CAPÍTULO 8

Pero fueron los cuatro quienes iniciaron el regreso a St. Jean-sur-Seine, en vez de uno solo. Harrison, Carroll, Pepe Ybarra y Albert partieron juntos e inmediatamente. Pepe ofrecía una figura patética. Estaba exhausto cuando llegó y, una vez contada su historia, pareció hundirse en la más amarga desesperación. Pero no se quedaría en París mientras los demás volvían a St. Jean-sur-Seine. Parecía pensar que apremiándoles de manera continua les incitaría a emprender acciones que podrían ser el juego más frenético y descuidado de todos, pero que aún podían dar al mundo que recordaba una última y débil posibilidad de supervivencia. De otro modo, quizás no hubiese esperanza.

Su razonamiento era emocional y, por tanto, simple. Ellos solos eran capaces de tratar dos momentos históricos ampliamente separados como si fueran dos presentes diversos. Pero sólo uno de esos presentes era consecuencia del otro. Por tanto, los acontecimientos en el último venían por lo menos parcialmente decididos por lo que pasaba en el primero de los presentes, el napoleónico. Debían poder cambiar lo que ocurría en la época anterior a la de su verdadera existencia. Tendrían que averiguar lo que resultaría en días del siglo XX. Les era imposible predeterminar el resultado de lo que hiciesen, porque el cosmos es demasiado complejo para ser manipulado por un solo individuo. Pero gracias a los cambios, y, si era necesario, cambiando estos cambios, llegarían por último a una parte tolerable, o por lo menos no letal, del siglo XX. No parecía un procedimiento exacto, pero lo intentarían.

Carroll le daba la razón para tranquilizarle. Pero, no obstante, salieron de la ciudad. Una vez tuvieron que detenerse, en las barreras en donde se efectuaba el octroi. Todas las personas que entraban y salían de la ciudad tenían que pagar ese impuesto, pero los recaudadores estaban adormilados y aburridos, aun cuando tres caballeros y un criado se mostraran presurosos de viajar a hora tan inconveniente. Carroll pagó por todos, a la luz de una antorcha. Cuando siguieron cabalgando, dijo enojado:

- ¡Maldición! ¡Ha sido una suerte que viniese, Ybarra! ¡No me di cuenta de cómo habían disminuido mis fondos! ¿Trae usted dinero de este período?

Pepe contestó con torpeza:

- Habían algunas monedas. Las tomé. Madame Carroll me las vendió. Está indignada porque usted no ha vuelto con género nuevo para la tienda.

Carroll gruñó:

- ¡Y tampoco cobramos el perfume! ¡Me espera un mal rato nada más regresemos! - Continuaron a través de la oscuridad. Carroll dijo -: Harrison, usted piensa traer a Valerie hasta 1804 por razones de seguridad. Estoy convencido de que sus intenciones son honorables. Pero tengo una duda. Yo no traje bastante dinero para vivir indefinidamente aquí. Ustedes lo necesitarán. ¿Cómo van a conseguirlo?

Harrison había estado absorto por la necesidad de volver a St. Jean-sur-Seine y de allí a París y explicar luego a Valerie esa urgencia necesaria para ella de cruzar en su compañía el Túnel del Tiempo para quedarse a residir en el período de Napoleón. Necesitarían permanecer allá hasta que la guerra atómica destruyese el mundo en que habían nacido, o hasta que él y Carroll, con sus acciones, hicieran improbable tal guerra. Se sintió preocupado temiendo que ella dudase en dar un paso tan drástico. Ahora experimentó una nueva preocupación. Necesitarían dinero con el que vivir. Incluso en 1804. Ajustó una parte de su mente para que trabajase en el problema. Era parte de los lugares comunes de todos estos aspectos notables del negocio del viaje en el tiempo. Pero principalmente trató febril de calcular si la guerra habría empezado ya antes de llegar a St. Jean-sur-Seine, de efectuar el viaje del pueblecito a París y regresar por el Túnel con Valerie.

Carroll volvió a hablar en la oscuridad, con los cascos de los caballos emitiendo sonidos apagados al chocar con la calzada.

- Sí… tenemos que pensar en el dinero. Hmmm… Albert, ¿tienes tú algo? ¿Dinero que sirva aquí?

- Pues, m’sieur - contestó Albert con tono excusativo -. Yo no anticipo los acontecimientos, como le dije a m’sieur Harrison. Prefiero las sorpresas. Pero la clase de sorpresas que me gustan tienen mejor sabor cuando se posee dinero. Seré muy feliz al compartirlo con ustedes.

Para Harrison esto sonaba a pesadilla. Preocuparse por dinero cuando todo el mundo de su generación parecía presto a cometer un suicidio colectivo muy en breve, le hacía considerar el asunto como la mayor muestra de enajenación mental. Pero ya había dejado de chocarle ir vestido con aquel traje y cabalgar por las carreteras un centenar de años antes de que naciese su abuelo.

- Mejor será que te lo pienses bien - dijo Carroll, muy en serio -. Sospecho que Harrison emigrará a este período con Valerle. Si eres prudente, harás probablemente lo mismo. En ese caso necesitarás cuanto dinero tienes.

- Siempre puedo conseguir más, m’sieur - contestó Albert -. Estoy retirado, pero en caso de emergencia…

- Otro problema - continuó Carroll, reflexivo -. Para usted, Harrison. Valerie necesitará ropas de esta época, por lo menos al principio. Y no podemos correr el riesgo de aguardar que se las confeccionen.

Pepe intervino con fiereza.

- ¡Lo que hay que hacer es conseguir que no sean necesarias! ¡Dar algún paso! ¡Ahora! ¿Qué se puede hacer después que hayan caído las bombas?

- Esta es la parte más singular - dijo Carroll -. En su experiencia usted ha conocido qué cosas cambiaron y cuáles no. Maximiliano y los cuatro emperadores de Méjico, por ejemplo. Si arreglamos las cosas de modo que las bombas no caigan, incluso después de que hayan caído, todo será lo mismo, en apariencia… Pero, en cierto modo, no creo que lleguen a caer.

- ¿Por qué?

- ¡No sería sensato! - dijo Carroll -. Significaría que la existencia no tiene razón de ser. ¡Las coincidencias serían simples coincidencias! No habría significado en el significado. ¡Nada representaría nada! ¡Pero nosotros los humanos hemos sido creados con cierto propósito! Los sistemas no existirían y el diseño tampoco. Pero hemos sido diseñados para ver ese diseño y descubrir los sistemas, y no tiene más sensatez para nosotros estar equipados para descubrir lo que no existe, que tendría para un animal existir con necesidades que el universo no pueda satisfacer. ¡Tenemos que hacer algo, sí! ¡Pero es que hay «algo» esperando que nosotros lo hagamos! Aparentemente siempre lo ha habido. Supongo que siempre lo habrá.

Pepe guardaba silencio, pero era un silencio desdeñoso. Harrison seguía preocupado. Albert parecía sumido en una calma turbadora; mientras, la oscuridad rodeaba el caminar de los caballos. Carroll no objetó cuando Harrison apretó el paso de su montura.

- Para ser otra vez prácticos - dijo Carroll -, si no decides guardártelos para ti, que sería un acto de prudencia en el caso de que pensases quedarte aquí, te compraremos tus monedas de oro, Albert. Ciertamente que M. Harrison ha decidido emigrar a esta época, porque él y ma’mselle Valerie se casarán y desea seguridad para su esposa. Necesitarán monedas de oro, pero yo, con toda honradez, no te aconsejaría que las vendas. Siempre valdrán algo y el papel quizás no. Podrías necesitarlas.

- ¡Pero, m’sieur, cuando guste puedo conseguir más! - aclaró educadamente Albert -. Me he retirado, pero en caso de emergencia…

- Necesitamos conseguir más perfume - dijo Carroll a Harrison -. ¡Maldición, necesitamos capital! ¡Necesitamos hacer dinero! ¡No hay manera de saber cuánto tiempo tendremos que estar aquí! Aunque claro, cruzando el Túnel podremos saber si hemos tenido éxito. ¡Usted tiene que pensar en ropas para Valerie! No puede circular por aquí vestida con trajes modernos. ¡Ni pensarlo! ¡Y tampoco podemos aguardar que le hagan la ropa necesaria!

La mente de Harrison dio vueltas, desalentada, a aquel problema durante un momento. Pensó en el costumier de quien Albert obtuvo su equipo de lacayo. Eso podía ser o no una posibilidad. Pero deseaba que Valerie estuviese sana y salva en este lado del Túnel lo antes posible. La haría cruzar por dicho túnel aunque fuera pasando por encima del cadáver de madame Carroll, claro…

Pepe dijo con amargura:

- ¡Todavía no ha dicho palabra sobre hacer algo que impida a los chinos declarar la guerra! ¡Maldita sea la gente que no permite que otras personas vivan como les dé la gana!

Harrison oyó a Albert hablar solícito y se dio cuenta por primera vez que habían estado conversando en francés y que el ex ladrón pudo enterarse de cuanto dijeron.

M’sieur Carroll, ¿quiere usted decirme quién intenta cambiar mi modo de vivir? ¡Soy francés y me resisto a aceptar tales cosas!

Los cuatro caballos de posta continuaron su marcha por la noche. Harrison vio cómo. Carroll explicaba las consecuencias del viaje por el tiempo a través del Túnel. No era una información que debiera divulgarse; sin embargo, tampoco existía inconveniente en decírselo porque nadie que no hubiera pasado a través del Túnel creería o bien que existía o bien que el que pretendiera haber efectuado el viaje estaba cuerdo. Era un secreto que se conservaría por sí mismo. Ninguna persona daría crédito al que lo divulgara. Albert había insistido incluso en no querer comprender las cosas extrañas que existían más allá del Túnel. Pero mientras Carroll le explicaba, hizo una serie de preguntas.

- ¡Ah! - dijo con tono profundo -. Es como si hubiese un modo de caminar cruzando el Túnel y entrar en una película y como si este Túnel fuese también la única salida. ¿Eh?

Carroll asintió. Continuó. Al poco Albert preguntaba:

- ¿Pero, m’sieur, cómo hizo usted que el Túnel de la pared actuase de forma que condujese al pasado?

Aquí Carroll fue menos explícito. Harrison sólo escuchaba a medias. Carroll decía que había averiguado que un cañón dejado en el molde donde se le fundió proporcionaba un punto fijo en el tiempo. Así que era posible utilizarlo para obtener una abertura, un pasadizo, un túnel entre dos épocas. La afirmación carecía del carácter de explicación completa para Harrison. Podía comprender el hecho de que si uno cruzaba el Túnel un miércoles y permanecía allí un día, volvería en jueves. Pero Harrison no veía claro porque cada vez que uno pasaba a través del Túnel desde el siglo XX llegaba en una fecha distinta del XIX. Parecía, sin embargo, algo que ligaba con el hecho de que si el Túnel del Tiempo se desplomaba alguna vez nunca podría ser reconstruido. Habría desaparecido para siempre. Tendría que encontrarse un metal recién fundido que no hubiese sido alterado desde su solidificación y el nuevo Túnel del Tiempo sólo tendría la longitud, la duración del intervalo transcurrido entre el momento de la solidificación del metal y la formación del túnel.

Albert dijo respetuoso:

- ¿Pero, supongamos, m’sieur, que uno estuviese cruzando el Túnel y que entonces se desplomara?

Carroll observó que los túneles de período breve eran inestables. Si sólo tenían días o semanas podían desplomarse. Pero un túnel de un siglo de extensión, duraría indefinidamente. El túnel de St. Jean-sur-Seine casi tenía dos siglos entre sus extremos. Podría romperse y entonces desaparecería para siempre, pero de por sí era estable.

Cubrieron la primera distancia entre casas de posta en algo más de una hora. Cambiaron de caballos y recibieron otros de refresco. Siguieron adelante por la noche. Pepe estaba profundamente cansado. Había cabalgado desde St. Jean-sur-Seine sin reposar y ahora regresaba a St. Jean-sur-Seine sin tiempo alguno para recuperarse de las fatigas.

La tercera casa de posta era posada y había un carruaje en el patio. Se veían cuatro jinetes de escolta con librea, muy armados, que habían despertado a los miembros de la posada y las antorchas ardían humeantes y los mozos iban de una parte a otra tratando de suministrar caballos mientras los cocineros proporcionaban una especie de tentempié nocturno para un hombre ceñudo de negra capa de terciopelo.

Pepe se recostó en el cuello de su caballo mientras Albert concertaba el cambio de monturas. Carroll desmontó y entró en la posada. Harrison paseaba arriba y abajo, para desentumecer sus músculos después de un cabalgar desacostumbrado. Alguien salió del establecimiento con una bandeja. Se acercó al carruaje con ella. Harrison vio dos cabezas en las ventanillas. Una pertenecía a una chica de casi la edad de Valerie, con el mismo aspecto de su novia. Su expresión era infinitamente triste. La otra pertenecía a una mujer mayor, posiblemente próxima a los cuarenta, llevando el tocado de cabeza de una viuda española. Era regordeta y de expresión animosa. Parecía alguien cuya compañía resultaría agradable. Abrió la puerta, recibió la bandeja y la metió dentro del carruaje. La puerta tornó a cerrarse.

Carroll salió de la posada. Albert había desaparecido. Se oyó un súbito estrépito. Los criados de la posada salieron corriendo. Los lacayos de la escolta montada marcharon a ver lo que ocurría. Entonces se oyó una sola voz, profiriendo maldiciones, el hombre ceñudo de la capa negra de terciopelo se adelantó autoritario para acabar con el tumulto.

Regresó seguido por su cochero, que manoteaba y estaba furioso. Alguna persona desconocida había vaciado un cubo de madera lleno de agua en la cabeza del cochero, dejándoselo encasquetado. Tuvieron que romper el recipiente para sacarlo. Ahora el hombre de la capa de tercio pelo negro estaba fríamente furioso con su servidor y frenético con los jinetes de la escolta.

A los pocos minutos, los caballos del carruaje estaban en su lugar y el vehículo partía traqueteando hacia París. Los caballos de los jinetes de la escolta producían una especie de repiqueteo apagado en la carretera.

Los cuatro del siglo XX se alejaron de París camino de St. Jean-sur-Seine. Pepe estaba profundamente exhausto. Le resultaría imposible literalmente continuar otro día y noche de viaje rápido. Dos casas de posta después de la posada, Harrison dijo ansioso:

- ¡Carroll, vamos a perder tiempo con Pepe! ¡Será mejor que descanse unas cuantas horas! ¡Quédese usted aquí con él! ¡Yo me adelantaré!

Carroll contestó:

- Será mejor que no. ¡Yo también tengo cosas que hacer! Albert, ¿quieres quedarte para cuidar a m’sieur Ybarra y llevarle hasta el Túnel lo antes posible? M. Harrison y yo tenemos que seguir adelante. Es urgente.

- Pues seguro, m’sieur - dijo Albert -. Yo mismo agradeceré el descanso. Esta noche me he movido más de lo esperado.

Carroll concertó con el posadero que Pepe se acomodase en la casa de postas. Albert dormiría en el suelo, en la misma habitación. Harrison comprobó que la puerta se abría hacia el interior. Y no podrían abrir sin despertar a Albert. Pepe subió las escaleras tambaleándose y se desplomó en la cama, agotado.

Carroll y Harrison siguieron adelante. Cabalgaron haciendo trotar a sus caballos un ratito y llevándolos al paso otro, cubriendo la distancia con velocidad apreciable. Era la manera de conseguir el máximo rendimiento sin agotar a sus monturas. Llegaron a diversas casas de posta y cambiaron de caballos y continuaron su carrera contra el tiempo y el destino y contra los esfuerzos de la raza humana para destruirse a sí misma. La media de su viaje no tuvo precedentes en la Francia de 1804, excepto con los correos que llevaban mensajes militares. El cielo comenzaba a ponerse gris en el Este cuando apareció a la vista S. Jean-sur-Seine.

Corrían un riesgo considerable. Desensillaron sus monturas y las dejaron sueltas. Escondieron las sillas. Los caballos, siendo de la última posta, eventualmente, volverían a su establo. Y Harrison y Carroll penetraron en el pueblo a pie. Pero llegaron a la fundición y se adentraron en ella sin ser vistos por ningún ciudadano de la localidad.