CAPÍTULO 10
Cuatro días más tarde llegaban a una posada que quedaba todavía de París a pocas jornadas de viaje. El aspecto de la posada resultaba algo mejor que la mayoría de tales lugares de etapa en la Francia del período. Harrison sintió que su apariencia había mejorado, también Carroll y Valerie viajaban majestuosamente dentro del traqueteante carruaje que habían adquirido. El era tío por matrimonio, aunque adoptaba el aire de tío carnal. Había mencionado que deberían llevar una doncella, como señorita de compañía, pero un par de oídos extraños que les escuchasen habrían sido un estorbo. El respeto de Pepe por la prioridad de Harrison por Valerie le hacía actuar como el perfecto primo, amable y desinteresado. Harrison representaba el papel de prometido, jamás pudo haber hecho otro. Tenía tendencia a irritarse cuando alguien intentaba echar un vistazo al carruaje en que viajaba Valerie. Les seguían dos lacayos montados. Se parecían a Albert sólo en carecer absolutamente de conciencia.
Todas estas semejanzas de respetabilidad se aseguraron mediante el uso de los napoleones de oro, de un aire altivo, más un completo desprecio a la verdad literal. Carroll parecía complacido en inventar grotescas pero convincentes mentiras para hacer que su presencia pareciese perfectamente natural.
Cuando el carruaje entró en el patio de la posada, había ya otro vehículo allí. Un criado con librea sujetaba los caballos del otro coche. También se veían más monturas, ensilladas y atadas a las barandillas. Alrededor existía un ajetreo animoso y confortable. La chimenea, con mal tiro, arrojaba irregularmente un humo negro. Se percibía el olor de guisos fuertes y sustanciosos. En el patio había barro en abundancia, aunque se extendiera paja en muchas partes para poder caminar mejor.
- Ybarra - dijo Carroll con amabilidad -, vea si puede conseguir aquí habitaciones convenientes.
Pepe hizo un gesto a uno de los lacayos, cabalgó hasta donde el suelo no era del todo barro y desmontó. Entregó las riendas al servidor y entró en la posada.
- Creo - dijo Carroll reflexivo -, que, de ahora en adelante, me haré llamar de Bassompierre. Estoy impaciente para conocer a ese tipo. Confío en hacer un trato con él para utilizar su Túnel del Tiempo. Pero eso es además de convencerle para que no escriba a los hombres instruidos.
Harrison se inclinó para mirar dentro del carruaje.
- ¿Te encuentras bien, Valerie? ¿Cómoda?
La joven le sonrió. Harrison se sintió desesperadamente orgulloso de ella. Pero la muchacha se sentía segura y protegida y cualquier chica es capaz de enfrentarse a la mayor parte de las cosas con tales seguridades.
El tiempo, el lugar y la atmósfera eran totalmente vulgares, para la Francia napoleónica. No había nada notable a la vista. A unas dos o tres postas en dirección sureste, yacía París. En la ciudad velas y antorchas se preparaban para sustituir, débilmente, la luz que vio el pueblo durante el día. Los coches viajeros como el suyo se darían prisa por llegar a sus lugares de pernoctar. Al cabo de una hora toda Francia se encontraría dentro de sus casas. Nada fuera de lo corriente parecía cernirse en el horizonte. Pero en la actualidad lo ordinario es notable. Nada ocurre jamás a menos que las posibilidades en contra sean astronómicas. Nada en toda la historia se ha anticipado nunca a un acontecimiento y ha tenido que salir con todo el detalle como fue previsto.
Con certeza, nadie podía imaginar que hubiese alguna relación actual entre la pausa de un viaje particular en carruaje en la Francia de 1804 y los acontecimientos que sucedían en la isla de Formosa, a trece mil kilómetros de distancia y casi dos siglos después. Pero esos acontecimientos estaban íntimamente relacionados.
La isla de Formosa yacía bajo el sol brillante y la amenaza de la destrucción por bombas atómicas lanzadas desde el continente. Uno habría anticipado el pánico más arrollador y la huida general, especialmente en los extranjeros. Uno habría imaginado ver sus puertas vacías y sus ciudades llenas de vibrantes masas de humanidad, matando frenéticamente a otros seres humanos con la esperanza de que, después de esos crímenes, se pudiese evitar la muerte que les caería del cielo.
Pero no era así, en absoluto. Habían navíos que se alejaban de la isla a su máxima velocidad. Eso seguro. Pero habían otros barcos que navegaban hacia ella a toda marcha. Sus puertos estaban atestados de bajeles, aceptando refugiados hasta el límite del espacio de sus cubiertas. Una vez cargados, se alejaban en dirección al puerto más próximo y no amenazado para descargar y regresar a por más. Había un chorro increíble de aviones que volaban a y de la isla. Cada aeropuerto se dedicaba exclusivamente al aterrizaje, carga y despacho de la colección más abigarrada de máquinas voladoras, que descendían para aceptar pasajeros e inmediatamente remontaban otra vez el vuelo.
No habían hombres de uniforme entre los refugiados. Mujeres, sí. Niños, a multitudes. Naves del mar y del aire se arremolinaban por llevarse a tantos como se pudiera trasladar de su desvalida población. Pero entre los hombres que se quedaban no había resignación, no había desesperación. Había en su lugar furia y resolución. Cuando aterrizaba un transporte volador y traía un proyectil tierra-aire y dotación para lanzarlo, se advertía un áspero regocijo. Formosa iba a intentar una defensa contra el ataque atómico. Los militares de cien naciones deseaban apresuradamente saber si esa defensa era posible. Todo el mundo tenía defensas de las que se esperaba mucho, pero de las que se conocía también muy poco; al igual que todo el mundo tenía bombas para el ataque. Si se podía defender Formosa, entonces la guerra no significaba desesperación. Pero si Formosa podía ser bombardeada contra toda defensa, nada parecía tener significado. Ya se comprendía que si guerra se producía todo Occidente actuaría al unísono. Era más que sospechoso, sin embargo, el que algunas naciones hubiesen firmado tratados particulares para enviar sus cohetes a los blancos elegidos por los chinos, a cambio de la promesa de un trato algo superior al de esclavos, cuando China gobernase la Tierra. Pero Formosa sería defendida. Si ya no había verdadera esperanza de evitar la guerra nuclear, por lo menos sí se confiaba de algún modo en la supervivencia de la humanidad.
Esta era la situación a trece mil kilómetros, a ciento y pico de años, semanas y días y a unas cuantas horas del patio de la posada en donde Harrison se aseguraba de que Valerie estuviera cómoda. Había otro carruaje en el patio. Pepe estaba dentro de la posada, formulando preguntas. Parecía que nada podría existir concebiblemente menos relacionado que la situación en este patio de posada de la época napoleónica y la situación en Formosa, casi doscientos años después.
En este último lugar, lejano en tiempo y espacio, se recibía una emisión de radio. Era del gobierno continental y parecía suave y confiada. Anunciaba que los aviones transportando bombas atómicas no tardarían en aparecer sobre Formosa. Si se les disparaba dejarían caer sus bombas y seguiría un bombardeo a plena escala efectuado por toda la fuerza aérea del continente. Si no se les disparaba, el tiempo concedido para la revolución y la rendición sería aún respetado. La emisión parecía increíble, pero los militares locales se regocijaron con anticipación. ¡Ningún avión podría llegar hasta Formosa y dejar caer sus bombas! Un paraguas aéreo existía ya sobre la isla. Las dotaciones de los proyectiles tierra-aire vivían en una alerta de veinticuatro horas. ¡Tan pronto como el radar advirtiese que se acercaban los aviones, serían reducidos a átomos por los proyectiles preparados!
Entonces vinieron los bombarderos chinos. Los radares les detectaron de inmediato. Pero no pudieron localizarlos. Los chinos tenían un sistema de perturbar el radar tan efectivo como las perturbaciones de la radio utilizadas dentro del telón de acero. El radar mostraba algo en el cielo. Parecía existir en todas las altitudes hasta tres mil metros en cada lugar a lo largo de un frente de ciento treinta kilómetros. Era un blanco peor que inútil contra el que disparar.
Al poco los pesados bombarderos chinos circundaron plácidamente sobre Formosa. Se quedaron a una altura ofensiva de dos mil metros. Eran vulnerables al fuego antiaéreo. A los proyectiles antiproyectiles. ¡Eran blancos fáciles! Pero no pudieron ser interceptados en su camino a Formosa y cuando llegaron toda defensa era inútil.
No se les disparó. Y dieron vueltas y vueltas plácidamente hasta caer la noche. Luego remontaron el vuelo hasta que no pudieron ser distinguidos por los telescopios y se alejaron. Resultó imposible perseguirlos. La radiación que inutilizaba al radar disminuyó. Al poco cesó. Se acababa de demostrar que Formosa podía ser bombardeada cuando le diese la gana a la China continental.
Igual podía sucederle a otra ciudad del mundo. En el patio de la posada de Francia, alguien esperaba en un coche y llamaba a un sirviente para que se acercase a la ventanilla. Ese criado se volvió para mirar al carruaje con Harrison muy cerca y Carroll y Valerie sentados en el interior.
Pepe salió de la posada; presuroso, casi corriendo. Ahora anochecía, aunque el cielo continuaba conservando un azul luminoso. Pepe cruzó rápido el barro y la paja. Llegó hasta el costado del carruaje.
- ¡Está aquí! - jadeó Pepe -. ¡Le vi! ¡De Bassompierre! ¡Para asegurarme, pregunté al posadero! ¡Está sentado, con comida y vino ante él! ¡Es el hombre cuyo coche robó Albert!
Carroll, de inmediato, descendió del vehículo.
- ¡Ah! ¡Y éste es un buen sitio para hablarle!
- Pero Valerie…
- Quédese con ella - dijo Carroll -. Esto va a llevar algún tiempo, de todas maneras. Habrá discusión. Ya entrará más tarde.
Se fue rápidamente tras de Pepe. Harrison se les quedó mirando indeciso. Pero, criados o no criados, no pensaba dejar sola a Valerie en el carruaje que estaba en el patio de una posada de aquel período.
- ¡Mala cosa! - murmuró inquieto -. Tenemos que hablar con él pero…
Una voz dijo obsequiosa:
- ¡Perdón, Vuestra Excelencia! ¡Madame de Céspedes suplica que se le permita hablar con usted!
Harrison giró en redondo. Un criado con librea del otro coche, estaba plantado, sombrero en mano, junto a él. Hizo una reverencia.
- Excelencia: Madame de Céspedes ruega a Su Excelencia que le ayude en un asunto de vida o muerte. Mi señora se encuentra en aquel coche.
El francés del lacayo tenía un muy fuerte acento español. Harrison reconoció su librea. La había visto al exterior de la puerta de un perfumista en París. Era de la casa de Ybarra.
Hizo un gesto a su propio servidor para que llevase el carruaje tras él. Cabalgó hasta el otro vehículo. Se sobresaltó. Mirándole suplicante desde la ventanilla vio a la mujer que, con una chica morena, estuvo en el coche viajero seis días antes, aquel al que Albert robó una maleta del portaequipajes. Entonces le pareció regordeta y de buen carácter; ahora, como en la otra ocasión, llevaba un tocado de cabeza típico de las viudas españolas. Entonces, pero no ahora, parecía amable y satisfecha. En estos momentos se la veía compuesta, pero con una fiera seriedad.
- M’sieur - dijo desesperada -. Necesito con suma urgencia la ayuda de un caballero. Soy la Comtesse de Céspedes. Soy la cuñada de Don Ignacio de Ybarra. A su esposa y a mí… nos robaron nuestras joyas y el ladrón fue m’sieur de Bassompierre y se encuentra ahí dentro, en la posada. Y mis criados no se atreven a poner las manos sobre un caballero. ¡Le suplico que nos ayude!
Valerie, en el coche, estaba lo bastante cerca para captar cada palabra. Ahora dijo acalorada:
- ¡Pues claro, madame! ¡M’sieur Harrison y sus amigos se sentirán muy felices sirviéndola!
Harrison cerró la boca; la abrió y de pronto vio las posibilidades. De Bassompierre poseía la peor de todas las reputaciones. Necesitaban detenerle para que no cambiase el pasado y se produjese lo que quién sabía podría ocurrir… aunque con certeza sería una guerra atómica… en el tiempo del que habían venido. Si podían demostrar que era un vulgar ladrón, aceptaría cualquier condición que ellos impusieran para zanjar el asunto, incluyendo el revelar la situación del otro Túnel del Tiempo en el que Carroll no pudo creer pero tampoco negar de plano. En resumen, el apuro de madame dé Céspedes podría ser la solución a su problema.
Dio briosas órdenes a los lacayos, quienes condujeron a los dos coches hasta donde era posible a una mujer descender sin mancharse los pies de barro. Ayudó a Valerie a bajar al suelo y luego a la ocupante ligeramente obesa del otro carruaje; con aire de grandeza las acompañó hasta el interior de la posada.
Entraron en una sala grande, ennegrecida por el humo y en la que ardía un enorme fuego. Se veían unas cuantas toscas mesas, algunos viajeros, por su atuendo comerciantes o algo por el estilo, comían bastante ruidosamente junto a una de las paredes. En las mesas más distinguidas, por estar más próximas a la chimenea, se sentaba el ceñudo individuo de capa negra a quien Albert y aquel posadero identificaron como M. de Bassompierre. Carroll se cernía sobre él, rígidamente educado, pero imperturbable. Pepe se hallaba cerca, en un estado de agitación inexplicable. El hombre ceñudo hizo un gesto a Carroll para que se apartase, como si fuese demasiado insignificante para escucharle.
Entonces madame de Céspedes dijo con clara voz indignada:
- ¡Ese es! ¡Messieurs, les ruego que le pidan que me devuelva mis joyas y las de mi cuñada!
De Bassompierre volvió su cabeza en redondo, sobresaltado. Se quedó pálido. Luego rechinó los dientes. Madame de Céspedes, a pesar de su gordura, era la imagen perfecta de la dignidad y del desdén.
- M’sieur de Bassompierre - dijo gélidamente -, usted me saludó en el coche de mi cuñado en la Avenue des Italiens hoy, mientras yo aguardaba a mi cuñada. Desmontó y me habló ante la puerta del carruaje. Y, m’sieur, olí su perfume y era muy especial, del poseído sólo por mi cuñada y la propia Emperatriz, Su Majestad. Usted se fue. Envié a un criado para llamar a mi cuñada. La conté el caso. Nos fuimos inmediatamente y mi cuñada encontró su perfume derramado y sus joyas desaparecidas. También habían desaparecido las mías. Mi cuñada, al instante, envió criados en busca de su marido, Don Ignacio Ybarra. Yo ordené al cochero que me llevase en la dirección que usted siguió para vigilarle. Lo he alcanzado. Ahora, en presencia de estos caballeros, solicito que me devuelva mis joyas y las de mi cuñada.
Madame de Céspedes era una mujer pequeña, pero sus modales poseían la propia dignidad. Mantuvo la cabeza alta.
De Bassompierre dijo con aspereza:
- Jamás he visto a esa mujer en mi vida. ¡No sé nada de sus joyas!
Se puso en pie, arrogante.
- ¡No me importan nada ni usted ni ella! - Se embozó con la capa. Su mano escondida adoptó una posición rara, como si amenazase con el uso de un arma. Carroll hizo un gesto exactamente igual. El posadero acudió ansioso:
- Messieurs! Messieurs! Les ruego…
Pepe intervino suplicante y Harrison se preguntó incluso entonces por qué se mostraba tan conturbado.
- ¡Hablemos de esto! ¡M. de Bassompierre, no queremos causarle daño! Al contrario, le hemos estado buscando urgentemente…
De pronto se tambaleó. Gritar, en público, los hechos del viaje por el tiempo a un hombre que acababa de ser acusado de robo no era el modo más convincente de discutir con él. Pepe se dio cuenta.
- Messieurs! - gritó el posadero -. ¡Les suplico que no se peleen en mi posada! ¡Pueden salir al exterior para pelearse! ¡Luego…!
- Proporciónenos una habitación en donde podamos estar a solas - le cortó Carroll, sin apartar los ojos del arrogante individuo moreno -. ¡Estoy de acuerdo en que no es preciso pelearse! ¡Se lo demostraré! M’sieur… - Luego afirmó, con mucha claridad -: ¡Naciones Unidas! ¡Rusia comunista! ¡Electrónica! ¡Ferrocarriles! ¡Aviones! ¡Estas palabras le dirán de donde venimos!
El hombre moreno rezongó. Pepe estaba mortalmente pálido, tembloroso. Harrison descubrió que lamentaba amargamente haber dejado sus pistolas en las alforjas de su silla. Luego el hombre moreno dijo, otra vez arrogante:
- Si son palabras en clave para que les reconozca, las ignoro. ¿Pero debo pensar que quiere usted tratar de algún asunto importante conmigo?
- Eso mismo - contestó Carroll fríamente. Por encima del hombro afirmó, en inglés -: ¿Harrison, qué diablos es este asunto del robo?
- Parece verdad - confesó Harrison -. Y si es de Bassompierre le tenemos dónde queríamos.
- Entonces negociaremos - contestó Carroll, de nuevo en inglés - el uso de su Túnel del Tiempo y otras seguridades. - Volvió al francés para ordenar al posadero que les acomodase en una habitación privada-. No hay necesidad de violencia.
- Mais non! - parloteó el posadero -. ¡Por aquí, messieurs! ¡Por aquí!
Retrocedió ante ellos. Llegó a una puerta. La abrió. Hizo una reverencia, balbuceando. Una vela ardía sobre la mesa. El hombre moreno se fijó en la posición de las ventanas.
- Puede usted hablar - dijo con aspereza -. ¿De qué? Pepe se colocó cerca de Harrison. Susurró en inglés:
- Harrison, ¿qué es esto? ¿Quién es la mujer? ¿Qué tiene que ver con nuestros asuntos?
- Es madame de Céspedes -contestó en el mismo idioma -. Dice que este tipo las robó a ella y a la esposa de Ybarra. Tu antepasada. Es la cuñada de Ybarra.
- ¡Dios mío! - jadeó Pepe -. ¡Dios mío!
El hombre moreno dijo desdeñoso:
- Oigo palabras que pueden ser l'Anglais. ¿Son ustedes espías ingleses que tratan de sobornarme para que les ayude?
Pepe murmuró con furia en el oído de Harrison:
- ¡Esto es terrible! ¡Ya te dije que tuve un antepasado que estuvo en París! ¡Le conociste! ¡Pero tengo dos! ¡Ma… madame de Céspedes va a casarse con de Bassompierre! ¡Tendrá una hija que se casará con el hijo de Ignacio Ybarra, que nacerá dentro de dos años! ¡Así que ella será también mi tatarabuela! ¡Y… de… de… Bassompierre es el otro antepasado mío! ¡Así que si ocurre algo… yo no habré nacido!
Harrison parpadeó. Se oyó el sonido de una llegada en el patio de la posada. Se percibieron los crujidos de un carruaje pesado y de muchos, muchísimos caballos pisoteando en el suelo. Entonces Carroll dijo con suavidad.
- M’sieur, creo que compartimos con usted un secreto, pero usted no acepta que lo compartamos. Mencionaré más palabras. ¡Metro! ¡Subterráneo! ¡Torre Eiffel! ¡Segunda Gran Guerra Mundial! Esos nombres tienen significado para nosotros. ¿Negará que también significan algo para usted?
El hombre moreno se le quedó mirando.
- ¡Le daré una prueba que no podrá negar! - dijo Carroll con frialdad -. Le…
Harrison dijo:
- ¡Mire! Lo que queremos es importante, pero madame de Céspedes ha sido robada. Si él la devuelve sus joyas la cosa irá mejor.
- ¡No! - saltó Carroll -. Ya nos ocuparemos más tarde de las joyas. ¡Primero, sujete esto!
Colocó una pistola pequeña y muy elegante, de pedernal, en la mano de Harrison, probablemente era de las que se vendían en la tienda. Resultaba grotesco estar empuñándola; embarazoso preguntarse qué haría exactamente con ella. No había excusa presente para apuntar a de Bassompierre. La situación resultaba bastante torpe. Carroll prosiguió. Pasaron largos segundos.
Luego una voz, fuera del edificio, bramó:
- De Bassompierre! De Bassompierre! Holà!
El rostro del hombre moreno se llenó d asombro. La voz que llamaba «de Bassompierre» no era autoritaria. Resultaba amistosa, indicando reconocimiento en un tono de complacida sorpresa. Pero el saludo no se dirigía a alguien fuera de la posada, sino dentro. La misma voz atronó en un tono confidencial más bajo. Los pelos de Harrison se le pusieron de punta. Conocía lo que ocurría en la mente del otro hombre. Alguien había sido llamado por su nombre. Ese alguien más conversaba ahora con la persona que le llamara. Sería una sensación de pesadilla para cualquiera. Pero…
La puerta se abrió. Un hombre bajito, recio, radiante, entró, diciendo por encima del hombro:
- ¡Tonterías, de Bassompierre! Fue la sorpresa más agradable verle, pero incluso un placer mayor…
Vio a Valerie y a la regordeta madame de Céspedes. Se detuvo y se quitó el sombrero con un cierto gesto florido.
- Perdón. - Un hombre delgado con una larga capa gris, le siguió hasta dentro de la estancia. Ese individuo cojeaba ligeramente. Carroll, su rostro singularmente serio y áspero, siguió con la mirada al segundo individuo. Madame de Céspedes dio un grito de satisfacción.
- ¡M. de Talleyrand! ¡Ah, usted puede presenciarlo todo! ¡Este bribón nos ha robado a mi cuñada y a mí! ¡Los caballeros aquí presentes trataban de hacerle que me devolviese el botín! ¡Estos dos y aquel caballero también!
El hombre delgado de la capa gris sonreía placenteramente. Miraba al tipo de la capa negra de terciopelo y de Bassompierre comenzó a sudar de pronto copiosamente. Charles Maurice Talleyrand de Périgord, antaño obispo de Autun, ahora el Gran Chambelán del Imperio y eventualmente príncipe de Benevento, no era una visión agradable para el hombre acusado de robo a pesar de su supuesta condición de caballero. Cuando Talleyrand sonreía gentil y benignamente hacia de Bassompierre, Valerie y madame de Céspedes y Harrison y Pepe, todos, excepto de Bassompierre, se sentían tranquilos. De Bassompierre sudaba y se quedó mortalmente pálido.
- ¡Ah! - exclamó Talleyrand en un suave tono de voz qué incluso sus enemigos admitían fuerte y profundo -. ¡Pero, madame, tendremos que echar un vistazo a esto! Por favor, cuénteme…
Madame de Céspedes narró con dignidad la historia que ya contase antes, una acusación contra de Bassompierre. Que él se detuvo ante la puerta de su carruaje y ella captó el perfume que sólo su hermana y la Emperatriz poseían. La rápida sospecha y la investigación. La valiente y colérica persecución con su carruaje de de Bassompierre que iba a caballo.
- ¿M. de Bassompierre?- preguntó Tayllerand con suavidad -. ¿Está usted segura de que era él?
- ¡Sí! ¡Sí! - exclamó madame con soberbia indignación, señalando al hombre moreno, ahora en realidad palidísimo.
El hombre bajito y recio que entró por primera vez en la habitación, exclamó ahora indignado:
- ¡Pero madame! ¡Os equivocáis! ¡Puede que sea un ladrón, pero no es M. de Bassompierre! ¡Tengo el honor de ser conocido por M. de Bassompierre! ¡Hemos hablado juntos con frecuencia! ¡Es amigo mío! ¡No hay siquiera cinco hombres en Francia que conozcan las ciencias que él posee! ¡Madame, usted se equivoca! ¡El no es M. de Bassompierre! ¡M. de Bassompierre está ahí!
Extendió dramáticamente una gruesa mano hacia Carroll.
A Harrison se le volvieron a poner los pelos de punta. Carroll, sus rasgos todavía peculiarmente fijos, se inclinó con una educada reverencia. Valerie expelió su aliento con fuerza. Pepe murmuró un sonido inarticulado. Madame de Céspedes carraspeó.
- Tan seguro - pronunció con firmeza el hombre recio -, tan seguro como me llamo Georges Léopold Cretièn Frédéric Dagobert Cuvier, el nombre de este caballero es de Bassompierre y el de aquel… aquel ladrón e impostor… lo ignoro.
El hombre alto de la ligera cojera extendió las manos.
- Eso parece - dijo con tanta suavidad como antes -.
Pero asegurémonos. M’sieur - se inclinó con infinita educación ante el hombre de oscuro -. Madame de Céspedes le acusa de haberla robado sus joyas. ¿Dónde están?
De Bassompierre podía haber estado medio loco de azoramiento. Quizás estaba medio loco de desesperación. Perseguido, cuando debió ser imposible, tras un robo del que no debió ser sospechoso, se le negaba su propio nombre y se encontraba con alguien que pretendía ser dueño de su identidad. ¡Y esto ante la segunda o tercera persona más poderosa de Francia!
La sonrisa de Talleyrand se disipó. Su rostro en reposo no tenía nada de benigno. Aparecía profunda y terriblemente frío. Repitió:
- M’sieur?
El hombre de la capa negra reaccionó de un modo que en una mujer se habría considerado histérico. Gritó con voz terrible. Su mano volvió al interior de su capa y Harrison de manera instintiva se colocó de un salto ante Valerie. La mano salió con una pistola. Harrison gritó con fiereza. Todavía no se percató de lo que hizo. Pero el pistolón bramó y el arma más pequeña de la mano de Harrison emitió un sonido algo más ligero en la misma fracción de segundo.
Luego la habitación se vio llena de acre humo de pólvora. La figura de la capa negra pareció tambalearse hacia una ventana, como si tratase de saltar por ella y huir. Pero no llegó. Se desplomó inerte al suelo. La vela, después de unos frenéticos saltos y giros de su llama, se serenó y volvió a dar luz. Harrison, atontado por el súbito terror, se dio cuenta de que Carroll se hallaba delante de madame de Céspedes, como él estaba ante Valerie, para protegerla.
- ¡Dios mío! - dijo Pepe con un hilo de voz -. ¡Ah, Dios mío!
Talleyrand habló con una perfecta suavidad:
- ¡Pero deberíamos asegurarnos! M. Cuvier, usted por cierto es imparcial y como naturalista sentirá menos repugnancia. ¿Puede usted ver si las joyas de madame de Céspedes y madame Ybarra han sido recuperadas?
El hombre recio se arrodilló en el suelo. Harrison tragó saliva. Cuvier alzó los ojos.
- Por lo menos un collar - dijo con aire profesional -. ¡Y… ah! ¡Sí! ¡Anillos, brazaletes! ¡Tenía sus ropas llenas de joyas!
Talleyrand dijo inexorable:
- Pero, una pregunta más. Se ha demostrado que era un ladrón y lo ha pagado. M’sieur se hace usted llamar de Bassompierre. ¿Tiene alguna prueba que eso es correcto?
Harrison notó como Valerie se ponía tensa. A él mismo se le volvió a erizar la caballera. Carroll permaneció del todo inmóvil durante un momento, excepto que con una mano se aplicaba un pañuelo a su sien. La sangre manaba donde una bala acababa de rozar el cráneo. Un centímetro a la derecha y estaría muerto. Medio centímetro habría sido grave. Pero ahora sólo había un pequeño y recto surco rojo que dejaba caer hacia su mejilla un reguero del mismo color.
- ¿Puede usted demostrar que es M. de Bassompierre?- repitió Talleyrand educadamente.
Carroll volvió a secarse la sien. Luego dijo con cuidado:
- Llevo viajando algunos años, M. Talleyrand. Tengo los documentos ordinarios pero podrían ser falsos. Y, sin embargo, ya que se han encontrado las joyas de madame de Céspedes, quizás éstas…
Su mano desapareció. Salió con una pequeña bolsita de tela. Desató su boca y vertió sobre la mesa una turbadora colección de piedras talladas. Eran rubíes y zafiros, todos ellos grandes. Ninguno quedaba por debajo de los dos quilates y en su mayoría se acercaban a los cinco.
- ¡Sintéticos! - se dijo Harrison para sí. No se sorprendió cuando un collar de perlas cayó encima del resto de las piedras.
- Están cortadas de una manear extraña - dijo Talleyrand -. Me imagino que al estilo oriental.
Carroll sacó una segunda bolsa. Exhibió su contenido.
- Hay más - dijo -, pero éstas…
- Prueban - afirmó Talleyrand con gran cinismo -, que no puede ser otro que un caballero de alcurnia. ¡Es un gran rasgo de modestia no pretender o afirmar poseer un ducado, M. de Bassompierre!
Luego hubo confusión. Valerie murmuró cálida a Harrison:
- ¡Oh, querido mío! ¡Cuando ese tipo sacó la pistola, tú hiciste de tu cuerpo un escudo protector para mí! Harrison se sintió torpe. Había matado a alguien. Quizás salvado la vida de Carroll, pero todo fue completamente automático. Estaba atontado por la sorpresa de lo que acababa de ocurrir.
- Tengo una escolta - dijo Talleyrand con aire benigno -. M. Cuvier y yo planeábamos cenar aquí y luego continuar hasta París. En una carretera empedrada se puede dormir mientras se viaja. Si se unen a nosotros formaremos un grupo demasiado grande para que los bandidos se atrevan a atacar.
Talleyrand salió hasta la puerta, cojeando ligeramente. Cuvier le siguió. Carroll dijo, con una voz extraña:
- ¡Harrison, no sabía nada de un Túnel del Tiempo! ¡Nada en absoluto! ¿Supone que existe alguno? ¿Qué diablos ha pasado?
Harrison sacudió la cabeza. Luego sus ojos cayeron sobre el rostro de Pepe. Pepe parecía un hombre desesperadamente enfermo. Y Harrison, de pronto, se dio cuenta de cuál era la causa.
Pepe le había confiado que, además de su tatarabuelo Ybarra, en París había tenido otro tatarabuelo que fue de Bassompierre. Y este otro tatarabuelo había sido asesinado sin arreglar las cosas para que Pepe poseyera un simple bisabuelo. Pepe, en apariencia, jamás había nacido y el hecho no tardaría en surgir. Era posible verle desvanecerse al instante.
Casi doscientos años después, algunas semanas, días y horas, y a miles de kilómetros de distancia, millones de personas se daban vagamente cuenta de una especie fugitiva de mareo. Fue ligerísimo. Ninguna de las innumerables personas que lo experimentó, estuvo realmente segura de sentirse en realidad mareada. En cualquier caso, no parecieron existir consecuencias. Ninguna en absoluto. El mundo giró sobre su eje y el sol brilló y la lluvia cayó y todo continuó su marcha… bueno… todo pareció continuar exactamente como de ordinario. Nadie advirtió el menor cambio.
Pero hubieron cambios en la época de Napoleón. M. George Léopold Cretièn Frédéric Dagobert Cuvier, secretario perpetuo del Institut Nationale en las ciencias físicas y naturales, se aseguró de que todas las joyas pertenecientes a madame de Céspedes y a doña Mercedes Ybarra fueran separadas del cadáver de alguien que insolentemente durante años pasó por ser M. de Bassompierre. Antes de que la tarea estuviese completa, el señor don Ignacio Ybarra llegó a la posada a uña de caballo, acompañándole una docena de soldados prestados por el Gobernador Militar de París.
Se sintió infinitamente aliviado y agradecido al descubrir que su cuñada viuda estaba del todo a salvo y de nuevo en posesión de las joyas que eran el tesoro de ella y de su esposa. Admiraba a Carroll y a Harrison, aunque la palidez mortal de Pepe no le atrajo, por sus servicios a su cuñada y a él mismo. Reconoció a Harrison como la persona que fue amable con un pobre diablo comerciante llamado Dubois y que su amabilidad en aquel tiempo le sirvió para asegurarse todo un embarque para su esposa del perfume exclusivo de la Emperatriz. Mencionó que el perfume fue la causa de la detección inmediata del falso de Bassompierre. Se mostró educado, pero con enorme dignidad hacia M. Talleyrand de Périgord que resultaba ser el Gran Chambelán de Francia, pero que naturalmente no habría impresionado al jefe de una gran familia de la colonia española de Méjico.
Cenaron; Carroll con algo de apetito, Harrison con muy poco y Pepe sin ninguno en absoluto. Estaba convencido de que no había nacido jamás, porque su tatarabuelo había muerto ante sus ojos, sin haber engendrado a un bisabuelo que era necesario para la existencia de Pepe. Valerie miraba a Harrison con ojos brillantes por haber interpuesto su cuerpo entre ella y el peligro. Madame de Céspedes comió con compostura y cuidadosa moderación a causa de una ligera gordura que, para una viuda de treinta años y pico, resultaba poco deseable.
M. Talleyrand formuló preguntas. Eran preguntas inquisitivas. Hacia el final de la comida, Carroll le dio el periódico que dejó en la sala iluminada por la vela cuando salió al encuentro de los recién llegados Cuvier y Talleyrand. El periódico era de finales del siglo XX. Resultó que la escolta de caballería no había cenado. M. Talleyrand ordenó un retraso mientras leía el periódico y eran alimentados sus hombres. Colocó seis velas para tener buena luz y estudió el periódico con cuidado y expresión enigmática. Al terminar, se llevó a Carroll aparte para consultar con él.
Por tanto, era ya muy tarde cuando los tres carruajes partieron hacia París, con su escolta aumentada con los soldados que vinieron con Ybarra. Llegarían a París no mucho antes de la salida del sol. Pero en una carretera pavimentada, y el resto de su viaje sería sobre calzada empedrada, se podía dormir.
Valerie viajó con madame de Céspedes y el Señor Don lo hizo con Cuvier y Talleyrand para conversar. Con Don» lo hizo con Cuvier y Talleyrand para conversar. Con abundante escolta exterior, Carroll, Harrison y Pepe subieron y trataron de descansar en el carruaje pesado que oscilaba violentamente al surcar la desigual carretera empedrada. El interior del coche quedaba abismalmente oscuro. Harrison aún se sentía torpe e impresionado. Pepe estaba prácticamente mudo porque consideraba que no debería seguir vivo. Carroll aparecía en parte conturbado y en parte satisfecho.
- De Bassompierre - dijo Carroll ceñudo -, no reconoció palabras que un viajero del tiempo de nuestra era habría conocido con certeza. Así que tengo que revisar mi criterio. No existió un segundo Túnel del Tiempo. Pero la identidad del de Bassompierre que escribió esas cartas que usted leyó, Harrison, sigue todavía en duda. De momento, el nombre me pertenece. Pero Talleyrand es un hombre demasiado agudo para intentar engañarlo. Por eso le mostré el periódico. Sospecha que yo puedo… aunque posiblemente… haberle dicho la verdad. Está resuelto a descubrirlo. Yo podría ser de gran valor para él, si no miento.
La torpeza de Harrison le impidió hacer comentario. Pepe permaneció sin habla. Se agitaba y se movía a compás del carruaje, en la oscuridad. De vez en cuanto se humedecía los labios.
- Quiere estar seguro de que en realidad conozco la historia francesa antes de que suceda - dijo Carroll meditativo -. Me puso una prueba. Napoleón tiene mil doscientas barcazas planas preparadas para desembarcar ciento veinte mil hombres y diez mil jinetes en la costa inglesa. Talleyrand me preguntó cuándo tendrá lugar la invasión. Le he dicho que nunca, porque Napoleón cometerá la estupidez de mostrarse arrogante y enviará una nota insultante a Rusia y Rusia se preparará para declarar la guerra, y no tendrá tiempo de invadir Inglaterra. Nunca tendrá tiempo…
- Pero…
- Históricamente - continuó Carroll -, esos son los hechos. Yo simplemente los he relacionado antes de que se hayan convertido en realidad. Talleyrand probablemente ha imaginado cuáles son las cartas en juego, de todas maneras. Conoce a Napoleón. Pero estaba interesado en lo que yo pudiera decirle. Leyó hasta la última palabra de ese periódico. Es un hombre inteligente el tal Talleyrand.
El carruaje siguió traqueteando, oscilando, avanzando y crujiendo. Si uno estaba lo bastante cansado, le sería posible dormir. ¡Pero habría que estar agotado en exceso! Harrison dijo con tono desvalido:
- ¡No puedo entenderlo! ¡Se suponía que de Bassompierre iba a ser el tatarabuelo de Pepe! ¡Y está muerto! ¡Y Pepe está aquí!
Carroll se incorporó con viveza.
- ¿Qué es eso?
- Es el árbol genealógico de Pepe - contestó Harrison -. Madame de Céspedes es la viuda del hermano de Doña Mercedes Ybarra. Ahí es donde interviene el asunto de la cuñada. El árbol genealógico de Pepe dice que de Bassompierre se casó con ella y tuvieron una hija que se casó con el hijo de Ignacio Ybarra… que todavía no ha nacido… en algún tiempo del año 1820, cuando Ybarra volvió como embajador de Méjico. Esos serán los bisabuelos de Pepe. Pero de Bassompierre ha muerto. Así que no puede casarse con madame de Céspedes. Por tanto, el hijo de Ignacio Ybarra no se puede casar tampoco con su hija, así que él no puede ser el tatarabuelo de Pepe. Por tanto, si el bisabuelo de Pepe no existirá, como es natural, su abuelo no podrá engendrar a su padre y si ninguno de ellos existe nunca, oh, Pepe no habrá podido nacer.
Carroll contestó escéptico:
- ¿Qué es lo que opina usted, Ybarra? ¿Nota que le falta algo desde la pérdida de su tatarabuelo?
- Me siento horrible - contestó Pepe con una voz muy fina -. Aguardo simplemente desvanecerme. No resulta nada placentero.
Había batir de cascos en la empedrada carretera sobre la que el coche marchaba hacia París. Habían tres carruajes en caravana, con una escolta de jinetes pertenecientes al Gran Chambelán, de soldados traídos para ayudar al tatarabuelo de Pepe, que venía a apresar a de Bassompierre y los lacayos con librea que pertenecían a cada uno de los vehículos. El estrépito era muy considerable mientras avanzaban a través de la noche.
Harrison habló de pronto, con voz estupefacta:
- ¡Miren! ¡Nos hemos equivocado con esto! ¡Fíjense en la cosa bajo su nuevo aspecto! Todos nuestros argumentos… la base de lo que hemos tratado de hacer es que se puede cambiar el pasado. Queremos cambiarlo a causa de que las consecuencias de las cosas que antiguamente sucedieron son abrumadoras. ¡Las consecuencias! ¿No lo ven?
Carroll sacudió la cabeza en la oscuridad.
- Estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero no sé adónde quiere ir a parar.
- ¡Oh… oh… si una cosa tiene consecuencias es real! ¡Es actual! ¡No ha sido cambiada de algo que ocurriese a algo que no lo hizo! ¡No ha… dejado de suceder! Es realmente parte del actual pasado y sus consecuencias son en realidad una parte del presente. Pero un acontecimiento que no tiene consecuencias no es un hecho real y no sucede. Eso está claro, ¿verdad?
- Claro - admitió Carroll -, pero no transparente. ¿Qué continúa?
- Mire a Pepe - dijo Harrison casi con estridencia -. Considera que ha perdido un antecesor esencial y que debe desvanecerse en silencio. ¡Pero de no haber poseído un jugo completo de antecesores no habría nacido! Si de Bassompierre fue su tatarabuelo y murió antes de casarse con madame de Céspedes, Pepe no habría tenido un bisabuelo, un abuelo, un padre… no habría sido él mismo. ¡No lo habría sido! ¡Pero ahí le tenemos sentado! ¡Así que debe ser consecuencia de matrimonios, llamémosle acontecimientos, que tuvieron consecuencia! ¡Fueron actuales! ¡Y no dejaron de suceder! ¡Y, por tanto, nada que pudiera haberlo hecho imposible ha debido tener lugar!… ¡Nada como la muerte prematura de su tatarabuelo!
- Admito la lógica - dijo Carroll -. Pero de Bassompierre…
- ¡Pregunte a Cuvier si mataron a de Bassompierre! - exclamó Harrison triunfante -. ¡Pregunte a Talleyrand! ¡Pregunte a Guy-Lussac y a Lagrange y a Champollion! No. A Champollion, no. Ese es un pedante. ¡Pero pregunte a Laplace! ¡Pregunte! ¡Pensarán que está usted loco! ¡Porque usted es de Bassompierre, ahora! ¡Usted puede escribir cartas acerca de la ciencia! ¿Quién sino podría? Tiene usted el principio de una amistad con Talleyrand. ¿Quién sino podría aconsejarle por anticipado, acerca de la historia francesa, para que él siguiera su camino durante el resto de su vida sin una torpeza? ¡No hay ningún otro Túnel del Tiempo! Usted…
Harrison se encontró atropellándose con sus propias palabras. Se detuvo, porque había perdido el aliento en su prisa de decir todo aquello.
Carroll habló sorprendido:
- ¡Bien, que me condene! ¡Quizás está usted en lo cierto! ¡Ybarra! ¡Ybarra! ¿Le gustaría ser mi tataranieto? Pepe contestó con un hilo de voz:
- ¿Qué es esto? ¿Una broma?
Carroll se agitó. Harrison sabía, a pesar de la oscuridad del carruaje, que se estaba pasando la mano por el pelo y que adoptaba aquel gesto familiar propio de su aula en la Universidad de Brevard, a un par de siglos de distancia en el futuro.
- Cuando uno piensa en eso - dijo Carroll pensativo -, le parece perfectamente razonable. ¡Después de todo, estamos en 1804, y ciertamente no me había casado en 1804! ¡Ni en 1803, o 1802, o cualquier año anterior! ¡Así como hoy, en primero de agosto de 1804, no me he casado jamás! Raro, ¿eh? Y si soy el de Bassompierre que escribirá las cartas que usted descubrirá, Harrison, casi un montón de décadas en el futuro, moriré en 1858 a la edad de noventa y uno. Y eso será un siglo y pico antes de que la tía de Valerie venga al mundo. ¡Así que, con toda evidencia, no puedo casarme con ella! - añadió -. Sea como sea, el hecho no me hace llorar de pena.
Harrison dijo, con principio de duda:
- ¡Pero usted se casó con ella, y si usted no se hubiese casado no habría existido «Carroll, Dubois et Cie.», yo no habría conocido a Valerie, no la habría reencontrado y no habríamos vuelto hasta este tiempo! ¡Nada de esto habría sucedido!
- Cierto - asintió Carroll, con una enorme calma -. Pero, Harrison, eso tampoco tiene fundamento racional. Estamos en 1804 y usted nació por lo menos siglo y medio en el futuro. ¡Si se queda aquí morirá de viejo unas cuantas décadas antes de que haya nacido! ¿Qué piensa hacer acerca de eso?
El estrépito de los cascos de los caballos al exterior quedó de pronto apagado, como si trotasen sobre tierra arrastrada por las lluvias y depositada sobre la empedrada carretera. Carroll dijo reflexivo:
- De cualquier forma, ella parece poseer buen carácter… - se agitó. Luego cambió de tono -. Sépalo usted. Ybarra no fue nunca un buen estudiante en Brevard. Pero no le suspendí. Quizás de manera inconsciente, experimentaba el favoritismo propio de un tatarabuelo, ¿eh?