Capítulo Tercero

El mundo continuaba como de costumbre. Últimamente se había producido una crisis internacional en la Europa occidental, los Balcanes y en las Naciones Unidas sobre Groenlandia. Antes, se habían producido en África occidental, Cachemira e Irán. Además habría disturbios en Sudamérica, el Lejano Oriente y Escandinavia. La iniciativa en los acontecimientos del mundo estaba en manos de los que se aprovechaban del desorden, así el caos llegó a ser una norma. Los estadistas abandonaron la idea de que el propósito de los hombres de Estado era el mantenimiento de la paz, y ahora actuaban sobre el principio de que la función de un diplomático era sacar el mejor provecho posible de la confusión. El ambiente de las altas esferas era muy similar al de las ciudades de los principados de Italia, en el tiempo de Maquiavelo. Durante el período primario, sin embargo, la diplomacia se inclinaba pesadamente hacia asesinatos y traiciones. En su nueva e improvisada forma, la diplomacia prefería el chantaje bajo amenaza de guerra atómica.

Naturalmente hasta la Antártica podía servir para crear el caos. La población del continente se limitaba al personal de investigación de las bases, establecidas durante el Año Geofísico Internacional y que continuaban desde entonces. En teoría, las bases constituían una lección objetiva de cooperación internacional para propósitos constructivos, con un espíritu espléndido de mutua confianza que debía extenderse por todo el mundo y algún día llevarlo hacia una era de bienaventurada e insospechada paz.

Mas los tiempos no estaban para eso. Por el contrario, se había producido el estallido de una estática sin precedentes. El horrible y agonizante grito se oyó en cada una de las radios y televisores que funcionaban en ese momento en el mundo. Los señalizadores automáticos de dirección localizaron su fuente en algún lugar de la Antártica. Por consiguiente, de inmediato se comenzó a entablar conversaciones diplomáticas sobre dicha región.

En principio, era razonable. Un transmisor de cincuenta mil vatios puede cubrir la mitad de un continente con una señal de un largo de onda único. No constituiría un sonido muy fuerte, pero se podría oír. No sólo este estallido de estática cubrió el mundo en todos los largos de onda, sino que en todas partes se oyó con el máximo de volumen. Se usó mil, un millón de veces más energía que en cualquier señal que se hubiese escuchado antes. Ninguna bomba atómica pudo producirlo. No era un sonido natural. Mencionar un rayo habría sido ridículo. Era artificial. Era alarmante en extremo pensar que un poder de tales proporciones estuviera al alcance de alguien. La ciencia y el gobierno, juntos, se planteaban tres preguntas urgentes. ¿Quien lo produjo? ¿De qué manera? ¿Por qué razón?

Una crisis por tal motivo era automática. En Washington se abrigaban profundas sospechas de los rusos. En Moscú una desconfianza aún más grande de los americanos. En Gran Bretaña se dudaba de ambos y en Francia existía un amargo resentimiento por todos. Tan pronto como los científicos revelaron la cantidad de poder arrojado a la atmósfera para producir sólo ruido, el ciudadano medio sospechó lo peor. El poder de la ciencia llegó a constituir la necesidad más urgente de cada nación, y se esperaba que ésta conduciría al fin de todas ellas.

En la Bahía de Gissel, sin embargo, los dos helicópteros llegaron zximbando, y aterrizaron. Gail, Soames y la capitán Moggs descendieron. Cada uno, instantáneamente, tomó a un niño o a una niña y se apresuraron a protegerlos del agudo frío, sacándolos de allí. Soames volvió con una manta para el extraño muchacho — el de la túnica marrón —, pero éste rehusó ser llevado y caminó hacia la base, con los dientes castañeteando.

El personal reaccionó de inmediato ante los niños. Trataron de darles confianza. Hicieron lo imposible por encontrar un lenguaje que pudieran comprender. Fracasaron. Entonces, mientras los niños hablaban lenta y cuidadosamente, buscaron raíces de sonidos familiares. Nada. Pero los chicos se sintieron rodeados de gente que sólo les deseaba el bien.

Personas de buena voluntad les trajeron sus pertenencias desde el helicóptero. Los jóvenes descansaron únicamente un corto tiempo, a pesar del exceso de interés a su alrededor. Las dos niñas, por supuesto, se trasladaron a los aposentos destinados a Gail y a la capitán Moggs. Un investigador de partículas cósmicas con dos hijos en su lejano hogar, se ofreció para cuidar de los dos niños. Los demás rondaron, ansiosos de poder ayudar.

El fotógrafo de la base desarrolló las fotos de Soames. El diseño de la nave se veía claro y los niños delante daban la escala. Las fotografías del interior no eran tan buenas, pues estaban mal enfocadas. Este material era más que suficiente para respaldar el informe de Soames.

Aparte del material fotográfico, estaban las cosas que los niños seleccionaron para traer. Una marmita para cocinar. Su material conducía el calor en un sentido. El calor podía traspasar la superficie exterior, pero no abandonarla. Podía, también, dejar la superficie de adentro, pero no traspasarla. Consecuentemente, cuando la tapa estaba puesta, la superficie exterior absorbía el calor del aire a su alrededor y la superficie interior lo libertaba, y el contenido del pote hervía a más y mejor, sin combustible, mientras la parte de afuera estaba con una capa de hielo.

Algunos de los físicos andaban como si los hubieran golpeado, tratando de resolver el enigma. Otros, con los ojos como estrellas, explicaban que si la marmita hubiese sido una tubería, podría estar sumergida bajo un río torrentoso y arrojar vapor por enfriamiento del agua que corría y pasaba, y que ésta recuperaría la temperatura normal en el curso de unas pocas millas de correr bajo el sol. En tal caso, ¿qué valían el carbón y el petróleo? De hecho, ¿de qué servía el poder atómico?

El pequeño trípode se instaló afuera del edificio principal de la base. Instantáneamente, la aleta empezó a girar, el viento paró. En minutos el aire cesó de morder. En diez minutos estaba tibio. Los meteorólogos, rehusando creer en sus sentidos, exploraban los confines del área de calma. Volvieron, helados, jurando que había una caída de temperatura de ochenta grados más allá del área de calma, y una alza de temperatura pasado el cinturón de frío. La aleta que giraba del trípode poseía una aplicación diferente a la de la marmita. De alguna manera fabricaba una área donde el calor podía entrar pero no salir y el viento no podía traspasarla. Si el uso del dispositivo pudiera ser invertido, los desiertos se convertirían en zonas temperadas. Así como así, el Ártico y la Antártica estarían hechos para florecer. El aparato era una bomba de calor para la intemperie.

Allí estaba también la caja con la sábana de plástico dentro. Uno de los niños, muy serio, la manejaba. No tenía nada dentro, excepto unos pocos trozos de metal con curiosas formas. El objeto era demasiado simple para poder ser comprendido si no se conocía el principio por el cual se regía.

El mismo problema se presentaba con cada dispositivo que se examinaba. Todo estaba expuesto a la vista, pero no así el entendimiento. Las fotografías de la nave producían el mismo efecto, de una simplicidad frustrante que generaba increíbles resultados.

Éstos eran asuntos de primera importancia. La capitán Moggs crecía visiblemente en su propia estimación. Pidió un circuito camuflado que le permitiera informar a las autoridades militares, en Washington. Pero no existía en la base, ya que ésta estaba dedicada sólo a la investigación científica. La capitán Moggs se encontraba agitada a causa de la frustración que experimentaba.

Un avión de aprovisionamiento se encontraba en la pista de aterrizaje. Saldría algunas horas más tarde, pero la capitán Moggs lo comandaba en el nombre de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Ella ordenó un despegue inmediato. Arregló todo para que el aparato fuera abastecido de combustible en medio del vuelo. Partió directamente a Washington, con la novedad del evento del que fuera testigo, copias de las fotos de Soames, y muestras de las posesiones de los niños que pudo llevar sobre su persona.

De vuelta en la base, después de una conferencia con Soames, Gail llevó una de las niñas a un lado. El problema más urgente ahora era poder comunicarse con los muchachos. De este modo Gail empezó gentilmente a enseñar a la más alta algunas palabras en inglés, como la cosa más necesaria e importante de todas. Muy pronto, la niña pudo saludar amistosamente a Soames, cuando éste vino a informarse de los progresos que ella hacia.

—Su nombre — dijo Gail — es Zani. La otra, la de ojos azules, es Mal. El niño de la túnica marrón, es Fran, y el de la verde, es Hod. Creo que saldremos adelante. Ella comprende perfectamente que hay una lengua que aprender. Escribe de una manera propia. Se trastornó cuando le tendi un bolígrafo, pero después de un momento comprendió.

Soames se dio cuenta que Gail esperaba su aprobación. Se la dio, sintiéndose como un tonto. Ella agregó más ansiosa aún:

—Pero, ¿qué pasará después? ¿Qué va a sucederle a los niños? ¡No tienen amigos, ni familia, nadie que se preocupe por ellos! Y la capitán Moggs averiguó que yo planeaba enseñarle algunas palabras en inglés y me ordenó agregar nuestro sistema numérico a las lecciones. Dijo que se harían estadísticas con las declaraciones de ellos. ¿Qué saben los niños de estadísticas, Brad? ¡Están en un aprieto terrible!

—Del cual yo soy responsable — dijo Soames ceñudo —, y del que ya estoy arrepentido.

—¡Yo soy responsable también! — repuso Gail con prontitud —. ¡Colaboré en todo! ¿Qué es lo que te preocupa?

—Quemaron la nave — contestó Soames, más sombrío aún —. ¿Por qué?

Ella sacudió la cabeza, observando la expresión de Soames.

—Somos unos bárbaros, comparados con su pueblo — dijo Soames —, y ellos lo saben. Nos trataron como salvajes inofensivos al principio. Después, yo destruí su única esperanza, entablar contacto con su familia o sus amigos. En consecuencia incendiaron la nave, o uno de los niños por lo menos lo hizo. Mas los otros estaban al tanto, y se aprestaron, sacando sus pertenencias afuera. ¿Por qué?

—No estoy segura... — replicó Gail.

—De poder capturar su nave intacta — Soames le confió —, la habríamos estudiado. En caso de descifrarla, construiríamos una, o de lo contrario, siendo paganos, abandonaríamos la empresa. En ninguno de los dos casos, los niños no nos importarían mayormente. Serían dejados de lado, eso es todo. En cambio, de este modo, nos colocan donde nos necesitan. Sospecho que poseen joyas con que negociar con nosotros, como podríamos ofrecer abalorios a los nativos. Tratarán de despertar nuestros apetitos por las riquezas que buenamente podríamos obtener de su civilización. Pactarán con nosotros. Permitidles o ayudarles a conectarse con sus familias, y sus padres nos harán a todos ricos. ¡Puñados de cuentas, espejos y abalorios de metal o sus equivalentes! Es probable que escojan joyas que no podamos entender o duplicar. Niños inteligentes, aqui mismo en la Tierra, perdidos entre bárbaros, tratarían de retornar a sus familias, prometiendo enormes recompensas. Estos niños, sin duda, están hechos para usar las mismas tácticas.

Gail consideró esto por un momento. Luego movió la cabeza.

—No resultaría — dijo —. Poseemos periódicos y radiamos noticias. La gente se asustaría demasiado para permitirlo.

—¿Asustados por cuatro niños?

—No te das cuenta lo que son los periódicos — dijo Gail, con un algo de desvío —. ¡No viven de imprimir noticias, sino verdaderos cuentos-seriales. Verdaderas historias de crímenes, para ser continuadas mañana. Auténticas novelas que tratan sobre sexo. ¡Lleve a su casa la próxima edición con el último episodio! ¡Reales historietas de suspense sobre crisis internacionales, para ser continuado en el más espeluznante capítulo, en el diario de mañana, o ser sintonizado en la radio! Eso es lo que se imprime o se transmite, Brad. Es lo que la gente desea insistentemente. ¿No te das cuenta lo que significaría explotar la situación de estos niños?

Soames sacudió la cabeza.

—¡Extraña catástrofe de una nave del espacio que se estrella sobre la Tierra! ¡La tripulación es capturada! — citó ella —. ¡Criaturas desembarcan sobre la Tierra! ¡Se acerca la invasión! ¡Invasión desde el espacio! ¡Extraña nave investigadora derribada! ¡Flota en camino! ¡Criaturas del espacio en la Antártica! ¡La Tierra indefensa! — ella hizo una mueca —. No habría ninguna aceptación por historias de interés humano, escritas por Gail Haynes, que narraran acerca de cuatro niños muy bien educados que necesitan ser ayudados para encontrar a sus padres. Al público no le agradará eso, sin duda. Los niños se encuentran en dificultades. Siento lástima por ellos.

Él hizo un guiño.

—Si estás tan segura...

—Verás — dijo Gail —. Estoy asustada, Brad, que tú y yo seamos las únicas personas en el mundo que no creen que los niños mejor hubieran encontrado la muerte, por seguridad. Tú hiciste lo que debías, por nosotros, al no permitirles que pidieran ayuda a sus familias. ¡Pero no necesitas preocuparte demasiado compadeciéndolos!

—Fui yo el que los metió en el asunto — contestó Soames malhumorado.

—Nosotros lo hicimos — insistió Gail —. E hicimos lo que teníamos que hacer. Pero voy a poner de mi parte todo lo posible para que sea menos duro para los niños, si yo puedo conseguirlo. Si tú me ayudaras...

—¡Naturalmente! — repuso Soames.

Y partió mohíno. No se dio cuenta de la expresión, de Gail cuando lo confortaba. Ella regresó lentamente donde la niña, que la estaba esperando.

Soames se encontró con los otros tres chicos. Eran el centro de un agitado grupo compuesto por miembros del personal. Trataban de comunicarse con ellos, mientras los muchachos disimulaban su perturbación ante tanta vehemencia. Un investigador especialista en partículas cósmicas le contó a Soames cuál era la dificultad. Entre las posesiones de los niños había un rollo de hilado de cobre muy fino. Alguien había cortado un trozo para someterlo a prueba, y descubrió que el alambre era superconductivo. Un superconductivo es un material que no tiene resistencia a la electricidad. En la Tierra el estaño y el mercurio y unas pocas aleaciones pueden ser convertidos en superconductivos al ser enfriados bajo 18º Kelvin o a 400º Fahrenheit bajo cero. Sobre dicha temperatura, la superconductividad no existe.

Sin embargo, el alambre de los niños era superconductor a la temperatura ambiente. Un hilo del calibre de una telaraña podía conducir toda la corriente producida por el Niágara, sin recalentarse. Un dínamo de trabajo pesado podría ser reemplazado por uno super-conductivo que casi cabría en un bolsillo. Un motor de mil caballos de fuerza no necesitaría ser más grande que el eje que hiciera girar. Significaría...

—¡Déjenlos en paz! — gritó Soames —. ¡Ellos no les informarán cómo fue hecho, aunque hablaran inglés! ¡Denles siquiera una oportunidad de poder aprender a hablar! Han sufrido bastante ya.

Se llevó a los dos niños y a la niña. Los condujo hasta su propio apartamiento y silbó agudo. Se oyeron unos rasguños en la puerta y una carrera. «Rex», el perro, apareció.

Los niños lo miraron con horror. Los dos niños, algo erizados, se movieron entre la niña y el perro. Entonces «Rex» les jadeó amistosamente y bajando sus orejas ofreció una pata a cada uno, a su turno, cuando Soames se lo ordenó. Luego, el mismo Soames jugó con él en forma ruda, y «Rex» respondió gustoso.

La expresión de los niños cambió. Uno de ellos, Fran, el de la túnica marrón, tímidamente trató de ensayar el mismo juego atlético. «Rex» se sentía a sus anchas. Hay una simpatía inherente entre perro y niño. En pocos minutos, los tres niños y el perro se hicieron amigos inseparables. Jugaban felices juntos, lo que era toda una novedad para los niños, pero perfectamente familiar y deleitoso para «Rex». Soames les enseñó a rascarle detrás de las orejas y sobre el lomo. «Rex» demostró tener el reflejo de rascarse con una pata posterior a un costado del espinazo. Se lengüeteó con fruición cuando Soames se detuvo. Los chicos ensayaron a su vez. Cuando uno de ellos encontró el esquivo punto cerca de la base de la espina dorsal, «Rex» tenía una expresión beatífica mientras los muchachos le rascaban, y se mostraron fascinados.

Soames dejó a los tres miembros del grupo charlando y al cuarto meneando el rabo. Salió del edificio y se tomó la cabeza con las manos. No hay perros salvajes que sean antepasados de perros domésticos. Los perros fueron criados por el hombre, de alguna manera, aun antes que la hipotética lengua-madre indoeuropea fuera formada. Hay quien considera la creación del perro como el acontecimiento de más crédito en la humanidad.

Mas estos niños nunca habían visto un perro antes.

Mientras Soames meditaba sobre este hecho notable, otros dolores de cabeza se le avecinaban. Por ejemplo, la capitán Moggs volaba sin tropiezos hacia Washington, para entregar allí un informe perfectamente calculado para producir caos. Además, en la base misma sucedió un acontecimiento de la rutina más común que hizo la confusión doblemente caótica.

El director de la Bahía Gissel hizo su reportaje científico habitual, usando la onda corta de la organización científica que controlaba y coordinaba las actividades de las bases y las mantenía equipadas y abastecidas. Era un eminente científico. Habló, sin ningún tropiezo, con otro científico aún más distinguido que se encontraba en la capital de Estados Unidos. Naturalmente, que el grito de la estática se mencionó en Washington. Y lógicamente la búsqueda de ella, la absurda huella del viento sobre la nieve y más aún hasta el asunto de la embarcación estrellada. Todo salió a flote. Era importante. Debía informarse. Lo fue.

El director de la base Gissel entró en detalles acerca de los niños y los aparatos que seleccionaron para ser salvados, antes de destruir la nave. Era completamente efectivo que la capitán Moggs, antes de su partida, había ordenado con una firmeza magnífica que todo el asunto debía ser guardado en el más profundo secreto. Pero esto parecía no regir con el director de la base y con el director de otros innumerables proyectos. La capitán Moggs no tenía autoridad suficiente para impedir que un informe saliera a la luz. Un completo recuento precedió a la capitán Moggs en Washington, pero no a las Fuerzas Armadas. Era ella la que estaba a cargo de ese ángulo.

Y, por lo tanto, cuando la capitán Moggs arribó a Washington con lo que creía un informe ultrasecreto de primera magnitud, se hizo conducir inmediatamente al Pentágono en un jeep del comando, apretando las fotos y otras pruebas firmemente entre sus manos. El vehículo pasó cerca de los vendedores de periódicos que voceaban ediciones especiales del Washington Post. Ella no se fijó, pero ya habían sido leídas en el Pentágono.

¡NAVE ESPACIAL ATERRIZA EN LA ANTÁRTICA!
¡Extrañas formas de vida a bordo!
¡Científicos alarmados!

Ningún periódico echaría a perder una historia al no explotarla debidamente. Los servicios de cables no permitirían que una noticia de primera plana se añejara, al no transmitirla a sus suscriptores. Aparecieron otros encabezamientos en los diarios de todo Estados Unidos. El Pentágono también conocía su contenido. En Nueva York la reacción fue la siguiente:

¡EXTRAÑOS EN LA ANTÁRTICA!
¡Extraterrestres aterrizan sobre la sabana helada!
¡Nave espacial avistada desde la Bahía de Gissel!

En Chicago hubo menos veracidad y más emoción en los titulares:

¡INVASIÓN DESDE EL ESPACIO!
¡Invasión a la Antártica, preludio de conquista!
¡Resistencia desesperada, afirman expertos!

En San Francisco se le dio aún mayor vuelo a la noticia:

¡INVASORES DEL ESPACIO EN LA TIERRA!
¡Extraños aterrizan en Bahía Gissel!
¡Tamaño de la flota de invasión desconocido!

Debería añadirse que las primeras ediciones de los primeros periódicos que publicaron la noticia, mencionaron que los invasores tenían la apariencia de niños humanos, pero de ninguna manera esto sonó como plausible. Además, las otras descripciones eran más excitantes. La relación de niños como invasores se calificó como conjetura. Luego como una suposición de mal gusto. Después como algo tan monstruoso que no valía la pena relatarlo.

De todas maneras, el hecho era que un barco no perteneciente a la Tierra había aterrizado, tripulado por seres inteligentes y equipados con maravillosos dispositivos. Y estos dispositivos maravillosos se convertirían, naturalmente — dado el estado actual del mundo — en armas. Así, los redactores exageraron las noticias de los despachos, respaldadas por la regla general vigente en los negocios, de que al público hay que darle lo que busca, y al público le gusta ser asustado.

Los periódicos publicaban lo que ellos creían que el público quería.

La capitán Moggs llegó al Pentágono y se sorprendió al ver que la esperaban los superiores de más alto rango, informados de su venida por onda corta cuando vieron los titulares y se hicieron mil preguntas. Un teniente general la recibió.

—¿Este asunto es verdadero? — preguntó —. ¿Una nave del espacio ha llegado a la Tierra y ha aterrizado? ¿Tenía tripulación? ¿Se encuentra esta tripulación con vida?

La capitán Moggs tartamudeó. Antes que la entrevista hubiese terminado, habría estallado en llanto. No lo hizo porque consideró que las lágrimas eran antimilitares. Se las arregló para dar respuestas que no dieran la idea de una investigación muy completa del aterrizaje de la nave espacial. Su declaración referente a que la tripulación de la nave eran niños humanos, no fue registrada.

—¡Ah! — bramó el teniente general —. ¡No hay nada que hacer! Usted, capitán, cualquiera que sea su nombre, usted estaba allí cuando la nave fue encontrada, usted lo ha afirmado. Muy bien. Mantenga su boca cerrada. Tome un avión y vuélvase. Traiga toda la tripulación y todo el material que sacaron del barco. Obtenga las partes que no se quemaron y tráigalas también. — Miró a su alrededor —. ¡Ocúpese de este asunto! — Cesó de dirigirse a la capitán Moggs —. ¡Ponga a nuestros técnicos en proyectiles dirigidos a trabajar en ese material para que averigüen cómo funcionaba la máquina! ¡Tienen la obligación de descubrir algo! ¡Consiga que los técnicos en armas espaciales investiguen también esos fragmentos! ¡Vigile lo que obtengan! ¡Trabajen en estas fotos hasta obtener las muestras! — Se volvió a la capitán Moggs —. ¡Usted, vuelva y traiga a esos extranjeros y todo el material que sea posible! ¡Traiga todo! Y en el menor tiempo posible — miró alrededor de su oficina —. ¡Una lápida se pone sobre este asunto! ¡Profundo secreto, secreto, secreto! ¡Los periódicos tienen que ser acallados! ¡Negar todo! ¡Todo!

Agitó sus manos. La capitán Moggs abandonó la oficina. Alguien salió detrás de ella, para coordinar sus actos con las órdenes del teniente general. Las instrucciones, por supuesto, habían sido verbales. Debían ser llevadas al papel. Existen personas que aman las complejidades del papeleo de oficina y nunca están tan felices como cuando — como en este caso — en el proceso de una orden tienen que ver con transportes, pagos, anticipos, horarios, alojamiento, precauciones de seguridad, documentación en regla, y otras tantas cosas. En doce horas, cerca de doscientas cuarenta y siete órdenes, cartas, autorizaciones y memorándums sobre la forma de proceder, correspondieron a las instrucciones verbales. Algunas en cuadruplicado, otras con doce copias, y unas pocas, pero muy pocas, en triplicado. En otra docena de horas todas serían archivadas y olvidadas para siempre.

Pero antes que se volvieran completamente locos, la capitán Moggs retornó a la Antártica con una carpeta llena de documentos. Su avión volaba sobre el sur de Virginia, cuando un portavoz del Pentágono aseguraba en una conferencia de prensa que el Departamento de Defensa no tenía información alguna acerca del comentado suceso del descenso de un crucero espacial sobre la Antártica. Los periodistas sacaron los periódicos de sus bolsillos. El Pentágono negaba todo a diestro y siniestro, obedeciendo órdenes. Los periódicos publicaron para ese entonces copia de las actas de las Naciones Unidas, mostrando que a pedido del Departamento de Defensa habían sido despachados cuatro pasaportes americanos. Las actas establecían que los pasaportes eran para John y Jane Doe, y Ruth y Richard Roe, quienes obviamente no podían entrar en Estados Unidos sin sus documentos en regla. La información de las Naciones Unidas sobre estas personas era: lugar de nacimiento, desconocido; nacionalidad, desconocida; edad, desconocida; descripción, no dada; raza, desconocida; ocupación, desconocida. Y todos los periódicos llevaban grandes titulares como: Tripulación del barco espacial confinada en Estados Unidos.

El portavoz del Pentágono estaba confundido.

Los periódicos de todos los Estados Unidos iban apareciendo con estos encabezamientos:

LLEVADNOS ANTE VUESTRO PRESIDENTE, EXTRANJEROS
Tripulación del barco espacial pide una conferencia de alto vuelo.
Insinuación de ultimátum.

¿UNA EMBAJADA DEL ESPACIO EN WASHINGTON?
Silencio oficial, intranquilidad.
Se esperan peticiones por parte de los extraños.

No constituía, por supuesto, un asunto que concerniera exclusivamente a los americanos. El Times de Londres señalaba la considerable y detallada especulación que existia en el aire, comparada con el mínimo de hechos admitidos. Por otra parte, el Pradva insistía en que los extranjeros habían rehusado entrar en conversaciones con América, después de tener conocimiento del sistema de capitalismo social y de su tiránico gobierno. Ce Soir afirmaba poseer una información exclusiva acerca de un reportaje hecho al personal de la nave espacial — que tenía doscientos metros de largo —, construida por monstruos alados. El diario oficial de Bucarest, por el contrario, publicaba que eran reptiles muy inteligentes. En El Cairo se creía, y así se publicó, que la gente que constituía la tripulación de la nave era de estructura proteínica, notablemente parecida al legendario djinn.

Hubo otras descripciones. Sobrios relatos los declararon insectos inteligentes, con un parecido cercano a colosales hurones, batracios, criaturas emplumadas semejantes a loros, y otras aún más excéntricas rarezas biológicas. También se estableció con autoridad que los monstruos extraños pelearon furiosamente al ser descubiertos, habiendo masacrado a todos menos uno de los miembros pertenecientes a la base de la Bahía Gissel. El sobreviviente habría hecho el relato al tiempo de morir. Otra fuente insistía que habían pedido ser llevados a Washington, con variantes de la ciudad: Moscú, Buenos Aires y la República de Ghana, siendo todos ultimados por los americanos. Ninguno fue muerto y se habían retirado hacia el interior de la Antártica con armas de increíble poder, para establecer allí una base de aterrizaje de una flota de guerra. No faltaba el relato esperanzado de que se habían volado ellos mismos, junto con la nave, cuando fueron descubiertos en el momento de su llegada a la Tierra.

En la Bahía de Gissel, el personal le empezó a tomar cariño a estos cuatro muchachos, cuyos nombres eran Zani, Fran, Hod y Mal, porque estaban muy bien educados por sus padres y eran como muy niños en su proceder.

Los chicos en sí mismos estaban tensos, se sentían desesperadamente ansiosos e inconfortables. A pesar de esto demostraban un valor resuelto, que hizo que la gente de buenos sentimientos los quisiera muchísimo. Muchos de los del personal de investigación deseaban ardientemente hacerles preguntas, pero esto era imposible. En lugar de ello, estudiaban las más o menos veladas fotografías del interior del barco y revisaban desvalidos las cosas que los niños habían traído consigo, y se estrujaban el cerebro imaginando la forma cómo estos instrumentos trabajaban y si podrían ser copiados en la Tierra. El objeto que giraba en lo alto del trípode hacía bastante agradable el estar fuera de los edificios, alrededor de Bahía Gissel. Aunque existían vientos de cuarenta millas por hora y el termómetro marcaba diez grados bajo cero, a doscientos metros del lugar donde Hod instaló el aparato. La marmita hervía a más y mejor sin ningún combustible, con una capa de hielo por fuera que iba en aumento. Lo que Soames había llamado superradar permitía observar un roquerío de pingüinos en detalle sin perturbarlos, y Fran, hidalgamente, prestó su instrumento de bolsillo — ese que cortaba metal como si fuera mantequilla — a los físicos del personal.

Tuvo que enseñarles cómo usarlo. Era una caja plana de metal, de un tamaño aproximado a un mechero. Poseía dos controles muy simples y un ingenioso mecanismo que impedía que el aparato funcionara por accidente.

De manera aproximada se podía describir como una bomba-calor. Uno de los controles la conectaba y disminuía o intensificaba su efecto. El otro controlaba el área donde trabajaba. En cualquier material, excepto hierro, hacía que el calor fluyera justo hacia el centro de su campo proyectado. Colocado en una barra de metal el calor de ambos extremos fluía hacia el centro donde el aparato de bolsillo estaba ubicado. El centro se ponía intensamente caliente. El resto de la barra se volvía terriblemente frío. En segundos una barra de bronce se ponía al rojo a lo largo de una linea de cientos de pulgadas y de una de ancho. Después se fundía. Una lámina del grueso del papel de seda se licuaba y ello permitía sacar la barra o deslizarla a un lado para separarla. Pero se necesitaba sostener la barra con guantes gruesos, porque el aire licuado podía derramarse si no se tenía cuidado. No servía ni para acero ni para hierro.

Soames llevó a Fran, con Mal y Hod, a la escuela improvisada donde Gail se esforzaba en dar a Zani un mínimo de vocabulario de palabras inglesas. «Rex» se unió muy feliz al grupo.

Zani recibió al perro encantada. Se sentó en el suelo y jugó con él. Su cara resplandecía. Lo acarició. Conocía todos los lugares apropiados, aún el de la base del espinazo.

Soames quedó abismado. Los otros niños no sabían siquiera que hubiera algo parecido a un perro. Tuvieron que aprender a jugar con «Rex». Pero Zani conocía a los perros y cómo jugar con ellos.

—Supongo — dijo Gail, sin darse cuenta del asombro de Soames — que Zani me ayudará a enseñarle a los otros niños algunas palabras.

Hod tomó de inmediato el bolígrafo, con el cual Gail estaba enseñando a Zani a escribir. Él no necesitaba que le dieran lecciones. Sin darle ni siquiera un vistazo, empezó a escribir. Momentos más tarde leyó, lenta y desmañadamente. Y de las marcas completamente crípticas que trazara, brotaron las palabras inglesas que Gail había enseñado a Zani. Fran y Mal se unieron a él. Previamente practicaron la pronunciación que Gail había indicado a Zani, pero no a ellos, mientras la niña jugaba ensimismada con «Rex», animal que no había visto antes.

Era otro ángulo, al perecer, sin sentido.