CAPÍTULO 3

El pueblo de St. Jean-sur-Seine era notablemente igual a muchísimos otros pequeños municipios que existían a todo lo largo y lo ancho de la República Francesa. Cuando como ocurría raras veces, penetraban en él los turistas, lo descubrían a la vez duro y carente de atractivos. Algunos se detenían para efectuar una comida en el café principal. Pocos, poquísimos, regresaban por segunda vez. Antaño poseyó una fundición que forjaba cañones para el ejército de Napoleón. Los cañones no resultaron satisfactorios y la fundición se cerró. Durante algún tiempo comerció en trufas, halladas por cerdos extraviados y por perros educados en beneficio del hombre. Pero las trufas, cuyo modo de propagación jamás se ha averiguado de manera satisfactoria, no se reproducían con mucha energía cerca de St. Jean-sur-Seine. Ese tráfico murió. En el año 1880 hubo una epidemia de viruelas en la que todo el cuerpo civil, incluyendo el alcalde y la administración municipal, quedó simultáneamente incapacitado. En 1900 hubo un asesinato en la ciudad. Ya no había más historia que impresionase al visitante.

Harrison y Pepe Ybarra llegaron en un autobús asmático mediada la tarde. Costó algún tiempo localizar a M. le Professeur Carroll. Por casualidad se tropezaron con alguien que identificó a M. le professeur con el apacible américain Carroll.

Il fréquente le chien et le chat

[5] -explicó el ciudadano que finalmente comprendió a quien buscaban. Hablaba como cualquiera, y, por tanto, no le consideraban como un profesor.

Les acompañó hasta señalar, servicial, una casita de corte nada particular construida sobre el solar de algún antiguo complejo industrial. Debió ser la fundición de cañones de tiempos napoleónicos. Para entonces faltaba poco para la puesta del sol. Había un macizo de flores al exterior de la casita, que necesitaba urgente atención. Se veía parte de una antigua muralla de piedra, distinguiéndose los restos de las aberturas de las ventanas. Habían montones de piedras, en otro tiempo desprendidas de las paredes cuyas zonas superiores formaron. Ahora estaban cubiertas de moho y de hierbas mientras aguardaban que los compradores se las llevasen para servir de base a otras construcciones. No habían aparecido tales compradores. Quizás debido a que no se edificaban casas nuevas.

Pepe dijo:

¡Dios mío! ¿Vive aquí?

- Creo que estamos haciendo el ridículo - admitió Harrison.

- ¡Nada me causaría más placer que encontrar una prueba de lo que acabas de afirmar! ¡Tengamos esperanza! - dijo Pepe.

Avanzó hasta la puerta de la casita. Llamó. Se oyó ruido en el interior. Volvió a llamar. Silencio mortal. Llamó por tercera vez.

Oyeron pisadas. Parecían acudir de mala gana. La puerta se abrió sólo una rendija. Un ojo asomó. Eso fue todo. Luego una voz sonó irritada desde el interior.

Bien! Qu'est?

Pepe volvió hacia Harrison sus asombrados ojos. Hay voces que uno no olvida y que reconoce incluso cuando están hablando en francés y sólo se las ha escuchado hablando inglés del Oeste Medio, con palabras cuya pronunciación las hace indistinguibles unas de otras. Harrison asintió. Tragó saliva.

El único ojo continuó mirándoles por la estrecha rendija de la puerta. La voz familiar dijo impaciente:

Qu'il est?

El poseedor del ojo no respondía. Harrison alzó la voz en inglés:

- Profesor Carroll, me llamo Harrison y me acompaña Pepe Ybarra. Seguimos un curso de análisis estadístico con usted en Brevard. ¿Recuerda?

Silencio durante un momento. Luego la voz familiar dijo:

- Bueno, ¿qué diablos?- hizo una pausa -. ¡Esperen un momento!

Se oyeron ruidos. Una voz de mujer. La voz de Carroll dijo con tono bajo algo parecido a: Il n'parle. Se oyó un gruñido y las pisadas se alejaron con pesadez. Pasos menos pesados las acompañaron. El ojo en la rendija de la puerta desapareció, pero la puerta permanecía inmóvil, como si alguien la oprimiese con firmeza para impedir que abrieran a la fuerza. La voz de Carroll dijo algo ininteligible, también en francés. Y luego ruidos como si con impaciencia apartasen a alguien de en medio. Luego la puerta se abrió. Carroll apareció mirando incrédulo a Harrison y Pepe plantados en el umbral.

Era tan alto y ancho como Harrison le recordaba, pero vestía como un francés, lo que equivale a decir que llevaba un atuendo impropio a un profesor de metodología y de análisis estadístico. Usaba pantalones de pana y su camisa parecía de confección casera. Calzaba zapatos franceses.

Les miró de hito e hito y sacudió la cabeza con asombro.

- ¡Es Harrison! - dijo con tono profundo -. ¡E Ybarra! ¿Quién lo habría creído? ¿Qué diablos hacen ustedes en Francia? Particularmente, ¿qué diablos están haciendo en St. Jean-sur-Seine? ¿Y por qué han venido a llamar a mi puerta? ¡Entren!

Se apartó. Harrison entró con Pepe pisándole los talones. La habitación poseía los muebles adecuados a los habitantes de St. Jean-sur-Seine, es decir, de poco gusto. El conjunto resultaba atroz. Albergaba a un francés, bajito y regordete, en un estado de agitación desesperada. Vestía como un burgués menor no demasiado próspero aproximadamente del año 1800. Sus zapatos eran feos. Sus calcetines de áspero punto. La tela de sus prendas mayores era tejida en casa, parecía ignorar en absoluto toda la singularidad de su aspecto y su traje tenía la apariencia de haber sido utilizado cada día. No semejaba un disfraz. Y se le veía como a un hombre vivamente angustiado. Cuando Harrison y Pepe entraron, se frotó las manos. Una puerta que daba paso a otra habitación se cerró de manera decisiva.

Carroll ignoró al hombre bajito durante un momento. Estrechó la mano de sus dos visitantes.

- ¡Esto sí que es una sorpresa! - dijo con un tono mezcla de curiosidad y de disgusto -. No creí que se supiese dónde vivo, ni que importase un bledo saberlo. ¿Cómo diablos me han encontrado? Y al descubrir dónde vivía, ¿por qué…? No, no debo preguntarles por qué se han molestado. Ustedes me lo dirán.

Hizo una pausa para añadir bruscamente:

- Este es mi cuñado, M. Dubois - continuó en francés con cierta agitación-: Estos caballeros fueron alumnos míos, hace algunos años. Han venido a saludarme.

El francés regordete del traje tan asombroso, parecía un poco, un poquito, aliviado, pero sin mostrarse tranquilizado del todo. Dijo con cierta incomodidad:

Enchanté, messieurs.

- Siéntense - dijo Carroll con la misma animosidad. Continuaba ignorando el traje del hombre regordete -. Díganme qué han estado haciendo durante este tiempo. Creo que se habrán graduado y vivirán en Europa y, de algún modo… ¡cómo sólo el cielo lo sabe!… se enteraron que yo había caído en la oscuridad y en la desgracia y vinieron a verme por algún motivo poco racional.

Pepe se sentó, con bastante viveza. Miró al hombre vestido como en épocas antiguas. Harrison habló con palabras inseguras.

- Temo que usted me creerá loco, señor.

- ¡En absoluto! ¡En absoluto! - contestó Carroll -. ¿Por qué?

- Porque - dijo Harrison -, tengo que preguntarle… y sin justificación alguna… si tiene usted relaciones con… es decir… si conoce… - se interrumpió. Luego dijo bruscamente -: Hay un hombre llamado de Bassompierre. ¿Ha oído usted hablar de él?

- No - negó con fuerza Carroll -. No he oído hablar de él. ¿Por qué?

Harrison sudaba. El francés regordete dijo:

Pardonnez-moi, messieurs, mais…

Carroll le hizo un gesto con la cabeza y el tipejo salió, con el aire de un hombre que escapa a la agitación de un lugar para trasladarse a otro medio bastante más turbulento.

- El tal de Bassompierre - continuó Harrison con dificultades -, escribió a Cuvier y le explicó las leyes mendelianas de la herencia con todo detalle.

- Probablemente lo hizo con buena intención - dijo Carroll con aire caritativo -. ¿Y eso qué?

- También le contó a Ampère lo de las corrientes alternas - dijo Harrison -, y a Lagrange lo del análisis estadístico, y a Champollion lo de los jeroglíficos. Escribió a la Academia de Ciencias acerca de física nuclear…

- Si ellos necesitaban información y no la tenían -anunció Carroll placenteramente -, no veo por qué no podía proporcionársela. - Se paró en seco. Miró con fijeza. Luego dijo con mucho cuidado -: ¿Mencionó usted a Cuvier, a Ampère y a Lagrange?

- Y a Champollion - añadió Pepe con malicia -, sobre jeroglíficos.

Carroll clavó los ojos en Harrison y luego en Pepe, para después volver al primero. Chasqueó los labios. Después dijo con el máximo cuidado:

- ¿Les importaría decirme cuándo ocurrió esto?

- Escribió a Cuvier, sobre las leyes mendelianas, en 1804 - contestó Harrison -. A Ampère, en 1807. A La Place, a quien no mencioné antes, en 1808. A la Academia de Ciencias, en 1812.

Carroll permaneció conspicuamente inmóvil durante un larguísimo rato. Luego habló con mayor cuidado todavía:

- Y les dijo, según usted…

Harrison repitió lo que contase a Pepe el día antes. Las notas y la correspondencia de ciertos hombres considerados muy cultos, que, custodiadas en la Bibliothèque Nationale, contenían todas esas afirmaciones. Un tal M. de Bassompierre escribió a esos sabios y les dio información exacta que no existía cuando la proporcionó. Harrison se explicó con detalle, experimentando la frustrada confusión de quien sabe que está diciendo puras insensateces que… son un hecho real.

Pero Carroll escuchó con atención intensa y concentrada. Al terminar Harrison, dijo, con disgusto, alguna frase abrasiva en puro inglés del Oeste Medio. Expresaba que se sentía menos que feliz por lo que acababa de oír.

Luego añadió con malicia:

- ¿Pero, por qué me traen a mí esas noticias? Harrison balbuceó. Pepe intervino en la conversación. Explicó, pidiendo excusas, que la tienda de «Carroll, Dubois et Cie.» había despertado su interés. Que llevó a Harrison allí. Que conoció a Ma'mselle Valerie…

- Oh, sí - interrumpió Carroll -. Buena chica. ¡Muy linda, además!

Ma'mselle Valerie y Harrison se conocían de cuando eran niños. Al pedirle noticias de su familia, ella mencionó a Carroll, su tío por matrimonio. Entonces Harrison interrumpió con cierta torpeza:

- Yo comencé mi búsqueda por algo que usted dijo en clase, señor. Afirmó que el estado del cosmos, en cualquier momento dado, era meramente la probabilidad de que bajo ciertas circunstancias tuviese el valor de «uno». Y, claro, eso implicaba toda clase de otras probabilidades que se habían estado anulando mutuamente. Así que examinada la historia de cerca podría mostrar ciertas anomalías, cosas que antaño fueron un hecho, pero cuya actualidad había quedado cancelada.

- ¿Dije yo eso?- preguntó Carroll.

- Era consecuencia de su primera afirmación - explicó Harrison -. Resultaba interesante. Así que, cuando me decidí a preparar mi doctorado, empecé a investigar en un período muy bien documentado de la historia. Elegí la época napoleónica y busqué hechos que en un tiempo habían ocurrido realmente, pero que más tarde resultaron no haber sucedido en absoluto.

Carroll sacudió la cabeza, ceñudo.

- No debí decirlo - afirmó irritado -. No tenía sentido. Ni siquiera era así, aunque yo pensaba entonces lo contrario. ¡Un hecho es un hecho! ¡Pero hay algunos hechos condenadamente raros! Siga.

Harrison narró su penosa búsqueda por entre los documentos particulares de personajes históricos. Repitió que alguien llamado de Bassompierre conoció hechos que posiblemente nadie podía conocer en aquel tiempo.

- ¡Aguarde un momento! -dijo Carroll sombrío-. Me extraña que…

Salió de la habitación dando zancadas. Prácticamente llenó el umbral al cruzarlo. Un momento más tarde su voz bramaba en otra parte de la casita. Sonaba colérica. La voz de una mujer se unió a la suya. Fue una disputa de primera categoría. Terminó con Carroll gritando. Sonó un portazo y regresó. La voz de mujer continuó, aguda y apagada.

- No fue mi cuñado - dijo Carroll irritado -. Jura que jamás trasteó con tal información. De todos modos tampoco tendría cerebro para hacerlo. ¡Y Dios sabe que a mi esposa no se le ocurriría tal detalle! ¡Esto es un lío diabólico!

Harrison, de pronto, se sintió como atontado. Se había estado aferrando desesperado a la esperanza que sus descubrimientos fuesen decepciones. Tuvo como señuelo en la tienda aquella esperanza y luego la llevó consigo a St. Jean-sur-Seine y la conservó hasta este mismo lugar y momento. La historia de Carroll le había permitido confiar en que todo resultaría una excentricidad. Una nueva locura, o algo igualmente tranquilizador. ¡Pero Carroll lo tomaba en serio! ¡Carroll no le creía loco! En su lugar, aceptaba las increíbles afirmaciones sin objeción y había dado pasos para descubrir si el regordete de M. Dubois de la tienda de antigüedades era el responsable de los hechos que Harrison le acababa de narrar.

- Yo… yo… - balbuceó Harrison. Luego guardó un infeliz silencio.

- ¡Esto es diabólico! - repitió Carroll, ceñudo -. Usar esa cosa iba contra mi mejor criterio, eso como principio. Fui un burro. Fui un burro desde los comienzos. ¿Pero cómo diablos…?

Pepe se agitó. Le pareció a Harrison que su amigo estaba más pálido que de costumbre.

- Profesor, señor - preguntó Pepe inseguro -, ¿quiere usted decir que esas cosas en las que hemos estado tratando de no creer… no son ilusiones nuestras? Era comodísimo pensar que yo estaba algo chiflado. Mire, ese tal de Bassompierre…

- ¿Ilusiones?- intervino irritado Carroll -. ¡Por desgracia, no! Que yo vea usted no está chiflado. ¿Pero quién diablos ha cometido esa locura que yo puedo advertir? ¿Quién más escuchó mis lecciones cuando pensé estar solo forjando perlas y escogí una al azar? Ustedes -señaló con la cabeza a Harrison -, y alguien más ha podido hacer lo mismo. ¡He debido transformar en un infierno el estado de cosas en general! - Sonaron pisadas. La puerta que daba acceso a las habitaciones interiores se abrió con violencia. Una especie de mujer francesa, bajita, recia, con el rostro colorado, entró dando zancadas indicadoras de su energía. Sus ojos estaban furiosos. Su habla, que comenzó al instante, era una frenética acusación a Carroll murmurada con tanta velocidad y vehemencia que era imposible distinguir las palabras aisladas. Agitó sus regordetes brazos, mirándole llameante. Sacudió su puño ante el rostro del antiguo profesor. Golpeó el suelo con los pies. Su acusación llegó a un crescendo.

Les flics - dijo Carroll muy serio-. Les flics…

[6].

Pareció ahogarse. Se calmó con fiereza inusitada. Permaneció formidablemente quieta, los brazos cruzados en gesto retador. Su rostro carmesí, los ojos fijos, jadeando.

- La policía - repitió Carroll firmemente, abandonando el francés para incluir a ella, Harrison y Pepe en la conversación -, se mostraría interesada en enterarse de lo que acabas de decirme. Pero éstos son amigos míos, antiguos estudiantes de les Etats Units. Ocurre que nuestra empresa les ha llamado la atención, probablemente gracias a alguna torpeza que cometería M. Dubois. Se trata de una emergencia importante. Pero quizá pueda servir de ayuda para resolver nuestra dificultad anterior. -Dirigiéndose a Harrison y Pepe dijo-: Les presento a mi esposa, madame Carroll.

Harrison trató de hacer una educada reverencia. Pepe tuvo más éxito.

- Y ahora - continuó Carroll con firmeza -, te reunirás con tu hermano y cuidarás de nuestro otro problema.

La hizo volver en redondo y la condujo irresistiblemente hasta la puerta. Ella se agitó. Se resistió. El empujó su cuerpo metiéndolo en el otro cuarto y cerró. Se oyeron algunos gritos sofocados de furia. La mujer se fue, gruñendo agudamente. Se oyó el murmullo del hombre regordete.

- En mi vida cometí varios errores - dijo Carroll -, y creo que ella es el peor. Debía estar delirando cuando me casé con esa mujer. Pero esta noticia que me acaban de traer es realmente infernal. ¡Tendremos que hacer algo por remediarlo!

Se sentó, ceñudo. Pepe preguntó:

- ¿Podemos entender, señor, que alguien, en algún lugar, ha fabricado lo que se podría llamar una máquina del tiempo y la está utilizando?

- ¡Pues claro que no! - contestó Carroll -. ¡Una máquina del tiempo está fuera de toda cuestión! Pero, maldición, he debido decir algo con mucha más enjundia que lo que me imaginé y cualquier persona, una en especial, debió utilizarlo para trastornar lamentablemente el esquema de cosas y ahora se afana en la tarea de empeorarlo todavía más. ¿Pero quién diablos es y cómo ha conseguido llegar hasta allí?

- ¿Hasta dónde?- preguntó Pepe.

- ¡Hasta 1804! - contestó Carroll. Agitó las manos -. Llegar a esa época es bastante posible. ¡Nosotros conseguimos mercancías para nuestra tienda de esta forma! Pero ¿quién más? ¿Y por qué al mismo período? ¡Maldición, esto es demasiada coincidencia! - se interrumpió -. Oh. Ustedes piensan en una máquina del tiempo. Es del todo innecesaria. No es preciso construir un ascensor para ascender al segundo piso de un edificio. Lo más fácil es encontrar las escaleras. Entonces se sube. Eso es todo. Pero…

Se pasó las manos por el pelo, dejándoselo erizado. Tenía por costumbre ya en Brevard realizar el mismo gesto.

- ¡Hay condenadamente pocos! - exclamó exasperado -. ¡Condenadamente pocos! No creerán que vivo en este agujero porque me gusta, ¿verdad? ¡Yo diría que había diez posibilidades contra nueve de que alguien encontrase una segunda ocasión para acceder al mismo período! ¡Sin duda hay algo más que eso, pero tiene que buscarse! ¡Esa es la cuestión!

Harrison aspiró una profunda bocanada de aire. De algún modo, las ropas que vestía el hombre gordo le ayudaron a creer que Carroll, al ignorarle, era más un excéntrico que una autoridad acerca de cualquier ciencia. Pero…

- Profesor - dijo con dificultades -, empecé por no creer en todo esto. Luego lo creí. Después metí a Pepe en el asunto y logré llegar a un punto muerto al ver su escepticismo, pero él también llegó a creer y ahora lo considero más que probable. Usted parece comprenderlo. Estoy confuso por tercera y cuarta vez. ¿Quiere usted aclarar las cosas para que sepa a qué carta quedarme?

Carroll se encogió de hombros. Se puso en pie.

- Vengan.

Abrió la puerta por la que madame Carroll fue expulsada minutos antes. Harrison le siguió y Pepe cerró la marcha.

La habitación contigua era un comedor. Las ventanas a un lado dejaban pasar una cierta cantidad de luz del crepúsculo. El sol se había puesto sobre St. Jean-sur-Seine desde su llegada a la casa, pero por las ventanas se podían ver las hierbas y las piedras aguardando comprador, y parte de una impresionante pared, todavía en pie, construida muchísimo tiempo atrás. En la pared opuesta a esas ventanas no había aberturas de ninguna clase, pero sí una puerta, nueva, hecha toscamente con tableros y cubriendo una oquedad de tal forma que no permitía ver más allá. Era evidente que aquel lado de la pared del comedor se encontraba prácticamente bajo tierra. La humedad del enlucido lo demostraba.

- Aquí hubo antaño una fundición - dijo Carroll, ceñudo como antes por lo sombrío de sus propios pensamientos -. Forjaban y fundían cañones para el ejército de Napoleón. Pero con la inspirada incompetencia de la que son capaces algunas personas, los fundieron con tan enormes defectos que en su mayoría estallaban cuando se les sometía a la prueba del fuego por primera vez. Semejaba una traición al Imperio, así que cerraron el establecimiento a toda prisa. Dejaron un cañón en el molde en que había sido fundido.

Abrió la puerta interior de confección casera. La tierra cubría esa pared lateral de la casita. Pero había una especie de hoyo más allá de la puerta. Tenía la altura de un hombre y casi tan amplio como el propio quicio. Unos cuantos escalones sobresalían del polvo. En el marco mismo había un conmutador con cables que conducían a algún lugar. Estaba conectado. A un lado de la cueva emergía una masa de hierro enmohecido. Se la podía identificar como un cañón de seis libras, el morro hacia arriba, sin el extremo cortado que era el paso siguiente, en la fundición, después del moldeado. Había quedado abandonado, sin molestarse nadie en absoluto en retirarlo, cuando el establecimiento fabril se cerró.

- Es ése - dijo Carroll -. Nadie lo ha tocado desde que lo abandonaron a medio fundir. De hecho, no lo ha tocado nadie desde que el metal fundido se vertió en el molde. Voy a pasar por aquí. Síganme de cerca. Durante un momento sentirán cómo náuseas.

Avanzó confiado. Y desapareció. Harrison parpadeó y penetró tras él. Experimentó durante un momento unas náuseas tan intensas que casi le dieron calambres y una violentísima e imprevista turbación tan peculiar como el mareo que le dominó al hablar con Pepe sobre Maximiliano de Méjico. Se veía luz ante ellos. Carroll reapareció aguardándole. Pepe salió con torpeza por detrás.

Estaban plantados bajo el techo de un edificio de piedra completamente intacto, que evidentemente ya no se usaba. Había sido una fundición. Se veían hornos de ladrillo y un montón de carbón a más de fuelles enormes que funcionaban a mano. Tal equipo indicaba que el sistema de fundición del hierro practicado aquí, era anterior a que se inventase el proceso moderno. Un sol muy brillante penetraba por las rendijas de las contraventanas de madera que cerraban las altas aberturas. No había ninguna casita. En absoluto. En su lugar, el gran recinto techado continuaba sin alteración hasta donde estuvo momentos antes la gran pared en ruinas. Pero ahora la pared ni se había desplomado, ni estaba rota. Refulgía y se la veía sólida.

Los ojos de Harrison se quedaron fijos, fascinados, en las casi plateadas rendijas verticales producidas por los rayos del sol de mediodía. Al exterior de las ventanas de la habitación que acababan de abandonar el sol se ponía, se había puesto ya.

Pepe dijo incrédulo:

- Esto es… esto es… ¿Cuándo es?

La forma de la pregunta habló de su completa y anonadada aceptación de todo lo que el sentido común y la experiencia seguían denegando.

- Estaremos a 10 de junio - dijo Carroll con indiferencia -, y el año es 1804. Son… - consultó su reloj -, las once cuarenta de la mañana. La hora del reloj es diferente también como el tiempo del calendario en los dos extremos del… - se encogió de hombros -. Yo hablo de una escalera. Pero se parece más a un túnel. Un túnel del tiempo, que tiene ciento sesenta y pico de años y algunas semanas, días y horas de longitud de extremo a extremo. Hemos cruzado por él. Volveremos ahora. Voy a pedirles que me ayuden a resolver nuestra emergencia actual y luego nos pondremos a trabajar en el problema realmente grande que ustedes me han presentado.

Hizo un gesto a Harrison para que le precediese. Harrison parecía desvalido. Carroll señaló a una plancha pequeña sobre el suelo. Parecía un umbral al que no estuviese sujeta ni puerta ni pared. Con torpeza, Harrison lo cruzó y sintió una intensa perturbación digestiva y un mareo monumental. Pero dio un paso más y se encontró en la cueva… el túnel… con tierra a todo su alrededor y la puerta de confección casera delante. Salió y se vio en la casita, en el comedor de la casita. Tenía la frente húmeda. Se la secó mientras Pepe salía tambaleándose, con un Carroll indiferente cerrando la marcha.

- No voy a pedirles que no cuenten a nadie lo que acaban de ver - dijo Carroll con indiferencia -. Serían ustedes muy tontos si lo hiciesen. Pero me han presentado un problema infernal y sería una locura tratar de tener secretos con ustedes. ¡Vengan!

Abrió otra puerta y entraron en la cocina de la casa. Los útiles eran tan en extremo primitivos que una mujer con exceso de sentido económico los consideraría inadecuados. Había una escalera que evidentemente conducía a los dormitorios del piso alto. Se veía un banco apoyado contra una pared. El bajito y regordete M. Dubois ocupaba el banco con sus ropas increíbles. Tenía, en una mano insegura, un gran cuchillo notablemente labrado. Parecía distraído. Junto a él se sentaba su hermana, madame Carroll, con una hachuela que empuñaba firmemente.

Y, yaciendo en el suelo, con las manos y pies atados con cuerdas, había un tercer individuo. Llevaba amplios pantalones de pana, una faja azul y una camisa a cuadros rojos. Su expresión alternaba entre la extrema aprensión y un rencor absoluto. Miró a Harrison y a Pepe con amplios y, al principio, asustados ojos. Pero Harrison parpadeó cuando madame Carroll irrumpió en una serie de quejas agudas y coléricas, murmuradas con tanta rapidez que sólo quien estuviese acostumbrado a su manera de hablar la habría comprendido.

- El señor Harrison y el señor Ybarra - dijo tranquilo Carroll -, se han unido a nosotros, no financieramente. No quieren tomar parte en la empresa. Su interés es sólo científico - y añadió dirigiéndose a Harrison y Pepe -: Quizás debería presentarles al caballero de ahí. Es un ladrón. Se llama Albert. Constituye nuestro problema actual.

Madame Carroll se volvió a ellos. Temblando de furia les informó que su esposo era un estúpido, poseedor de la máxima imbecilidad. A no ser por ella, le robarían, le destruirían, le asesinarían tales criminales que, según observaban, ya habían hecho los primeros intentos.

El hombre atado del suelo protestó enfurecido de que no intentaba matar. Sólo pretendía efectuar un pequeño hurto profesional. Era ladrón, no criminal. No tenían más que preguntárselo a la policía y ésta certificaría que, en toda su carrera como ladrón, jamás lastimó a nadie excepto a un flic que se había plantado ansiosamente bajo una ventana para atraparle, cuando en su prisa por escapar saltó y cayó sobre él.

Madame Carroll le hizo guardar silencio agitando la hachuela. Estaba roja de indignación, de desesperación, quizás enloquecida.

- ¿Qué vamos a hacer con él?- preguntó dramáticamente -. ¡Si lo entregamos a la policía todo se hará público! ¡Descubrirán nuestro negocio! ¡Tendremos competidores amontonándose para ofrecer precios más altos de los que podemos pagar y comprometiéndose a vender a precios más bajos que nosotros! ¡Nos arruinaremos, por causa de este bribón, de este criminal!

El prisionero protestó. Le mantenían cautivo durante más de doce horas, discutiendo. ¡Era ilegal! Dijo Harrison con una especie de estupefacto interés:

- ¿El problema es que este Albert es un ladrón?

Carroll contestó desmadejadamente que había estado tomando unos pocos vasos de vino en una tabernucha del pueblo. Aquel individuo, Albert, indudablemente le vio allí y lo consideró una oportunidad. Cuando Carroll volvió a casa antes que de ordinario, encontró a Albert registrando sus posesiones. Albert luchó desesperadamente cuando Carroll le puso la mano encima, pero allí estaba. Carroll dijo con tristeza:

- Y aquí estaba, también, cuando Dubois salió del túnel del tiempo. Lo que fue una desgracia.

- ¿Desgracia?-gritó madame Carroll, con pasión -. ¡Fue un crimen! ¡Imbécil! Este criminal…

- Aguarde un momento - dijo Pepe -. El caballero es un ladrón. Practica su profesión en privado, sin testigos. Quizá pueda comprender que ustedes prefieran que su negocio sea también considerado confidencial.

El prisionero intervino con agudeza:

- ¿Una contraoferta? Podemos llegar a un trato.

- En bien del secreto - añadió Pepe, más cerca ahora de sus modales normales -, él puede comprender que quizás encontremos necesario informar a la policía que M. Carroll se vio obligado a golpearle fatalmente con el fin de dominarlo.

- ¡Eso no es preciso! -objetó con viveza Albert-. ¡No es absolutamente preciso! ¡Si yo fuese un flic quizás! Pero puesto que nuestras profesiones son semejantes…

- El asunto podría resolverse utilizando la cortesía profesional y un acuerdo entre caballeros - dijo Pepe con aire majestuoso.

C'est vrai! - opinó Albert -. ¡Naturalmente! ¡Juraré por mi honor no contar a nadie lo que ha ocurrido aquí! ¡Eso lo arreglará todo!

Carroll gruñó:

- ¿Tiene usted alguna idea, Harrison?

Harrison se humedeció los labios. En cierto modo seguía pensando en aquellos verticales rayos de luz del sol que quedaban más allá del túnel, en la otra habitación, donde podía asomarse a una ventana y ver el resplandor del rojo profundo del cielo porque acababa de ocultarse el astro rey. Esa brillante luz solar le molestaba horriblemente. ¡Era abrumadora, trastornadora!

- Creo - dijo con torpeza-, que le dejaría contemplar lo que acaban de enseñarnos a Pepe y a mí. ¡No me parece probable que este bribón se decidiera a hablar de lo que podría ver!

Carroll meditó. Luego asintió. Levantó al hombre atado y sin esfuerzo lo condujo a la otra habitación. Harrison oyó el estrépito de la puerta al abrirse. Luego hubo silencio. Fue entonces cuando madame Carroll dijo con amargura:

- Es una desgracia que no se pueda…

La hachuela que empuñaba se movió de manera sugestiva. M. Dubois se estremeció. Otra vez silencio. Un largo silencio. Luego, de nuevo sonidos en la habitación contigua. La puerta improvisada chirrió y se cerró y un momento más tarde Carroll trajo otra vez al ladrón. Le puso sobre el suelo con indiferencia. El rostro de Albert estaba pálido como la ceniza. Los ojos le giraban en sus órbitas. Carroll le miró pensativo y luego sacó una navaja del bolsillo y la abrió. Cortó con ella las cuerdas que ligaban al prisionero.

- Creo que se ha impresionado - dijo.

M-mon Dieu! - exclamó con aspereza el prisionero -. M-mon Dieu!

Harrison vio como Carroll se inclinaba para levantar al pequeño y asustado Albert y ponerle en pie. Le ayudó. Los dientes del hombrecillo castañeteaban. Carroll hizo un gesto con la cabeza.

- Soltémosle, Harrison. ¡Buena idea! ¡No hablará!

Harrison condujo al ladrón por el comedor y le llevó a la habitación que se abría a la calle. El pequeño delincuente se agitó y tembló de cabeza a pies. Sus dientes siguieron castañeteando. Harrison dijo, el ceño fruncido:

- ¡Si sales temblando de esta manera, llamarás la atención! ¿Tienes dinero?

Albert sacudió la cabeza. Harrison le entregó medio dólar en billetes de banco franceses.

- Toma - dijo con disgusto -. Necesitarás un trago. Varios tragos. Yo de ti, tomaría tantos como me cupiesen en el cuerpo. ¡No me importaría hacerte compañía! ¡Pero de todos modos te aconsejo que tengas la boca cerrada!

Mais oui - jadeó el antiguo prisionero -. Mon Dieu, oui!

Harrison le abrió la puerta. Vio como el hombrecillo salía inseguro a la calle y luego volvía a la izquierda. Había una taberna a menos de cien metros de distancia. El antiguo prisionero se dirigió a ella. Caminaba de prisa, con decisión. Harrison le vio perderse de vista.

Volvió a la cocina. Carroll estaba diciendo animoso:

- Quítate esas ropas, George, y ponte algo adecuado a un hombre de negocios moderno. Luego separaremos el género que has traído y Harrison, Ybarra y tú lo llevaréis a París en el próximo autobús que salga de la ciudad. Si nuestro amigo Albert se mostrase indiscreto será preferible que esté solo aquí para negarlo todo. Naturalmente, me creerán.

Se volvió a Harrison:

- Eso es una precaución. Pero ustedes trajeron un problema que es mucho más importante que nuestros propios asuntos. Lo que me dijeron es la noticia más alarmante que nadie podía imaginar. No creo que mi cuñado sea responsable de lo que denunciaron - añadió -. Se necesitaría llevar atrás en el tiempo un moderno libro científico, y él no sabría jamás dónde colocarlo. De todos modos, hay normalmente una especie de estabilidad dinámica en el gran esquema de los acontecimientos. Pero ese de Bassompierre parece estar sondando la historia como un lapidario sondea con su martillito la roca. Basta de sondeos, porque todo el conjunto podría desmoronarse. ¡Tenemos que detenerle! ¡Así que llevaremos el género a París, a la tienda, y nos encargaremos del caso de Bassompierre!

Quizás una hora más tarde, Harrison y Pepe pasaban por delante de la taberna a cien metros de la casita de Carroll. Una figura familiar estaba derrumbada sobre una de las mesas. Era Albert, el ladrón. Estaba en estado comatoso. No tenía problemas. Bajo tales circunstancias, con toda probabilidad obraba de manera lógica y cuerda.

Pero Pepe se cambió de brazo su pesado paquete y dijo con intención.

- Observo hasta ahora un resultado cuerdo y admirable. Por lo menos en lo que a ti te concierne.

- ¿Qué?- preguntó Harrison.

- Encontraste a Valerie - dijo Pepe -. Es encantadora. Te recuerda con afecto. Es cierto que su tía es un carácter desagradable, tanto como el peor que se pueda imaginar, pero ahora no pondrá objeciones a vuestra amistad. No se atreverá. ¡Sabes demasiado!

Harrison no se sentía complacido por el punto de vista de Pepe, aunque de esa manera funcionaba el cerebro de su amigo. Cambió de conversación mientras también aliviaba de la carga su mano derecha para trasladarla a la izquierda.

- Carroll tiene razón - dijo tranquilo -. Hay que hacer algo acerca de ese de Bassompierre que trata de cambiar toda la historia pasada. En apariencia todavía no se ha causado mucho daño, pero si sigue transmitiendo información a un siglo antes de su propio tiempo…

- Sí - asintió Pepe -. Desde nuestro punto de vista se le debería estrangular. Sin embargo, eso sería una desgracia, puesto que la historia afirma que vivió hasta morir de viejo.

Pareció dudar un instante. Harrison dijo con tristeza:

- Creo que Carroll utilizará el túnel del tiempo para tratar de arreglar las cosas. Si se pueden importar cajitas de rapé del pasado, igual se puede discutir con alguien de esa época. Es preciso convencerle de que no confunda el presente que conocemos y el futuro que deducimos.

- El presente no es intolerable - afirmó Pepe -, pero el futuro es menos que satisfactorio. Lamento tener que quedarme de espectador. Te conté que mi antepasado, Ignacio Ybarra, estuvo en París en 1804. Más tarde, después de la independencia de la colonia de Méjico, fue embajador en Francia. Pero si fuese contigo y Carroll a discutir con ese de Bassompierre, podría ocurrir que por cualquier desgraciada casualidad me tropezase y causase la muerte de este tatarabuelo mío. En tal caso, claro, yo no habría nacido para producirle la muerte. Así que no nos encontraríamos en último azar porque al no nacer yo para matarle… Y si yo no había nacido. Pero sí había nacido. Si yo no. Etcétera. Prefiero no intentar resolver esta paradoja. Permaneceré voluntariamente de espectador.

Harrison no dijo nada. Siguieron marchando juntos hasta donde encontrarían el antiguo autobús que les llevaría a París. Al poco Harrison dejó de pensar en Pepe y Carroll, en Albert y en madame Carroll. Incluso en quien pudiese ser de Bassompierre, porque otras ideas se entrelazaban en el concepto de una historia variable, posible o cierta.

Pensó en Valerie. Tenía una cita con ella para mañana. Se animó.