algo parecido a los socialdemócratas suecos. Lenin había instaurado un sistema de poder terrible, y sin límites, que dio a Stalin carta blanca para sus fantasías paranoicas. Tanto los rusos como otros pueblos pagaron un precio espantoso por la victoria bolchevique en la guerra civil, mientras en París los negociadores de la paz topaban con los límites de su propio poder.