Capítulo Quinto
El mundo era pequeño en ese entonces. Hubo un tiempo en que viajar de Nueva York a Filadelfia duraba dos días, cuatro meses a California y un mes, cuando menos, a Europa. Por supuesto que tal lentitud acarreaba desventajas a nuestros tatarabuelos. Las noticias se transmitían lentamente, y algunas veces esto era lamentable. Pero la lentitud presentaba también sus ventajas. La gente contaba el tiempo desde el último acontecimiento que se había oído comentar. Las cosas sucedían o antes o después de él. Una acción provocativa, una aparente causal de guerra, un incidente que pudiera levantar la opinión pública hasta la beligerancia. Las noticias de tales sucesos siempre llevaban consigo, en su lentitud, una advertencia de que la provocación hubiera sido retirada, la causa aparente para que una guerra estallara, se alejara, y el incidente enfurecedor era en alguna forma atenuado. Los hombres no actuaban con gran prisa porque suponían que estaban impelidos a actuar en base a informaciones añejas.
Si los niños hubieran sido encontrados una centuria atrás, tal vez por un barco ballenero, las noticias no habrían llegado a ningún centro civilizado durante meses. Más meses seguirían pasando antes de que todos esos centros poseyeran un resumen total de los hechos. Para entonces, nadie habría sentido ninguna alarma sobre la información técnica que pudiera obtenerse de las pertenencias de los niños. Nadie estaría asustado. El mundo era tan grande, y el peligro que ellos pudieran representar tan remoto. Habrían despertado interés, por supuesto. Un ardiente interés. Los sabios y hombres entendidos viajarían laboriosamente a través de océanos y continentes para aprender todo lo posible por intermedio de los muchachos y en el examen de sus posesiones. Pero sin asustarse. El mundo era tan grande.
Una hambruna en China, en esos tiempos, sería apenas conocida en América antes de que sus víctimas murieran por millones. Antes que la ayuda fuera enviada, ella se terminaría por sí sola con la maduración de nuevas cosechas. Un déspota con un ejército de gran poder no era en modo alguno motivo de preocupación a dos mil millas de distancia. Ésta era una distancia enorme. Ningún ejército desde tan lejos podía ser temible. Esos eran tiempos más felices.
Ahora ningún lugar era remoto. Una nueva forma de influencia que apareciera en Bombay, hoy podía hacer víctimas en Saint Louis dos semanas más tarde. Una nueva y mortífera arma fabricada en los laboratorios de los Urales, sería discutida en Río de Janeiro y en Ottawa antes de que fueran terminadas las pruebas en el campo de experimentación. La velocidad en los viajes, en estos tiempos, era altamente conveniente para gente que quisiera hacer dinero. Les permitía hacer más negocios al mismo tiempo. Pero no servía para ningún otro propósito satisfactorio, porque solamente malas noticias llegaban de lejos. Las buenas noticias no son tales mientras no reporten alguna ganancia.
La llegada de los niños, entonces, constituía un desastre por no haber ya lugares lejanos, y el peligro, por lo tanto, no era remoto para nadie. Hoy se tenía que actuar instantáneamente contra todos los peligros o éstos podían llegar a ser desastres. Mientras que en tiempos antiguos los hombres actuaban con más cautela porque temían que las noticias fueran rancias, en los tiempos actuales procedían con suma rapidez porque no podían arriesgarse, pensando que la noticia fuese falsa.
El transporte volaba sobre Carolina del Sur cuando se recibieron nuevas órdenes. Otro valor se había establecido para los niños y su nave espacial, a través de las matemáticas aplicadas al estallido de la estática, que de alguna manera estaba conectada con la embarcación.
Las matemáticas decían que los niños no eran meramente sobrevivientes espaciales de la catástrofe de la nave. Su venida no podía servir de pretexto sólo para jugar a la política y hacer comicios públicos. La nave no era cosa que uno debiera entender y duplicar, porque su llegada produjo, o venía acompañada, por un estallido de estática, cuyo poder no se pudo computar. Había abarcado todo el mundo. Llenó todas y cada una de las longitudes de onda del espectro electro-magnético. Apareció en todos los aparatos de comunicación sobre la Tierra. Como un fenómeno natural, simplemente, no pudo haber sucedido. También estaba ligado con la aparición de la nave — pero nadie creía que ésta contuviera niños — y por lo tanto era artificial. Y el poder, la energía, la enorme y monstruosa cantidad de poder envuelta, era increíble.
La energía atómica no se acerca ni remotamente a esto. En invierno, la ciudad de Nueva York consumía ella sola, en cada jornada, tanta energía como podían producir noventa bombas de veinte kilotones, y quizás aún más. Esto, únicamente en el rubro de calefacción. Para ascensores, trenes metropolitanos y máquinas se requería una cantidad extra. Una bomba atómica de veinte kilotones libera toda su energía en la cien millonésima parte de un segundo.
Ahora, los cálculos establecían que la estática que estalló, habría requerido el poder, en su punto máximo, de una bomba atómica del tipo de la de Hiroshima lanzada permanentemente durante trescientos millones de veces su duración normal, o sea por tres increíbles segundos completos. Ese fue el poder que se liberó, como una radiación electromagnética, cuando apareció la nave de los chicos. Los números fueron a los departamentos de defensa y a los jefes del gobierno. Reaccionaron, y en consecuencia, el «jet» que llevaba a Gail, los niños y Soames, recibió órdenes de cambiar de curso.
La orden llegó cuando el amanecer comenzaba a colorear las nubes y los ocasionales retazos de tierra que se veían abajo.
El avión se balanceó en su vuelo y giró persiguiendo la oscuridad, hacia el oeste.
Era un rugir en el vacío. Arriba, sólo el cielo, de un profundo azul oscuro en el cual las estrellas titilaban como negligentes. Mucho más adelante, unas nubes como sombras grises se iluminaban con tintes rojizos, muy gradualmente, a medida que el amanecer apuntaba. En algún lugar sobre Kentucky, la figura de un cisne se proyectó sobre el transporte y luego tomó la delantera. Después, dejó caer un tubo colgante con un embudo en la punta. El «jet» ascendió, efectuando un extraño finteo al embudo con el cuerno semejante al de un unicornio que se proyectaba delante de él. Rugiendo y bajando, se unió a la silueta que apareció desde abajo y que ahora volaba más adelante y por encima de él.
Voló como abstraído en esta operación, un largo tiempo. Bebió ávidamente del combustible que era como la sangre en su vida. Luego desprendió el cuerno y la nave más grande giró y bajó, y no se le vio más. El transporte continuó avanzando.
El día apuntó. El «jet» empujaba hacia delante como si quisiera aventajar a la mañana. Los arreboles se desvanecieron y las nubes se pusieron blancas. Por el momento volaba a través de cielos sin nubes y abajo, la tierra de labranza, se veía como un mosaico de trocitos verdes y tostados. Pero la nave avanzaba estruendosa, aunque el ruido era acallado dentro de ella, y siempre seguía en medio del vacío.
Viajó hacia el oeste, durante horas, sobre las haciendas y el territorio que una vez fue llamado el Gran Desierto Americano. A su debido tiempo, aparecieron los Rocallosos, como una masa de piedra elevándose entre nubes que escondían sus pies. Cortos e invisibles mensajes partían y llegaban. El sonido de los motores cambió sutilmente. Descendió gradualmente hasta que quedó a sólo unas cuatro millas sobre el nivel del mar. Encontró un lugar donde se aseguró que podría navegar a salvo, atravesando el grueso vellón de lana blanca que se extendía debajo. Continuó su descenso. El universo afuera dejó de ser visible. Sólo se podía ver una extensa blancura.
De pronto, vino la claridad por debajo de las nubes. El flanco de las montañas se elevaba a un lado. El avión planeó, descendiendo, y luego bajó abrupto, buscando solidez. Hirió la pista de color verdoso, que se veía como surcada por arroyos y también se notaron parches de arbustos, éstos estaban sobre ruedas, los hicieron deslizar hacia un lado esperando poder arrastrarlos de vuelta, después que pasara el avión.
El transporte rodó por largo tiempo. La ladera de un cerro se alzaba delante. Una vasta área cubierta de hierba se levantó. Era una puerta enorme. El «jet» rodó deliberadamene dentro de esa monstruosa caverna artificial, sin ventanas, y la ladera de la montaña se cerró detrás.
Ésta era una base también, pero no como la de Bahía Gissel. La existencia de ésta podía ser negada. Se esperaba que por siempre no se le daría el uso para el cual estaba destinada. Soames no vio nada fuera de lo que estaba previsto. A nadie siquiera se le asignó ninguna función, excepto la de esconder a los niños de la nave espacial que se estrellara en la Antártica. Pero él supuso que si una guerra atómica estallara alguna vez sobre la tierra, los cohetes que se elevaron desde este lugar, y de otros similares, vengarían la destrucción hecha a América.
En ese momento, sin embargo, Soames descendió, tieso, del transporte, y ayudó a Gail a bajar, luego a los niños. La capitán Moggs rechazó su brazo.
Gail y los niños fueron instalados en una pequeña cabaña corriente, y Soames lo desaprobó. Llegaron a la aldea por un ascensor desde una profundidad de cientos de pies bajo tierra. El lugar donde la cabaña estaba construída se veía igual a cualquier pueblo remoto y soñoliento. Soames empezó a protestar contra el hecho de que Gail estuviera tan aislada y tan sola. Se le respondió que existía un cerco electrificado con guardias, ahí mismo, otro una milla más allá y un tercero aún más lejos, con torres de observación. Nadie podía entrometerse en la aldea. Sin embargo, desde el aire se veía como cualquier otro lugar. No había señales de las construcciones existentes bajo tierra ni huellas de túneles de comunicación entre las casas del pueblo y un edificio algo más grande que parecía ser un almacén de campo, común y corriente.
—Pareces estar a salvo de curiosos — dijo Soames a Gail, preocupado —. Si hay un lugar que toma precauciones contra esas cosas, parece ser éste. Pensé que nos llevaban a Washington. ¡Algo debe haber sucedido!
Sucedió. Había hecho efecto la computación del poder liberado por la nave al llegar a la Tierra. Y una suposición aceptada era que se trataba de la fuerza necesaria para conseguir que una nave espacial se detuviera, después de una jornada, a través de distancias interestelares. La suposición acerca del viaje en el espacio estaba equivocada, pero el cómputo de la cantidad de poder en el estallido estático era correcta. Así los niños, con su capacidad de ser tripulación del barco averiado, eran el centro de una de las más tensas crisis diplomáticas de la historia. Habría sido sumamente imprudente desembarcarlos en Washington. Nadie podía adivinar sus andanzas ahora. Pero tampoco nadie estaría en situación de averiguar cómo eran. No había sido una idea muy genial. A pesar de todo, estaban más seguros aquí que en cualquier otra parte, y también lo estaba Gail.
Soames salió para que se le asignara otro alojamiento y para conversar sobre los aspectos técnicos de la nave. Divisó a dos físicos que iban a entrevistarse con los chicos por primera vez.
Quería trabajar algunos aspectos que se le habían venido a la mente durante las últimas horas de viaje. Le contó a Gail sus suposiciones de que los niños venían de tiempos remotos. Existía una evidencia que ojalá no fuera tal. De todas maneras, hizo una prueba.
Cuando los niños estaban tomando el desayuno dibujó sobre una hoja de esquemas parte de un diagrama del sistema solar. Un punto por el sol, un círculo con un punto dentro de él por Mercurio, el planeta más interno. Otro punto con un círculo por Venus, el segundo mundo afuera. Un tercer círculo y un punto por la Tierra y su órbita, y al lado del punto que indicaba la Tierra, dibujó una creciente, por la Luna. A lo largo del punto que indicaba Marte dibujó dos crecientes, porque Marte posee dos pequeñas lunas.
Los chicos discutieron sobre el diagrama. Zani lo terminó haciendo una observación definitiva en el lenguaje que usaban. Fran trazó un quinto círculo, colocó un punto para indicar un quinto planeta, y puso cuatro crecientes al lado, después marcó un sexto círculo con un gran punto y dibujó doce lunas alrededor de éste.
Soames tomó aliento. El planeta con doce lunas era, sin duda alguna, Júpiter, que es el que sigue a Marte cerca del sol. Por el número de lunas era imposible equivocarse. Pero Fran había colocado un quinto planeta con cuatro lunas, donde ahora se encuentran sólo restos de éste, los asteroides.
El diagrama probaba, indiscutiblemente, para satisfacción de Soames, que el hipotético Quinto Planeta había existido, con cuatro lunas. Y como este planeta no existía hacía millones de años, el diagrama también probaba que los niños en lugar de venir del espacio salieron del tiempo. Ahora tenía la certeza acerca de las razones de la llegada de ellos a la Tierra. Lo que todavía lo desconcertaba era si pertenecían originariamente al Quinto Planeta y viajaron fuera del tiempo para escapar de la explosión, o si vivían en la Tierra y volaron al futuro para librarse del bombardeo de los restos del Quinto Planeta.
Los bombardeos desde el espacio no son desconocidos. En 1914 cayó un meteoro en Siberia que aplastó todos los árboles existentes en cincuenta millas a la redonda. Ocho o diez mil años antes, el cráter del Cañón del Diablo, en Colorado, fue formado por un proyectil del cielo que borró todo lo que fuera vida en un radio de mil millas. Con anterioridad se formó en Canadá un cráter mucho más grande, y hay vestigios aún más remotos de un proyectil monstruo que cayó en el sur de África. La cadena de montañas allí está bastante desgastada, pero abarcó muchas millas.
La situación de la raza de los niños se sometería o a un acelerado bombardeo o a una infinita escapada del cielo. El Quinto Planeta voló en pedazos. Los fragmentos se hundieron sobre la Tierra y la Luna, como semanas antes abatieron Marte, y una quincena después devastarían Venus y caerían sobre Mercurio. Desiguales porciones del planeta detonado llenaría con llamas la atmósfera de la Tierra.
El suelo se sacudió constantemente. Con una loca imprecisión de tiempo, las extensiones montañosas se derrumbaban en cualquier lugar y en cualquier tiempo. En alguna parte de la Tierra, de noche, las criaturas vivientes, al mirar hacia arriba, verían las estrellas extinguiéndose en perfiles irregulares, suavemente agrandándose en el espacio y creciendo hasta que sólo existiera oscuridad sobre sus cabezas. Pero eso no podía durar. Se convirtió abruptamente en una incandescencia blanquecina cuando la caída de esa enormidad tocó la atmósfera y se estrelló sobre la Tierra.
Ningún ser que vio el cielo todo cubierto de llamas vivió para contarlo. Nadie sobrevivió. Se transformaron en chispas de gas incandescente, explotaron y pasaron los límites normales del aire terrestre. Algunos pudieron presenciar la catástrofe desde muchas millas y murieron por la sola conmoción. El suelo se levantó en grandes ondas que corrieron furiosas en todas direcciones. Enormes abismos abiertos en la tierra y llamas que brotaban de ellos. Las playas fueron arrasadas por olas como montañas formadas por miles de metros cúbicos de agua convertida en vapor cuando las islas cayeron en el Océano, toneladas de material por segundo.
Esto fue lo que sucedió en la Tierra en el tiempo del cual venían los niños. Tal vez sus mayores previeron el desastre oportunamente para tomar algunas medidas, como la construcción de la nave. Sin embargo, ésta fue fabricada con gran premura. Se habría empezado antes que el bombardeo comenzara y completado cerca del fin, cuando los asteroides ya se habían hundido en la tierra indefensa y este planeta se estremecía, retorciéndose en la agonía.
Los humanos cazados en esa trampa cósmica no estarían con ánimos de negociar o hacer promesas, si pudiera establecerse cualquier avanzada para el futuro. Se desbordarían. No se les podría detener ni hacer que se devolvieran. Deberían ocupar la Tierra o morir. Y los hombres lucharían por sus mujeres, las madres pelearían como leonas por sus hijos, y el mundo del presente se disolvería simplemente en incoherencias cuando las hordas desesperadamente determinadas de la condenada civilización pasada, se desbordaran llenándolo todo. No podría haber paz. Esto era innegable.
Soames, rumiando sobre el asunto, no estaba en un estado de ánimo envidiable cuando la partida de investigadores del Este vino a entrevistarlo acerca del arribo de la nave.
Él les habló, dándoles la cinta grabada del radar, con estricta precisión, de cada uno de los hechos acaecidos hasta que volvió a Bahía Gissel con los niños. No se refirió a la telepatía porque su narración era ya bastante increíble sin eso, y él sólo podía compartir su propia desorientación. No les dijo acerca de la luna porque su teoría se basaba en salirse del tiempo, lo que era obviamente imposible.
Cuando los militares pidieron información sobre superarmas, disponibles de inmediato, preguntando en forma tan natural como si se tratara de pedir café instantáneo, les informó que nada sabía. Tendrían que juzgar por los objetos que trajeron los niños. Luego los hombres de relaciones públicas lo interrogaron rápidos, sobre cuál era el planeta del que venían o a qué otro sistema solar pertenecía la nave, y para cuándo se podía esperar que una nueva nave llegara en busca de los muchachos. Él se mostró irónico. Sugirió que los niños mismos podrían informar si se les preguntaba en su propio idioma. Él no lo sabía. Pero los dos físicos eran personas cuyos nombres conocía y respetaba. Oyeron cuanto él habló. Examinaron los dispositivos de la nave, luego volvieron a conversar con Soames.
Él volvió a su preocupación. Los niños viajaron a través del tiempo. Todo lo señalaba así, desde la observación del radar hasta su reacción a la vista de la luna picada de viruela y su conocimiento de que hubo un Quinto Planeta, al cual asignaron cuatro lunas. Había sucedido. Positivamente. Pero existía sólo una pequeña dificultad. Era imposible.
Si fuera viable una travesía en el tiempo, un hombre viajero en el pasado podría, por accidente, matar a su abuelo cuando niño. En tal caso, el abuelo no viviría para llegar a ser padre, el nieto no tendría oportunidad de nacer y por lo tanto era imposible que hubiera ido al pasado y muerto a su abuelo. Pero si no hubiera viajado hacia el pasado y muerto a su abuelo, él habría nacido de manera que hubiera podido matar a su abuelo. Y así para adelante. Si fuera posible viajar en el tiempo, un hombre adulto podría impedir su propia existencia. Era imposible. Por lo tanto, viajar en el tiempo era imposible también.
En un nivel de técnica más alto existe justamente una ley de la naturaleza que parece ser infaliblemente verdadera desde su última modificación permitida por la energía nuclear. Es la ley de la conservación de masa y energía. El tolal de energía y materia tomados en el universo como un todo, son invariables. La materia puede ser convertida en energía y sin duda la energía en materia, pero el total está fijado en todo tiempo y en cada instante. De manera que si un barco pudo moverse de un período de tiempo a otro, disminuiría el total de materia y energía del período de tiempo que abandonara y aumentaría el total dónde y cuándo llegara, y esto significaría que la ley de conservación de la masa y energía estaba equivocada. Pero no lo estaba.
Soames trataba de reconciliar lo que aceptaba con lo que sabía. Fracasó. La civilización de los chicos hizo algo que si se encuadraba a estas leyes era un hecho imposible. Ellos poseían otros puntos de referencia distintos a los de él. Trató de encontrar esos puntos en algo más simple que viajar en el tiempo. Eligió un ángulo y trató de repetirlo, después de aproximarlo y luego de hacer paralelos. Garabateó, diagramó, gruñó y sudó. No tenía una esperanza real, por supuesto. Pero en ese momento, juró, abruptamente, mirando el diagrama que había dibujado. Volvió sobre él muy cuidadosamente. Al último, enjugó su frente, fumó a propósito, alejándose de lo que había dibujado. Cuando terminó su pipa, lo miró otra vez.
Comenzaba una segunda serie de diagramas cuando volvieron los dos físicos del grupo de investigadores. Llamaron a la puerta y entraron. Uno era un hombre bajo y el otro era delgado. Se veían ofuscados.
—Son niños — dijo el hombre delgado, con voz débil —, y son niños humanos, y su ciencia nos hace sentirnos ridículos. Están centurias más adelantados que nosotros. No pude comprender ninguno de los dispositivos que poseen. No me puedo imaginar siquiera cómo trabajan.
El hombre bajo sacó una cerilla para encender su cigarrillo. Su mano temblaba.
—Estamos acabados, como hombres — dijo sin ninguna expresión —. Nunca estaré en condiciones de llegar a lograr nada. Todo ha sido hecho. Ellos lo habrán obtenido. Me siento como un Yahoo.
—Es imposible hablar a distancia — contestó Soames.
Después de un momento, el hombre delgado volvió la cabeza.
—¿Qué quiere significar con eso?
—Quiero decir — repuso Soames —, que es imposible hablar a distancia. El sonido disminuye proporcionalmente al cuadrado de la distancia. Usted no puede hacer un sonido — a menos que use un cañón — que pueda ser oído a diez millas. Así, es imposible conversar a distancia.
El hombre bajo dijo pesadamente:
—Me siento como un loco, además. Pero existen teléfonos.
—No es lo mismo que hablar a distancia. Usted habla a un micrófono de unas cuatro pulgadas. Alguien escucha a un receptor pegado a su oído. Usted no habla al hombre, sino al micrófono. Él no le oye a usted, sino al receptor. El efecto es el mismo que hablar a distancia, por lo tanto usted ignora que no lo está haciendo. Inventé un juego con los objetos que trajeron los niños. Lo gané.
El hombre delgado parecía aturdido.
—He estado pretendiendo — prosiguió Soames —, que yo soy un miembro de la raza de los niños, deportado a la Tierra al igual que ellos. Como expatriado conozco las cosas que pueden hacerse y que los salvajes locales, nosotros, consideran imposibles. Pero necesito materiales especiales, para fabricarlas. Mi civilización me las proveía, pero no existen aquí. Pero rehuso caer en la barbarie, aunque no pueda reconstruir mi civilización. Es una situación muy parecida a la de querer hablar a la distancia. ¿Qué puedo hacer?
El físico delgado levantó de súbito la cabeza. El hombre pequeño alzó la vista.
—Cogería los materiales que los salvajes de la Tierra pudieran ofrecerme — continuó Soames —. No puedo hacer lo que quiero, no puedo conversar a distancia, como dije, pero trato de imaginarme una salida que tendrá en alguna parte algo del mismo significado que una conversación a distancia, o lo que sea que quiero hacer. Me ajusto a una aproximación. Y en la práctica, como un exiliado en un ambiente de salvajes, trato de ajustarme a una civilización que no es la de los salvajes, y que no pertenece a mi raza, pero en cierto modo es mejor que nada, porque está destinada a proveer los materiales que están en su mano y en el ambiente en que me encuentro.
El físico pequeño dijo lentamente:
—Ya veo a lo que usted quiere llegar. Pero es sólo una idea...
—La ensayé con ese conductor de calor de un solo sentido — replicó Soames —. No puedo duplicarlo. Pero he diseñado algo que producirá el efecto, aunque no del todo, que efectúa esa marmita. Denle una mirada a esto.
Extendió el diagrama completo del primer objeto en que trabajó. Estaba bastante claro. Aparecía dibujado el radar observador de meteoros de Bahía Gissel, y su uso de símbolos electrónicos era normal. Sólo una parte del dispositivo había necesitado diseñarla en detalle. El delgado físico estudió el diagrama.
—Usted ha diseñado una bobina con una inducción demasiado baja.
—Baja no — corrigió Soames —. Negativa. Tiene menos que inducción baja. Rechaza en vez de luchar por una corriente aplicable. Ponga usted cualquier corriente en ella y la rechazará para incrementar el magnetismo hasta que alcance la saturación. En este momento empezará a perderlo y el magnetismo pasará a alimentar un contador-emf que aumentará la corriente de desmagnetización hasta que esté saturada con la polaridad contraria. Podemos obtener un magneto alternador que no desarrolla calor a causa de su inestabilidad, pero que absorbe calor tratando de mantener su estabilidad. Este objeto absorberá calor de cualquier parte... el aire, agua, la luz del sol, o lo que sea, y desprenderá corriente eléctrica.
Los dos científicos observaban el diagrama y los siguieron nuevamente. Se palmearon el uno al otro.
—¡Debería! — exclamó el hombre delgado —. ¡Tiene que ser así! ¡Esto es magnífico! Es más importante que la conducción del calor en un sentido. Esto es...
—Esto no es ni la mitad de conveniente que una marmita que se hiela en el exterior para tener calor adentro — observó Soames —. Desde el punto de vista de un exiliado es obvio. Pero esto sucede cuando dos civilizaciones se influencian sin la necesidad imperiosa de matar. Ustedes pueden probarlo.
Los dos físicos pestañearon. Luego, el más bajo dijo inseguro:
—¿Podemos hacerlo?
El delgado, más afiebrado que antes, repuso:
—¡Por cierto! ¡Fijaos, un aparato regulador de atmósfera! ¡No podemos duplicarlo exactamente, pero si se precisa... No hay efecto Hall en los líquidos. Nadie ha tratado de encontrar uno en gases ionizados. Pero cuando se piensa...
El físico más pequeño se atragantó. Después habló.
—No vas a cambiar la temperatura, y hacer una ecuación...
Cambiaron ideas apasionadamente. Garabatearon innumerables papeles y discutieron casi balbuceantes en su prisa.
Cuando llegaron los otros miembros de la investigación, los físicos se veían como dos seres caminando sobre nubes.
Los militares no estaban muy contentos. Se marcharon con las manos vacías. No pudieron obtener ninguna información estadística de parte de los niños. Gail había tratado de enseñarles los números, pero el modo como ellos los escribían era tan diferente del sistema moderno como lo eran los números romanos o el sistema binario, o como los griegos y los hebreos hacen las letras del alfabeto, que también sirven como numerales.
Los militares no obtuvieron ninguna información útil. El instrumento de bolsillo de Fran era extraño, y no prometía nada como arma. No tenía esperanza de copiar lo que Soames llamó superradar. La marmita, si se duplicaba, modificándola, podía suministrar energía para los barcos y submarinos, o aun aeroplanos. Pero ni trazas de armas. Ni siquiera una.
Los encargados de relaciones públicas estaban asustados. La venida de los niños podía significar un pánico financiero. Toda la civilización de la Tierra estaba pasada de moda. La tecnología era tan antigua, que tan pronto como su ineptitud fuera descubierta nuestro sistema económico se derrumbaría.
Sólo los dos físicos estaban contentos. No aprendieron hechos científicos de los niños, pero copiaron un truco de Soames. Resplandecían de felicidad cuando partieron.
Al anochecer, Soames fue otra vez a la cabaña, sorprendentemente corriente que Gail ocupaba con los niños. Sobresaltaba salir y encontrar sólo la oscuridad con árboles y colinas y brillantes estrellas furtivas que iluminaban entre masas de nubes.
—¡Qué día! — dijo Gail, con gran fatiga —. Me habría gustado salir a cualquier parte, Brad, y no pensar más.
Soames se endureció y dijo:
—No podría ofrecerte salir a dar una vuelta en auto. Pero si las cosas fueran diferentes, te hubiera podido invitar a andar en motocicleta.
—Me habría encantado — contestó Gail.
Permaneció en silencio por un momento.
—Con dos días de lecciones de inglés — observó —, pretendían que los muchachos fueran capaces de nombrar e identificar su sistema solar. Se les preguntó acerca de su régimen económico. ¡Les pidieron que describieran armas que fuera posible fabricar de inmediato! ¡Les ordenaron que calcularan en millas terrestres, o años de luz, la distancia de donde venian! Soames replicó:
—¿Y no simplificaste las cosas sugiriéndoles que mejor preguntaran cuándo vinieron?
Ella movió la cabeza. Entonces abruptamente se echó a temblar.
—Estoy preocuada — dijo titubeante —. Por ellos, por ti, por mí misma. ¡Estoy... estoy aterrorizada, Brad!
El sacó sus manos de los bolsillos. La calmó y, sin ninguna intención, la abrazó. Ella no opuso resistencia. Lloró débilmente sobre su hombro.
Gail se sentía terriblemente nerviosa.
—¡Estoy preocupada! — dijo en forma entrecortada —. ¿Qué harán los padres de estos niños cuando no tengan noticias de ellos? ¿Mandarán más naves? ¿Qué sucederá? Habrá lucha. ¡Tú estarás en medio de todo! Habrá...
Entonces él la besó.
Le pareció que sólo era un instante antes que se sintieran los pasos pesados y militares de la capitán Moggs. De inmediato, la actitud de Gail se hizo lejana y compuesta. Pero una de sus manos, que sostenía la manga de Soames, aún temblaba un poco.
—¿Gail? — llamó la capitán Moggs en la oscuridad —. ¿Es usted?
—Sí. Hemos estado hablando del problema de lo» niños — contestó Gail.
—¡Es increíble! — jadeó la capitán Moggs. Se acercó a ambos —. Ustedes no podrían adivinar jamás lo que sucedió! Los rusos poseen fotos del barco espacial, las películas que tomó el señor Soames. ¡Saben todo!
Deben haber conseguido los originales. ¡Esos aviones que aterrizaron en Bahía Gissel! Pero, ¿cómo?
Soames habría podido responder, y bastante acertado. Algún miembro emprendedor de la comitiva científica rusa debió quedar a solas en el laboratorio fotográfico. Sin duda que le sacaría el mayor partido posible buscando minuciosamente cualquier indicio que pudiera haber de fotografías que los americanos intentaran guardar para sí. No se le ocurriría a un americano, pero a los científicos rusos se les exigía que hicieran toda clase de cosas.
—Entregaron copias de las fotografías a la Asamblea de la N. U. — aleteó la capitán Moggs —. ¡Todas! Declaran que son fotos del barco espacial que aterrizó y también dicen que los americanos llevaron la tripulación a Estados Unidos..., cosa que hicimos..., ¡pero reclaman que estamos haciendo un pacto con los monstruos no humanos que llegaron en el barco! ¡Exponen que estamos vendiendo al resto de la humanidad! Que estamos negociando la entrega del mundo a los horrores de fuera del espacio a cambio de nuestra seguridad. Piden que las Naciones Unidas se hagan cargo del barco y su tripulación.
Soames silbó suavemente. Los reclamos desatinados eran pura locura difíciles de tomarse en cuenta. El barco espacial ya no existía más y los niños estaban lejos de ser monstruos. De manera que no había forma de convencer a nadie que América haría un atentado honesto para satisfacer o responder a la queja. El asunto de los niños y la nave fue conducido de manera deplorable. Pero no existía manera de manejarlo mejor. La llegada de los niños era una catástrofe de cualquier manera que se la mirase. Mas ellos, eran tan terriblemente amables...
—No había nada que hacer — rumió la capitán Moggs —, que no fuera establecer los hechos. Nuestra delegación declaró que el barco se estrelló al aterrizar y que sus ocupantes necesitaban tiempo para rehabilitarse de la conmoción y desarrollar a su vez alguna fórmula para comunicarse con nosotros. Sostuvo, además, que el informe completo aún no se había presentado a nuestro Gobierno, pero que se estaba preparando y se haría público de inmediato. ¡Oh, es terrible! ¡Cuando pienso lo que podríamos haber aprendido si todo el asunto se hubiese mantenido en secreto!
Gail miró a Soames en la oscuridad. Él asintió.
—Ese reportaje — dijo Soames — nos corresponde hacerlo a nosotros. Particularmente a ti.
—Sí — afirmó Gail confidencialmente —. Ahora es la ocasión para todos los hombres de buena voluntad de venir en ayuda de sus gobiernos. Escribiré la mitad del reportaje, Brad. Yo quiero a esos niños. Son amables. ¡Tú escribirás la parte técnica, yo redactaré un relato de interés humano para las Naciones Unidas y haré que todo el mundo los quiera!
La capitán Moggs se enjugó la frente.
—Informaré que ustedes se han ofrecido para la tarea — dijo ella, menos desalentada que antes —. Me imagino que ustedes saben que será revisada por expertos en relaciones públicas.
—¡Sobre mi cadáver! — replicó Gail —. Si los expertos en relaciones públicas supieran algo acerca de escribir no serían de relaciones públicas, en primer lugar.
—Informaré eso, además — contestó la capitán Moggs —. Pero que usted está deseosa de hacer su parte, como asimismo el señor Soames.
Se alejó hacia la seudotienda general, desde la cual ella descendería trescientos pies bajo la tierra, hacia un panorama completamente engañador, desde donde llamaría por teléfono a larga disiancia a personas nada de confortables, en el este.
—Yo... yo debería avergonzarme — dijo Gail mirando a Soames hacia arriba —, ¡pero necesito tanto que suceda algo a las derechas! Y que sigas con lo que estabas haciendo.
—Me había jurado a mí mismo que no me lo consentiría. Nunca seré un hombre rico, Gail. Casarse conmigo es una idea de las más locas...
—Sssht — murmuró Gail —. ¡Aprenderé a montar en el asiento trasero de una moto, querido!
Rió suavemente. Luego se libertó y dio un paso atrás.
—Hablemos seriamente — dijo — acerca del reportaje. ¡Siempre he anhelado escribir una historia realmente importante, y ésta lo es! ¡Tú eres el indicado para informar sobre la maquinaria y la ciencia y el resto, pero cuando me ponga a contarles acerca de los niños, cada mujer en el mundo llegará a amarlos! ¿Monstruos? Les obligaré a desear abrazar a Mal — se vanaglorió —, y adorar a Zani, y a hacerles sentir por los niños lo mismo que sintieron los hombres de Bahía Gissel. Escribiré un relato...
Soames se sintió como un sinvergüenza.
—Detente — la interrumpió, sintiéndose infeliz —. Está bien presentar a los niños atractivos, pero no demasiado. ¿Recuerdas por qué?
Gail se detuvo de golpe.
—Ellos no vienen de un sistema solar existente y al cual pueden volver — afirmó Soames, más infeliz aún —. Ellos vienen del Quinto Planeta o de la Tierra de otros tiempos, cuando existían montañas que caían del cielo. No tienen donde ir. Y las familias de los niños tienen que quedarse donde están hasta que islas ardientes reduzcan su cielo a llamas y los destruyan al caer sobre ellos. Porque nosotros no les podemos permitr que vengan acá.
Gail lo miró y la vida se esfumó de su rostro.
—Oh, seguramente — contestó con amargura —. ¡Seguro! ¡Así es! ¡No podemos afrontarlo! No sé de ti o del resto del mundo, pero yo me voy a odiar a mí misma hasta el fin de mis días.