CAPÍTULO 5
El mundo giró tranquilamente sobre su eje, las mareas subieron y bajaron y las alturas barométricas formaron vientos que giraban en el sentido de las agujas del reloj en el hemisferio norte y en sentido contrario en el del sur. Hubieron personas que con indiferencia formularon sus pronósticos en relación a este asunto. Se produjeron temblores menores en diversos lugares y la gente supuso que eran producidos por ajustes tectónicos. Hubieron incendios en los bosques y oficiales forestales explicaron su origen indicando que se debían a la falta de humedad; hubieron inundaciones y la gente habló con exactitud de períodos en que tales fenómenos se producían, mostrando a la vez una pericia en las citas de fechas y acontecimientos similares, que resultaba un alarde de erudición y memoria. Pero estos eran fenómenos naturales, de los que es siempre posible hablar con entendimiento y precisión.
Los chinos, sin embargo, hicieron estallar una bomba atómica y un avión espía fue derribado sobre Europa Occidental y las fuerzas antisubmarinas de los Estados Unidos, tras localizar un sumergible extranjero en aguas del Caribe, se deleitaron decididamente en perseguirlo a pesar de sus tácticas evasivas. Se plantaron sobre él, en donde podían haber dejado caer bombas de profundidad de habérseles antojado, durante veinticuatro horas completas. Luego el sumergible emergió furioso y el jefe de la flotilla cazadora solícitamente le preguntó si necesitaba ayuda.
No era posible efectuar afirmaciones exactas sobre acontecimientos como aquel. La gente hizo cosas. Irrazonablemente. Irracionalmente. En lo que a otras personas parecía ocasiones apropiadas. Pero lo que los humanos creen apropiado no es razonable por necesidad.
Hubo el hecho, por ejemplo, que M. Dubois llegó tristemente a St. Jean-sur-Seine, llevando un considerabilísimo número de adornadas y pequeñísimas botellas de perfume. El clima en St. Jean-sur-Seine era claro y suave. M. Dubois vino en el último autobús, casi cuatro horas después de la puesta del sol. Caminó hacia la casita en la que Carroll soportaba el aburrimiento de la existencia en una ciudad muy pequeña y provinciana sin ningún género de distracciones. Harrison y Carroll le saludaron placenteramente. De manera tácita, se evitó toda discusión. Carroll incluso preparó una tortilla para su cuñado que le sirviese de tentempié. Para estar seguro, M. Dubois se llevó a Harrison aparte y le preguntó conturbado si había alguna posibilidad de que Carroll devolviese el dinero a madame Carroll y abandonase su loco proyecto de un viaje por la Francia del año 1804. Harrison contestó que las perspectivas no eran demasiado buenas. Dubois suspiró profundamente.
Para entonces había pasado ya la medianoche. Carroll se mostró indiferente cruzando el improvisado umbral de la sala de estar y penetrando por el encalado pasaje que había más allá. Volvió para decir que llovía abundantemente en el St. Jean-sur-Seine del año 1804 y que allí era de noche cerrada en estos momentos.
M. Dubois continuó prosaicamente con sus preparativos. Lo hacía con deliberación y empleando tiempo en abundancia. Harrison cruzó el Túnel del Tiempo y se plantó durante un momento en el umbral de madera que separaba los dos siglos. La entonces intacta y en desuso fundición resonaba con el pesado tamborilear de la lluvia en el tejado. El aire olía a humedad. La negrura de la noche no recibía el menor alivio. Claro que la fundición estaría particularmente oscura, pero en este tiempo y extremo del Túnel no había nada al exterior de las casas en donde brillase una luz siquiera. En todo el continente europeo no existía una sola habitación en la que las velas diesen luz suficiente como el mínimo que los hombres modernos consideran aceptable para su comodidad.
Muy lejos, más allá del horizonte, se oyó el sordo rumor del trueno. Si algo se movía en algún lugar de la Tierra podía ser un traquetreante carruaje con dos faroles gemelos que arrojarían un débil resplandor ante sí. Pero nadie avanzaba más de prisa que a la velocidad de unos nueve kilómetros por hora, doce como máximo, incluso de día. De noche, los cinco kilómetros a la hora era viajar rápido. Especialmente en tiempo lluvioso que abrumaba a la mayor parte de las personas obligándolas a irse a sus casas al ponerse el sol y a no salir de ellas.
Harrison regresó al comedor de la casita. Incómodo, miró por la ventana y vio estrellas en los cielos. E incluso en el St. Jean-sur-Seine de tiempos modernos se veían farolas callejeras. En ocasiones, los edificios mostraban sus ventanas iluminadas. Desolado y triste como era el pueblecito del mundo actual, resultaba infinitamente más habitable que la misma población casi dos siglos antes. Se habían realizado muchos progresos en la manera de hacer las cosas. Era lamentable que hubieran progresado mucho menos en el conocimiento de las cosas que valía la pena realizar.
Dubois, al punto, procedería a caminar pesadamente hacia el umbral de fabricación casera. Se doblaría por el Túnel que, en palmos y centímetros, era de extensión despreciable, pero que tenía una diferencia de ciento sesenta y pico años, algunas semanas y cierto número de horas entre sus extremos. Saldría en donde no había casita; en donde una arruinada y fuera de uso fundición de cañones no estaba en ruinas, sino sólo en desuso, y donde Napoleón era emperador de Francia y todo el mundo aguardaba que ordenara a una flota de lanchas de fondo plano que zarpase para la invasión de Inglaterra.
No era razonable que un logro tan sorprendente como el Túnel del Tiempo se utilizase sólo para suministrar perfume exótico a un país en el que poquísimas personas se bañaban. No era razonable que, en compensación se trajesen barrocas cajas de rapé, periódicos pasados de fecha y armas de pedernal, que se utilizarían como pisapapeles. El destino de Europa oscilaba en la balanza a un extremo del Túnel del Tiempo, en donde reinaba Napoleón. En el otro extremo la supervivencia de la raza humana se veía en peligro. El Túnel pudo haber sido usado para ajustar ambas situaciones. Pero en la actualidad se utilizaba para mantener en funcionamiento una tienda.
M. Dubois embaló sus mercancías en las alforjas, bajo la mirada de Carroll y de Harrison. Ya se había cambiado de traje, según convenía a la otra época.
- Advierto que ahora te especializas - dijo Carroll, con tono de quien educadamente trata de entablar conversación -. Al principio llevabas una diversidad de productos por el Túnel, ahora sólo parece interesarte el perfume.
M. Dubois dijo depresivamente, aunque con cierto orgullo:
- Esos perfumes no tienen competidores en donde los vendo. Poseo una relación comercial y es mera rutina entregar los perfumes y cobrarlos. Son los objetos de más valor que pueda transportar con estricta legalidad.
- ¡Ah, entonces como miembro de la firma debo estar enriqueciéndome! - exclamó placenteramente Carroll. Dubois dijo apenado:
- Madame, mi hermana, considera que si el negocio sigue adelante tal como hasta ahora, sería posible tener algo de seguridad para la vejez. ¡Pero sólo si el negocio continúa como hasta ahora!
Carroll meneó la cabeza. Dubois se echó al hombro la segunda alforja.
- George - dijo Carroll -. Eres un hombre muy eficiente a tu manera. Admito que tienes un corresponsal particular en París que compra cuanto le llevas y que debes haber establecido un acuerdo con alguien en St. Jean-sur-Seine para que te proporcione caballos, etcétera. Ellos simplemente deben considerarte como un contrabandista. ¿No se te ha ocurrido que algún día quizás decidan robarte? No podrías defenderte muy bien. No ante la policía de Napoleón.
Dubois contestó indignado:
- ¡Pero yo no trato con delincuentes! ¡Mis acuerdos son con personas de discreción y fama!
- ¡Pero no quieres decirme quiénes son esas personas! M. Dubois pareció abrumado. No contestó.
- ¡Mi pobre George! - exclamó Carroll con amabilidad -. Mi esposa, tu hermana, nos gobierna a los dos de manera intolerable. ¡Te manda de regreso al ochocientos cuatro cuando apenas has descansado de tu último viaje! Está desesperada porque quiero gastar algo de mi propio dinero, muy bien ganado, y toma muy complicadas precauciones para que no pueda conseguir mucho más de lo que se pueda adquirir aquí. ¿Qué sacas de esta esclavitud nuestra?
Dubois respondió con dignidad:
- No quiero tener contigo conversaciones necias. Hago lo que es adecuado. Lo que es de estimar. Tengo gran confianza en el criterio de mi hermana. Su consejo invariablemente ha sido correcto. Y he descubierto que mientras me comporte con circunspección, siguiendo las reglas normales de prudencia, no hay nada que temer en un viaje ocasional a… ejem… al lugar en dónde yo llevo a cabo mis negocios.
Tomó las dos alforjas.
- M’sieur - dijo dirigiéndose a Harrison -, confío en que continuará su discusión con M. Carroll, y llegará a alguna conclusión deseable.
Abrió la tosca puerta del comedor. Al hacerlo salió un destello de luz del extremo opuesto. El sonido de un trueno siguió inmediatamente. El apagado golpetear de la lluvia era fácil de escuchar. Entró aire en el comedor desde el Túnel y desde el año 1804. Era aire fresco y húmedo. Olía a lluvia, a plantas y a frescor.
- George - dijo Carroll -, ¿es prudente que salgas con tal tormenta?
El cielo fuera de la casita estaba lleno de estrellas, pero otra vez se oyó el débil trueno penetrar a través del Túnel del Tiempo.
- Ese es uno de los inconvenientes del negocio - contestó Dubois con aire de reproche -. Pero nadie andará por las calles. Al romper el alba me encontraré bien en camino.
Penetró pesadamente en el Túnel del Tiempo, llevando sus alforjas. Carroll hizo una mueca. Cuando Dubois hubo desaparecido, dijo, casi con simpatía:
- Este cuñado mío no es nada disparatado. Excepto con su hermana, e incluso se muestra valiente a su manera. Si ella se hubiese casado con un Landrú, que la hubiese degollado, o si él se hubiese casado con una mujer capaz de defenderle de mi esposa, habría podido llegar a ser poeta o psicoanalista, o quizás corredor de automóviles de carreras. Algo estúpido y satisfactorio, de cualquier forma. Pero…
Se encogió de hombros y cerró la puerta a través de la cual había desaparecido Dubois. Harrison, de pronto, se vio asaltado por la extrema vulgaridad del sistema de transporte entre las dos épocas. Se agitó inquieto. Uno espera que lo notable se consiga mediante medios también notables, pero en esta habitación, o en el Túnel mismo, no había nada en apariencia fuera de lo ordinario. No existía ningún complejo dispositivo de aparatos científicos. Había un interruptor vulgar y corriente, bipolar, precisamente al otro lado de la puerta. Estaba conectado. Había una puerta que, cuando se abría, mostraba una tosca abertura en la tierra amontonada. Parecía como una bodega improvisada para cultivar champiñones. Había una masa de hierro enmohecido sobresaliendo de la tierra en un solo lugar. Eso era todo.
En el instante en que Dubois lo cruzó se produjo un relámpago que ciertamente no era del cielo exterior de la casa, sino sólo un chispazo de brillantez en la desaliñada excavación. Después, sólo quedó la lámpara del comedor iluminando la tierra húmeda del túnel. Ahora, aunque la puerta estaba cerrada, se percibía el apagado y casi completamente inaudible sonido de un tronar que no se originaba en el siglo XX.
Harrison tornó a agitarse. Sentía impulsos de hacer preguntas. Carroll no había mostrado orgullo particular en lo que podía llamarse su Túnel del Tiempo. Después de conseguirlo, parecía aceptarlo con indiferencia como una sartén, un cacharro o cualquier artículo de equipo doméstico. Se utilizaba para mantener la tienda llena de artículos de comercio que no se podían conseguir de otro modo. No parecía interesarle que debiera, si lo divulgaba, dedicarlo a rediseñar todo el concepto que tenía el público sobre cómo era el universo en realidad.
Luego, Harrison comprendió de pronto un hecho completamente confuso. Si Carroll revelaba su descubrimiento de un proceso por el que los hombres modernos podían viajar al pasado sería muy admirado y podía contribuir tanto al conocimiento humano como contribuyó, según la opinión pública, Einstein. Pero, de modo inevitable, se construirían otros Túneles del Tiempo. Irremediablemente, tarde o temprano, alguien dejaría de considerar el límite elástico de la realidad. De manera eventual, alguien cambiaría el pasado de tal modo que se cambiase el presente. Por último, se presentaría alguna modificación, en la que Carroll no había descubierto cómo hacer un Túnel del Tiempo.
Harrison trató de no pensar en eso. Le llevaba a la más pura frustración.
De pronto, oyeron sonidos más allá de la tosca puerta. Esta se abrió de pronto. Harrison comenzó a ponerse en pie. Instantáneamente se sintió convencido de que alguien del pasado había penetrado en la boca del Túnel y lo cruzaba ahora. Algo o alguien podía aparecer.
Pero fue M. Dubois quien regresó del Túnel. Llevaba las alforjas, como antes. Pero también un hatillo de ropas.
Miró las telas que tenía en la mano.
- Fui - dijo con aire de infelicidad -, hasta el lugar en donde preparamos una puerta en la fundición que sólo podríamos abrir nosotros. Estaba a punto de abrirla y empezar mi viaje cuando me tropecé con algo que no debía estar en aquel lugar. Es esto. Creí prudente traerlo a la luz para echarle un vistazo.
Carroll le tomó las prendas de la mano. Las extendió. Había un par de anchos pantalones de pana. Debían haber estado muy bien plegados. También había una faja azul y una camisa a cuadros rojos. No eran la clase de ropas usadas por la gente baja de 1804. Eran prendas del siglo XX. Eran, de hecho, las ropas utilizadas por el ladrón llamado Albert cuando se discutió su destino en aquella misma cocina de la casita. Pero Dubois las había traído de la fundición intacta y abandonada desde 1804.
Carroll masculló un juramento. Harrison estaba alarmado. M. Dubois miró estupefacto las prendas. Increíblemente, alguien había cruzado el Túnel del Tiempo sin permiso. Alguien del siglo XX andaba suelto en los principios del siglo XIX. Ese alguien era un ladrón pequeño, decidido, llamado Albert. ¡Algo… absolutamente cualquier cosa… podía ocurrir!
- ¡Ah! - exclamó Dubois -. Esto pertenece al ladrón del otro día. Ha cruzado el Túnel. Debe haber robado las ropas a alguien para mezclarse sin ser visto entre la gente que le rodeará. Mi hermana sentirá alivio.
- ¡Alivio! - rezongó Carroll -. ¡Alivio!
- Mi hermana estaba apenada - dijo Dubois -, temía que pudiese emborracharse, decir cosas extrañas y llamar la atención sobre esta casa. ¡Toda atención es indeseable! Pero yo alquilé el edificio de la fundición en 1804 y dije que la deseaba emplear como almacén de grano. Puedo contratar a un vigilante… trataré de hacerlo.
Recogió sus alforjas y avanzó otra vez hacia la tosca puerta. La cruzó. En esta ocasión cerró tras de sí. Carroll se quedó mirando.
- Ese sangre de horchata… sangre de horchata… - buscó Carroll una palabra lo bastante fuerte. La encontró -: ¡Ese comerciante de sangre de horchata! ¡Pero mi esposa maquinó esa solución! ¡Yo dije que iba a cruzar! Ella colocó un vigilante como amenaza de que no pudiese volver. Así no me entrometería con su maldito negocio de tendera. ¡Maldición!
Harrison dijo intranquilo:
- Pero ahí tenemos a ese pobre diablo de Albert, atascado en otro tiempo. ¿Qué hará? ¿Y, de cualquier forma, cómo tuvo valor para recorrer el Túnel? ¡Debió hacerlo mientras estaba usted en París!
- Sin duda - respondió Carroll furioso, sin apenas prestar ninguna atención -. ¡Pero mi esposa me ha hecho enfadar de veras!
Paseó arriba y abajo por el cuarto, dando patadas a los muebles. Harrison fue hasta la puerta del Túnel y dudó, volvió a cruzarla. Se le ocurrió que tanta indiferencia en el cambio de una época a otra era menos ridícula que resistirse a la curiosidad de atisbar en la negrura de la fundición y escuchar como caía la lluvia.
Permaneció de pie, con cuidado, con la plancha que formaba el umbral bajo sus pies de modo que no fallase en encontrar el camino de vuelta. La lluvia caía, y caía, y caía. No se percibía sonido por ninguna parte excepto el de la lluvia. Luego, el resplandor de un relámpago y después el estampido del trueno y al poco un nuevo relámpago. Era una noche húmeda. El agua de lluvia batía en la cerrada fundición, penetrando dentro ya convertida en minúsculas gotitas. En algún lugar, más allá, Dubois marchaba a través del diluvio por las calles fangosas del St. Jean-sur-Seine de 1804. Tenía la firme intención de continuar un negocio que cualquier ciudadano comerciante, respetuoso de la ley, tacharía de contrabando.
Luego, por encima del tamborilear de la lluvia, se oyó el estampido de un arma de fuego. Una voz gritó con fuerza:
- ¡Ladrones! ¡Bandidos! ¡Asesinos!
Se produjo otra explosión. Harrison creyó que se debía al otro cañón de una escopeta. Se equivocaba. Era una segunda arma de pedernal.
Permaneció quieto. No sería nada discreto para un hombre con traje del siglo XX unirse a los vecinos que se acumularían en ayuda de un conciudadano dos siglos atrás en el tiempo. Momentáneamente sintió la necesidad de que Dubois pudiese estar complicado. Pero no era muy probable. Resultaría mucho más plausible que fuese Albert. Si el pequeño ladrón había cruzado el Túnel del Tiempo, después de haber sido transportado en una primera ocasión por Carroll y recibir un susto de muerte con la experiencia, probablemente habría hecho uso de su pericia profesional. Con toda seguridad habría abandonado sus propias ropas, no adecuadas para la época, e indudablemente robó otras. Quizás estuviese practicando su profesión, como ayuda a la supervivencia, en un tiempo que no era el suyo propio.
No pasó nada. Transcurrieron largos, larguísimos minutos. Probablemente habían ciudadanos coléricos ayudando a un ama de casa en la busca del ladrón. Indudablemente, se produciría un zumbido de conversaciones indignadas. Pero Harrison nada oyó. La lluvia apagaba los ruidos menores.
Continuó inmóvil, escuchando, lo que le pareció una eternidad. En teoría, se daba cuenta de que era una experiencia notable. Albert o no Albert, aquí y al cobijo de una abandonada pero intacta fundición, se veía rodeado por la Francia de Napoleón Bonaparte. A través del Océano, Thomas Jefferson estaría vivo y Robert Fulton todavía no habría reunido los inventos de otros hombres para construir un barco a vapor. En Hawai, los admirados guerreros todavía se merendaban a los enemigos cuyo valor en la batalla merecía el tributo del canibalismo. El Gran Auk no estaba extinto aún. Los búfalos pululaban por las grandes llanuras americanas en rebaños de millones. Harrison se dio cuenta de que, simplemente, el estar aquí plantado ya resultaba asombroso.
Pero no muy excitante. La lluvia seguía cayendo, tamborileando en el tejado de la fundición. Por muy asombroso que su presencia en esta época pudiese parecer, resultaba aburrida. No teniendo en cuenta la esplendidez de su significado, se hallaba simplemente de pie en medio de la noche, mientras que la lluvia caía de manera vulgar. Y no pasaba nada.
Ya había dado media vuelta para regresar por el Túnel del Tiempo, cuando alguien juró con fuerza en la abandonada fundición. El juramento estaba dicho en francés moderno. El tono indicaba que ese alguien había tropezado en la oscuridad y que no le gustó la experiencia.
Harrison escuchó, todo oídos. La lluvia apagaba los ruidos de menos categoría. Pero se oyeron más juramentos. Alguien renegaba con malicia.
Harrison dijo:
- Albert, si quieres volver a dónde viniste, ven por aquí.
Un mortal silencio, excepto el sonido del agua al caer.
- Hace unas pocas noches - dijo Harrison con tono conversacional -, sugerí a M’sieur Carroll que se te pusiese en libertad. Te di unos cuantos billetes de cien francos y te aconsejé que te emborrachases. Lo hiciste. Ahora si quieres volver a donde viniste…
Una voz contestó con tono de asombro:
- Mon Dieu! C'est oui, m’sieur! ¡Deseo volver con todas mis ansias!
- Entonces, ven - indicó Harrison -. ¡Te meterías en muchos jaleos si te quedaras ahí!
Aguardó. Oyó sonidos, que comprendió eran producidos por Albert al acercarse. El pequeño ladrón tropezó y Harrison habló de nuevo para servirle de guía; al poco una mano extendida tocó a Harrison. Albert suspiró profundamente.
- ¡Bien! -dijo Harrison-. ¡Por aquí!
Se retiró y pasó por la zona de mareo y náusea. Luego entró en el comedor de la casita. Albert le siguió dando tumbos. Estaba empapado. Chorreaba. Había estado recibiendo el agua de la lluvia de aquella tempestad en la que Dubois ahora viajaba.
- Carroll - dijo Harrison-, aquí tenemos a Albert otra vez.
Carroll frunció el ceño. Albert dijo, con aire de inmenso alivio:
- M’sieur, soy como las falsas monedas. Siempre vuelvo. Expreso mi pesar de constituir otra vez un problema para usted. Y, m’sieur - añadió agradecido a Harrison -, le felicito porque soy un ladrón y no un asesino. Pude haberle acuchillado en la oscuridad. Debería tener más cuidado. Pero soy hombre agradecido. Le doy las gracias.
Carroll gruñó:
- Creí que tuviste bastante… a la otra parte de aquel túnel. ¿Cómo diablos lograste regresar por él?- luego dijo-: ¿Y por qué?
El hombrecillo se encogió de hombros. Se miró sus ropas. No le sentaban bien, pero habían tenido una especie de esplendor burgués antes de verse saturadas por la lluvia. Lo único que se podía decir en su honor era que de lejos parecía vestido con arreglo a la moda de principios del 1800.
- Aquí tienes tus otras ropas - dijo Carroll con frialdad. Las señaló -. No querrás que se te vea a este extremo del Túnel con lo que llevas. ¡Así que, cámbiate!
Alberto, obediente, comenzó a quitarse el complicado casacón. Hubo un sonido de monedas que rodaban por el suelo. Eran de brillante oro. Miró temeroso a Harrison y a Carroll. Ninguno se movió. Con toda rapidez recogió las monedas.
- Será mejor que les eche un buen vistazo - gruñó Carroll -. ¡No será fácil gastarlas!
El pequeño ladrón parpadeó. Se quedó boquiabierto.
- Pero… m’sieur, no son… ésta es la cabeza de Napoleón… y aquí están las palabras «veinte francos», pero…
- Veinte francos en oro - dijo Carroll, gruñendo otra vez -. Antes de que el franco fuese devaluado. En la moneda de hoy, un Napoleón de oro vale, ejem… alrededor de mil doscientos francos depreciados de papel. Pero se te preguntará dónde los conseguiste.
Albert le miró inquisitivo.
- Te los compraré - dijo Carroll de mala gana.
- ¿A qué precio, m’sieur?
- A mil doscientos francos de papel cada uno - le contestó Carroll impaciente. Volviéndose a Harrison dijo casi furioso -: Son robados, pero no podemos devolverlos. Y necesitaré en verdad algunas cuantas piezas de oro. ¡No crea que me ilusiona convertirme en comprador de mercancías robadas!
- ¡Es usted muy generoso, m’sieur! -dijo Albert profundamente agradecido -. ¡Resulta un placer hacer negocios con usted!
Contó los discos de oro. Había un puñado considerable. Los colocó en manos de Carroll y aguardó expectante. Carroll los contó y también contó los billetes hasta el total conveniente.
- ¿Cómo tuviste valor para cruzar el Túnel por segunda vez?- preguntó Harrison.
Albert se guardó el dinero actual mientras terminaba de ajustarse su atuendo moderno.
- Soy francés, m’sieur - dijo con firmeza -. Y era una experiencia que resultaba imposible. Pero fue real. Así que me dije: C'est n'pas logique! Por eso precisaba averiguar si era verdad. Por tanto, la repetí. Pero entonces se presentaron dificultades. No pude encontrar el camino de regreso hasta que m’sieur, aquí presente - señaló con la cabeza a Harrison -, me llamó.
- ¡Esta vez puedes irte, pero no regreses jamás! - dijo Carroll sombrío -. ¡En la próxima ocasión te verás en un verdadero aprieto!
- M’sieur - dijo Albert -. Prometo no volver a entro meterme. Pero si necesita alguna de mis habilidades… ¡Es un placer tratar con usted!
Harrison le acompañó hasta la salida y luego volvió.
- ¡Conseguiré una buena cerradura y la colocaré en esa puerta! - dijo Carroll -. Quizás será mejor que refuerce el mismo panel. ¡No tengo intención de ser el causante de una ola de crímenes en el St. Jean-sur-Seine de la época del tatarabuelo de Ybarra!
Harrison paseaba arriba y abajo.
- Las cosas se atropellan y a toda marcha vamos caminando sin llegar a ninguna parte - dijo intranquilo.
- Mi mujer me considera poco práctico - afirmó Carroll con sequedad -. Quizás usted también. ¡Pero no podemos ir a cazar a de Bassompierre con ropas del siglo XX! Ya concerté que nos proporcionen trajes adecuados. Tendremos que esperar a que nos lleguen. Necesitaremos dinero del período si queremos movernos con libertad. Estoy trabajando en eso, como habrá observado. También está la información acerca de de Bassompierre. Necesitaremos cuanta podamos obtener, si es que vamos a convencerle de cambiar su norma de conducta y decirnos dónde está el otro Túnel del Tiempo. ¡Pero sigue siendo increíble que alguna otra persona creara un túnel que le condujera al mismo período!
Harrison dejó de pasear y abrió la boca para decir algo. Luego la cerró y reanudó sus zancadas.
- Probablemente piensa usted - dijo Carroll con llaneza -, que soy poco práctico en lo concerniente al propio Túnel del Tiempo. ¿Por qué elegir un agujero como St. Jean-sur-Seine para mis investigaciones? ¿Por qué enterrarme aquí? Quizás se pregunte usted por qué un hombre que se supone cuerdo se casaría con la mujer con quien yo me casé o cómo llegó a caer en desgraciada, fue desacreditado, despreciado en su profesión.
- No tenía el propósito de…
- ¡Se lo diré! - exclamó Carroll con un estupendo aire de candor -. ¡Era un estúpido! Enseñaba en mis clases que la realidad era la probabilidad que tenía numéricamente el valor de la unidad. ¿Recuerda? Luego, un día, me escuché a mí mismo contar a mis estudiantes que el tiempo era la medida de las cosas que cambian. Y un poco más tarde quedé estupefacto al oírme decir que un objeto inmutable no queda afectado por el tiempo.
- Siiiií - asintió Harrison -. Eso debería ser cierto. La expresión de Carroll se hizo sardónica.
- Fue una afirmación dogmática - dijo -, y debí dejar ese dogma que durmiese donde dormía. Pero traté de ponerlo a prueba. Me parecía que el metal fundido, solidificado, sería capaz de cambiar en el momento que se hiciese sólido. Pero si no se le movía, si no se le agitaba, si no se le molestaba, no volvería a sufrir cambio. Tenía que hacerlo… Le ahorraré los detalles, pero resultaría posible obtener que lo que yo llamaba un Túnel del Tiempo partiese desde ahora… cualquiera que fuese este ahora… hacia el número de horas, minutos, segundos, etcétera, entre la actualidad y la congelación del metal. Lo malo era que cuando esa distancia en el tiempo es breve… días, o semanas, o instantes…, los túneles resultan inestables…, podrían durar milisegundos. Quizás ni eso. Para demostrar que existía se necesitaba un equipo muy especial. Como un loco escribí un artículo acerca de eso. Estúpidamente, lo imprimieron en una revista autorizada. ¡Y entonces me vi presa del diablo!
- ¿Y?
- Se necesita equipo muy especial para demostrar mis resultados. Nadie lo tenía. Pero es que no era necesario ni eso para desacreditarme. ¡Si el viaje por el tiempo era posible, un hombre podría ir al pasado y matar a su abuelo!
- Conozco eso - dijo Harrison -. Pepe… es decir, Ybarra… me lo explicó. En teoría si un hombre viajase en el tiempo y matase a su abuelo, no habría nacido para hacerlo.
- ¡Pero los hechos son hechos! - dijo tozudo Carroll -. ¡Si lo hizo, se haría! ¡Y si mataba a su abuelo, su abuelo quedaría muerto, imposible o no! - Luego, añadió con malicia -: De cualquier forma, nadie tenía el equipo para probar o intentar mis experimentos. La reputación de una chica joven es mucho más difícil de lastimar que la reputación de un investigador. ¡Se me llamó embustero, falsario, falsificador… prácticamente asesino de mi propio abuelo! ¡Profesionalmente quedé arruinado!
- Lo… siento - dijo Harrison.
- Y yo también - repuso Carroll -. Porque me volví loco. Resolví demostrar que tenía razón. Mi dificultad era el tener una breve extensión del tiempo con la que trabajar. Necesitaba una fundición de metal que se hubiese solidificado mucho tiempo atrás y que desde entonces no hubiera sido trasladada de su sitio. Por pura casualidad me enteré de que esta fundición cerró tan de prisa que su último cañón se encontraba en el molde. Así que, necesité obtener tal cañón, que no había sufrido perturbación. Eso significaba poseer esta casita. ¡Y… la mujer que es ahora madame Carroll, acababa de heredarla!
Harrison dijo:
- ¿Y se casó como única solución para entrar en posesión del edificio?
- No. No soy tan estúpido. Traté de comprarlo. Ella continuó con su pretensión de sacar de mí hasta el último franco. Debí comportarme como si fuese rico. Ofrecí el doble de su valor y ella me pidió el triple. Acudí a pagar ese triple y ella pidió cuatro veces más. Me puse furioso. Caí enfermo. Y ella me cuidó. ¡Quizás esperaba descubrir cuán lejos podría ir a parar, oyéndome frases murmuradas en pleno delirio de la enfermedad! De cualquier forma, un día vino el juez a mi cuarto llevando el fajín propio del cargo. ¡Y nos casó! ¡Entonces debí estar delirando! Pero lo hecho, hecho estaba. Cuando me recuperé, hubo una pelea infernal. ¡Ella se había casado por mi dinero y yo quería gastarlo en experimentos científicos! ¡Harrison, si nos hubiese oído, seguro que creería que esa pelea acabaría en homicidio! Pero efectué los trabajos para construir el Túnel del Tiempo con casi un alcance de dos siglos. ¡Y es estable! ¡Puede durar siempre! ¿Pero… se da usted cuenta de la encantadora ironía del caso?
- Noooo…
- Descubrí que el pasado se puede cambiar y por tanto el presente, pero que no hay un modo concebible de saber qué resultado producirá el cambio. ¡No me atreví a utilizarlo, Harrison, ni siquiera para recobrar mi reputación! ¡Es demasiado peligroso que lo emplee cualquier persona que no sea un tendero como mi esposa o M. Dubois!
Carroll frunció el ceño.
- ¡Así que les permití utilizarlo para suministrar curiosidades a la tienda! Fui un estúpido, pero es imposible decir que no me mostré hombre práctico, convirtiendo un medio de viajar por el tiempo en una fuente de suministros para la tienda que me permitía traer periódicos atrasados y objetos similarmente raros.
Salió dando zancadas de la habitación. Harrison se le quedó mirando. Se notaba singularmente desvalido. Y lo estaba.
Durante los siguientes tres días se sintió agudamente incómodo. No creía prudente escribir a Valerie, porque madame Carroll podía leer la carta. Tenía que esperar a estar seguro de lo que le aguardaba. Una vez, medio desanimado, trató de informarse sobre la Francia que visitaría. Se enteró que los pañuelos en 1804 no se empleaban con los propósitos utilitarios de estos tiempos más recientes. Se fumaba, pero era más elegante el rapé. La consideración tenida a muchos de los miembros de la corte imperial, incluyendo la familia del Emperador, era aproximadamente la de animales domésticos. Y se enteró de que las disposiciones sanitarias en las ciudades de la primera década de 1800 no llegaban a ser primitivas. Prácticamente no existían.
Se despertó en la tercera noche después de la partida de Dubois. Hubo un terrible golpear en la puerta casera del Túnel del Tiempo. Carroll llegó antes que él, abriendo el complicado cerrojo que había instalado al día siguiente de la reaparición de Albert.
Abrió la puerta. Un estornudo penetró. Otro estornudo. Toses extrañas. Un gemido…
M. Dubois entró extenuado en el comedor de la casita, procedente del año 1804. Los ojos le lagrimeaban. La moquita asomaba a su nariz. Estaba medio muerto de hambre, notablemente sucio y tenía fiebre de treinta y ocho grados centígrados. Entre toses, estornudos y gemidos de desesperación, confió a Carroll que se había visto empapado continuamente hasta la piel durante los pasados tres días; que le robaron el caballo y que sus alforjas, con el precioso contenido de perfume de alto precio, estaban enterradas al pie de un gran árbol, a un kilómetro, arroyo abajo, de un puente que quedaba más allá del pueblo de St. Pierre, camino a París.
Carroll le proporcionó ron caliente con agua y le dio ropas secas. Metió al hombrecillo regordete en la cama, en donde gimió y se estremeció y tosió hasta que el cansancio le obligó a quedarse dormido.
Pepe Ybarra llegó a la mañana siguiente con los trajes y los falsos documentos de identidad, más otros documentos que se emplearían si la ocasión lo exigía. Tenía una cierta cantidad de assignats falsos… los auténticos eran demasiado viejos para tener la posibilidad de poder circular sin objeciones… y una nota de Valerie para Harrison. La nota no tenía nada notable en su principio, pero Harrison leyó la última página con enorme aprensión.
Valerie mencionó, como curiosa experiencia, que se encontraba en la tienda a solas del todo, cuando sintió un raro mareo durante un momento. Luego le pareció que la tienda era extraña. No se trataba del establecimiento de «Carroll, Dubois et Cie.». En absoluto, sino un lugar en donde se vendían cacerolas y sartenes para las amas de casa. Ella estaba allí para comprar algo. No se sentía asombrada. La cosa le parecía del todo natural. Luego oyó a alguien moverse en la trastienda, quizás fuese el tendero, como si hubiese entrado a esperarla. Ella aguardaba que la esperase. Después tornó a sentir el mareo y se encontró una vez más en el comercio de su tía, rodeada de todo tal y como debería estar. Entonces sintió estupefacción. Pero dijo que experimentó mucho ennui e indudablemente se había dormido durante un momento, teniendo como peculiar resultado aquel sueño. Lo más singular de todo es que Harrison no aparecía en el sueño. Ni siquiera había pensado en él. Confesó que, de ordinario, el joven estaba presente en la mayor parte de sus sueños.
Harrison acudió a Carroll frenético. Valerie evidentemente había sufrido una experiencia igual a la que compartieron ambos amigos, cuando se convenció de que jamás existió un emperador Maximiliano y Pepe estaba seguro de que hubieron cuatro emperadores de Méjico. El hecho era absurdo, lo mismo que el de Valerie, ¡pero es que la joven tuvo un momento en que no pensó en él! ¡Había habido un presente temporal y sustituto en el que ella no le conocía! ¡Podría existir un presente en el que él no hubiese nacido jamás! ¡Era preciso hacer algo! ¡Ese loco de de Bassompierre estaba tratando de cambiar la historia pasada! ¡Lo lograba! En cualquier momento una cosa así podría suceder y Carroll hablaría complacido acerca de los módulos de elasticidad de la historia y pretendería que los acontecimientos se pueden cambiar y que la propia naturaleza recuperaría la posición inicial. ¡Pero es que había algo como un límite elástico! ¡Si el pasado se cambiaba lo bastante, permanecería cambiado! ¡Era preciso hacer algo!
Fue pura coincidencia, claro, pero mientras Harrison protestaba en un frenesí de aprensión, en algún lugar del continente chino, a muchos miles de kilómetros de distancia, explotaba una segunda bomba atómica. Parecía que intentaban realizar una serie de tales explosiones, para adquirir la experiencia que les igualase a las otras naciones del club atómico en su capacidad de hacer inhabitable la Tierra.
Naturalmente, esto no era consecuente con la teoría de que el cosmos estaba diseñado para que la gente viviese en él y, por tanto, nada ocurriría que impidiese que tal misión se cumpliera. Esto parecía implicar que los humanos no contaban; que todo era una casualidad; que el cosmos no tenía el menor sentido.
Lo que resultaba deplorable.