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Contener a Alemania
Las cláusulas militares del tratado, que el Consejo de los Cuatro había empezado a examinar antes incluso de la pausa del invierno, advertían que castigar a Alemania era un problema infinitamente más difícil que decidir la suerte del Káiser. La mayoría de la gente estaba de acuerdo en que el militarismo y unas fuerzas armadas enormes, especialmente las alemanas, eran malos para el mundo; de hecho, ya empezaban a aparecer libros que argüían que la carrera de armamento había causado la Gran Guerra. Uno de los Catorce Puntos de Wilson hablaba de reducir el armamento «al punto más bajo que fuera compatible con la defensa nacional» y uno de los atractivos de la Sociedad de Naciones era que proporcionaría tal grado de seguridad que los países reducirían voluntariamente sus fuerzas armadas. Lloyd George, que sabía que el servicio militar obligatorio era muy impopular en Gran Bretaña, recibió la idea con entusiasmo. Obviamente, desarmar a la nación más poderosa del continente era un importante primer paso hacia el desarme más general que llevaría a cabo la Sociedad de Naciones. Aunque importaba mucho menos, los Aliados pensaban imponer rigurosas condiciones militares a las otras naciones derrotadas. También tratarían inútilmente de persuadir a sus amigos de Europa, como Checoslovaquia, Polonia y Grecia, a aceptar la reducción de sus fuerzas armadas.1
El desarme era bueno en sí mismo, pero resultaba difícil llegar a un acuerdo sobre los efectivos del ejército que debía quedarle a Alemania. Era necesario que el nuevo Gobierno alemán pudiese sofocar las rebeliones en el país.2 ¿Debía ser también lo bastante fuerte como para rechazar la amenaza bolchevique procedente del este? Los Aliados no podían hacerlo por él, ya que estaban reduciendo su intervención en Rusia. Los estados de la Europa central tampoco podían. No sólo se hallaban luchando por sobrevivir, sino que, además, como dijo severamente Hankey, uno de los asesores más íntimos de Lloyd George, «no ha habido la menor señal entre ellos de un intento serio de esfuerzo conjunto por oponer resistencia a los bolcheviques. Al contrario, muestran todas las peores cualidades que nos hemos acostumbrado a ver en los estados balcánicos». Los alemanes, a pesar de sus defectos, eran al menos «un pueblo compacto, patriótico, digno de confianza y muy organizado».3 Desde el punto de vista francés, sin embargo, las fuerzas alemanas eran siempre un peligro. Foch en particular arguyo desde el principio que los Aliados debían confiscar el material militar de los alemanes, ocupar Renania y sus cabezas de puente, destruir las fortificaciones alemanas en las fronteras con Francia y limitar el ejército alemán a 100.000 hombres. Señaló que estas exigencias eran meramente militares, lo cual resultaba poco convincente.
A Foch, uno de los pocos generales franceses que salieron de la guerra con su reputación mejorada, le gustaba decir que era un simple soldado. Era bajo de estatura, rubio, sencillo y de aspecto bastante descuidado. «A unos cuatro o cinco metros de distancia», en opinión de un experto estadounidense, «era imposible ver que se trataba del generalísimo.»4 Nacido en el seno de una familia modesta en los Pirineos, Foch era católico devoto e irreprochable padre de familia aficionado a la jardinería, la caza y el teatro (siempre y cuando no fuese demasiado moderno) y odiaba a los políticos y a los alemanes. El general inglés Henry Wilson, gran amigo suyo, veneraba su valor y su negativa a darse por vencido, incluso en los peores momentos de la guerra. Según él, Foch «poseía un instinto sobrenatural que le indicaba lo que convenía hacer. No siempre puede explicarte por qué».5 En cambio, a ojos del comandante en jefe estadounidense, el general Pershing, que chocó con Foch en los últimos tiempos de la guerra, era sólo «un hombre pequeño, de miras estrechas, pagado de sí mismo».6 El presidente Wilson llegaría a ver en él la encarnación del espíritu vengativo y la ceguera de los franceses. También lo encontraba aburrido.7
Clemenceau, que le conocía desde hacía años, se mostró siempre ambivalente. «Era un gran general», dijo al Consejo Supremo en 1919, pero «no un Papa militar.»8 Durante la guerra había dudado entre el general Pétain y Foch para el cargo de comandante en jefe de los ejércitos aliados. «Me encontraba entre dos hombres y uno de ellos me decía que estábamos acabados, mientras que el otro iba y venía como un loco y quería luchar. Me dije a mí mismo “¡Probemos a Foch!"»9 Y Clemenceau pensaba que había acertado. «Siempre le veo», dijo en marzo de 1918, «más lleno de confianza, más fervoroso que nunca, demostrando que es en verdad un gran líder y con una sola idea: luchar y seguir luchando hasta que el enemigo se dé por vencido.»10 Por otra parte, también dijo: «durante la guerra era necesario que viese a Foch prácticamente todos los días con el fin de impedir que hiciera alguna tontería».11
Clemenceau nunca fue capaz de confiar del todo en ningún militar, especialmente en uno que fuera religioso. No nombró a Foch delegado francés en la Conferencia de Paz y dejó claro que el mariscal asistiría a las sesiones sólo cuando se le invitara. Foch nunca le perdonó: «Es realmente extraordinario que M. Clemenceau no pensara en mí desde el principio como persona idónea para vencer la resistencia del presidente Wilson y Lloyd George».12 Cuando, a pesar de ello, Foch y sus partidarios trataron de influir en las negociaciones de paz, la impaciencia de Clemenceau fue en aumento.13 Hubo escenas muy desagradables. Durante una de ellas, en el Consejo Supremo, Foch salió y se sentó en la antesala. Al intentar sus colegas persuadirle a volver a entrar, sus gritos de «¡Nunca, nunca, nunca!» pudieron oírse desde dentro.14 De vez en cuando Clemenceau pensaba en destituirle, pero nunca tuvo ánimos suficientes para hacerlo. «Dejad al pueblo sus ídolos», dijo, «debe tenerlos.»15
Foch había insistido en incluir estipulaciones rigurosas en el acuerdo inicial de armisticio del 11 de noviembre de 1918. Durante la Conferencia de Paz advirtió que los alemanes no estaban cumpliendo las cláusulas del armisticio; no se estaban desmovilizando con suficiente rapidez ni entregando sus armas. Dijo que los Aliados debían mantener grandes ejércitos permanentes, sobre todo en Renania, o no podrían hacer que se cumplieran las condiciones de paz.16 Los británicos y los estadounidenses se mostraron escépticos. Wilson opinó que los franceses eran unos «histéricos» y cuando Pershing le dijo que Foch exageraba la fuerza de los alemanes se apresuró a transmitir la opinión a Lloyd George.17
Cuando llegó el momento de renovar el armisticio, como se hacía cada mes, Foch trató de incluir nuevas disposiciones.18 «No era deportivo», dijo Wilson. «Se estaban añadiendo continuamente exigencias secundarias pequeñas e irritantes a las condiciones del armisticio, al mismo tiempo que se recibían informes de que no se estaban cumpliendo las condiciones aceptadas anteriormente.»19 ¿Cómo podían persuadir a los alemanes a aceptarlas? La respuesta de Foch fue contundente: «por medio de la guerra». Clemenceau, un poco a regañadientes, le respaldó.20 «Conocía bien a los alemanes. Se vuelven feroces cuando alguien se retira ante ellos.»21 El 12 de febrero, después de mucho debatir el asunto, el Consejo Supremo llegó a un acuerdo: el armisticio se renovaría indefinidamente, sin añadirle ningún cambio importante, y se puso a Foch al frente de un comité que redactaría condiciones militares detalladas para el tratado de paz.22 Seguía habiendo confusión sobre si estaban preparando un tratado preliminar o el definitivo, y nadie estaba seguro de si estas condiciones iban a presentarse primero, en el plan parcial, o se incorporarían a algún documento de mayor envergadura.23
El comité de Foch presentó el resultado de su trabajo el 3 de marzo: recomendó que se permitiera a Alemania tener un ejército pequeño, con el material básico y sin aditamentos como un Estado Mayor o tanques. Foch pidió al Consejo Supremo una decisión inmediata. Quería poder empezar a negociar con los representantes alemanes en el plazo de tres semanas. Dado el ritmo de desmovilización de los ejércitos aliados, Foch y sus colegas aliados no podían garantizar que tuviesen ventaja sobre los alemanes durante mucho tiempo. La respuesta de los británicos y los estadounidenses fue desfavorable. «Esto», dijo Balfour, «equivalía a poner una pistola en el pecho del Consejo.»24 Y tampoco quería tomar una decisión en ausencia de Lloyd George, porque algunas de las propuestas de Foch eran polémicas.25
Mientras que Foch, por ejemplo, quería un ejército alemán de 140.000 reclutas que sirvieran durante sólo un año, el representante británico en su comité, Henry Wilson, prefería 200.000 voluntarios que sirvieran varios años. Los británicos trataron de persuadir a los franceses de que instruir a miles de hombres cada año produciría una reserva enorme de soldados experimentados. Lloyd George dijo que detestaba la idea de dejar a Francia ante tal amenaza. Foch replicó que lo que le preocupaba no era la cantidad, sino la calidad. Los soldados con muchos años de servicio podían convertirse fácilmente en el núcleo de una fuerza mucho mayor. Los alemanes, «rebaños de ovejas», acabarían teniendo numerosos oficiales que los conducirían.26
Lloyd George se llevó a Clemenceau a un lado y le persuadió a desechar la idea de un ejército alemán formado por reclutas. Foch no se enteró de esto hasta la siguiente reunión del Consejo Supremo; discutió furiosamente con Clemenceau, que se negó a cambiar de opinión.27 Lo único que consiguió fue que se rebajara el tope: el ejército alemán tendría 100.000 hombres. «Así pues», escribió Henry Wilson, «aceptaron mi principio, pero no mis cifras y en el caso de Foch aceptaron sus cifras, pero no su principio. Asombroso estado de cosas.»28 Las cláusulas militares se dejaron en suspenso hasta el regreso de Woodrow Wilson.
Foch, al igual que gran número de sus compatriotas, quería mucho más que una Alemania desarmada. Quería una Alemania mucho más pequeña. Todos los negociadores de la paz estaban de acuerdo en que Alemania debía menguar. El problema radicaba en dónde y en qué medida. Polonia pedía la Alta Silesia, con sus yacimientos de carbón, y el puerto de Danzig (hoy Gdansk). Lituania, si sobrevivía, deseaba el puerto báltico de Memel (Klaipeda, en la actualidad) y una tajada de territorio que se extendía hacia el interior. Esas fronteras en el este, que formaron parte del ordenamiento mucho más amplio de Europa central, causarían numerosos problemas.
En el noroeste, las fronteras de Alemania se trazaron con relativa facilidad. La neutral Dinamarca reivindicó la parte septentrional de Schleswig-Holstein, un par de ducados cuya suerte había inquietado mucho a Europa a mediados del siglo anterior. Con una población mixta de alemanes y daneses y un estatuto jurídico de gran antigüedad y desconcertante complejidad (Bismarck decía siempre que sólo dos hombres en Europa comprendían el asunto —uno era él y el otro estaba en un manicomio— y un comentario parecido también se ha atribuido a Palmerston), Prusia se había apoderado de ellos al empezar a crear la Alemania moderna. El Gobierno alemán había hecho todo lo posible por germanizar a los habitantes, pero, a pesar de sus esfuerzos, una mayoría abrumadora de la parte septentrional seguía hablando danés. El Gobierno de Dinamarca suplicó a la Conferencia de Paz que actuara rápidamente. El derrumbamiento del antiguo régimen alemán había producido consejos revolucionarios en Schleswig-Holstein como en otras partes, pero todavía se comportaban como alemanes. A los habitantes de habla danesa se les impedía reunirse, les rompían los cristales de las ventanas y les confiscaban las vacas, lo cual era tal vez lo peor de todo en una región agraria tan próspera.29 Nadie quería reabrir las viejas cuestiones jurídicas, pero por suerte existía el principio nuevo de la autodeterminación. El Consejo Supremo decidió que la cuestión debía remitirse al comité que ya se había creado para que examinase las reivindicaciones de Bélgica contra Alemania. A su debido tiempo el comité decidió que se celebraran dos plebiscitos, los primeros del puñado que los negociadores dictaminaron. En febrero de 1920 una comisión internacional supervisó la consulta, en la que votaron todos los hombres y mujeres mayores de 20 años. Los resultados reflejaron fielmente las divisiones lingüísticas; la zona del norte votó a favor de la incorporación a Dinamarca; la del sur, decidió seguir formando parte de Alemania. La frontera actual es la que existía entonces.
No fue tan fácil fijar las fronteras de Alemania en el oeste, porque la necesidad de compensación y seguridad de Francia chocó con el principio de autodeterminación y con los viejos temores británicos de que una Francia fuerte dominase el continente.30 En el extremo septentrional de Alsacia se hallaban los ricos yacimientos de carbón de la región alemana del Sarre. Francia necesitaba carbón y sus minas habían sido destruidas en gran parte por los alemanes. Y, tal como Clemenceau recordó al embajador británico poco después de firmarse el armisticio, al terminar las guerras napoleónicas Gran Bretaña había pensado en dar el Sarre a los franceses; ¿por qué no aprovechar ahora la oportunidad de borrar «el recuerdo amargo de Waterloo que pudieran albergar los franceses»? El Sarre, sin embargo, era sólo un pedazo del territorio mucho más amplio situado en la orilla occidental del Rin que se extendía hacia el norte desde Alsacia y Lorena hasta los Países Bajos. Clemenceau arguyó que la seguridad de Francia saldría beneficiada si Renania dejaba de estar controlada por los alemanes. «El Rin era la frontera natural entre la Galia y Alemania». Quizá los Aliados podrían crear un Estado independiente con su neutralidad garantizada por las potencias, como lo había sido la de Bélgica. «Me doy cuenta», informó el embajador, «de que piensa ejercer mucha presión para lograrlo.»31 De hecho, Clemenceau estaba dispuesto a transigir en muchas de las exigencias francesas siempre y cuando se alcanzara el objetivo supremo de la seguridad. Incluso estaba dispuesto a considerar una cooperación limitada con Alemania en virtud de la cual los dos países trabajasen juntos para reconstruir las regiones devastadas de Francia y tal vez forjar fructíferos vínculos económicos, pero los resultados concretos fueron escasos.32
Foch no pensaba de la misma manera y hablaba con la autoridad de un militar que se había pasado la vida afrontando la amenaza procedente de la otra orilla del Rin. Francia necesitaba aquella barrera fluvial, necesitaba el tiempo que ganaría controlando Renania ante un ataque procedente del este, y necesitaba la población extra. «En lo sucesivo», insistió en un memorándum dirigido a la Conferencia de Paz en enero de 1919 «debería privarse a Alemania de toda base de entrada y reunión, esto es, de toda soberanía territorial en la orilla izquierda del río; es decir, de todas las oportunidades de invadir rápidamente, como en 1914, Bélgica, Luxemburgo, de alcanzar la costa del mar del Norte y de amenazar al Reino Unido, de flanquear las defensas naturales de Francia, el Rin y el Mosa, de conquistar las regiones del norte y de entrar en la de París.»33
Dijo a Cecil que si Alemania atacaba, podía penetrar profundamente en Francia mucho antes de que Estados Unidos y Gran Bretaña respondieran. «Si hubiese otros accidentes naturales que pudieran convertirse en una línea defensiva igualmente buena, no habría pedido la frontera del Rin, pero no había ninguno en absoluto.»34 Su preferencia era una Renania independiente que pudiera agruparse con Bélgica, Francia y Luxemburgo en una confederación defensiva. «Pienso que Foch va demasiado lejos», dijo su amigo Henry Wilson, «pero al mismo tiempo veo con claridad que neutrales como los luxemburgueses y los belgas expusieron demasiado el flanco de los pobres franceses y que, por tanto, hay que tomar algunas precauciones, como que no haya tropas boches acuarteladas junto al Rin y posiblemente que tampoco haya servicio militar obligatorio boche en la zona renana.»35 La segunda opción de Foch era un Estado neutral y desmilitarizado, o tal vez varios, en Renania.36 Le parecía que la inclinación natural de sus habitantes era hacia Francia; con el tiempo se darían cuenta de que lo que más les convenía era mirar al oeste en lugar de al este.37
Tropas francesas formaban la mayor parte de las fuerzas de ocupación que había en Renania, y sus comandantes estaban totalmente de acuerdo con los puntos de vista de Foch (entre ellos se encontraba el mariscal Pétain, que tendría una opinión bastante distinta de Alemania en la segunda guerra mundial). Renania, según dijo el general Mangin, era el símbolo de la «Francia inmortal que ha vuelto a convertirse en una gran nación». Mangin, que había pasado su carrera principalmente en colonias francesas, veía a los renanos como nativos a los que había que ganarse, por medio de fiestas, procesiones con antorchas, fuegos artificiales y mano firme.38 Los franceses también cortejaron a los renanos empleando concesiones económicas y los eximieron del bloqueo al que seguía sometida Alemania.39
Durante unos cuantos meses estimulantes, en 1919, pareció que poderosas fuerzas separatistas estuvieran despertando entre los renanos, que en su mayor parte eran católicos y, al fin y al cabo, en realidad nunca se habían sentido totalmente a gusto bajo el dominio de Prusia. Pero ¿estaban dispuestos a arrojarse en brazos de Francia? El alcalde de la gran ciudad renana de Colonia, que era un político cauto y taimado, habló por los moderados. Konrad Adenauer jugueteó con el separatismo, pero al llegar la primavera ya lo había abandonado por considerarlo una causa perdida.40 Los separatistas acérrimos continuaron siendo una pequeña minoría.
Clemenceau optó por ignorar lo que sus militares se traían entre manos. Tampoco les prohibió directamente intrigar con los separatistas.41 Personalmente no le importaba lo que se hiciera con Renania siempre y cuando no se convirtiese, una vez más, en una plataforma para atacar a Francia. Quería que la ocupación aliada continuase; a decir verdad, quería que se ampliara hasta la orilla oriental del Rin para proteger las cabezas de puente. Si lograba obtener esta garantía de la seguridad de Francia, estaba dispuesto a retirar otras exigencias francesas, como el pago de reparaciones. Instó a sus aliados a presentar las condiciones de paz en conjunto. Tal como dijo a Balfour en febrero, no quería que se comunicaran las condiciones de desarme a los alemanes, pese a que estaban casi listas, porque sencillamente pensarían que ya no les quedaba nada con qué negociar y, por tanto, pondrían dificultades en todo lo demás.42
Clemenceau tenía que actuar con cuidado en el asunto de Renania porque sus detractores en Francia le estaban observando atentamente.43 Desde el palacio del Elíseo, Poincaré advirtió: «El enemigo se está recuperando y, si no permanecemos unidos y firmes, hay mucho que temer». Francia debía tener el control directo de Renania.44 La opinión de Poincaré pesaba mucho en Francia. Si bien durante la guerra el Gobierno, por razones propagandísticas, había evitado hablar públicamente de anexionarse partes de Alemania, ciudadanos particulares franceses formaron comités y se apresuraron a publicar sus puntos de vista (sin que los censores se esforzaran por impedírselo). El río siempre había sido la frontera entre la civilización occidental y algo más tenebroso, más primitivo. Francia había civilizado Renania. Carlomagno había tenido en ella su capital, Luis XIV la había conquistado, los ejércitos revolucionarios franceses habían vuelto a conquistarla. (Los periodos, mucho más largos, en que Renania fue gobernada por príncipes de habla germana se pasaron por alto). Los renanos eran en realidad franceses en sus genes y sus corazones. Su amor al buen vino, su joie de vivre [alegría de vivir], su catolicismo (como señalaban incluso los escritores anticlericales franceses) así lo probaban. Si se libraban de los prusianos, los renanos recuperarían su auténtica naturaleza, que era francesa. Y tal vez el argumento más convincente de todos era que Renania representaba una compensación justa de las pérdidas de Francia.45
Los estadounidenses no quedaron convencidos. Era la Sociedad de Naciones, y no Renania, la que resolvería los problemas de seguridad de Francia. Tal como expresó House, «si después de fundar la Sociedad de Naciones cometemos la estupidez de permitir que Alemania instruya y arme un gran ejército y vuelva a convertirse en una amenaza para el mundo, tendremos merecida la suerte que semejante locura haga caer sobre nosotros».46 Lloyd George estaba indeciso. Quizá Renania podría ser un pequeño Estado neutral.47 Por otra parte, como dijo repetidas veces, no quería crear nuevas Alsacias y Lorenas que alterasen la paz de Europa otra generación.48
Los franceses propusieron varios planes ingeniosos: una ocupación permanente a cargo de tropas aliadas; una unión aduanera con Francia que dejara a Renania técnicamente en Alemania; Renania parte de Francia en lo militar y de Alemania en lo jurídico. Algunos soñaban con algo más dramático. «Con el fin de asegurar una paz duradera para Europa», dijo el Ministerio de Asuntos Exteriores francés, «es necesario destruir la obra de Bismarck, que creó una Alemania sin escrúpulos, militarizada, burocrática, metódica, una máquina formidable para la guerra que brotó de aquella Prusia, a la que se ha definido como un ejército que tiene una nación.»49 Volver a ver una Baviera, una Sajonia, sobre todo una Prusia escarmentada, en el centro de Europa disiparía las pesadillas de los franceses.
Clemenceau, sin embargo, estaba convencido de que Alemania sobreviviría y Francia tendría que vérselas con ella. No podía olvidar que la seguridad futura de Francia dependía de sus aliados tanto como de sus propios esfuerzos. También tenía que recordar que Renania era sólo una parte de lo que quería Francia. Si intentaba hacerse con todo, ¿apoyarían sus aliados la factura de reparaciones de Francia? ¿Se mostrarían igualmente comprensivos en lo referente a desarmar a Alemania? El alcance total de sus maniobras y lo que pensaba realmente son cosas que nunca se sabrán y así prefería él que fuese. Al cabo de unos años, cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores francés trató de preparar un resumen de las negociaciones de 1919 sobre Renania, no encontró ni un solo documento en sus archivos.50 Clemenceau destruyó la mayor parte de sus papeles antes de morir.
En los primeros meses de la Conferencia de Paz hizo todo lo posible por formar una reserva de buena voluntad con sus aliados cooperando, por ejemplo, en la creación de la Sociedad de Naciones. No dijo nada sobre Renania en el Consejo Supremo y sondeó en privado a sus aliados sobre las opciones que había aparte de la anexión pura y simple o un Estado renano autónomo.51 Encontró cierta comprensión entre los estadounidenses, en especial House. Pensaba que ganarse a los británicos resultaría más difícil.52 Al parecer, no habló con Wilson antes de que éste volviese a Estados Unidos el 14 de febrero, quizá porque temía, con mucha razón, que se opusiera.53 Tal como dijo Lloyd George, con su habitual desprecio de la geografía, «¡el viejo tigre quiere que el oso gris vuelva a las Montañas Rocosas antes de empezar a despedazar al cerdo alemán!»54
El 25 de febrero André Tardieu, uno de los delegados franceses, presentó finalmente una declaración oficial sobre Renania a la Conferencia de Paz. La actuación de Tardieu fue deslumbrante, como de costumbre. Tardieu, que procedía de una familia de grabadores de París, era un distinguido intelectual (había sido el primero de su promoción en la selecta École Nórmale Supérieure), diplomático, político y periodista. En 1917 Clemenceau lo envió a Estados Unidos como representante especial suyo. Era muy inteligente, enérgico y encantador. Lloyd George no lo soportaba y Wilson nunca le perdonó sus estrechas relaciones con los republicanos en Washington.55 Clemenceau le tenía afecto y confiaba en él tanto como en cualquier otra persona. También lo tenía firmemente controlado.56 Cuando Tardieu cometió el error de colocarse delante de él en una reunión del Consejo Supremo, el anciano golpeó con fuerza la mesa. «S’il vous plait, Monsieur» [Por favor, señor]. Tardieu se sentó, furioso, pero no se atrevió a contestar.57
Su memorándum de 25 de febrero, que había redactado siguiendo instrucciones de Clemenceau, pedía que las fronteras occidentales de Alemania llegaran sólo hasta el Rin y que fuerzas aliadas ocupasen las cabezas de puente de forma permanente. Insistía en que Francia no tenía el menor interés en anexionarse ninguna parte de Renania, pero no decía cómo ésta debía gobernarse.58 La respuesta de los aliados de Francia fue firme. «Lo consideramos», dijo Lloyd George, «una traición clara y deshonrosa de uno de los principios fundamentales por los que los Aliados habían profesado que luchaban y que proclamaron ante su propio pueblo a la hora del sacrificio». Y, realista como siempre, también señaló que tratar de dividir Alemania probablemente no daría buenos resultados a la larga; «mientras tanto causaría un sinfín de roces y podía provocar otra guerra».59 Wilson, que se encontraba en Estados Unidos, se mostró igualmente firme. «No podía ser», dijo a Grayson. «Los deseos del pueblo eran de carácter alemán. Quitarle este territorio a Alemania sencillamente daría una causa para el odio y una decisión de reanudar la guerra en toda Alemania que siempre sería igual a la inquina que los franceses tienen a los alemanes debido a las regiones perdidas.»60 El presidente ordenó a House que no se comprometiera a nada en relación con Renania. Se ocuparía personalmente del asunto cuando volviera a París.61
En un intento de dar con una solución intermedia Lloyd George, Clemenceau y House formaron un comité secreto unos días antes de la llegada del barco que traía a Wilson. Tardieu, que representaba a Francia, se mostró ahora francamente partidario de un Estado renano independiente. «Francia», dijo, «nunca se daría por satisfecha a menos que estuviera a salvo de una repetición de 1914 y… esta seguridad sólo sería posible si se trazaba la frontera a lo largo del Rin. Francia tenía derecho a esperar que, si había otra guerra, no tuviera lugar en suelo francés». Kerr replicó que Gran Bretaña no podía ver ni separar Renania de Alemania ni tener tropas de manera permanente allí. La opinión pública británica estaba en contra de ello y también lo estaban los gobiernos de los dominios, cuyos deseos no se podían pasar por alto. Por otra parte, no hacía falta decir que fuerzas británicas acudirían a ayudar a Francia si Alemania volvía a atacar. Tardieu señaló que probablemente no llegarían a tiempo. (Los franceses no tomaron en serio el ofrecimiento que hizo Lloyd George de construir un túnel debajo del Canal). El representante estadounidense dijo muy poco. Las conversaciones no aportaron nada útil.62
Cuando faltaba poco para que Wilson llegase a París ya se había avanzado mucho en la preparación de las cláusulas militares del tratado con Alemania, pero el problema de las fronteras alemanas, incluidas las de Renania, distaba mucho de haberse resuelto, a la vez que el peliagudo asunto de las reparaciones estaba completamente estancado. El barco de Wilson arribó a Brest la noche del 13 de marzo y House fue a recibir al presidente. Las noticias que le dio eran desalentadoras. Del tratado con Alemania sólo existían las líneas generales.
El coronel pensaba que sencillamente había informado al presidente.63 La señora Wilson y sus partidarios, a quienes nunca había gustado House, declararon que el presidente estaba destrozado. «Parecía haber envejecido diez años», dijo la señora Wilson veinte años más tarde, «y se le notaba en la cara que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por dominarse». Wilson, según su esposa, exclamó «House ha regalado todo lo que yo había conseguido antes de irnos de París». Grayson dio más adelante su propia versión: que el presidente quedó horrorizado al descubrir que House no sólo había accedido a la creación de una república renana independiente, sino que había aceptado el nefando plan de británicos y franceses que consistía en quitar importancia a la Sociedad de Naciones excluyendo el pacto del tratado con Alemania.64 House no había hecho ninguna de las dos cosas, pero las suspicacias de Wilson se despertaron y los que le rodeaban se encargaron de que siguieran despiertas.
Nunca sabremos lo que sucedió entre el presidente y el hombre del que en una ocasión había dicho que era un apéndice suyo, pero no cabe duda de que aquella noche apareció una grieta en su amistad. Continuaron viéndose y House siguió actuando en nombre del presidente, pero se rumoreaba que el hombrecillo ya no gozaba de la confianza de su amo. Lloyd George opinaba que el problema principal surgió en abril, cuando él, Clemenceau y House estaban reunidos en la habitación de este último en el Crillon. House trataba de zanjar una disputa, esta vez entre Wilson y los italianos sobre las reivindicaciones de Italia en el Adriático. El presidente entró de forma inesperada y resultó claro que pensó que estaban haciendo algo a sus espaldas. «Tenía como mínimo un atributo divino», dijo Lloyd George, «era un dios celoso y, al no tener en cuenta el respeto que se le debía, House olvidó este aspecto de su ídolo y cometió así el pecado imperdonable.»65
Lo que puede que House hiciera en Brest fue transmitir a Wilson una sugerencia de Foch y otros en el sentido de que se presentara a Alemania un tratado preliminar con las condiciones militares y tal vez algunas de índole económica, dejando para más adelante los asuntos difíciles como, por ejemplo, las fronteras y las reparaciones. Es indudable que Wilson oyó hablar de ello casi tan pronto como llegó. Inmediatamente sospechó que se había tramado un complot cuyo propósito era retrasar el pacto de la Sociedad de Naciones. El 15 de marzo habló «muy francamente» con Lloyd George y Clemenceau. «Había tantas cuestiones colaterales que debían remitirse a la Sociedad de Naciones que la creación de ésta tenía que ser el primer objetivo y no se podía llegar a un acuerdo sobre ningún tratado que se ocupara sólo de asuntos militares, navales y económicos.»66 Wilson se negó a asistir a la reunión que debía celebrarse por la tarde en el Consejo Supremo con el fin de aprobar las condiciones militares; afirmó que necesitaba tiempo para leerlas. «Qué descaro», dijo el general británico Henry Wilson. Dos días después, cuando finalmente se planteó la cuestión, el presidente estadounidense pensó en oponerse a la estipulación relativa a un ejército alemán integrado por voluntarios. La demora irritó a Lloyd George, que respondió amenazando con negarse a aprobar el pacto de la Sociedad de Naciones. Las condiciones se aprobaron.67
Lo que le quedó a Alemania, como reconocieron los propios Aliados, era algo que parecía más un cuerpo de policía que un ejército. Al no materializarse en años posteriores la promesa de reducir todos los ejércitos, aumentaron el malestar que el tratado con Alemania causaba a los británicos y el resentimiento de los alemanes 68 Con un ejército de 100.000 hombres y una marina de 15.000, y sin aviación, carros de combate, vehículos blindados, artillería pesada, dirigibles ni submarinos, Alemania no podría hacer ninguna guerra de agresión. La mayor parte de su armamento y todas sus fortificaciones al oeste del Rin y en la orilla izquierda debían ser destruidas. Sólo unas cuantas fábricas de Alemania tendrían permiso para producir material de guerra y se prohibieron todas las importaciones. Para asegurarse de que Alemania no instruyera hombres de manera subrepticia, los servicios públicos como la policía no debían sobrepasar los niveles de antes de la guerra y se prohibió a las sociedades privadas —los clubes de turismo, por ejemplo, o las asociaciones de ex combatientes— hacer cosas cuya naturaleza pudiera considerarse militar. En las escuelas secundarias y las universidades alemanas los estudiantes ya no serían cadetes. De hacer cumplir estas prohibiciones se encargarían los propios alemanes, supervisados por una Comisión Interaliada de Control. Visto todo ello retrospectivamente, fue como las sogas con que los liliputienses ataron a Gulliver.
Las dificultades relacionadas con las condiciones militares aún no habían terminado. Wilson tuvo ahora una disputa grave con los británicos a causa de las condiciones navales, una desavenencia que reflejaba tanto antiguas rivalidades como la que ahora iba surgiendo a medida que Estados Unidos se convertía en una potencia naval mundial. Para empezar, el Almirantazgo británico anhelaba destruir el canal de Kiel, que comunicaba el Báltico con el mar del Norte y permitía que Alemania moviera hasta sus buques de mayor calado sin necesidad de pasar por el estrecho de Copenhague. Los almirantes tenían buenos motivos para temer que los intereses navieros y el Gobierno estadounidense pusieran objeciones. Entregar el canal a los daneses era una opción que había que descartar, toda vez que no mostraban ningún entusiasmo por un encargo que, sin duda, les causaría grandes problemas. Lo mejor que se podía hacer era impedir que los alemanes siguieran controlándolo y permitir que lo usaran barcos de todas las naciones. Los estadounidenses pusieron reparos incluso a esta posibilidad. «Una medida punitiva», dijo el almirante William Benson, el representante naval estadounidense y jefe de operaciones navales.69 Estados Unidos controlaba firmemente el nuevo canal de Panamá y no quería que se sentara un precedente de gestión internacional de los canales. Benson también puso objeciones de índole general a la imposición de condiciones severas a Alemania, porque, según arguyo, obligarían a Estados Unidos a esforzarse una y otra vez por hacerlas cumplir. La solución intermedia que se incluyó en el tratado sencillamente daba libertad de paso a todos los países que estuvieran en paz con Alemania.70
Los estadounidenses expresaron reservas parecidas ante las propuestas británicas de arrasar las fortificaciones costeras de Alemania. «Se estaban limitando los armamentos navales», se quejó Lansing. «Entonces ¿por qué no iba a permitirse a Alemania defender sus propias costas?»71 Lloyd George encontró una solución: las fortificaciones defensivas eran aceptables, las ofensivas no lo eran.72 Al final, todas las fortificaciones alemanas resultaron ser convenientemente defensivas, excepto las que realmente preocupaban a los británicos. En el mar del Norte había dos minúsculas islas bajas, Helgoland (Heligoland) y Dune, que los británicos habían dado a Alemania a cambio de Zanzíbar en 1890, lo cual había parecido un negocio excelente. Por desgracia, el tiempo había traído los aviones, los submarinos y los cañones de gran alcance… y la carrera naval anglo-alemana. Las dos islitas inútiles se habían convertido en bases formidables. El Almirantazgo tenía una solución sencilla: «La llave de la caseta del perro rabioso tiene que estar en nuestro bolsillo», dijo un almirante, «porque no hay forma de saber cuándo tendrá el mal bicho otro ataque de hidrofobia».73 Si los estadounidenses ponían reparos, como era probable, otra posibilidad consistía en hacerlas saltar en pedazos. Desde su retiro en Inglaterra, Sir Edward Grey, que estaba medio ciego, hizo su sugerencia: convertir Helgoland en una reserva ornitológica. «Por alguna razón en este lugar que desde el punto de vista humano carece de atractivo y es yermo se detienen a descansar millones de aves migratorias.»74 Clemenceau preguntó que por qué no se lo daban a Hughes de Australia.75 La postura final de los británicos, que los franceses apoyaron, fue que sólo debían destruirse las fortificaciones y los puertos.76 Wilson manifestó que «estaba totalmente de acuerdo con la destrucción de las fortificaciones en las islas de Helgoland y Dune, pero que pensaba que destruir los rompeolas era un asunto bastante serio desde el punto de vista humanitario, ya que ofrecían refugio a los pescadores cuando había tempestad en el mar del Norte».77 Agregó que no quería dar «una impresión de violencia gratuita». Los pescadores, según los británicos, podían encontrar fácilmente refugio en puertos naturales,78 y se salieron con la suya en este caso, pero las islas continuaron siendo alemanas. En la década de 1930, con los nazis en el poder, se reconstruyeron las fortificaciones, pero fueron voladas de nuevo después de la segunda guerra mundial.
En lo que se refería a los submarinos alemanes, los británicos y los estadounidenses se encontraron por una vez en el mismo bando: «Estos animales dañinos deberían liquidarse», dijo Lloyd George cuando se planteó el asunto.79 El secretario de Marina estadounidense, Josephus Daniels, habló por muchos al compararlos con el gas asfixiante: «Creo que todos los submarinos deberían ser hundidos y que ninguna nación debería construir más, cuando la Sociedad de Naciones se haga realidad, si llega a hacerse». Los franceses y los italianos pusieron objeciones. «No hay ningún arma traicionera», dijo el ministro de Marina francés, «sólo puede haber traición en la forma en que se utiliza el arma». Y si los submarinos eran destruidos, querían participar en el trabajo y en los beneficios que se obtuvieran de la chatarra. Al final la marina francesa se quedó con diez; los demás fueron desguazados.80
La verdadera tensión entre los británicos y los estadounidenses surgió a causa de los buques de superficie alemanes. Al principio, ambos habían sido de la misma opinión: sus almirantes no los querían; incorporarlos a sus flotas resultaría caro y difícil. Aunque Wilson pensaba que era una necedad destruir buques que se hallaban en perfecto estado, a Lloyd George le gustaba bastante la idea de hundirlos ceremoniosamente en medio del Atlántico.81 Los franceses y los italianos se opusieron a ello. Un almirante francés dijo que Francia había destinado todos sus recursos a ganar la guerra en tierra. «Nuestra flota sufrió pérdidas que no pudieron subsanarse, mientras que las flotas de nuestros aliados aumentaron en considerable proporción».82 Tal vez tendría más sentido repartirse los buques. Los japoneses sugirieron tímidamente la posibilidad de quedarse con algunos también. Gran Bretaña estuvo a punto de ceder a principios de marzo cuando House dijo a Lloyd George que Estados Unidos no podía aceptar que la marina británica aumentara. El reparto de la flota alemana había hecho sonar la alarma (en realidad nunca había enmudecido) en la mente del excitable y anglòfobo asesor naval estadounidense. Benson señaló que tanto si el reparto se basaba en la aportación a la guerra como en las pérdidas, en ambos casos Gran Bretaña se llevaría la mayor parte. «En el futuro su único rival naval será Estados Unidos y todo buque que construya o adquiera Gran Bretaña sólo podrá ser pensando en la flota estadounidense». Estaba convencido de que Gran Bretaña pretendía dominar los mares y el comercio del mundo.83
Lloyd George trató de calmar los ánimos haciendo otro de sus juegos de manos; se repartirían los buques, pero Estados Unidos y Gran Bretaña seguirían adelante con su propósito de hundir los que les tocaran. Quizás obró de forma imprudente al decir que dependía de «que se llegara a un acuerdo en el sentido de que en el futuro no nos embarcaríamos en una competición de construcción naval entre nosotros». De lo contrario, la marina británica seguiría adelante y se quedaría la parte de buques alemanes que le correspondiera.84 Detrás de esta propuesta se hallaba la inquietud con que los británicos veían la continua expansión de la marina estadounidense, que amenazaba con poner fin a su dominio naval. Daniels había presentado un importante segundo programa de construcción al Congreso a finales de 1918. Las justificaciones públicas eran tranquilizadoras: que en realidad el programa no era más que la continuación del de 1916 o que su único objetivo era apoyar la Sociedad de Naciones. En París, sin embargo, Benson decía con firmeza que Estados Unidos no debía detenerse hasta tener una marina de guerra igual que la de Gran Bretaña.85 Un elemento fundamental de la política británica era que su marina tenía que ser la mayor del mundo, idealmente mayor que otras dos juntas. Por otra parte, los británicos sabían que sus posibilidades económicas no les permitirían participar en una carrera naval; además, no querían poner en peligro su nueva relación con Estados Unidos.86 El resultado fue que se hicieron intentos de acercamiento a los estadounidenses, de los cuales el de Lloyd George fue el más torpe de todos, para obtener de ellos la seguridad de que su marina no trataría de tomarle la delantera a la británica.
Daniels se presentó en París para tratar de poner fin a la tensión. «El presidente», escribió en su diario, «tenía la esperanza de que habláramos del asunto y llegáramos a un entendimiento razonable.»87 Las conversaciones no fueron bien. «La supremacía de la marina británica», dijo Walter Long, el primer Lord del Almirantazgo, a Benson y Daniels, «era una necesidad absoluta, no sólo para la existencia misma del Imperio británico, sino incluso para la paz del mundo». Benson replicó enérgicamente que Estados Unidos podía muy bien participar en el mantenimiento de la paz. Benson y su homólogo británico, «Rosie». Wemyss, discutieron tan acaloradamente que Daniels temió que fueran a liarse a puñetazos. «El almirante británico opinaba que su país debía tener el derecho de construir la mayor marina del mundo y que nosotros debíamos estar de acuerdo con ello. A ojos de Benson, eso hubiera sido traicionar a su propio país». Los británicos amenazaron con oponerse a la enmienda especial sobre la Doctrina Monroe en el pacto de la Sociedad de Naciones que Wilson juzgaba necesaria para que el Congreso lo aprobara.88 Lloyd George dijo a Daniels mientras desayunaban el 1 de abril, día de los Inocentes, que la Sociedad de Naciones no serviría para nada si Estados Unidos seguía construyendo navíos. «Habían dejado de trabajar en sus cruceros y nosotros debíamos interrumpir el trabajo, si realmente confiábamos en la Sociedad de Naciones que quería Wilson.»89
Al final, como ninguno de los dos bandos, almirantes aparte, realmente quería una ruptura, se declaró una tregua. Los estadounidenses prometieron modificar su programa de construcción (como tenían que hacer de todos modos, porque el Congreso estaba poniendo dificultades) y los británicos prometieron que no se opondrían a la enmienda ni a la Sociedad de Naciones. Las dos partes acordaron que seguirían consultándose. El nuevo talante, sin embargo, no produjo un acuerdo sobre los buques alemanes que permanecían en Scapa Flow. «Nos gustaría verlos hundidos», dijo Wemyss a un subordinado, «pero me hago cargo de que son un peón en la partida.»90 La cooperación entre los británicos y los estadounidenses que tanto había llamado la atención de los observadores se vio perturbada por lo que más adelante se llamaría «la batalla naval de París». Sufriría una sacudida aún más fuerte debido a la cuestión de las reparaciones que debía pagar Alemania.