CAPÍTULO 12

La casa estaba vacía e incluso a principios del siglo XIX olía a antigua y mohosa. Harrison, Valerie y Pepe viajaron hasta ella en el carruaje de Carroll. Carroll había preparado la parte técnica de la realización. Era enojosamente sencilla, pero Harrison no pudo sacar nada en claro del circuito. Talleyrand, sonriendo inescrutable, lo contemplaba todo.

- Creo que está bien hasta el último detalle - dijo Carroll -. Nada parece haberle sucedido a París, pero es de día. He aguardado a que oscurezca, cuando alguien pueda surgir desde la nada con una posibilidad de no ser visto. Cámbiese de ropas, Harrison, y podrá efectuar un viaje para comprar un periódico. Si todo va bien… tendremos preparadas las ropas de Valerie. Y… ejem… las de mi futuro tataranieto.

Ocurría que el Túnel del Tiempo existió en un lugar estrechamente correspondiente al umbral de la antigua casa. Harrison cruzó. Mareo. Un espasmo de náuseas. Luego, percibió el olor de vigas de madera carbonizadas, de humedad y de cenizas. Oyó pasar los taxis. Oyó los sonidos del París moderno. Era de noche. Había un quiosco de periódicos no muy lejos. Fue hasta él y compró varios diarios. Estudió los titulares a la luz de una farola. Volvió presuroso a la cerrada ruina de la antigua, antiquísima casa de vigas de madera.

- Sucedió - dijo exultante, de regreso al Primer Imperio -. ¡Los titulares hablan de un escándalo en Bolonia de un monte pietà! ¡Ha habido un debate en la Cámara de Diputados sobre cierto nombramiento político! ¡Hubo una explosión en una mina de carbón del Ruhr! ¡No hay nada de China! ¡Nada de Formosa! ¡Nada sobre la guerra atómica! ¡Por lo menos no en las primeras páginas! ¡Lo logramos!

Así, muy en breve, tres figuras con perfecto atuendo del siglo XX emergieron, sin llamar la atención, de las calcinadas ruinas y cenizas de una antiquísima residencia que perteneció a la amante de un rey olvidado. Inmediatamente después se oyó un peculiar sonido musical, como el pulsar de un arpa gigante una de cuyas cuerdas hubiese vibrado y se le permitiera continuar la vibración hasta que muriera de manera natural.

* * *

El sol brillaba complacido sobre Formosa. La gente marchaba sin prisa a través de las atestadas calles de sus ciudades. Habían barcos en sus puertos, unos cargando mercancías con languidez, o descargándolas, o anclados. Nadie pensaba en matar a las demás personas excepto por motivos puramente personales. No había prisa. No había tumulto. No había guerra ni rumor de ella. Era un lugar vulgar y plácido y tranquilo, una imagen como, digamos, la del gran tramo de escaleras que se alza ante la entrada principal del Louvre. Por encima y sobre aquellos peldaños, las palomas revoloteaban. En la amplia calle anterior los taxis iban y venían y, en las aceras, los niños caminaban tranquilos junto a sus mayores. Harrison se hallaba en estos escalones. Y Valerie le acompañaba y habían venido a ver un cuadro que Pepe les pidió que vieran. Pepe parecía embarazado, en cierto modo, por el asunto.

Entraron en el espléndido edificio. Consultaron el memorándum que Pepe les diera. Consultaron a un vigilante, que les indicó la dirección. Caminaron vagamente por los vastos pasillos. Al poco, encontraron lo que buscaban.

Era un retrato pintado por Antoine Jean Gros, aunque no de su mejor periodo. Resultaba algo posterior. Se pintó en 1830, cuando Gros estaba ya en decadencia, pero era todavía una satisfactoria obra de arte. Lo miraron con fijeza y Valerie se apretó un poquito más contra Harrison. El retrato les devolvió la mirada. Con cierto humor.

- ¡Es… es él! - exclamó Valerie sin aliento.

Harrison asintió. Leyó la placa dorada. Decía: «Retrato de M. de Bassompierre, Alquimista». Había otra fecha, pero Harrison no la necesitaba. El retrato era de Carroll. Se le veía mayor que cuando le dejaron, hacía unos cuantos días. ¡Naturalmente! Llevaba sobre su bata de alquimista un cordón y la insignia de una de las condecoraciones borbónicas más altas. Tras él, como fondo, habían varios símbolos enigmáticos y retazos de aparatos de alquimia. Y había un dibujo destacado que no pertenecía al cuadro pintado en 1830. Era el símbolo perfectamente moderno del átomo de cualquier cuerpo, pero que no correspondía a la era. Sin embargo, sí que debía estar en un cuadro de Carroll, si él lo hizo pintar expresamente para indicar a alguien en el remoto futuro que había logrado desenvolverse a la perfección.

No hicieron ningún comentario. Miraron y miraron, y luego se fueron en silencio. Mientras bajaban por la amplia escalinata hacia la calle, otra vez, Harrison dijo:

- Lo arregló perfectamente bien. De Bassompierre no. tuvo un hijo, cosa que habría ocurrido a no ser por nuestra aparición en escena; pero Carroll, casándose, como lo hizo, con madame de Céspedes, tuvo una hija, así que no existió un renegado que proporcionase a China la bomba. Así que Carroll escribió esas cartas que Cuvier, Ampère y Lagrange y los demás recibieron. Si no las hubiera escrito, podrían haber sucedido otros cambios. Al no tener nuestro presente de Bassompierre ningún hijo, no hacían falta otros cambios.

Se sentía ligeramente mareado. Se detuvo. Era un mareo notable. No era fácil describirlo. Sin embargo, Valerie volvió a apretarse contra su cuerpo y durante un instante pareció que todo el mundo se enturbiaba un poquito. Los edificios se confundieron y volvieron a clarificarse, pero no exactamente como habían estado. Los taxis eran más largos y bajos. Los ruidos de la ciudad se convirtieron en confusos y tornaron a despejarse. Harrison parpadeó.

Un cañón estalló en algún lugar y el zumbido de innumerables naves, tipo platillo volante, por los cielos pareció llegarles de un modo particular, como los pitidos de una flauta. El cañón volvió a detonar. ¡Claro! Los cañones disparaban una salva al recién nacido hijo y heredero de Napoleón V, que vino al mundo esta mañana y que era ya rey de Roma.

Harrison observó los coches terrestres, flotando rápidamente por las calles de París. No sobre ruedas, como los carruajes de la antigüedad, sino soportados por columnas de aire a presión. Los trajes eran también familiares; hombres que llevaban pieles y mujeres con tejidos modernos, brillantes y prácticos de textura metálica.

- ¡Nada ha cambiado! - dijo Harrison satisfecho - ¡Nada!

El y Valerie continuaron bajando la escalera. A mitad de camino hubo otra vez la sensación de mareo. Fue muy ligera y el enturbiado de todos los contornos y su resolidificación se produjo con tanta tranquilidad y rapidez que se le podía ignorar. Un taxi con neumáticos muy gastados se detuvo ante el bordillo en respuesta al gesto de Harrison. Ayudó a Valerie a subir. Se sentía ligeramente atontado; sólo ligeramente. Pero entonces recordó qué es lo que le había mareado.

- Sí - dijo Harrison -. Nada ha cambiado en absoluto. Ya no hay amenaza de inmediata guerra atómica.

Tenía toda la razón. Nada había cambiado. Nadie lo advertiría. Era imposible. Parque París formaba parte del cosmos y el cosmos fue creado para que la gente viviese en él. Y puesto que sucede que los humanos siempre tratarán angustiosamente de destruirse a sí mismos, deben haber mecanismos de seguridad incorporados al esquema de las cosas. Así que entran en operación cada vez que las guerras atómicas se convierten en realmente inevitables, por ejemplo. Podían aparecer como Túneles del Tiempo, o como alguien que volviese atrás en las épocas pretéritas y accidentalmente matase a sus antepasados, o… o…

Pero podría ser cualquier cosa. Por ejemplo, un hombre no necesita matar a su propio abuelo. Si alguien más, aunque fuese accidental, mataba a otra persona que era antepasado de una tercera y esto ocurría antes de que el tal bisabuelo fuese padre, evidentemente su bisabuelo no podría existir para llevar el nombre de la familia, ni su padre, ni él mismo. Y un científico nuclear radical jamás nacería para huir a Rusia y después a China. Alguien distante nacería en su lugar. Por ejemplo, Pepe.

Era perfectamente sencillo. La China continental no tenía bomba atómica. Jamás la tuvo. Nunca dispararon ni siquiera la de escasos megatones. Ciertamente, menos las de cincuenta megatones para arriba. No habían hecho estallar ninguna bomba atómica en absoluto. Así que jamás fueron una amenaza para Formosa ni para el resto del mundo, y, por tanto, no existió ningún Túnel del Tiempo y, por consiguiente, tampoco existió «Carroll, Dubois et Cie.», y…

Harrison apartó esas cosas de su mente. Sólo servían para confundirle. Eran inútiles.

- ¡Nada ha cambiado! - dijo Harrison con serenidad perruna -. ¡Los hechos son hechos! ¡Y si son imposibles, siguen siendo hechos!

Era verdad. Harrison se mostraba satisfecho de que fuese cierto.

El y su esposa regresaron al hotel.