Capítulo Décimo
Soames hizo su llamada de larga distancia un lunes, cuando la guerra parecía que estallaría dentro de horas. Todo el día del lunes la tensión continuó. Los embotellamientos del tránsito llegaron a ser algo normal en las afueras de las grandes ciudades, que serían lógicos blancos para los proyectiles de largo alcance. Cada medio de transporte para alejarse del centro de las grandes poblaciones se repletó más allá de su capacidad, pero hasta ese momento el éxodo de la gente de las ciudades era el resultado de la aprehensión, no del pánico. El público había sido nutrido por años con noticias sobre el peligro. Vendía periódicos y aseguraba escuchas para los programas patrocinados de las emisoras. El americano medio se había acostumbrado, pero nunca dejaba de creerlo. De manera que cuando las noticias rebasaron esa medida, se trasladó al campo.
En la tarde del martes, las tropas de la guardia nacional habían sido llamadas en diez Estados para resguardar el tránsito. Para el miércoles, las carreteras no estaban atochadas excepto a las salidas de las ciudades. La población de la nación se había extendido por sí misma hasta casi llegar al máximo de distribución ordenada para evitar los peligros del bombardeo atómico. En Calumet Lake, sin embargo, no se notaba un cambio notable. Soames y Fran continuaban pescando. En el bote, Fran, algunas veces cerraba los ojos y apretaba el extremo del pequeño comunicador de sensaciones y percepciones que él había fabricado. No lo conectaba por más de un segundo cada vez. Si hacía contacto con uno de los otros niños, estaba preparado para hablar rápidamente, asegurarles que se encontraba a salvo y preguntar noticias de Zani, Mal, Hod y Gail. Podía hacerlo muy velozmente, sin duda. Soames había insistido en que la comunicación durara sólo unos instantes.
—Tal vez esos aparatos pueden ser ubicados directamente — dijo —. La Seguridad te busca, Fran. ¡Si hay algún medio de conseguir una pista, la encontrarán! ¡Que sea breve!
Fran asintió con gravedad. Soames se preguntaba cuánto sería el inglés que ahora entendía Fran. No cabía duda que se esclavizaba tratando de aprender el vocabulario. Llenó un cuaderno de anotaciones con palabras inglesas escritas en la extraña lengua que hablaba y las estudiaba en los ratos de ocio.
—Si encuentran la pista — añadió Soames —, averiguarán de inmediato que los otros niños también están equipados con estos aparatos. Pero los dejarán tranquilos por un tiempo, tratando de que ellos les den una clave para encontrarte. Eres el número uno en la lista de Se busca.
Fran asintió otra vez, pero con menos seguridad. De tiempo en tiempo, entonces, trató de conectarse con otra persona, en algún lugar desconocido. Hacia las últimas horas de la tarde, rechinó los dientes cuando soltó el botón — la cabeza de alfiler — que controlaba su dispositivo en miniatura.
—¿Alguien está escuchando? — preguntó Soames.
Fran asintió.
—¿No son los niños?
Fran movió la cabeza. Cebó un anzuelo, lo arrojó y se acomodó, con el ceño fruncido, a esperar que los peces picaran.
En casi toda la nación ahora, las grandes ciudades estaban notablemente menos pobladas que antes. Alrededor de dos millones de personas habían salido del gran Nueva York. Un millón de Los Ángeles. Tres cuartos de millón de Chicago. Trescientas mil fuera de Nueva Orleáns. Ashtabula, en Ohio, disminuyó en veinte mil los habitantes de su población. El éxodo continuó en la más alta proporción que los sobrecargados transportes podían acomodar, pero así y todo, era un movimiento basado sólo en la aprehensión. No existía actualmente ningún pánico.
En la mañana del jueves, todas las emisoras dieron la noticia bomba de que la línea de radar DEW, que atravesaba Canadá, había informado que unos objetos en el aire cruzaban el Polo Norte, rumbo a Estados Unidos. América cerró sus puños y esperó por los proyectiles que caerían o serían explotados por cañones antiproyectiles, como el destino o la suerte lo determinaran. Veinte minutos más tarde, llegó un desmentido. El radar detectó unos objetos que no eran proyectiles, sino aviones que volaban en formación. Cambiaron de ruta y volvieron a sus bases. Eran, probablemente, aviones de combate extranjeros que patrullaban más allá de su alcance de costumbre.
Soames retuvo el aliento con el resto de su país.
Estaba empezando a respirar con libertad otra vez, cuando Fran llegó corriendo, desde la cabaña. Sus ojos relucían.
—Yo obtuve — se atragantó —, Zani. Yo dije — se atragantó de nuevo —, nosotros vendremos. — Añadió —: Nuestra lengua.
Soames lo miró inquisitivamente.
—Tal vez, después de todo, tú lees en las mentes. ¿Estaba alguien escuchando? ¿Nadie más, fuera de Zani?
—Dos hombres — dijo Fran —. Ellos conversaban. Rápido. Inglés.
—Uno podría ser un monitor — dijo Soames, sombrío —. Dos, significa que tienen nuestra pista. ¡Vamonos!
Fue hasta la oficina de propiedades de las cabañas del lago Calumet. Pagó la renta que debía. Explicó que él y su hermano se volvían a San Diego, a causa de su familia y todo este asunto de la guerra. Él y Fran partieron en la motocicleta.
Estaban a treinta millas de distancia cuando un sonido de motor llenó el aire. Lejos, sobre las montañas, vieron una enorme formación de transportes avanzando hacia el lugar que ellos dejaran atrás.
—Tenían la pista, después de todo — comentó Soames.
La motocicleta siguió en su ruidoso camino. Había un descenso de paracaídas en masa alrededor del área indicada por hombres que utilizaban los instrumentos indicadores de dirección. Los paracaidistas bajarían del cielo para juntarse con otras fuerzas y formar un cordón completamente cerrado alrededor del lago Calumet. Serían ayudados por otros paracaidistas que llegarían en formaciones distintas desde otras bases. Cuando nadie tuviera ninguna posibilidad de salir, se moverían y capturarían a Fran.
Fue un trabajo rápido y bien combinado. Su único defecto radicaba en el hecho de que Soames se había anticipado. Los interceptores de los aparatos sensoriales tenderían a pensar en estos objetos como dispositivos de recepción, sólo porque ellos nunca habían intentado transmitir. Cuando descubrieron a Fran comunicando, instantáneamente informaron que tenían un contacto, así, la máquina montada para capturarlo, se puso en movimiento. Pero tomó un poco de tiempo, mientras se coordinaba el movimiento. Pudieron ser sólo segundos, pero algún tiempo se perdería antes de que los paracaidistas estuvieran equipados debidamente. Más tiempo pasaría antes de que llegaran a sus aviones, aunque los motores se hubieran comenzado a calentar a la primera señal. Habría una pérdida de tiempo inevitable antes de que pudieran despegar.
Soames había contado con esto, y le bastó. Para el tiempo que los paracaidistas se alistaban, ellos se habían alejado varias millas, y en los momentos en que los aviones se acercaron al lago Calumet, ya estaban a treinta millas de distancia, y cuando un estricto cordón se estableció, se encontraban a cientos de millas. Al caer la noche habían recorrido una gran distancia, cientos de millas al sur de Denver.
Tenían menos posibilidades que antes de ser ubicados. Ahora en las carreteras se notaba un tráfico mucho mayor que lo corriente, aunque no existiera más atochamiento. En los lugares más sorpresivos e inapropiados se encontraban grupos de autos estacionados juntos. Ahorraban gasolina al estar inmóviles y se intercambiaban compañía y protección por su vecindad. Siempre había una radio sintonizada transmitiendo noticias. Formaron novedosas comunidades que se juntaban alrededor de las llamas del fuego por la noche y discutían las noticias del dia. Las cuales no mejoraban.
El aumento de población en lugares remotos era una protección para Soames y Fran. Soames se preocupaba, sin embargo, por Gail. La situación de ella y de los otros tres niños estaba muy lejos de ser envidiable. En la creciente confusión y tensión del momento era muy difícil que obtuvieran una mejoría en su estado. —Creo — Soames le dijo a Fran, reflexivamente —, que a la noche, con toda esta desorganización que parece ir aumentando, puedes tratar de conversar con los chicos otra vez. Nadie tratará de lanzar una invasión de paracaidistas en estas montañas en la oscuridad. No se podrá organizar hasta el amanecer y dudo que les fuera posible bloquear las carreteras. Trata de entablar contacto, ¿eh? Y averigua cómo se las están arreglando.
En su interior, Soames deseaba ardientemente saber algo de Gail. Ella había adivinado que iba a tratar de encontrar a Fran. Debió haber sabido que él tuvo éxito. Estuvieron muy poco tiempo juntos, si se considera que esperaban pasar el resto de sus vidas unidos. Él deseaba desesperadamente estar cerca de ella, verla, o al menos escucharla.
Fran asintió. Se movió de manera que el calor del fuego no lo alcanzara, para no indicar que estaba acampando al aire libre. Encontró un lugar para tenderse con comodidad para poder estar libre de cualquier sensación que lo distrajera. Cerró sus ojos. Soames lo vio presionar un extremo de su pequeño comunicador y soltarlo rápido. Después de un instante de pausa, lo presionó de nuevo. Sostuvo el comunicador por varios segundos, medio minuto. Lo desconectó nuevamente, sentándose.
—Usted trate — dijo como confundido —. ¡Usted trate!
Soames cerró sus ojos. Presionó el pequeño botón de cabeza de alfiler en un extremo del instrumento que era un poco más grande que una cerilla. Sintió la sensación de otro cuerpo. El otro cuerpo abrió sus ojos. Soames vio de lo que se trataba. El rostro de Gail reflejado en un espejo. Estaba pálida. Su expresión era cansada y apagada, pero sonrió a su reflejo porque Soames vería lo que ella estaba viendo.
Habló de manera que ella pudiera oír su voz como él la escuchaba.
—¡Gail!
Sintió una mano, su mano, que derramaba algo sobre una superficie delante de ella. Lo extendió. Eran polvos de tocador volcados en la superficie de su mesa de noche. Un dedo escribió. Ella miró hacia abajo.
—Ayuda a Fran — leyó—. ¡Debes hacerlo!
Sintió que la mano suavemente borraba el mensaje. La ira lo invadió. Instantáneamente se dio cuenta de lo que había sucedido. La huida de Fran del lago Calumet probaba que sabía que sus comunicaciones eran interceptadas y tratadas de localizar. Por lo tanto, los otros niños no servían como instrumentos por cuyo intermedio él pudiera ser atrapado. De manera que sus comunicadores fueron requisados por segunda vez, y ahora eran vigilados estrecha e incesantemente. Cada mirada, cada palabra, cada gesto, era anotado.
—Tengo que ser rápido — dijo Soames fríamente, para que ella lo oyera —. Lo ayudaría pero él quiere ponerse en contacto con su gente.
Gail abrió sus ojos otra vez. Su imagen en el espejo asintió.
—Y si lo hago — prosiguió Soames tan fríamente como antes —, ellos vendrán y nos conquistarán. Y yo prefiero que nos matemos unos a otros a que el más bondadoso y bien dispuesto de los conquistadores nos esclavice.
Sintió su mano otra vez emparejando el polvo derramado. Escribió sobre él. Supo lo que había escrito antes que ella bajara sus ojos para leer. Soames no podía creerlo. Eran solamente tres las palabras escritas, no, dos palabras y un número. Sintió casi un impacto físico. Estaba incrédulo. Si esto fuera verdad, entonces...
Súbitamente percibió una mano cerrándose firmemente sobre el hombro de Gail. La capitán Moggs habló autoritaria, con consternación y reproche:
—¡Gail! ¡Cómo pudo usted! ¡Usted tiene uno de esos terribles objetos telepáticos, también! ¡Esto es muy grave, Gail!
En ese momento el contacto se rompió. La capitán Moggs había arrebatado el comunicador de manos de Gail.
Lleno de ira, Soames cogió a Fran y se alejaron de allí inmediatamente. Tal vez la prisa era innecesaria. El tránsito no podía ser vigilado como de costumbre ahora. Pero ellos se alejaron, rápidos. A medida que se alejaban del lugar — difícilmente ubicable ahora —, Soames, alternativamente, rabiaba y trataba de considerar en forma realística el sentido de las dos palabras y el número, que eran completamente increíbles a primera vista.
Poco después del amanecer compró un periódico de dos días atrás. Fue el más reciente que pudo encontrar para la venta. Recorrió una cierta distancia y se estacionó donde la carretera hacía una curva especialmente dramática y había una plazoleta para que los turistas descansaran mientras admiraban el panorama.
Se detuvo allí y deliberadamente leyó las noticias que afectaban a la guerra y la paz y a los niños y por lo tanto a Gail. Cuando lo terminó, dobló el diario minuciosamente y con un cuidadoso control de sí mismo lo rompió en pedazos. Entonces dijo, furioso:
—Fran, hay una pregunta que nunca se me ha ocurrido hacerte antes.
Le expuso la pregunta. Fran podía contestarla con dos palabras en inglés y un número, las mismas palabras y el mismo número que Gail había usado. Pero él no conocía las palabras y especialmente no conocía el número. Su gente, naturalmente, no usaba los números árabes a los que Soames estaba más acostumbrado ni el arreglo que da al mismo símbolo un valor de unidades, cientos, miles o millones, dependiendo de su posición en un grupo de tales símbolos. El sistema de Fran de escribir los números era tan complejo como el sistema que usaran en la antigua Roma. Y Soames no tenía clave. Le tomó un largo tiempo comprender la cantidad que Fran tenía en la mente y Soames tenía que asegurarse que estuviera bien.
De súbito, se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Conocía el porqué era cierto, y oscuramente aumentaba su ira cuando pensaba en la situación y en el trato dado a Gail. Pensó también en los niños, pero su ira era por Gail. La estaban haciendo desgraciada. Frunció el ceño.
Pateó el diario despedazado.
—De acuerdo con este diario — dijo ácidamente —, mis compatriotas han decidido prestar atención a las opiniones de la humanidad y dejarse llevar por la corriente. Sugirieron llamar a un comité internacional en las N. U. para recibir en custodia a los niños. Ese comité se pondrá inmediatamente a trabajar para averiguar de dónde vienen ustedes, por qué y cuándo ustedes esperan que vengan en su busca. Ahora, ya saben como yo lo sé, que parte de lo que averiguan no lo aceptarán. Viajar en el tiempo es imposible. De manera que cuando ustedes les digan de dónde vienen, no les creerán. Insistirán en que ustedes son del Quinto Planeta. Tratarán de hurgar más allá de lo que ellos consideran una mentira. Usan diferentes técnicas en sus interrogatorios. Usan drogas inhibidoras y relajadoras. Ellos...
La expresión de Fran no cambió. Aunque no era pasiva.
—Eso no sucederá — dijo Soames, con una furia súbita —. ¡Excepto sobre mi cadáver! iGail siente lo mismo que yo! ¡Sigamos! ¡Tenemos que planear una intriga de los demonios para sabotear esos trabajos!
Trepó sobre el pedal de la motocicleta. Se balanceó hacia delante, bajando por el camino ventoso de la montaña hacia el plano. Abajo, en los valles al pie de la montaña, había pequeños pueblos de más o menos el mismo tamaño de Bluevale. No participaban del peligro de las grandes ciudades. No eran blancos probables para bombas atómicas. De manera que sus negocios estaban abiertos como de costumbre, aunque las ventas eran mucho más altas que lo habitual debido a los refugiados de las grandes ciudades.
No se seguía mirando como una excentricidad el que alguien acampara en cualquier parte. Soames abandonó las altas montañas y se dirigió a una ciudad relativamente pequeña. Compró una tienda de campaña pequeña, alicates, una cocinilla de campo, una linterna, mantas, cerillas.
Volvieron al pie de la montaña. Se establecieron y sostuvieron la más extraña conferencia científica en la historia. El escenario de la conversación era un remoto y sencillo campamento improvisado al lado de un saltarín arroyo de truchas. Pescaron, conversaron, se dibujaron diagramas unos a otros. Cocinaron el pescado y siguieron dibujando y conversando. Cuando la oscuridad cayó, Soames encendió la lámpara, la colocó dentro de la tienda y salió para asegurarse que ningún rayo de luz se escapaba. Continuaron con los diagramas.
El inglés de Fran había progresado notablemente, pero ésta era una discusión altamente técnica. Se necesitaron dos días completos antes de que Soames tuviera clara en su mente la información que necesitaba. Hizo un bosquejo de lo que tenía que construir. Se dio cuenta de que el dibujo en sí mismo era una simplificación de un dispositivo originalmente mucho más complicado. Estaba adaptado para ser fabricado con los materiales disponibles en la localidad. Era lo que Fran había tratado de hacer en Navajo Dam.
—Lo que — dijo Soames, frunciendo el ceño — no resultó. No te diste cuenta de todos los recursos locales que había. Esta cosa trabaja, obviamente, porque un campo de electricidad terriblemente fuerte es cortado abruptamente y muere de inmediato. El aparato original, el que yo quemé, sin duda tenía un recurso muy fino para quebrar la pesada corriente sin hacer un arco. ¡La dificultad con Navajo Dam estribó en que hizo arco, y sí que lo hizo! ¡Eso fue un lío!
Se detuvo, considerando. Cada vez que Soames miraba a otra parte, Fran lo observaba con infinito respeto.
—El problema — dijo Soames, reflexionando —, es cortar la luz eléctrica sin producir una chispa en el conmutador, eso es todo. No importa la corriente que pase. La cosa es detenerla en forma instantánea. Por lo tanto, revisaremos el asunto desde adentro para afuera.
Fran cambió de posición. Esperó confiadamente. Miraba cómo Soames solucionaba sus problemas. Sentía gran cariño por Soames.
—En vez de hacer una terrorífica corriente continua y cortarla, voy a partir sin corriente y a usar un paquete de luz flash. Cada fotógrafo aficionado tiene uno. Dan una corriente de ochocientos amperios y dos mil quinientos voltios en la cuarenta milava parte de un segundo. La substancia no corre lo suficiente para quemar nada. Se corta sola. No existe nada para mantener el arco. ¿Ves?
Fran asintió, gravemente. Habría convenido con todo lo que Soames dijera. A los catorce años es posible admirar a un adulto profundamente. Soames regañaba ante la complejidad de uno de sus problemas y la respuesta todavía no la visualizaba.
—La parte complicada — dijo, incómodo — es el robo del helicóptero. Pero supongo que me las arreglaré.
Dejó a Fran pescando y bajó a la ciudad más próxima para comprar artículos extraños y algunos utensilios. Láminas de cobre, paquetes de luz reforzada, dos de ellos. Podía usar láminas en vez de unidades disipadoras de calor en grandes áreas, porque la corriente fluiría brevemente. Podía obtener una corriente terrorífica, por cierto. Los paquetes de luz reforzada, en serie, le darían cuatro millones de vatios de poder en el tiempo que uno tarda en pestañear.
Cuando volvió al campo, traía una pequeña radio de transistores. Fran había preparado el pescado y estaba listo para la cena. Soames comió escuchando las noticias de la radio. La situación permanecía en el límite exacto de una posible ruptura. Existían aún naciones antiamericanas que creían que los Estados Unidos estaban jugando sucio, y que era posible que se hubieran armado secreta e invenciblemente por intermedio de la ciencia de la nave espacial estrellada y que ahora esperara ser atacada primero antes de destruir toda resistencia al más ligero signo. Estos que abrigaban esas sospechas, aún vacilaban antes de embarcarse en una guerra. Pero la idea de un engaño era muy fuerte. Así, la tensión permanecía en el justo límite que los nervios pueden tolerar. El éxodo de las ciudades continuaba. Se admitía ahora, que el gobierno no funcionaba en Washington. El propósito era quitarle a la ciudad su atractivo como blanco de una bomba. Ahora era casi una ciudad desierta.
—Tenemos que ponernos a trabajar — dijo Soames —. No creo que tengamos mucho tiempo. Tenía esperanzas de que llegara un aparato de los exiliados, pero no lo han hecho.
Empezó a ensamblar el aparato que sustituiría al mucho más pesado, más macizo, más grande, que él destruyera sobre la sabana helada de la Antártica. El trabajo continuó sin tropiezos. Soames rediseñó el armazón. Un hombre puede construir algo de sus propios diseños mucho más fácilmente que si fuera dibujado por otro.
Antes de la puesta del sol, el objeto estaba terminado. Fran demostraba gran respeto. Este aparato era un cuarto más pequeño que el que su gente preparara con el mismo propósito. Y generaba poder por sí mismo también.
—Me gustaría tener una conversación con tu gente acerca de esto — dijo Soames, frunciéndose —. Creo que las cosas pueden ser traspuestas en el espacio y esto debería trabajar en ese sentido tanto como en el tiempo. Pero el hacerlo partir desde un extremo, es lo que me tiene indeciso.
Abandonó la tienda y el equipo. —O no las vamos a necesitar — comentó —, o no estaremos cerca para necesitarlas.
La vieja motocicleta a batería se alejó jadeando en la noche. Soames estudió el mapa de los caminos y él y Fran discutieron en detalle la ruta a seguir hacia Navajo Dam desde la base de proyectiles. Usarían zancos para atravesar las rejas electrificadas. Soames estaba seguro de que con la ayuda de Fran podría encontrar la aldea donde estaban Gail y los niños. Se necesitaría un helicóptero. Pero antes de eso, debía realizar una operación mucho más necesaria, que también se cumpliría mejor con la ayuda de un helicóptero. Cuando dejaron la tienda, se dirigieron a un pequeño campo de aviación, donde Soames aterrizara una vez. Tenía hangares para media docena de aviones particulares, poco costosos, y para dos helicópteros usados mayormente para la desinfección de cosechas.
Condujo durante el crepúsculo y la primera parte de la noche. Manejaron por caminos apartados. Era cerca de medianoche cuando pasaron por una área suburbana y se metieron en el campo otra vez. Llegaron al. campo aéreo cuando no existía actividad de ninguna especie. Soames dejó la motocicleta al lado de un claro, y a Fran esperando. Se movió silenciosamente en la oscuridad hacia los edificios cercanos, apagados, excepto en una habitación reservada al cuidador, en la que había un pequeño dejo de luz.
Fran esperaba, respirando ligero. Oyó insectos nocturnos y nada más. Parecía que el tiempo se alargaba horriblemente, un siglo antes de escuchar el ruido triturador de un motor puesto en marcha. Agarró de inmediato. Se oyó un rugido terrible dentro del edificio. La puerta grande de un hangar chirrió y se abrió hacia arriba, al mismo tiempo se abrió la del cuidador, que salió gritando como un loco.
El ruido de los motores cambió. La puerta del hangar estaba abierta de par en par. Una cosa trepidante se movía tratando de salir, dando vueltas enormes aletas negras contra el cielo. Zumbó más fuerte aún. Y se levantó y luego cayó con aparente torpeza, mientras cruzaba el campo aéreo, con el cuidador gritando detrás.
Fran encendió la luz delantera de la motocicleta, como se le había dicho, y tomó el aparato que Soames fabricó con paquetes de luz reforzada. El helicóptero se acercó donde se encontraba, a seis pies sobre el suelo. Tocó tierra y Fran se deslizó en la cabina. Entonces, los motores sí que atronaron y el helicóptero se elevó en el cielo.
Soames volaba sin luces. Una parte del tiempo que estuvo dentro del edificio, lo ocupó buscando la línea del teléfono del cuidador para cortarla. No sería fácil para una persona sobresaltada y agitada obtener una dirección lineal del vuelo de un helicóptero en medio de la oscuridad, y sin luces, y ni cuando tomó un curso engañoso, como Soames lo planeara.
Por el momento, la máquina flotaba hacia el sur. Una carretera trascontinental apareció debajo. Se veía claramente marcada por las luces del pesado tránsito. Siguió la carretera, a gran altura. Emitía un murmullo palpitante en el cielo, y ninguna máquina permanecía debajo de él por mucho tiempo, de manera que no se pudiera estimar la ruta.
Fran volaba como extasiado. Soames dijo:
—¿No estás preocupado. Fran?
Fran sacudió su cabeza. Entonces, infantilmente, conectó el transistor para demostrar su despreocupación.
Una voz habló. Sintonizó música, pero Soames había oído una palabra o dos.
—¡No lo cambies! — ordenó —. ¡Ponlo de manera que pueda oír!
Fran aumentó el volumen y sostuvo la pequeña radio de manera que Soames pudiera escuchar a pesar del ruido del motor.
Lo que él escuchó en ese momento fue el boletín oficial de los Estados Unidos anunciando el término de toda amenaza real de un ataque atómico. Por una afortunada rareza del destino, una autoridad se dio cuenta de que era más importante informar oficialmente a que se comercializara. De manera que una voz cansada, pero confidencial, informó muy simplemente que los técnicos americanos parecían haber resuelto el problema de defensa contra ataques por bombas atómicas y proyectiles dirigidos. Se trataba, dijo con voz pareja, de notables adelantos en ondas de inducción eléctrica. El principio básico de un horno de inducción era la evolución del calor en la materia que se deseaba derretir, en vez de un mero envase donde la sustancia era derretida. Durante cuatro días la voz gastada continuó. Unos hornos de inducción de un nuevo tipo habían probado ser capaces de inducir el calor en objetos elegidos a través de millas. Se esperaba fundir mineral en las vetas en las cuales fuera encontrado y hacer que las minas rindieran su producto, metal, sin necesidad de cavar ni lidiar con rocas inútiles.
Ahora el aparato había sido combinado con radar. Cuando éste detectaba un proyectil o un avión enemigo, la emisora decía cuidadosamente, un calorífico de inducción del nuevo tipo era dirigido sobre el avión o el proyectil. El efecto era exactamente como encerrar el proyectil en un horno quemante de explosión. Se derretía. Las pruebas más diligentes aseguraban a América que entonces cualquier ciudad protegida por caloríficos de inducción remota controlados por radar eran seguros contra un ataque atómico y para el tiempo que se emitía, cada centro mayor de población en Estados Unidos estaba ya protegido por el nuevo sistema de defensa. Las ciudades que antes habían sido los puntos más vulnerables ahora eran los lugares más seguros en toda la nación. Y se había descubierto, agregaba la voz contenida, que las bombas atómicas no eran detonadas por los campos de inducción. Las corrientes inductoras parecían congelar los mecanismos de detonación. Parecía imposible diseñar un dispositivo de detonación que pudiera hacer volar una bomba antes de que se fundiera...
La emisora terminaba en un tono perentorio diciendo que el sistema de planes de defensa había sido entregado a todos los aliados de los Estados Unidos, que Londres estaba ya protegido y París lo estaría dentro de algunas horas, y que en algunos días más, las naciones que no eran aliadas serían ayudadas para que establecieran sus defensas, de manera que la guerra atómica no necesitaría ser temida en el futuro.
Soames escuchaba con una extraña expresión en su rostro.
—Eso — comentó —, partió de la idea de un aparato para que un exiliado pudiera detener las flechas que los salvajes estaban arrojando sobre él. Estoy contento.
No había nada más que él pudiera agregar. El placer que sentía, por supuesto, era la única recompensa que podía obtener. En ese momento estaba metido en una empresa que sus compatriotas habrían mirado con horror.
Lejos, muy lejos, abajo y rodeado por la negrura de un terreno cubierto de árboles bajo la luz de las estrellas, había una forma irregular de claridad. Tenía millas de largo. Reflejaba las estrellas. Se trataba del embalse-control de inundaciones detrás de Polder Dam. No había planta de fuerza aquí. Este embalse simplemente tomó el lugar más efectivo de cientos de miles de acres de una foresta de árboles cortados que una vez sirviera para contener las inundaciones.
Sin una palabra, Soames hizo descender el helicóptero. En ese momento se cernia delicadamente sobre la cima de la represa y en el mismo centro. Tocó tierra. El motor cesó de girar. Se detuvo. Siguió un profundo silencio.
Fran saltó. Soames se descolgó detrás de él. Juntos, instalaron el dispositivo que tenía una unidad trasponedora de tiempo, con una complicada y pequeña antena que apuntaba fuera de las aguas del embalse.
—Yo aposté — dijo Soames — que nos entenderíamos el uno con el otro. Ahora, tira de la cuerda.
Había un cordón que descargaría los paquetes reforzados a través del aparato. La descarga cesaría con absoluta brusquedad. Los paquetes se volverían a cargar por intermedio de baterías especiales incluidas en el dispositivo.
Fran tiró de la cuerda. No se oyó ningún ruido, excepto un pequeño e inadecuado castañeteo. Parecía que nada sucedía pero, de súbito, un agujero grande y oscuro se vio en la superficie del embalse.
Algo se elevó. Brillaba fantasmagóricamente a la luz de las estrellas. Se elevó hacia arriba y arriba y arriba. Era un cilindro con una punta redonda y un diámetro de cincuenta pies o algo así. Se elevó y se elevó en forma muy deliberada. Entonces, otro extremo redondo apareció en la parte de abajo. Flotaba en el aire.
Fran sacudió el cordón otra vez. Otro agujero en el lago. Otra cosa redonda de metal elevándose lentamente. Uno podría decir pacíficamente, a la luz de las estrellas. Fran, guiñando dichoso, tiró de la cuerda otra vez y aún otra más.
Ocho cilindros gigantes se levantaron, brillando en el aire, cuando él se detuvo dando un paso atrás y con los ojos brillando. Un enorme objeto de metal flotaba pesadamente a poca distancia. Se abrió un orificio y una voz llamó en el idioma que los chicos usaban entre ellos. Fran contestó, recordando conectar su comunicador sensorial.
Fran habló brevemente como para sí mismo. Pero era la práctica del uso corriente del comunicador sensorial. Después de un largo tiempo se volvió hacia Soames.
—Mi gente dice — una pausa — gracias — otra pausa —, y pregunta por Zani, Mal y Hod.
—Diles que formen una columna y floten hasta aquí, subiendo hasta diez mil pies o algo así. El radar los detectará. Los aviones vendrán en la noche para averiguar de lo que se trata. Ellos lo supondrán. Dudo mucho que ataquen. Dile a tu gente que los mantengan preocupados, sencillamente, hasta que nosotros volvamos.
Fran, juiciosamente, subió al helicóptero otra vez. Soames le dijo:
—Corta tu comunicador. Te estarán escuchando. ¡Seguramente, los hombres que vigilan tienen los pelos de punta a causa de la multitud de comunicaciones procedentes de las naves!
Fran saltaba de excitación cuando los motores del helicóptero conectaron y rugieron y la destartalada máquina se balanceó, alejándose a la altura de las crestas de los cerros, mientras los barcos enormes de brillante metal flotaban tranquilamente bajo las estrellas, sobre el lugar donde habían aparecido.
Soames tenía la extraña sensación de que todo esto no fuera verdad. Pero lo era, hasta el último detalle que había hecho posible para él desafiar a todos sus congéneres manteniendo la fe en cuatro niños cuyas vidas y cuyo mensaje él había interferido. El asunto había sido muy natural a primera vista, por lo menos al principio.
Por supuesto que Soames había presumido que la civilización de los niños contaba con millones de personas. Una pequeña ciudad no puede establecer o mantener una civilización de gran tecnología. Él había estado en lo cierto. Había supuesto aun, que la gente de Fran era capaz de viajar entre planetas. Otra vez tenía razón. Pero lo que no había pensado era que el desarrollo de la trasposición en el tiempo no podía ocurrirles a todos, a menos que no hubiera absolutamente otra posibilidad para solucionar el problema que encaraba la Vieja Raza. No trataron de solucionarlo hasta que el Quinto Planeta estalló y la condenación del mundo donde vivían fue evidente. No habrían trabajado en ello hasta que se dieron cuenta que Venus y Mercurio serían bombardeados después de la Tierra, justamente como lo fuera Marte con anterioridad. Un viaje interplanetario no habría sido ninguna ayuda para ellos.
Así, la lucha para trasplantar la pasada civilización de la Tierra en el futuro empezó cincuenta y nueve minutos antes de la última hora. Las ciudades luchaban por construir naves-tiempo y enviar un velero pionero a través del tiempo futuro. Los asteroides caían sobre ellos borrándolos de la superficie. Las ciudades luchaban pasándose de uno a otro — al raleado número de los que quedaban — las soluciones de los problemas a medida que aparecían. Pero cada vez había menos, menos y menos. La ciudad a que pertenecían los niños había caído en ruinas debido a los terremotos, y solamente una fracción de la población continuaba la labor frenéticamente.
Pero Soames no había pensado en eso. Fue Gail quien lo averiguó de los niños que estaban con ella, y ella le dijo a Soames que debía ayudar a Fran a cualquier costo, dándole la clave en dos palabras y un número. Cuando habló de la gente de Fran, ella le dijo a Soames:
— Solamente quedan dos mil.
Era verdad. Coincidía con el número de naves que había llegado. Solamente dos mil personas quedaban de la raza de Fran. No podrían conquistar dos billones de seres humanos. No podrían gobernarlos. Solamente buscar refugio entre ellos y compartir con ellos el conocimiento que tuvieran.
—Fran — dijo Soames, vejado —. La idea que yo tenía de que habían dejado sobrevivientes detrás, que son mis antepasados, ¿no podía tu gente haberlos recogido?
Pero la pregunta se contestaba por sí sola. Con montañas cayendo desde el cielo, con ciudades estremecidas por los terremotos antes de que fueran borrados por las cosas monstruosas que caían del cielo, no era posible ser un recolector muy acucioso de sobrevivientes. No existiría ninguno si esto hubiera sido intentado.
Fran se inclinó dichoso contra el hombro de Soames. El helicóptero se alejó del ancho valle. Fran conectó la radio otra vez. Una voz chillaba roncamente: —¡Esto no es propaganda! ¡Una columna de barcos espaciales han aparecido cerca de la represa de Polder! Detectados por radar, los aviones de combate nocturnos informan de que definitivamente son barcos de una raza extraña, llegados a la Tierra sin ser descubiertos por las unidades de los satélites observadores. Ellos... ¡Boletín de última hora! Las criaturas de los barcos extraterrestres han hecho señales con luces de colores a los aviones de observación que vuelan sobre ellos...
Fran indicó. Dos valles se juntaban aquí. Él había salido caminando de la base de proyectiles y era una autoridad para dirigir la vuelta en helicóptero.
El aparato continuó volando. De tiempo en tiempo, una voz agitada salía de la radio de bolsillo, dando noticias frescas sobre los barcos salidos del tiempo de Fran. Los barcos cilindricos no demostraban ninguna intranquilidad por la presencia de los aviones. No eran hostiles.
El helicóptero era un trueno palpitante, subiendo por los valles profundos, atronando bajo los picachos agudos, con ecos devolviendo el sonido desde afuera y una voz hablando incansable a través de la radio portátil dentro de la cabina.
Fran señaló:
—Allá.
Se veían pequeñas luces del color de las lámparas de keroseno. Pero no eran lámparas sino luz eléctrica. Soames comandó el helicóptero planeando hacia la aldea de las Rocallosas, notablemente convincente. El aparato rozó una de las rejas electrificadas. Pero si existían centinelas que podían dispararles, ya sabían de la llegada de la flota. Nada más humano que un helicóptero podría ser un enemigo cuando una flota invasora de quién sabe dónde acababa de ser descubierta. El helicóptero aterrizó con un sonido silbante. Soames cortó los motores. Luego Fran estaba llamando alegremente, y Zani asomándose por una ventana y Hod saltando por otra, y Mal saliendo de cualquier parte se acercaba corriendo. Hubo gritos en la aldea. Entonces Gail se acercó también.
—¡Todos a bordo! — ordenó Soames —. Sus familias están aquí niños y los están esperando. ¡Gail, vas a ver la pandilla más asustada ante las Naciones Unidas que tú nunca hayas visto, ahora que ellos creen que una flota espacial se encuentra actualmente aquí! Nosotros hemos sido decentes con los niños y ellos piensan que no lo han sido, de manera que nos atendremos a la autoridad para discutir.
Una puerta se golpeó. Fran dijo alegremente:
—¡Vamonos!
Los motores sonaron. El helicóptero se elevó. Pasó veloz sobre la aldea. Las ramas de los árboles se azotaban violentamente con la corriente. Se alejó, volando espléndidamente, pasando de un valle a otro, bajo picachos elevados y otra vez, abajo, hacia los valles. Existía un lugar donde ocho naves espaciales plateadas flotaban armoniosas sobre la Tierra, con los pocos sobrevivientes de una gran civilización atisbando por las ventanas, esperando el amenecer para poder ver así un nuevo mundo, un mundo fresco con todas sus heridas curadas, esperando.
Gail dijo toda temblorosa:
—¡B-Brad! ¿Es prudente manejar con un brazo solamente? Y, además, están los niños. Soames dijo alegremente:
—Niños, miren hacia otro lado. — Un momento después, agregó con firmeza —: Las niñas serán damas de honor y Fran será mi padrino y, tengo que hacerme amigo de esa gente, Gail! ¿Ves? ¡Tienen una ciencia maravillosa, pero debemos perfeccionarla! ¡Necesitan un punto de vista moderno! Ese sistema de trasposición del tiempo que utilizaron para salvar sus vidas, es indispensable que trabaje como trasponedor del espacio también. ¡Tengo que discutirlo con sus ingenieros! Debemos obtener tanto poder juntos como para ser capaces de enviar una especie de trasponedor en miniatura, hacia Centauro y Aldebarán, entonces instalar rutas regulares de trasposición interestelares. ¡Consiguiendo todo lo que esta gente posee, y añadiéndole nuestro aporte, todo estará a nuestro alcance!
Planearon sobre las aguas rutilantes, detrás de Polder Dam. Fran habló fuerte para que alguien que estaba en otra parte le escuchara. Habló de nuevo. Usaba su propio comunicador sensorial de fabricación casera. En ese momento tocó el brazo de Soames.
—Mi gente dice — pausa — que usted hable por ellos. — Hizo un guiño —. ¡Vamos!
Y el helicóptero tocó tierra y un gran cilindro plateado se posó suavemente a su lado. Los niños corrieron, presurosos, para juntarse con su gente, que temieron no volver a ver nunca más. Y Soames y Gail caminaron un poco intimidados hacia el barco, con la puerta abierta y tan baja como la otra. Gente encantadora los esperaba. Criaron los niños, y eran niños muy amables, sin duda alguna. Necesitaban de Gail y Soames para que los ayudaran a hacerse con amigos.
Sin embargo, no se le ocurrió a Soames pensar que él era el motivo por el cual en ese mismo día y pocas horas atrás, el peligro de una guerra atómica se terminara sobre la Tierra, y que la raza humana se dirigiera hacia las estrellas en vez de al aniquilamiento. Pero era verdad. La gente de la Raza Antigua, por supuesto, no podía pretender gobernar la Tierra. Eran tan pocos... No querrían ir a otro planeta y encarar la soledad. Nuevamente, eran demasiado pocos. Eran los últimos sobrevivientes de una civilización realmente magnífica, pero no la podían mantener a menos que la compartieran con la gente de la Tierra, la actual. Sólo estaban en condiciones de unirse a la rama joven de la raza humana, como ciudadanos.
Pero los humanos, ahora, tenían un nuevo destino. Con Gail junto a él, Soames esperaba a que los niños saludaran a sus padres. Miró a Gail. Sus ojos relucían.
Soames se sentía muy complacido. Era la solución perfecta para los problemas de la Tierra, ambos, pasado y futuro.
Él y Gail, de pie, con las manos tomadas, como niños.
Las estrellas esperaban.