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Pausa en pleno invierno

A finales de enero de 1919 ya empezaban a dibujarse los contornos principales de los acuerdos de paz, algunos más claramente que otros. La cuestión rusa, la Sociedad de Naciones y las nuevas fronteras en Europa central eran asuntos de los que se había hablado, aunque sin resolverse por completo. Los comités especiales también habían hecho progresos en algunos de los detalles de mayor importancia del tratado con Alemania: los daños causados por la guerra y la capacidad de Alemania para pagar reparaciones; las fronteras, las colonias y las fuerzas armadas alemanas; el castigo de los criminales de guerra alemanes; incluso el futuro de los cables submarinos alemanes. Sin embargo, de la gran cuestión —cómo sancionar a Alemania y cómo tenerla controlada en lo sucesivo— apenas se habían ocupado Clemenceau, Lloyd George y Wilson, los únicos que realmente podían resolverla.

Algo que también estaba emergiendo era lo que un diplomático suizo llamó «la gran sorpresa de la conferencia»: una estrecha asociación entre los británicos y los estadounidenses.1 Es cierto que habían surgido dificultades con los mandatos, pero en el Consejo Supremo, en los comités y las comisiones y en los pasillos los británicos y los estadounidenses se encontraron con que estaban de acuerdo en la mayoría de las cuestiones. Wilson, a quien Lloyd George nunca acabó de gustarle del todo, había sucumbido un poco ante su encanto, y los dos hombres charlaban alegremente al entrar y salir de las reuniones e incluso salían a almorzar o cenar de vez en cuando. Wilson también se había dado cuenta de que era mejor tratar con un liberal fuerte, como primer ministro, que con un conservador.2

El 29 de enero Wilson dijo a House que pensaba que sería buena idea que los expertos estadounidenses colaborasen estrechamente con los británicos. House, fueran cuales fuesen sus propias reservas, transmitió obedientemente la sugerencia tanto a unos como a otros. Lloyd George, que concedía mucho valor a las buenas relaciones entre Gran Bretaña y Estados Unidos, la recibió con entusiasmo. Lo mismo cabe decir de los canadienses, que siempre temían que surgiesen tensiones entre las dos grandes potencias en su mundo. En general, los expertos de ambas partes, que ya habían empezado a establecer contactos, también se sintieron complacidos. «Nuestras relaciones con los británicos, que entre los aquí presentes son los únicos que no practican el chovinismo (hecho que Wilson tardó cerca de una semana en descubrir)», dijo Seymour, el experto estadounidense, «son tan estrechas que estamos intercambiando puntos de vista con absoluta franqueza sobre el ordenamiento territorial de Europa». Los miembros de las dos delegaciones adquirieron la costumbre de consultarse mutuamente a menudo, intercambiando memorandos confidenciales y hablando por las líneas telefónicas de seguridad que ingenieros del ejército estadounidense habían instalado entre el Crillon y el Majestic. «Nuestra unanimidad», escribió Nicolson más adelante, «era verdaderamente notable. Allí —en lo que en otro tiempo eran los cabinets particuliers [servicios] de Maxim’s— se elaboró el conjunto de argumentos anglo-americanos que abarcaban todas las fronteras de Yugo-Eslavia, Checo-Eslovaquia, Rumania, Austria y Hungría. Sólo en lo tocante a Grecia, Albania, Bulgaria y Turquía en Europa se manifestó cierta divergencia. E incluso en este caso la divergencia fue sólo en los detalles y no de principios.»3

Al mismo tiempo que florecían las relaciones entre Gran Bretaña y Estados Unidos, empeoraban las de los dos países con Francia. Los británicos veían a los franceses como competidores por la obtención de territorio otomano y ruso en Oriente Próximo y Asia central. También sospechaban que, después de que Wilson se ausentara brevemente para regresar a Estados Unidos, los franceses tratarían de dar a las condiciones de paz con Alemania la forma que más les conviniera a ellos. «Los encuentro llenos de intrigas y toda clase de argucias, sin la menor intención de jugar limpio», escribió Hankey4. Cuando Francia sufrió una crisis financiera, con presiones a la baja sobre el franco, en febrero, los británicos reaccionaron con frialdad. Dijeron a los franceses que no podían concederles un empréstito para ayudarles a salir del apuro. No les facilitaron algunos fondos hasta que House5 intercedió con Lloyd George. Los franceses aceptaron el empréstito, pero no olvidaron el retraso en su concesión Los británicos y los estadounidenses torcieron el gesto ante lo que consideraban la incompetencia y la irresponsabilidad de los franceses.6

Las relaciones entre los franceses y los estadounidenses eran especialmente malas. Los diplomáticos franceses culpaban a Wilson de poner trabas al verdadero objetivo de la conferencia —castigar a Alemania— con su Sociedad de Naciones. El ministro de Hacienda francés, Louis-Lucien Klotz, dijo a sus colegas que los estadounidenses intentaban vender sus excedentes de alimentos a Alemania a cambio de pagos en metálico, lo cual, huelga decirlo, haría que a los franceses les resultara más difícil cobrar las reparaciones que les debía Alemania. Los estadounidenses, por su parte, se quejaban de que los franceses les clavaban por su alojamiento en París y por los gastos de su ejército. En los cines el público francés, que antes prorrumpía en vítores cada vez que Wilson aparecía en la pantalla, ahora guardaba silencio. Policías franceses y soldados estadounidenses andaban a la greña por las calles. Se oyó decir a algunos estadounidenses que deberían haber luchado en el otro bando. Los parisinos se burlaban de la señora Wilson y los periódicos franceses, que en general habían sido favorables al presidente estadounidense, empezaron a criticarle.7

Los ataques encolerizaron a Wilson, que estaba convencido, con cierta razón, de que el Gobierno francés los orquestaba. Con la voz trémula de indignación, mostró a un visitante un documento confidencial que pedía a los periódicos franceses que exageraran el caos reinante en Rusia, recalcaran la gran posibilidad de una nueva ofensiva desde Alemania y recordasen a Wilson que tenía que hacer frente a una fuerte oposición republicana en su propio país. Wilson expresaba con creciente frecuencia su amargura en privado: los franceses eran «estúpidos», «mezquinos», «locos», «informales», «tramposos», «la gente más dura con la que jamás haya intentado tratar».8 Seguía pensando que los franceses corrientes eran buenas personas, según dijo a su médico, pero sus políticos los estaban llevando por el mal camino. «Era debido exclusivamente al hecho de que los políticos franceses habían permitido tantas discriminaciones visibles contra los estadounidenses que el pueblo sencillo de Estados Unidos había pasado de ser pro francés a ser pro británico. Y el presidente también dijo que los británicos parecían jugar noble y lealmente.»9

Al igual que las relaciones franco-estadounidenses, el tiempo se enfrió. Nevó en París y los soldados estadounidenses libraban batallas con bolas de nieve en los Campos Elíseos. Se patinaba en el Bois de Boulogne y se subía y bajaba por los toboganes en Versalles. A causa de la escasez de carbón, hasta en los grandes hoteles hacía un frío tremendo. La gente pillaba resfriados y enfermaba a causa de una peligrosa epidemia de gripe que había empezado en el verano de 1918. Los médicos militares que se hallaban en el Crillon recetaban preparados contra la tos y daban consejos. Fumar, según uno de ellos, era una excelente medida preventiva.10

Siguieron llegando delegados hasta que al final fueron más de mil.11 Los británicos daban a cada uno de los suyos 1500 tarjetas de visita para que las repartiesen entre sus colegas extranjeros, porque así se había hecho en el Congreso de Viena. Después de muchas quejas por la pérdida de tiempo, Clemenceau ordenó que no se diesen más tarjetas.12 Entre los delegados había muchos diplomáticos y estadistas, pero, por primera vez en una importante conferencia internacional, también había muchos que no eran ninguna de las dos cosas. Los británicos trajeron prácticamente toda la Oficina de Inteligencia del Ministerio de Información, incluidos hombres como los jóvenes Arnold Toynbee y Lewis Namier, que más adelante se contarían entre los historiadores más eminentes de su generación. Los estadounidenses tenían profesores de la Investigación de House y banqueros de Wall Street como, por ejemplo, Thomas Lamont y Bernard Baruch. Los diplomáticos de carrera refunfuñaron. «Una improvisación», dijo Jules Cambon, secretario general en el Quai d’Orsay, pero estas opiniones no preocupaban a Lloyd George ni a Wilson, y, para el caso, tampoco a Clemenceau. «Los diplomáticos», en opinión de Lloyd George, «se inventaron sencillamente para perder el tiempo.»13

París también se estaba llenando de peticionarios, periodistas y simples curiosos. Elinor Glyn, la autora de novelas románticas, agasajaba a hombres prominentes en el Ritz y escribía artículos en los que preguntaba «¿Están cambiando las mujeres?» y «¿Ha muerto la caballerosidad?». Franklin Roosevelt, a la sazón subsecretario de Marina, persuadió a sus superiores de que tenía que supervisar la venta de propiedades navales en Europa y llegó a París llevando a remolque a su resentida e infeliz esposa, Eleanor. Por aquellas fechas, el matrimonio ya se estaba desmoronando y Eleanor se encontró ahora con que Franklin prestaba demasiada atención a las parisinas.14 William Orpen y Augustus John empezaron a pintar retratos oficiales de los participantes en la Conferencia, aunque el segundo gastaba gran parte de sus energías en fiestas bulliciosas.15 Ministros del gabinete británico cruzaban de uno en uno el Canal para pasar uno o dos días en París. Bonar Law, el primer ministro en funciones, derrochaba valor yendo y viniendo en avión, vestido con un traje forrado de pieles especial para viajar por vía aérea. La hija mayor de Lloyd George, Olwen, una mujer casada joven y alegre, hizo una breve visita. Clemenceau se ofreció a llevarla en su coche una tarde y mientras charlaban le preguntó si le gustaba el arte. Olwen contestó con entusiasmo que sí, y entonces Clemenceau se sacó del bolsillo una colección de postales obscenas.

Elsa Maxwell, que aún no era la decana de la café societyNT-2 internacional, consiguió un pasaje desde Nueva York como acompañante de una elegante divorciada que andaba a la caza de un nuevo marido. Las dos mujeres daban fiestas maravillosas en una casa alquilada. El general Pershing proporcionaba la bebida; Maxwell interpretaba al piano las últimas canciones de Colé Porter; y la divorciada encontró al marido que buscaba, un guapo capitán estadounidense que se llamaba Douglas MacArthur.16 Fuera de la casa, a primera hora de una mañana, dos jóvenes oficiales se batieron en duelo con sables por otra belleza estadounidense.17

Las mujeres atractivas se lo pasaron de maravilla en París aquel año. Pocos delegados habían traído a su esposa; de hecho, a la mayoría de los subalternos se les había prohibido expresamente. «Al parecer, los diversos departamentos han traído a todas las damas de sociedad más hermosas y bien vestidas», escribió Hankey a su esposa. «No sé cómo hacen su trabajo, ¡pero por la noche bailan y beben y juegan al bridge!»18 Los puritanos sospechaban que hacían cosas peores que jugar a las cartas. Una periodista estadounidense viajaba «con total franqueza y tremendo entusiasmo» con un general italiano. En los hoteles donde se alojaban las delegaciones las mujeres entraban libremente en las habitaciones de los hombres. Fue necesario mandar a casa a un par de enfermeras de la Cruz Roja canadiense que fingían de forma sistemática equivocarse de habitación y luego se negaban a salir. La guerra parecía haber aflojado las inhibiciones de antaño. «El vicio se ha desbocado en París», dijo severamente Elinor Glyn. «Las lesbianas cenan juntas sin disimulo alguno, a veces en grupos de seis, en Larue’s… Los hombres hacen lo mismo. Nada es sagrado, nada se oculta, ni tan sólo el vicio y la avaricia.»19

París ofrecía muchas distracciones: las carreras en Saint-Cloud, restaurantes excelentes, si uno podía permitirse pagar sus precios y lograba entrar en ellos, y la Opera, donde se representaban las viejas obras favoritas: Los cuentos de Hoffrnann, Madame Butterfly, La Boheme. Poco a poco los teatros volvieron a abrir sus puertas y a ofrecer de todo, desde los grandes clásicos hasta farsas. Sarah Bernhardt actuó en una gala en beneficio de una asociación de caridad francesa y el hermano de Isadora Duncan ejecutó danzas interpretativas. Ruth Draper llegó de Londres para recitar sus monólogos y los delegados canadienses se escandalizaron un poco al ver la obra musical Phi Phi.

«Coincidimos, sin embargo», escribió uno de ellos a su esposa, «en pensar que hay muchas razones para tener los ojos abiertos. Me gustaría saber si, por poseer más conocimientos, los franceses se libran de una clase de enfermedades que, no cabe duda de ello, son frecuentes entre nosotros.»20 Hasta Wilson, que solía acostarse antes de las diez de la noche, fue a ver una revista; encontró algunos de los chistes demasiado groseros, pero disfrutó de «las partes decentes».21 Elsa Maxwell se llevó a Balfour, que nunca había estado en uno, a un club nocturno. «Permítame darle las gracias», dijo el anciano estadista con su habitual cortesía, «por la velada más deliciosa y degradante que he pasado en mi vida.»22

Otros delegados encontraron pasatiempos más inocentes: paseos a primera hora de la mañana por el Bois de Boulogne, partidas de bridge por la tarde. Balfour aprovechaba todas las ocasiones para jugar al tenis. Lansing pasaba las veladas tranquilamente leyendo filosofía. Los principales delegados italianos, Sonnino y Orlando, apenas salían de su hotel.23 Lloyd George salía de vez en cuando para cenar en algún restaurante o ir al teatro, aunque Francés Stevenson se encontró con que, por desgracia, la llegada del político británico causaba conmoción. Una noche también se quejó cuando Lloyd George flirteó con una joven de la delegación británica. «Sin embargo, lo hizo sin disimulo y pienso que le hizo un bien, así que no me importó.»24

La vida social parisina empezó a recobrar la animación. Cuando el príncipe Murat y Elsa Maxwell asistieron juntos a un baile de disfraces —Murat disfrazado de Clemenceau y Maxwell, que era más bien rolliza, de Lloyd George—, una multitud detuvo su coche en los Campos Elíseos en medio de grandes aclamaciones. La gente se encontraba en el bar del Ritz para tomar los nuevos cócteles. En su famosa villa de Versalles, la decoradora Elsie de Wolfe (futura Lady Mendel) invitaba a los delegados más prominentes a tomar el té. La señora Wilson intentaba arrastrar a su marido a algunas de las fiestas y recepciones, lo cual consternaba a los admiradores del presidente.25

En el hotel Majestic, Ian Malcolm, el secretario privado de Balfour, ofrecía lecturas de sus poemas cómicos, «The Breaking Out of Peace». [El estallido de la paz] y «The Bailad of Prinkipo». [La balada de Prinkipo].26 Había funciones de teatro de aficionados en el sótano. Después de que Orpen hiciera carteles para una de ellas en los que aparecían dos niños desnudos, en la siguiente revista salió un coro que cantaba «We are two little Orpens/Of raiment bereft».27 Un oficial británico que había viajado centenares de kilómetros para informar de la situación en Europa central se fue asqueado. «Nadie a su nivel», dijo a un colega estadounidense, «se tomó la molestia de escuchar su informe sobre las terribles condiciones que imperaban en Polonia, porque estaban totalmente ocupados discutiendo sobre si el salón de baile debía utilizarse para funciones teatrales, en vez de bailes, los martes y los jueves o sólo los martes.»28 La hija menor de Lloyd George, Megan, de 16 años, se lo pasó como nunca. Los chistosos decían que el hotel debería cambiar su nombre por el de Megantic. Finalmente Lloyd George se puso serio y Megan fue enviada a una escuela para señoritas.29

Los bailes del Majestic se hicieron famosos. Las enfermeras y las mecanógrafas jóvenes —«como ninfas», dijo un anciano diplomático— conocían los últimos bailes, desde el vals de los titubeos (hesitation waltz) hasta el fox-trot. Los espectadores quedaban fascinados. «¿Por qué», preguntó Foch, que se dejó caer por allí un día, «tienen los ingleses la cara tan triste y el trasero tan alegre?»30 Los bailes de la noche del sábado en particular eran tan populares que las autoridades empezaron a preocuparse por la impresión que causaban y pensaron en la conveniencia de prohibirlos.31

Con todo, en la Conferencia de Paz de París hubo muchos menos bailes suntuosos y diversiones extravagantes que en el Congreso de Viena. Las formas de vida social más populares eran los almuerzos y las cenas, donde los delegados hacían mucho trabajo útil. Lloyd George, que era más enérgico que casi todos los demás, también organizaba desayunos de trabajo. Las naciones peticionarias ofrecían comidas espléndidas durante las cuales presentaban sus exigencias. «Estoy volviendo mi labor como trabajador social», escribió Seymour a su esposa. «Cena con Bratianu mañana, almuerzo con liberales italianos el sábado, cena con los serbios por la noche, y cena con los checoslovacos —Kramarz [Karel Kramar] y Benes— el lunes.»32 Los polacos ofrecieron a los estadounidenses un almuerzo que duró hasta las cinco de la tarde; uno tras otro, historiadores, economistas y geógrafos polacos expusieron las justas reivindicaciones de Polonia.33 Los chinos invitaron a la prensa extranjera a una cena especial. Los platos fueron sucediéndose, sin tregua, hora tras hora, mientras los invitados esperaban oír los argumentos de sus anfitriones. En impecable inglés los chinos charlaban de temas diversos, de todo menos de la Conferencia de Paz. A las 3:30 de la madrugada los corresponsales estadounidenses se retiraron, dejando a uno de ellos para que informase. Cuando finalmente éste se fue también empezaba a amanecer y los chinos aún no habían explicado el motivo de la cena.34

Algunos de los delegados extranjeros visitaron los campos de batalla. En sus cartas a casa intentaron describir lo que habían visto: los árboles astillados, los campos llenos de crucecitas de madera con palmas, la metralla que cubría la carretera, los cráteres abiertos por las bombas de artillería, las alambradas herrumbrosas, los tanques y los cañones enterrados en el barro, los pedacitos de uniformes, los huesos insepultos. «A lo largo de kilómetros y kilómetros», escribió Gordon Auchincloss, yerno de House, «el suelo no es más que una masa de cráteres llenos de agua, y hay docenas de tanques, todos hechos pedazos, dispersos por los campos. Nunca he visto una desolación tan horrible y una destrucción tan intensa». Se aventuraban a entrar en las trincheras y recogían cascos alemanes y casquillos a modo de recuerdo. Un grupo encontró unas espoletas intactas, «juguetes preciosos para los niños». Quedaban maravillados al ver los montones de cascotes que en otro tiempo eran ciudades y pueblos. Igual que las ruinas de Pompeya, según dijo James Shotwell, profesor estadounidense, después de visitar la antigua ciudad catedralicia de Reims; aunque le alivió encontrar entre las ruinas un restaurante donde servían salchichas y choucroute [col fermentada].35

A mediados de febrero el ritmo de trabajo disminuyó al regresar Wilson a Estados Unidos, oficialmente para asistir a las últimas sesiones del Congreso —en realidad para afrontar la creciente oposición a la Sociedad de Naciones— y volver Lloyd George a Londres para ocuparse de problemas internos. Balfour sustituyó a Lloyd George en el Consejo Supremo y Wilson pasó por alto una vez más a su propio secretario de Estado y eligió a House para que ocupase su lugar. El desaire afectó profundamente a Lansing, que se sentía deprimido y no se encontraba bien (estaba probando un nuevo tratamiento para su diabetes). En modo alguno era la primera vez que sucedía algo así. Al hacer Lansing, que era un abogado experto en Derecho internacional, algunas sugerencias sobre la Sociedad de Naciones en una reunión de la delegación estadounidense, Wilson le dijo en tono cortante que no pensaba encomendar la redacción del tratado de paz a los abogados. Lansing, que era el único abogado presente, se lo tomó como un insulto dirigido tanto a él mismo como a su profesión. Una y otra vez Wilson encargaba los trabajos importantes a House; Lansing tenía que contentarse con informar a la prensa, tarea que detestaba. Al parecer, Wilson sentía un placer malicioso provocando conflictos entre House y Lansing y se alegraba mucho cuando se enteraba de algo que desacreditaba a Lansing. «Parece que todo lo que hace el señor L. le irrita», escribió la secretaria de la señora Wilson en su diario después de recibir la visita de una compungida señora Lansing, «que cenen fuera de casa tantas veces, que acepten invitaciones de gente que le cae mal (al P.). Sencillamente no tolera ninguna forma de vida que no sea la que lleva él.»36 El comportamiento de Wilson era cruel y a la larga le costaría caro porque Lansing se vengaría al llegar el momento de la aprobación de los acuerdos de paz en Estados Unidos.

Tanto House como Balfour ansiaban acelerar el trabajo de la conferencia mientras sus superiores se encontraran ausentes. Decidieron concentrarse en preparar por lo menos las condiciones generales para Alemania (daban por sentado que los detalles podrían negociarse directamente en lo que todavía se esperaba que fuese una conferencia en toda regla). Las comisiones y comités especiales que se ocupaban de cuestiones territoriales y de asuntos como, por ejemplo, las reparaciones (al final serían casi sesenta) recibieron la orden de tener listos sus informes el 6 de marzo. Ese plazo dejaría una semana para poner orden antes de que regresara Wilson, y antes de que terminara el mes se podría llamar a la delegación alemana. El plan resultó demasiado optimista.37

Los delegados se quejaron, pero siguieron adelante. Cuando Nicolson conoció a Marcel Proust —«blanco, sin afeitar, sucio, de cara enjuta»— en una cena en el Ritz, encontró al gran escritor fascinado por los detalles del trabajo. «Hábleme de los comités», ordenó Proust. Nicolson empezó diciendo que generalmente se reunían a las diez de la mañana. Proust suplicó que le diera más detalles. «Subes a un coche desde la delegación. Te apeas en el Quai d’Orsay. Subes las escaleras. Entras en la habitación. ¿Y luego? Concrete usted, amigo mío, concrete usted.»38

Cuando Wilson regresó brevemente a Estados Unidos, el pacto de la Sociedad de Naciones ya estaba redactado en su mayor parte, se habían hecho algunos progresos en el caso de las condiciones para Alemania y se había creado la mayoría de las comisiones territoriales. Sin embargo, casi no se había decidido nada sobre el Imperio otomano y apenas se habían considerado los tratados con Austria, Hungría y Bulgaria. Cada vez se hablaba menos de una conferencia de paz preliminar y más de la cantidad de trabajo que quedaba por hacer antes de poder llamar a París a los estados enemigos. Aunque aún no se había reconocido, lo que estaba sucediendo en París era ya la Conferencia de Paz propiamente dicha. En los hoteles y las salas donde se celebraban las reuniones se hacían especulaciones pesimistas sobre si podría firmarse la paz antes de que el mundo se incendiara.

El 19 de febrero dio la impresión de que los incendios estallaban en París. Cuando Clemenceau salía de su casa de la Rué Franklin para trasladarse en coche al Crillon, donde debía reunirse con House y Balfour, un hombre vestido con ropa de trabajo que llevaba un rato acechando detrás de uno de los urinarios públicos de hierro dio un salto al frente y disparó varias veces contra el automóvil. Más adelante Clemenceau dijo a Lloyd George que el momento pareció durar una eternidad. Una bala le alcanzó entre las costillas y no acertó por poco en los órganos vitales. (Extraerla era demasiado peligroso y Clemenceau la llevó dentro hasta el día de su muerte, diez años más tarde). El atacante, Eugène Cottin, un anarquista medio loco, fue apresado por la multitud, que como de costumbre esperaba en la calle para ver las idas y venidas de Clemenceau, y estuvo a punto de ser linchado. Clemenceau fue llevado de nuevo a su casa. Su fiel ayudante Mordacq, que llegó a toda prisa, le encontró pálido, pero consciente. «Me han disparado por la espalda», le dijo Clemenceau. «Ni siquiera se han atrevido a atacarme cara a cara.»39

«¡Vaya por Dios!», dijo Balfour cuando la noticia llegó al Crillon, «me pregunto qué presagia esto». Mucha gente en París se temió lo peor, especialmente cuando un par de días después llegó la noticia del asesinato del primer ministro socialista de Baviera. Lloyd George mandó un telegrama a Kerr desde Londres.

«Si el atentado es bolchevique demuestra lo locos que están estos anarquistas, ya que nada les perjudicaría más que un atentado que lograra acabar con la vida de Clemenceau; incluso uno fallido exasperará la opinión pública en Francia y hará que sea totalmente imposible todo trato con ellos.»40

Clemenceau se tomó el suceso con su brío habitual. Las visitas le encontraban sentado en una butaca y quejándose de la puntería de Cottin —«un francés que dispara siete tiros a quemarropa y sólo uno da en el blanco»— y discutiendo con sus médicos: «médicos, los conozco mejor que nadie porque yo también lo soy». A la hermana enfermera que dijo que se había salvado de milagro le contestó: «si el cielo se proponía obrar un milagro, ¡hubiera sido mejor que impidiese que el agresor llegara a disparar!». No permitió que Cottin fuese condenado a muerte: «No puedo ver a un viejo republicano como yo y además contrario a la pena de muerte haciendo ejecutar a un hombre por el crimen de lesa majestad». Cottin fue condenado a diez años de cárcel, pero fue puesto en libertad cuando había cumplido la mitad de la condena.

Llegaron numerosos mensajes de simpatía, de Lloyd George y del rey Jorge desde Londres, de Wilson, que navegaba por el Atlántico, de Sarah Bernhardt —«en estos momentos Clemenceau es Francia»— de los miles de franceses que consideraban a Clemenceau el padre de su victoria. El Papa envió su bendición (el viejo radical anticlerical respondió enviando la suya) y soldados rasos dejaron sus condecoraciones en el umbral del político. Poincaré, que al principio había quedado tan horrorizado como el que más, montó en cólera. «Singular locura colectiva, extraña leyenda que oculta la realidad y, sin duda, falseará la historia». Al día siguiente del atentado Clemenceau paseaba por sus jardines; una semana después volvió al trabajo. Estaba muy impresionado, de todos modo. A Wilson y a otros les pareció que no volvió a tener la misma capacidad de concentración.41

En Londres, mientras tanto, Lloyd George tenía más éxito al enfrentarse a sus enemigos. Se apeó del tren el 10 de febrero y fue directamente a entrevistarse con Bonar Law y su principal asesor sobre cuestiones laborales. «Tuve ocasión de verle una semana después», informó el secretario del gabinete a Hankey, «y aparecía extraordinariamente alegre y vigoroso, contento de lo que hacéis en París y lleno de planes para tratar con los mineros y los ferroviarios si se declaran en huelga durante las próximas una o dos semanas.»42 Lloyd George evitó que las amenazas de huelga se hicieran realidad, dispuso que se formaran comisiones de investigación y reunió a patronal y trabajadores como había hecho en tantas ocasiones. Durante aquellas mismas semanas también creó un nuevo Ministerio de Transportes y presentó una serie de proyectos de ley relativos a cuestiones sociales.43

El viaje de Wilson a Estados Unidos fue mucho menos afortunado Desembarcó en Boston e inmediatamente pronunció un discurso vehemente y partidista. Él y Estados Unidos, según dijo, estaban haciendo una gran labor en París; los que lo ponían en duda eran egoístas y cortos de miras. Los oyentes encontraron en sus asientos copias del borrador del pacto de la Sociedad de Naciones. Los senadores de Washington aún no lo habían visto. Fue una falta de tacto y no fue el único error político de Wilson. Boston era la ciudad natal de su gran rival, el senador republicano por Massachusets Henry Cabot Lodge.

Lodge de quien se decía que su mente era como su tierra natal, «yerma por naturaleza, pero muy cultivada», pertenecía a la aristocracia de Nueva Inglaterra. Era corto de estatura, irascible y un grandísimo esnob. Compartía el convencimiento de Wilson de que Estados Unidos tenía la misión de mejorar el mundo e incluso estaba dispuesto a considerar la creación de algún organismo internacional que velase por la paz. Pero no estaba de acuerdo con los métodos de Wilson y su creencia de que su Sociedad de Naciones podría resolver todos los problemas del mundo. Y aborrecía al hombre no sólo, como se dice a veces, porque no estaban de acuerdo, sino porque tenía a Wilson por innoble y cobarde. Al igual que al presidente, le costaba separar las diferencias políticas de las personales.44

Los dos hombres eran antagonistas desde hacía años: al empezar la guerra, Lodge había sido partidario de intervenir enseguida al lado de los Aliados y Wilson había optado por la neutralidad; al terminar, Lodge hubiera seguido avanzando hasta Berlín mientras que Wilson había decidido firmar un armisticio; y ahora discrepaban sobre la paz. Wilson depositaba su confianza en la Sociedad de Naciones y la seguridad colectiva para poner fin a la guerra. Lodge, que era pesimista y tenía poca fe en que la naturaleza humana fuera perfectible, prefería confiar en el poder. Quería rodear Alemania de estados fuertes, una Polonia renovada, una Checoslovaquia sólida y una Francia reforzada con Alsacia y Lorena y tal vez incluso Renania. Si Estados Unidos ingresaba en alguna asociación, tenía que ser con otras democracias, una asociación donde existiera una comunidad de intereses, y no una Sociedad de Naciones que amenazaba con arrastrar al país a compromisos vagos e incondicionales.45

Lodge representaba al centro moderado del partido Republicano. En un ala del partido se encontraban los que, principalmente en el Medio Oeste, retrocedían ante todo contacto con la perversa Europa, y en el otro extremo estaban los internacionalistas, a menudo de la costa oriental, que apoyaban la Sociedad de Naciones con entusiasmo. Wilson hubiera podido tender la mano a muchos republicanos, pero en vez de ello los alejó al negarse a llevar a republicanos destacados a París, al insistir en que, en las elecciones al Congreso en noviembre de 1918, un voto para los demócratas era un voto a favor de la paz, mientras que un voto para los republicanos era algo totalmente distinto, y ahora los alejó con su actuación al volver a Estados Unidos.

Por desgracia, al mismo tiempo hizo poco por conciliar a los escépticos de su propio partido. Se negó en redondo a hablar con un senador del Sur que, según dijo, cuando ejerció de abogado no fue más que un «perseguidor de ambulancias».NT-3 Incluso sus chistecillos tenían ahora un tono agrio. El comentario que hizo al ver a un nieto suyo recién nacido circuló por todo el país: «Veo que tiene la boca abierta y los ojos cerrados… Seguro que será senador cuando sea mayor». House persuadió a Wilson a que invitara a cenar en la Casa Blanca a miembros de los importantísimos comités de relaciones exteriores del Senado y el Congreso; la cena fue mal. Lodge, que se sentó al lado de la señora Wilson, tuvo que escuchar cómo hablaba alegremente de la maravillosa acogida que su esposo había encontrado en Boston. Algunos invitados se quejaron de que, después de la cena, no les ofrecieran cigarros ni bebida suficientes. Más grave fue que salieran de la Casa Blanca pensando que Wilson los había intimidado, según dijo uno de ellos, «como si una frígida maestra de la escuela dominical les hubiera reñido por descuidar sus lecciones». La próxima vez que vio a House el presidente estaba enfadado. «Su cena», le dijo, «no fue un éxito.»46

Como haría con tanta frecuencia, Wilson se tranquilizó diciéndose a sí mismo que el pueblo estaba con él aunque sus representantes no lo estuviesen. Y probablemente era verdad. Cuando una destacada revista estadounidense preguntó a sus lectores si estaban a favor de la Sociedad de Naciones, más de dos tercios respondieron que sí. Desgraciadamente, los tratados no se sometían a la votación del público, sino a la del Senado, donde la necesaria mayoría de dos tercios, no se obtenía con tanta facilidad. El 4 de marzo, mientras Wilson se preparaba para volver a Europa, Lodge hizo circular una carta que rechazaba el pacto tal como se había redactado y pedía a la Conferencia de Paz que aplazara los debates sobre la Sociedad de Naciones hasta que se hubiera ultimado el tratado con Alemania. Treinta y nueve senadores republicanos firmaron la carta, más de un tercio del total de noventa y seis. La reacción inicial de Wilson fue preguntarse si había alguna forma de prescindir por completo del Senado.47

Cuando su tren llegó a París el 14 de marzo, sólo un reducido grupo de dignatarios franceses le esperaba en la estación. Mientras se dirigía en coche a su nuevo alojamiento, en la Place des États Unis, justo enfrente del piso de Lloyd George, no había multitudes en éxtasis como en diciembre del año anterior. La casa, que pertenecía a un acaudalado banquero, no era tan suntuosa ni tan grande como el hotel Murat. Las margaritas crecían entre la hierba y los problemas hacían lo mismo en la Conferencia de Paz.