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Rumania

Unos cuantos días antes de que la Conferencia de Paz se inaugurara oficialmente, llegó a Rumania un rumor según el cual Bélgica y Serbia serían las únicas potencias pequeñas a las que se invitaría a participar. Ion Bratianu, el primer ministro rumano, presa de una «emoción violenta», llamó a los embajadores de las potencias aliadas y se quejó: «Se trata a Rumania como a una pobre desdichada que da pena y no como a una aliada que tiene derecho a que se le haga justicia». Les ordenó que dijeran a sus gobiernos que Rumania siempre había sido una aliada leal (afirmación dudosa); criticó indirectamente a Serbia por haber entrado en guerra sólo porque la habían atacado; masculló algo en tono amenazador sobre gente que había perdido el contacto con sus propios países (sus enemigos políticos, algunos de los cuales se encontraban en París); advirtió que si los Aliados no se andaban con cuidado, perderían toda su influencia en Rumania; y amenazó con retirarse (sin decir claramente de qué). Los embajadores aliados hicieron llegar esta curiosa afirmación a sus gobiernos, añadiendo una advertencia de cosecha propia: no convenía enemistarse con Rumania porque era útil como Estado tapón contra Rusia y el bolchevismo ruso.1 Dado que las grandes potencias estaban completamente decididas a que Rumania tuviera representación, tanto la comedia como la advertencia eran innecesarias.

Los rumanos tenían muy buena opinión de su propia importancia; también esperaban mucho de la Conferencia de Paz. A primera hora del 8 de enero Harold Nicolson, de la delegación británica, sostuvo una breve entrevista con dos delegados rumanos: «Dicen que les da “demasiada vergüenza hablar de cuestiones internas". En cuanto a las cuestiones externas, sin embargo, no muestran la menor vergüenza y exigen la mayor parte de Hungría».2 Rumania también quería una tajada de Rusia, Besarabia, que ya tenía ocupada, y Bucovina —de Austria— en el norte. Sus exigencias eran exorbitantes, pero Rumania estaba especialmente bien situada para verlas convertidas en realidad. No había ninguna fuerza rusa capaz de parar a los rumanos y Hungría y Austria fueron humilladas. Rumania procedió a ocupar la Transilvania húngara y Bucovina en espera de la decisión definitiva de la Conferencia de París. La decisión tuvo que esperar hasta que se redactaron los tratados con Austria y Hungría.

En los Balcanes, Rumania acometió una tarea más difícil al reivindicar el Banato, que pertenecía a Hungría y también era reclamado por Yugoslavia. Esta apartada y bucólica región, que descendía hacia el oeste desde las estribaciones de los Alpes de Transilvania hasta el extremo meridional de la llanura húngara, causó muchas polémicas en 1919. Era una presa apetitosa: sus cerca de 29.000 kilómetros cuadrados, con sus industriosos agricultores, su fértil tierra negra, sus abundantes ríos y arroyos, producían grandes cantidades de maíz y trigo; rebaños de vacas de pelo largo pacían en sus pastos y gordos pollos y cerdos escarbaban en los corrales. El Banato casi no tenía industria digna de mencionarse, ninguna población de más de 100.000 habitantes y pocos grandes monumentos. Era una región más pintoresca que magnífica.

El 31 de enero de 1919, representantes de Rumania y Yugoslavia comparecieron ante el Consejo Supremo. Los chinos, los checos y los polacos habían comparecido días antes para presentar sus respectivos argumentos, precedente que inquietaba a Lloyd George, y no sólo a él. El día antes preguntó si tenía que haber un programa más riguroso. «Pensaba que el debate sobre Checoslovaquia y Polonia el otro día fue un tremendo error. No quiso utilizar la expresión “una pérdida de tiempo” porque resultaba muy provocativa ¡y ya veía la expresión iracunda en los ojos del presidente! Al mismo tiempo, opinaba que no era la mejor forma de tratar el asunto». Si empezaban a ocuparse de cuestiones territoriales, debían seguir adelante y tomar algunas decisiones concretas. Después de un debate que no dio ningún resultado definitivo, el consejo aceptó la sugerencia de Balfour de escuchar a los rumanos y los serbios para que se sintieran más contentos.3 Al igual que muchas de las soluciones que propuso Balfour, ésta era más elegante que práctica.

Al oscurecer aquella fría tarde, Bratianu presentó los argumentos de Rumania. Rico, poderoso, refinado hasta rozar el absurdo, Bratianu tenía un profundo sentido de su propia importancia. Se había educado en aquellos semilleros de intelectuales que eran las Hautes Écoles de París, y nunca permitía que nadie lo olvidase. Le encantaba que le descubrieran echado en un sofá sosteniendo lánguidamente un libro de poesía francesa.4 Nicolson, que coincidió con él en un almuerzo en los comienzos de la conferencia, no quedó impresionado: «Bratianu es una mujer barbuda, un farsante con carácter, un intelectual de Rumania, un hombre sumamente desagradable. Guapo y eufórico, echa a un lado su hermosa cabeza para verse de perfil en el espejo. Hace complicados juegos de palabras que se imagina que son parisinos».5 Gustaba bastante a las mujeres. «Ojos de gacela y mandíbula de tigre», dijo una. La reina María de Rumania, que de seducciones lo sabía todo, recordaba recatadamente una velada en que la luna llena había puesto a Bratianu «sentimental».6 También dijo a Wilson, de forma menos caritativa, que Bratianu era «pesado, pegajoso y aburrido».7

Abrió su cartera «con histriónica indiferencia», dijo Nicolson y reivindicó la totalidad del Banato. «Evidentemente está convencido de que es el más grande de los estadistas presentes. Una sonrisa irónica y afectada aparece de vez en cuando. Coloca su hermosa cabeza de perfil. Causa una impresión espantosa.»8 Sus argumentos iban de los rigurosamente legalistas —a Rumania se le había prometido el Banato en las cláusulas secretas del Tratado de Bucarest de 1916 con el que los Aliados la habían incitado a entrar en guerra— a los wilsonianos: los rumanos deberían estar en una sola nación. Durante su perorata echó mano de la etnología, la historia, la geografía y los sacrificios que Rumania había hecho durante la contienda. También dio a entender que los serbios se habían inclinado por Austria-Hungría en el pasado. (Los serbios acusarían a los rumanos de lo mismo).

Vesnic y Trumbic replicaron. Señalaron que Serbia sólo pedía la parte occidental del Banato. Si bien no podían invocar tratados secretos, sí podían emplear el mismo tipo de argumentos que los rumanos. «Desde la Edad Media», dijo Vesnic, «la parte del Banato que reivindica Serbia había estado siempre estrechamente relacionada con el pueblo serbio». Históricamente, prosiguió, «lo que Tile de France era a Francia, y la Toscana era a Italia, el Banato era a Serbia». Había dado a luz el renacimiento serbio y, más adelante, el nacionalismo serbio. Y cuando la familia real serbia se había exiliado, como es natural había buscado refugio allí. (A esto replicó Bratianu, de forma bastante razonable, que los caprichos de la política serbia habían empujado de vez en cuando a sus gobernantes a Rumania, pero eso no era motivo para que Serbia la reivindicase también.9)

En el debate, Wilson observó, con cierta sorpresa, que los delegados de las naciones balcánicas no «presentaban sus argumentos de la misma manera, y siempre había algo que no estaba claro». Estados Unidos estaba siempre dispuesto, según dijo, a aprobar un acuerdo basado en hechos.10 Balfour, que se había quedado medio dormido, intervino para hacer una pregunta aparentemente sencilla: ¿había cifras sobre la mezcla étnica en el Banato? Los yugoslavos contestaron que sí; en la parte occidental, que era la que ellos reivindicaban, predominaban los serbios y, además, también eran serbios los monasterios y los conventos que había en todo el Banato. Había, por supuesto, gran número de alemanes y húngaros, pero preferirían ser parte de Serbia a serlo de Rumania. Bratianu dijo que no, que los rumanos eran mayoría si se tomaba el Banato como una unidad (por razones políticas e históricas lo único que se podía hacer); los monasterios no venían al caso porque todo el mundo sabía que los serbios, como eslavos que eran, tendían a ser religiosos; y, en cuanto a los alemanes y los húngaros, a los serbios les costaría manejar a minorías tan numerosas.11

El 1 de febrero Bratianu presentó la lista completa de exigencias de Rumania: el Banato, Transilvania, Besarabia en la frontera rusa, y Bucovina en el norte, y afirmó que todos aquellos territorios formaban histórica y étnicamente parte de Rumania. Los Aliados estuvieron conformes en los casos de Besarabia y Bucovina, ya que poco entusiasmo despertaba en ellos la idea de entregar la primera a una Rusia bolchevique y la segunda a una Hungría que en aquellos momentos también lo parecía. Transilvania era un territorio mucho más extenso y una cuestión más complicada. Los Aliados dieron por sentado que tratarían el asunto cuando llegara el momento de ocuparse del tratado con Hungría.

Bratianu advirtió que las grandes potencias debían resolver las reivindicaciones de Rumania antes de que la situación se les fuera de las manos y tuvieran lugar «graves acontecimientos». «Rumania necesitaba el apoyo moral de los Aliados, si se quería que continuara siendo lo que había sido hasta entonces… un aglutinante de Europa contra el bolchevismo.»12 Este argumento, por supuesto, tuvo mucho éxito en París, pero en el caso de Rumania, hallándose como se hallaba entre la nueva Rusia bolchevique y la Hungría revolucionaria, era un argumento poderoso. El factor geográfico ayudó a Rumania de otra forma; estaba demasiado lejos para que los Aliados impusieran su voluntad. Rumania también había sido aliada en la guerra, aunque notoriamente poco fiable, y las promesas, que ahora resultaban tan embarazosas como las que recibiera Italia, las habían hecho Gran Bretaña y Francia.

La Rumania que París conocía era la culta y mundana de la princesa Marta Bibesco, cuyo salón era famoso en la capital de Francia antes de la guerra, o de su joven y bella prima, que emparentó con una antigua familia de la aristocracia francesa y que con el nombre de Anna de Noailles se convirtió en una de las poetisas más famosas de su generación. Las clases altas rumanas amaban a Francia: compraban educación en París para sus hijos y ropa y muebles para ellas. Y los franceses les correspondían a su modo, a la ligera; Rumania, según se decía, también era un país latino, los rumanos descendían de los legionarios romanos y todavía hablaban una lengua latina. En el siglo XIX Francia había apoyado la causa de la independencia rumana frente a los otomanos; en 1919 el Gobierno francés preveía una Rumania fuerte como contrapeso de Alemania y como parte crucial del «cordón sanitario» contra el bolchevismo ruso. Los rumanos mismos daban mucha importancia a sus conexiones occidentales: eran los herederos del Imperio romano, parte de la civilización occidental. De forma oportuna para las negociaciones de paz, podían argüir que debían devolverles toda la antigua provincia romana de la Dacia, incluida parte de Transilvania, que pertenecía a Hungría.

Había otra Rumania, con todo, una Rumania cuya historia era más complicada: la que a lo largo de los siglos habían invadido y colonizado pueblos procedentes del este, la que se habían repartido los reinos que habían aparecido y desaparecido en el centro de Europa y que, como Moldavia y Valaquia, había estado bajo el dominio del Imperio otomano desde principios del siglo XVI. Los mismos aristócratas rumanos que hablaban un francés tan exquisito e iban a París a comprarse ropa tenían retratos de sus abuelos ataviados con caftanes y turbantes.

Su sociedad estaba hondamente marcada por los años pasados bajo el corrupto Gobierno otomano. Los rumanos tenían un dicho: «El pez empieza a pudrirse por la cabeza». En Rumania casi todo estaba en venta: cargos, licencias, pasaportes. De hecho, un periodista extranjero que en cierta ocasión trató de cambiar dinero legalmente, en vez de recurrir al mercado negro, dio con sus huesos en la cárcel porque la policía pensó que debía de estar envuelto en alguna estafa especialmente ingeniosa. Todo contrato del Gobierno producía la correspondiente parte de chanchullos. Aunque Rumania era un país rico, con abundante tierra de labranza, y en 1918 ya tenía una floreciente industria del petróleo, carecía de carreteras, puentes y ferrocarriles, porque el dinero que el Gobierno destinaba a todo esto iba a parar a los bolsillos de familias como la del propio Bratianu.13 Asimismo, los rumanos tendían a ver intrigas en todas partes. En París insinuaron sobriamente que el Consejo Supremo había caído bajo el dominio del bolchevismo o, de no ser así, lo habían sobornado siniestras fuerzas capitalistas.14

A los europeos occidentales que visitaban Rumania les llamaba la atención su sabor exótico, incluso oriental, que iba de las cúpulas en forma de bulbo de los templos de la Iglesia ortodoxa, a la que pertenecía la mayoría de los habitantes, a los taxistas que vestían caftanes de terciopelo azul y eran miembros de una secta en la cual se castraba a los hombres después de engendrar dos hijos. Antes de la guerra, Bucarest, la capital, era una ciudad encantadora, pero atrasada. La mayoría de sus edificios eran bajos y laberínticos, las calles, que en su mayor parte estaban sin asfaltar, aparecían llenas de vendedores ambulantes que vendían pájaros vivos, fruta, pastas o alfombras. Muchachas gitanas de ojos negros pregonaban sus flores; en los clubes nocturnos sus hombres tocaban música gitana o la popular «Tu sais que tu es jolie» [Sabes que eres bonita]. Las familias acomodadas vivían con su propio ganado en recintos vigilados por albaneses.15

Rumania, a pesar de su pretensión de ser muy antigua, era un país relativamente nuevo. Moldavia y Valaquia habían obtenido una independencia limitada de los otomanos a mediados del siglo XIX y la independencia total antes de 1880. Juntas formaban una ele invertida, con la provincia de Valaquia, más rica y desarrollada, extendiéndose de este a oeste a lo largo del lado meridional de los Alpes de Transilvania y Moldavia al este de los Cárpatos. En 1866 contaban con su propio príncipe alemán, el futuro rey Carlos, que había burlado los intentos austríacos de detenerle disfrazándose de viajante y tomando un vapor del Danubio. Su esposa era una mística célebre y escribía poesía y novelas románticas con el seudónimo de Carmen Sylva. A menudo había algo en Rumania que la hacía inverosímil.

Los rumanos mismos eran los napolitanos de Europa central. Ambos sexos eran muy aficionados a los perfumes penetrantes. Entre las clases altas, las mujeres iban muy maquilladas y los hombres, más discretamente, pero aun así las autoridades militares tuvieron que restringir el uso de cosméticos a los oficiales superiores a cierta graduación.16 Incluso después de que Rumania entrara en guerra, los observadores extranjeros se escandalizaban al ver oficiales que se paseaban «con las caras pintadas, abordando a prostitutas o unos a otros». Ruidosos, efusivos, melodramáticos, aficionados a pelearse, los rumanos de toda condición se entregaban a sus pasatiempos con entusiasmo apasionado. «Junto con la política local, el amor y hacer el amor son la gran ocupación y preocupación de todas las clases de la sociedad», dijo una gran dama rumana, que agregó: «la moral nunca ha sido uno de los fuertes de mis compatriotas, pero pueden alardear de encanto y belleza, ingenio, gracia e inteligencia».17 Incluso la Iglesia ortodoxa rumana adoptaba una actitud poco severa ante el adulterio, y permitía que una persona se divorciara hasta tres veces simplemente por consentimiento mutuo.

Antes de que Bratianu llegara a París, el portavoz de Rumania había sido el distinguido y encantador Take Ionescu. Alegre, atildado y bien alimentado, había estudiado Derecho en la Sorbona y hablaba un francés excelente. Su esposa, Bessie, inglesa e igualmente alegre, era hija de un hospedero de Brighton. Ionescu había estado a favor de los Aliados desde el comienzo de la guerra y había contribuido en gran medida a que Rumania entrase en ella en el bando aliado. En cuanto a las reivindicaciones rumanas, era más moderado que su primer ministro. «Su actitud», informó un delegado estadounidense, «es muy amistosa en lo que se refiere a los serbios: los búlgaros, según dice, se han portado muy mal; de los 28.000 prisioneros rumanos que hicieron los búlgaros sólo 10.000 sobrevivieron al cautiverio».

En lo tocante al Banato, Ionescu era partidario de hacer un pacto: «tienen que ser amigos de Serbia y no quieren acaparar todo el Banato, sino que les dará la parte del sudoeste».18 Y, de hecho, se cerró un pacto en octubre de 1918. Ionescu se había reunido con los yugoslavos y se había llegado a un acuerdo, en realidad parecido al que se firmaría meses más tarde, por el cual Rumania obtuvo la mayor parte y el resto fue para Serbia. La prensa rumana había atacado el pacto por considerarlo una traición contra la nación rumana y finalmente Bratianu lo echó por tierra, en parte al menos porque odiaba a Ionescu como rival político.19 Cuando se escogió a la delegación que debía asistir a la Conferencia de Paz, Bratianu se aseguró de que Ionescu no formara parte de ella.

La reivindicación rumana del Banato puso de relieve, como era inevitable, factores étnicos; también hizo mucho hincapié en la actuación de Rumania en la contienda. Tal vez no fue la decisión más acertada. Rumania, muy sensatamente, se había mantenido al margen en los comienzos del conflicto. Bratianu, que a la sazón era primer ministro, dijo a sus colegas que debían esperar a la oferta más favorable.20 De forma menos sensata, el Gobierno de Bratianu había hecho que esto resultara demasiado obvio y se había comportado, según un diplomático francés, «igual que un vendedor en un bazar oriental». Cuando pareció que los Aliados llevaban las de ganar, en el verano de 1916, Rumania decidió finalmente entrar en guerra a cambio de la promesa de que recibiría todo el Banato, Transilvania y la mayor parte de Bucovina. Los rusos y los franceses acordaron en privado que reconsiderarían todo el asunto cuando terminase el conflicto.21

Rumania eligió mal el momento; cuando sus tropas estuvieron en condiciones de entrar en acción, las potencias centrales ya se habían recuperado. A finales de 1916 más de la mitad del país estaba ocupado por los alemanes y los austríacos; durante aquel invierno 300.000 rumanos de una población total de seis millones murieron a causa de las enfermedades y la inanición.22 Sus aliados, quizás injustamente, echaron la culpa del desastre a la propia Rumania.23 En mayo de 1918 Rumania firmó un nuevo Tratado de Bucarest con las potencias centrales y salió de la guerra; fue un gesto comprensible, pero tuvo consecuencias para las reivindicaciones territoriales de los rumanos. Dado que en el anterior Tratado de Bucarest, el de 1916, Rumania había prometido que no firmaría la paz por separado, los Aliados dejaron de considerarse obligados por sus promesas. Clemenceau nunca perdonó a Bratianu por lo que, a su modo de ver, era una traición.24 Bratianu resolvió el contratiempo, al menos a satisfacción suya, dimitiendo y descargando la responsabilidad en sus sucesores (que él había elegido). Consiguió retrasar la ratificación del nuevo tratado en el Parlamento y el 10 de noviembre de 1918 volvió a declarar la guerra a Alemania. Anunció alegremente que esto significaba que el pacto con los Aliados seguía vigente. Rumania había firmado la paz sólo con el fin de conservar sus fuerzas para la guerra: «en ningún momento estuvieron los rumanos realmente en paz con el enemigo, ni jurídica, ni práctica, ni moralmente».25 Por si acaso, con todo, acordó en secreto con los italianos, que también ansiaban limitar las ganancias de Serbia, que los dos países defenderían conjuntamente la necesidad de cumplir los tratados firmados durante la guerra.26

El Consejo Supremo encontró las exigencias rumanas excesivas y las peleas con Yugoslavia a causa del Banato, fastidiosas. (Bratianu se quejó de que algunos de los miembros del consejo se habían dormido mientras él presentaba sus argumentos.27) Fue con obvio alivio que los negociadores siguieron la recomendación de Lloyd George de remitir las reivindicaciones de Rumania, incluida la tocante al Banato, a un subcomité de expertos para que buscara una solución justa. Añadió con optimismo que, cuando el comité hubiera estudiado la cuestión y arrancado la verdad, el consejo sólo tendría que volver a ocuparse de unos cuantos asuntos. Wilson estuvo de acuerdo, con la condición de que los expertos no examinaran la vertiente política del problema. (Lo que era «político» no se definió nunca). Clemenceau, tal vez como resultado de la intervención de Wilson, permaneció prácticamente mudo y Orlando rogó inútilmente que se resolviera la cuestión de las fronteras en el acto.28 Y así fue como el futuro del Banato y otros territorios codiciados del sur de Europa central se remitió a una comisión territorial especial, la primera de muchas, que no tendría más éxito en el intento de conciliar las distintas posiciones. Andando el tiempo, la Comisión de Asuntos Rumanos y Yugoslavos se ocupó de todas las fronteras de Yugoslavia, excepto las que tenía con Italia, porque los italianos insistieron en que éstas se reservaran para el Consejo Supremo.

Aunque los expertos de las comisiones territoriales (con el tiempo habría seis de ellas en total) no podían saberlo, casi todas sus recomendaciones se incluirían sin ningún cambio en los diversos tratados de paz, porque los grandes hombres sencillamente no tuvieron tiempo para estudiarlas de forma detallada.29 La comisión sobre Rumania iría ampliando su esfera de acción hasta que sus expertos determinaron las formas futuras de Yugoslavia, Rumania, Grecia y Bulgaria, así como el futuro equilibrio de poder en los Balcanes, entre Hungría y sus vecinos y entre la Rusia soviética y el sur de Europa central. «¡Qué falible se siente uno aquí!», escribió Nicolson, uno de los expertos británicos, «Un mapa… un lápiz… papel de calco. Pese a todo, me acobardo al pensar en las personas que nuestras líneas errantes encierran o excluyen, la felicidad de varios miles de personas.»30

El Consejo Supremo no explicó en qué consistía un acuerdo justo. ¿Significaba proporcionar fronteras defendibles? ¿Redes de ferrocarriles? ¿Rutas comerciales? Al final los expertos sólo se pusieron de acuerdo en que intentarían trazar las fronteras guiándose por las nacionalidades.31 El Banato, el territorio que dio origen al proceso, también presentaba sus dificultades. Vivía en él una rica mezcla de serbios, húngaros, alemanes, rusos, eslovacos, gitanos, judíos, incluso algunos franceses e italianos dispersos.32 Y existía siempre el problema de cómo contar cabezas en una región donde el concepto de nacionalidad era tan escurridizo como las anguilas del Danubio. Bajo los dorados y tapices de la Sala de Banquetes del Quai d’Orsay, la comisión sobre Rumania sacó los mapas, leyó los documentos que le presentaron, oyó a los testigos y trató de imponer un orden racional a un mundo irracional.

También tuvieron en cuenta, al menos los europeos, sus propios intereses nacionales. En el asunto del Banato, los franceses, que buscaban aliados en Europa central, querían que tanto Rumania como Yugoslavia fueran fuertes y amigas. Los italianos, en cambio, se detuvieron en minucias y pusieron objeciones de poca monta en cuestiones de procedimiento, todo ello con el propósito de bloquear las exigencias de los yugoslavos, y luego horrorizaron a los estadounidenses insinuando que tal vez admitirían algunas de ellas a cambio de la aceptación de sus propias reivindicaciones en el Adriático. Incluso donde hubieran podido hacer un gesto magnánimo, y mejor todavía sin ningún coste, y aceptar la reivindicación yugoslava de la región austríaca de Klagenfurt, no quisieron hacerlo. «Mala diplomacia», en opinión de Charles Seymour, joven historiador de la Universidad de Yale. Un colega francés fue más categórico: «No le importó la falsedad de los italianos, pero sí puso reparos a su torpeza».33 Los estadounidenses intentaron valerosamente definir el elusivo acuerdo justo, y los británicos trataron de conciliar a los estadounidenses con los franceses. «Para empezar, hubo muchos intentos de persuadir arteramente», informó Seymour, «y muchas maniobras sucias para obtener posiciones ventajosas, por así decirlo. Los británicos estuvieron firmemente de nuestro lado para acabar con esto y ponernos a trabajar en serio.»34

Los yugoslavos repitieron los argumentos que ya habían expresado y presentaron peticiones harto dudosas de varios grupos que, al parecer, anhelaban formar parte de Yugoslavia.35 Bratianu causó mala impresión al negarse a transigir, sacar el genio y enfurruñarse si las preguntas que le hacían eran excesivamente detalladas. Adujo el curioso argumento de que conceder la totalidad del Banato a Rumania mejoraría, de hecho, las relaciones con Yugoslavia, como «la extracción de una muela». También profirió amenazas: si no le daban el Banato, dimitiría y dejaría que los bolcheviques se apoderasen de Rumania.36 Intentó asimismo pasar por encima de los expertos y apelar directamente a Wilson, que le dijo que fuera a ver a House, que a su vez tuvo que soportar una arenga de borracho sobre cómo Rumania se había visto traicionada por sus aliados. Bratianu también acusó a Hoover de retener los empréstitos y los envíos de alimentos hasta que los intereses estadounidenses, judíos por cierto, recibieran concesiones para la explotación del petróleo de Rumania. Las noticias que llegaban de Europa central no le favorecían. Rumania estaba avanzando más allá de las líneas establecidas por el armisticio y penetrando en Hungría y Bulgaria; sus tropas se estaban concentrando en el borde septentrional del Banato; estaba lanzando acusaciones descabelladas en el sentido de que los serbios asesinaban a civiles rumanos. En comparación con los rumanos, los yugoslavos parecían razonables.37

A comienzos de marzo la delegación rumana se vio reforzada con la llegada de la reina María, acompañada por tres hijas rollizas, en el tren real. Colette la describió para Le Matin: «La mañana era gris, pero la reina María llevaba luz en su interior. El brillo de sus cabellos dorados, la claridad de su cutis sonrosado y blanco, el fulgor de sus ojos imperiosos, pero dulces… una aparición así te deja sin habla». La reina habló encantadoramente de su vivo deseo de ayudar a su país; llamó la atención sobre la labor que había hecho durante la guerra. «Sencillámente iba, ¡Dios mío!, sencillamente iba a donde me llamasen, y me necesitaban en todas partes». Dijo modestamente que era «una especie de bandera enarbolada por mi país».38

En verdad lo era. Fue una suerte que el heredero del trono rumano se hubiera casado con la única nieta de la reina Victoria que no tuvo ninguna dificultad en sacudirse de encima su educación inglesa y adoptar las costumbres de su nuevo país. El rey era terriblemente aburrido, tímido y bobo; su esposa era encantadora, vivaz y adúltera. Esto gustó mucho a sus nuevos súbditos.39 Entre sus amantes se contaron Joe Boyle, el gallardo minero millonario de Klondike, Canadá, y el cuñado de Bratianu, que, según decían, fue el padre de todos los hijos de la reina excepto el que resultó un desastre y se convirtió en el rey Carlos.40 La reina también era muy derrochadora. El motivo de su viaje a París fue tanto ir de compras como conseguir algo para su país. «¡Rumania!», exclamó, «debe tener Transilvania, también Besarabia. ¿Y si por falta de un vestido se perdiera una concesión?»41 Hablaba constantemente de «mis» ministros, «mi» país y «mi» ejército. De su esposo, el rey, prescindía por completo; afirmaba que una carta llena de consejos que el rey envió a París era «casi imposible de leer, pero como empezaba diciendo que tenía plena confianza en ella, nunca trató de leer el resto».42

Desde su suite en el hotel Ritz trató de conquistar a los poderosos. Suplicó a Foch, con cierta fortuna, que enviara armas a Rumania, con el pretexto de que se usarían en la lucha contra el bolchevismo. Halagó a House, que dijo de ella que era «una de las personalidades más encantadoras de todas las mujeres de la realeza que he conocido en Occidente».43 El embajador británico en París cenó con ella: «Es realmente una mujer divertidísima y si no fuese tan sencilla pensarías que era muy presuntuosa».44 La reina preguntó a Balfour con gracia si con Wilson debía hablar de sus recientes compras o de la Sociedad de Naciones. «Empezad por la Sociedad de Naciones», aconsejó Balfour, «y terminad por la camisa de color de rosa. Si estuvierais hablando con el señor Lloyd George, ¡podríais empezar por la camisa de color de rosa!». Lloyd George la encontró «muy traviesa, pero una mujer muy inteligente».45 Clemenceau también la encontró divertida. Pero le dijo con franqueza que estaba disgustado con Rumania porque había firmado la paz por separado con el enemigo y le habló de la antipatía que le inspiraba Bratianu. Al acusar a Rumania de querer la parte del león en el Banato, María respondió de forma maliciosa: «justamente por eso he venido a ver a su primo hermano, el Tigre». Clemenceau respondió enseguida: «Jamás un Tigre ha tenido un hijo con una leona».46

Su gran fracaso fue Wilson. En su primera entrevista escandalizó al presidente hablando del amor; Grayson, el médico de Wilson, dijo: «Nunca había oído a una dama hablando de estas cosas. Sinceramente no sabía a dónde mirar de tan violento como me sentía».47 Luego María se invitó a almorzar, «con uno o dos de mis caballeros». Llegó media hora tarde con un séquito de diez personas. «A cada momento, mientras esperábamos», comentó otro invitado, «pude ver por la expresión del presidente que se estaba cortando otra tajada de Rumania.»48 La reina opinó que el almuerzo fue muy bien; de hecho, pensaba que su estancia en París había ayudado mucho a su pueblo. «Había suplicado, explicado, había roto incontables lanzas en su defensa. Había dado a mi país un rostro vivo.»49

Hubiera hecho mejor dedicando más tiempo a los subordinados de los grandes hombres. El 18 de marzo la comisión sobre Rumania dividió la presa del Banato y el tercio occidental fue para Yugoslavia y la mayor parte del resto para Rumania. También dio a Yugoslavia alrededor de una cuarta parte de Baranya y bastante más de la mitad de Backa, en el extremo occidental del Banato. Los expertos estadounidenses, preocupados como siempre por la imparcialidad ética, insistieron en que una región predominantemente húngara cerca de la ciudad de Szeged continuara perteneciendo a Hungría. El 21 de junio, a pesar de las protestas apasionadas de los rumanos, el Consejo Supremo aceptó las recomendaciones de la comisión. Los yugoslavos causaron brevemente problemas negándose a evacuar una isla del Danubio que se había concedido a Rumania y en el otoño de 1919 hubo tensión entre Rumania y Yugoslavia en el Banato. Hasta 1923 no acordaron las dos naciones —de mala gana— respetar la decisión del consejo.

La nueva línea que se trazó en el mapa no podía resolver el problema de la población; casi sesenta mil serbios quedaron en Rumania a la vez que 74.000 rumanos y casi cuatrocientos mil húngaros siguieron en Yugoslavia. En el nuevo mundo de estados étnicos que había triunfado en el centro de Europa la situación de estas minorías era incómoda; con demasiada frecuencia se veían tratadas como intrusas, aunque llevaran siglos allí. Tanto Rumania como Yugoslavia siguieron políticas de asimilación. Yugoslavia acabó agrupando en Voivodina lo que había obtenido de Hungría; Belgrado gobernaba con mano dura, igual que hoy. Se decretó que el serbio fuera la lengua del mundo de los negocios; los rótulos de los comercios tenían que redactarse empleando el alfabeto cirílico, aunque también podía utilizarse el latino siempre y cuando estuviera debajo; en los conciertos debía interpretarse determinado número de piezas serbias; los periódicos y los libros de texto de las escuelas estaban sometidos a una censura rigurosa. En los años treinta del pasado siglo, un observador extranjero se fijó en que incluso los serbios de Voivodina cantaban una cancioncilla triste:

Di cuatro caballos

Para traer a los serbios aquí…

Daría ocho

Para que se fuesen.50

Durante la segunda guerra mundial la Alemania de Hitler y Hungría se repartieron la región, que luego pasó a ser campo de batalla entre los ocupantes y la resistencia. Szeged, la ciudad que los estadounidenses habían insistido en que fuese para Hungría, se convirtió en el emplazamiento del campo de exterminio de los judíos de Voivodina y, de hecho, de toda aquella parte de Europa. Hoy día quedan pocos judíos o gitanos en Voivodina, pero la población continúa siendo una mezcla. Sólo la mitad es serbia y casi una cuarta parte es húngara. Belgrado ha vuelto a echar mano de las consabidas técnicas de intimidación y represión para tenerla controlada. Es difícil ver un futuro pacífico.

Rumania fue vencida en su reivindicación del Banato, pero a la larga las cosas le fueron extraordinariamente bien. De todos los vencedores que participaron en la Conferencia de Paz fue, con mucho, quien más ganancias obtuvo, ya que su población y su extensión se multiplicaron por dos. Además, se da la circunstancia poco frecuente de que ha logrado conservar la mayor parte de lo que ganó, si bien es cierto que Besarabia volvió a quedar en poder de la Unión Soviética después de la segunda guerra mundial. Los soviéticos también tomaron alrededor de la mitad de Bucovina en el norte y los búlgaros recuperaron parte de la disputada Dobrudja en el sur. Pero Rumania todavía tiene su mayor ganancia, Transilvania.