Capítulo Octavo
Gail sonrió desmayadamente en la oscuridad, su rostro habia sufrido un gran cambio desde que Soames la viera por primera vez. Se dio cuenta que se sentía terriblemente cansada y asustada. Se acercó a ella y la besó.
—Estoy contenta — dijo con calma —, que te sientas como lo haces. Estoy más delgada. No muy bonita. Pero estoy tan preocupada, Brad.
Él murmuró indignado. Sintió como si una rabia infinita lo poseyera al ver a Gail en esas condiciones.
—Le conté a los niños de tu venida — agregó Gail —. Creo que estarán contentos de verte. Me parece que Fran, especialmente, te quiere, Brad.
—¿Ni una palabra de él?
—N... no — dijo Gail con tono extraño.
—¿Huyó? — preguntó Soames.
Iban caminando hacia la cabaña, bajo un suave y cálido atardecer.
Gail dijo en tono suave:
—¡Cuidado! La idea de la telepatía es alarmante.
Todo es escuchado, Brad. Los niños son observados cada segundo. Yo creo que han puesto micrófonos.
Soames gruñó.
—Es por seguridad — prosiguió Gail —. Sería correr un riesgo muy grande presumir que los niños pueden recibir sólo impresiones sensoriales y además por intermedio de esos pequeños aparatos que llevaban en sus cinturones. Nadie ha podido hacer que los dispositivos ejecuten algo, pero no están seguros... Tú destruiste sus señalizadores, pero no te sientes seguro. Bien, ellos se han llevado los cinturones con los dispositivos, pero no están ciertos de lo que los niños pueden hacer.
La noche era ahora casi un pozo negro. Luces amarillas del color de las lámparas de keroseno se veían detrás de las ventanas de las casas. Soames y Gail llegaron a la cabaña, mientras Gail continuaba hablándole con vehemencia.
—Y... yo creo que hicimos bien al prevenir a la capitán Moggs sobre nosotros. Eso explica por qué tú querías volver acá. Saben que yo soy como protectora de los niños. Una explicación del porqué de tu vuelta me pareció sabia. Los niños son odiados desde que se supone que pueden leer en la mente. Por esto yo quería que pudieras volver sin despertar sospechas de que abrigas sentimientos amistosos hacia ellos.
—He vuelto por ti — murmuró Soames —. Así es que nadie debe aparecer como teniendo sentimientos amistosos hacia ellos, ¿eh? — Y agregó con brusquedad —. Acerca de Fran...
—Huyó — interrumpió Gail con algo de desafío —. Te contaré algo más adelante, tal vez.
Entraron en la cabaña y Soames se recordó a sí mismo que todo lo que dijera sería escuchado y probablemente grabado. Hod y la chica más joven, Mal, descansaban tendidos sobre sus estómagos en el suelo, trabajando empeñados en sus lecciones; Zani estabn sentada sobre una silla con un libro abierto delante de ella y una mano puesta sobre los ojos. Su expresión era abstraída.
Cuando entraron, Hod emitió un ruido extraño con la garganta. Zani llevó una mano rápidamente a su bolsillo y abrió sus ojos. Los había tenido cerrados por largo tiempo. Sonrió temblorosa a Soames y se levantó para tenderle la mano con ese aire de gran señora que le era tan peculiar. Mal lo saludó tímidamente y Hod se levantó gentil.
Soames tuvo un relámpago de comprensión. Había usado un cinturón que portaba un dispositivo casi telepático, sólo por una vez y por corto tiempo. Mientras lo llevó puesto fue impelido a recobrar otro igual que fuera robado en el estudio de la emisora, durante el desarrollo de la más desastrosa de todas las empresas de relaciones públicas. No tuvo tiempo para experimentos, ni para acostumbrarse a esa sensación tan peculiar de sentirse habitando más de un cuerpo a la vez. Ni pudo explorar las posibilidades del dispositivo, pero desde entonces trabajó en ciertos ángulos.
Y por esto supo, instintivamente, lo que Zani estaba haciendo cuando ellos llegaron. Con los ojos cerrados, escondidos detrás de su mano, estaba captando algo que venía de otra parte. Los otros niños guardaban silencio. Hod cloqueó su lengua para prevenirla de la llegada de Gail y de Soames. Y Zani puso de inmediato sus manos en los bolsillos y abrió los ojos. Escondió algo. Soames se dio cuenta que ella había estado recibiendo un mensaje de Fran, en las narices de una vigilancia inmisericorde y probablemente llena de micrófonos que transmitían cada palabra que se pronunciase.
Pero los cinturones con los aparatos emisores y receptores de sensaciones habían sido confiscados.
—Han aprendido una cantidad sorprendente de inglés — explicó Gail —. Pero no logro imaginarme qué clase de bien les reportará.
Soames la miró otra vez, a la luz. —¡Mejor que te preocuparas un poco de ti misma! — dijo —. ¡Te están matando las preocupaciones!
—Los niños me necesitan, Brad — contestó Gail aplacándolo —; saldré adelante. Pero tengo una gran parte de culpa al meterlos en este lío en que se encuentran, ¡tú lo sabes! Desde la transmisión ellos intuyen que son odiados. Están seguros que tú y yo somos las únicas personas que no les detestamos. Por lo tanto, no voy a abandonarles. ¡Sería monstruoso! ¡Somos los únicos seres vivientes que no sentimos temor ante ellos!
—No me cabe duda — convino Soames.
La pequeña Mal preguntó amable:
—Fran — una pausa —. ¿Dónde está?
—Me gustaría saberlo — le respondió Soames.
—Eso es lo único que se les pregunta ahora — dijo Gail —. Como una medida de seguridad, solamente la capitán Moggs y un personal registrado, sin informaciones clasificadas, y la policía que anda en busca de Fran, son los únicos autorizados para hablarles.
—¿Cuánto tiempo hace que desapareció Fran? ¿Una semana? ¿Más? — Soames regañó —. ¿Cómo se puede esconder? ¡Sabe tan poco inglés! ¡Ni siquiera sabe cómo comportarse sin que sea localizado al caminar por la calle!
Gail aseveró con una extraña entonación.
—Me temo que esté en la espesura. ¡No sabrá cómo procurarse comida! ¡Estará en peligro por causa de los animales salvajes! ¡Tengo tanto miedo por él!
Soames la miró rápidamente.
—¿Cómo pudo escapar?
—Daba vueltas por ahí, como cualquier niño — explicó Gail —. Se hizo amigo, más o menos, de los hijos del sargento, donde conseguiste los perros. Pensé que no había mal en eso. Y una mañana salió, aparentemente, para ir a jugar con ellos. Los hijos del sargento no lo vieron, y no ha sido encontrado desde entonces por más que le hemos buscado.
Hod se tendió sobre su estómago otra vez. Estudiaba atentamente un libro, murmurando palabras en inglés, mientras daba vuelta a las páginas de una lámina a la otra. Mal y Zani observaban el rostro de Gail y luego el de Soames, alternadamente.
—Entienden más de lo que pueden hablar — dijo Gail.
Soames registró la pared de la habitación. Gail había sugerido que probablemente existían micrófonos. Miró intensamente a Zani. Copió la posición que ésta tenía cuando él entró y sus movimientos, el gesto rápido de su mano hasta el bolsillo y el abrir de sus ojos. Zani lo miraba, tensa. El movió su cabeza como advirtiendo y puso un dedo sobre sus labios.
Ella retuvo el aliento y lo miró extrañada. Soames se sentó cómodamente. Gail, con el aspecto de alguien que está haciendo algo sin importancia, indicó a los niños que demostraran lo que sabían. Su acento era bueno, su vocabulario muy reducido. Soames adivinó que Gail los apuraba en cuanto a pronunciación, de manera que no tuvieran oportunidad de aprender muchas palabras, y de este modo les fuera imposible contestar preguntas capciosas. Era una fórmula para aliviar la presión que se ejercía sobre ellos.
Pero no era una buena idea, pensó Soames, tener una actitud demasiado paternal o solícita. Habló con ironía escondida:
—Estoy desilusionado de Fran. No debió arrancarse. Hizo algunos dibujos para mí, de cosas que los niños de su edad fabrican en casa. Me habría gustado tener algunos mas. ¿Dejó algunos por ahí cuando desapareció?
Gail negó con la cabeza.
—No. Cada trozo de papel que usan los niños se junta cada noche para ser estudiado. No les gusta esto, los perturba. Creo que unos expertos en lenguas están tratando de averiguar algo sobre la de ellos, pero también lo resienten. Están nerviosos.
—Y con razón — dijo Soames. Se enderezó —. Estoy desilusionado. Iré a hablarles a los que andan detrás de Fran. ¿Quieres acompañarme hasta la tienda, Gail?
Gail se levantó. Zani miró a Soames. Estaba pálida. Él le hizo un gesto otra vez.
Gail y Soames salieron a la noche cerrada. Soames dijo, rezongando:
—Mejor caminemos más juntos.
Gail vaciló. Siguieron subiendo. Soames se regañó a sí mismo.
—Cuando estemos casados — dijo de repente —, dudo que nos escondamos muchas cosas el uno del otro. Mejor empecemos a ser francos de inmediato. Los cinturones de los niños fueron confiscados, pero tienen transmisores sensoriales, igualmente. Zani estaba usando uno cuando entramos en la cabaña.
Los pasos de Gail titubearon. La luz era escasa ahora, viniendo solamente de las estrellas. Las montañas escondían un buen pedazo de cielo al rodear el lugar. Ella no negó nada.
—¿Qué vas a hacer?
—Darles un buen consejo — contestó Soames —. Decirles a los niños que tú lo sabes. Recordarles que el personal de seguridad posee tres o cuatro cinturones y que los pueden usar. Yo mismo usé uno no hace mucho. Descubrirán las comunicaciones. Tarde o temprano lo harán y los niños serán descubiertos. Si Fran habla en voz alta podrán identificar su voz. Si Zani escribe y mira lo que ha escrito, de manera que Fran pueda leer a través de sus ojos, la mano de Zani o su vestido, o lo que vea, pueden traicionarla. Te lo digo para que recuerdes a Zani que las comunicaciones a través de esos transmisores sensoriales pueden ser observadas y rastreadas. Tarde o temprano sucederá. Ella debe inventar un sistema para no ser identificada. Si ellos creen que ha aterrizado más gente de su raza, está muy bien. Pero las cosas pueden ir mal si es sorprendida comunicándose con Fran.
Gail no dijo nada durante cierto tiempo. —¿Eso... eso es todo?
—Casi todo. Soy el antagonista de Fran sólo en una cosa. Haré hasta lo imposible para impedir que llame a su gente. Odio hacerlo, pero lo haré. Fuera de eso, siento que él se encuentre aquí por mi culpa. No deseo que sea psicológicamente vivisectado por gente que codicia todo lo que sabe. No creo que tengan límites. Mientras esté donde se encuentre, probablemente se suspenderán los interrogatorios enloquecedores para los otros.
—Pero...
—Voy a ir a hablar con la gente que anda cazándolo — dijo Soames sombrío —. No les diré lo que te he contado, ¿o necesito decírselo?
—N... no — dijo Gail temblorosa —. No lo hagas.
¡Estoy tan feliz que seas la clase de persona que eres, Brad! Te amo, pero...
Se detuvieron en la oscuridad. Después de lo que parecía ser sólo un instante, siguieron adelante. Se aproximaron a lo que aparentaba ser un almacén general. Había árboles sobre sus cabezas y por todas partes. El aire estaba fresco. Las primeras estrellas de la noche titilaban a través del lento moverse de las nubes.
—Los objetos de los cinturones son muy simples — dijo Gail insegura —, y los niños estaban intranquilos y sobresaltados cuando se los quitaron. Entonces, Fran me lo dijo. Había sacado algunas briznas al metal. Era cobre. Yo vigilé mientras trabajaba. Soames no dijo ni una palabra. —Tomó una paja — prosiguió Gail — y la usó como una especie de pipa para soplar. Podía dirigir la llama de la vela que yo fabriqué para él. ¿Era un tratamiento por calor?
Soames asintió en la oscuridad. —Sí. Un método de tratamiento por calor puede darle al metal toda suerte de propiedades que no hemos podido averiguar. — Añadió sardónico —: ¡Y era tan simple que hasta un niño podía recordarlo y hacerlo!
—Hizo sus comunicadores — continuó Gail —. Insistí en que fueran seis, y entonces elegí dos al azar, por razones de seguridad, supongo. Y él y los otros niños escondieron los suyos. Ensayé estos dos. Resulta.
Soames no agregó nada. Gail añadió:
—Uno es para ti, por supuesto. Ella escondió algo en su mano. Era pequeño, apenas más grande que un fósforo.
—Presiona un extremo y funcionará todo el tiempo que lo empujes.
Soames apretó un extremo, donde se sentía algo como la cabeza de un alfiler. Probablemente lo era. Cedió un poco e instantáneamente vio lo que Gail y sintió lo que ella. Su mano se cerró sobre la suya. Soltó el pequeño objeto y otra vez fue él mismo.
—Desconecta el tuyo — dijo con prisa —. Recuerda a los niños que esto puede ser interceptado.
—Se lo diré — contestó Gail.
—Están mucho peor que antes — le explicó —. Hace poco todo el mundo quería aprender de ellos. Ahora están aterrorizados que aprendan del mundo, acerca de la gente. Creo que todos están de lo más deseosos que, pasando por alto los posibles beneficios, algo les suceda.
—Pero no pueden entrometerse en secretos — contestó Gail —. Tú sabes que no pueden leer en las mentes. ¡No pueden!
—Pero tienen la reputación y tienen que sufrir por ello — repuso Soames.
Estaban muy cerca del seudoalmacén general. Gail puso su mano ligeramente sobre el brazo de Soames.
—Brad — cuchicheó —. Vas a hablar con los agentes de seguridad acerca de Fran, ¿por qué?
—Soy responsable de él — explicó Soames —. No ante ellos, sino ante mí mismo.
—Supongo que sabrás lo que vas a hacer — contestó Gail muy suave —. ¡Es una locura, Brad! ¡No hay esperanzas!
Él se encogió de hombros. Ella murmuró:
—Pero te quiero mucho más por intentarlo.
Él se movió de repente. Por un instante estuvieron muy juntos.
—Si alguien está observando — gruñó — ¡se sentirán seguros que estamos interesados el uno en el otro! — Luego hizo un guiño —. ¡Y estarán en lo cierto!
Se volvió. Entró en la tienda general. Fue a la bodega que estaba detrás, presionó un botón y la puerta del ascensor se abrió de una manera sorprendente. Entró y bajó trescientos pies dentro de la tierra.
Durante su viaje desde el este, se vino meditando sobre la situación de los niños y, por consiguiente, sobre el mundo. El vuelo de Fran a un mundo hostil hablaba de una desesperación que los otros niños parecían no compartir. Y la actitud de Fran de sobria resolución era algo que también los otros no experimentaban. Fran tenía una misión urgente, estaba determinado a cumplirla a cualquier riesgo. Y no podía realizarla en la base de proyectiles.
Fran palpó el odio que los rodeaba desde el término de la transmisión. Sabía que nadie, en ninguna parte, le ayudaría a efectuar lo que tenía que hacer. Los niños, evidentemente, se empeñaron en aprender con milagrosa rapidez a hablar y a explicar así el propósito por el cual ellos fueron enviados. Ahora sabían que eran detestados y su propósito no sería consentido. De esta manera, Fran debió desaparecer para tratar de llevar a cabo su misión, sin consentimiento. Obviamente, trataba de enviar de alguna manera la señal que Soames había impedido mandar junto a la nave averiada. Pero, ¿por qué Fran era el encargado de hacerlo? ¿Por qué no usó un dispositivo automático? Algo construido tan sólidamente que fuera imposible de romper.
Y, de pronto, surgió una explicación.
Hasta ese momento, Soames, tercamente, había aceptado la teoría que los niños venían de un pasado tan remoto que el número de años no tenía sentido. La ley de conservación de masa y energía negaba la posibilidad de viajar en el tiempo, pero la evidencia de ello era sobrecogedora. Ahora, abruptamente, Soames visualizó la respuesta tan demasiado simple. Viajar en el tiempo era posible, cumpliendo ciertas condiciones. Esas condiciones podrían, al principio, producir inevitablemente un monstruoso estallido de estática y una implosión que causara un temblor y una onda de concusión audible a ochenta millas de distancia. Una vez que la comunicación entre medidas de tiempo se estableciera, sin embargo...
La fuga de Fran, instantáneamente tomó caracteres mucho más alarmantes que el sólo hecho de que Fran pasara peligro. Soames solamente podía hacer una sola cosa. Se dijo que él no era enemigo del niño. Pero que debía hacer cualquier, absolutamente cualquier cosa para impedir que éste sacara su misión adelante.
Así, cuando Soames salió del ascensor del almacén de la aldea, trescientos pies bajo la sustancia misma de la montaña, sabía exactamente lo que tenía que hacer. Encontró su camino a lo largo de corredores donde tuvo que identificarse con frecuencia, y luego se encontró con la oficina subterránea de un oficial de seguridad.
—Estoy preocupado por Fran, el niño que huyó — explicó —. ¿Podría usted informarme lo que sucedió?
—¡Me encantaría que alguien me lo dijera! — contestó el oficial, mordaz —. Si corrió, tenía alas en los pies. ¡Ahora que está fuera me asusta! ¿Usted sabe algo acerca de esos aparatos de telepatía que usaban en los cinturones? Se los quitamos. Abrimos uno para examinarlo, pero los otros los dejamos trabajando. Los ensayamos. Cuando dos de nuestros hombres los usaron pudieron leer en la mente del otro. Cada hombre sabe lo que el otro está haciendo y viendo, pero un hombre por sí mismo no puede hacer nada. Pero, en cambio, dos hombres que se complementen pueden hacer una barbaridad. Se ha sugerido que si se conoce el truco, tres hombres harían toda la telepatía que quisieran, leer la mente y todo eso. Pero aún no hemos encontrado el truco. Soames asintió, maravillándose de la habilidad de la mente humana para encontrar razones que les permitiera creer lo que querían creer, ya sea por dulce vanidad o por el afán de asustarse de muerte.
—Cuando obtuvimos los cinturones de los niños — prosiguió el oficial — nos figuramos que habrían otros congéneres de la raza de los niños tratando de libertarlos. Usábamos los cinturones día y noche. Nada. Así, paramos de probar. Entonces, este Fran se fugó y empezamos como monitores otra vez, tratando de ubicar otros cinturones como éstos, en funcionamiento, y que nosotros no lo supiéramos. ¡Partimos encontrando material de inmediato!
Soames miró fijo. Zani había estado usando ese dispositivo. Él tenía uno del tamaño de tres cerillas atadas en conjunto.
—Uno de mis hombres tenía puesto uno de esos cinturones — continuó el agente, frunciendo el entrecejo — y como si no lo tuviera. Nada sucedía. Pero, después de muchas horas, tal vez un día o dos, de pronto, con sus ojos cerrados, vio una página escrita, no de esta tierra, sino como la escritura que hacen estos niños. No era posible fotografiarla porque estaba sólo en la cabeza del que la veía. No tenía sentido. Su alfabeto no es el nuestro. Las palabras son de la lengua que hablan entre ellos. Me imagino que hay una nave, en alguna parte, tratando de conectarse con los niños, emitiendo un llamado. Éste está escrito. Si los niños tuvieran puestos sus cinturones, y conectados, podrían leerlo. Pero nosotros tenemos sus cinturones. Así, este Fran huyó para tratar de encontrar el medio de contestar esa llamada.
Soames no comentó nada. Pero se sentía a la vez infeliz y divertido, por él y por el agente. Él, con grandes esfuerzos, le explicó a Gail cómo los niños podían comunicarse con Fran sin ser cogidos. Pero ellos lo sabían. Los agentes inventaron la teoría de una nave espacial que rondaba las cercanías, transmitiendo a la Tierra, a cuatro niños escondidos quién sabe dónde. No existía tal nave. Sólo Fran, desesperado por llevar a cabo la tarea que se le encomendara al ser enviado acá, manteniéndose en contacto con los otros tres chicos por intermedio de una pequeña unidad que fabricara y unos cuantos trozos de cobre, una línea y una llama de vela. ¡Era tan natural que el hecho no fuera descubierto!
Los cuatro fuera del tiempo, eran niños. Venían de un mundo donde fueron niños. Y todos ellos tienen secretos deleitosos que están seguros que los adultos no pueden penetrar. Donde los transmisores sensoriales y perceptivos eran comunes y corrientes, obviamente los niños tendrían fórmulas secretas relacionadas con sus misterios, y para tomarle el pelo a los adultos. Era tan natural como lo es para los niños usar jerigonza, y no hay ninguna nación sobre la Tierra en la cual los chicos no manejen una lengua misteriosa, estando convencidos que ningún adulto la puede entender.
Así, Fran y los otros niños no necesitaban del consejo de Soames. Sabían cómo comunicarse sin exponerse.
—¿Cómo se las arregla para comer? — preguntó Soames —. No tiene dinero y casi no habla inglés, y tampoco sabe cómo actuar...
—¡Es listo! — dijo el agente de seguridad, severamente —. Se esconde en el día y en la noche... La gente generalmente no avisa a la policía si alguna vez les falta una botella de leche desde la puerta de su casa.
Un comerciante tampoco lo hace por un pan que eche de menos en el paquete dejado al frente de su tienda antes del amanecer. El niño ha estado viviendo de esta manera.
Soames sospechó que Gail estaba envuelta en esto. Tal vez, tensa y ansiosa y consciente que el muchacho podría morirse de hambre sin un consejo, se las habría arreglado para advertir a Zani de cómo Fran podía encontrar comida con un mínimo de riesgo sin ser descubierto.
—¡Ese chico es bastante listo! — insistió el oficial de seguridad —. Habrá cogido una botella de leche hoy y una marraqueta de pan mañana. Algunas veces pasándolo por alto. Pero lo previmos. Revisamos cada ciudad en quinientas millas a la redonda. Los conductores de los camiones repartidores de pan preguntaron en las tiendas si les ha faltado algo. Los lecheros le preguntaron a sus clientes si alguien les ha estado robando leche. Averiguamos dónde estaba, en Bluevale, cerca de Navajo Dam, usted sabe. Mandamos policías a vigilar. Casi lo capturamos ayer por la mañana. Salió detrás de una hogaza de pan. Un policía le disparó cinco tiros. Pero huyó dejando caer la marraqueta.
Soames deseó estar enfermo. Fran posiblemente tenía catorce años, y estaba desesperado porque toda una civilización dependía de él — ahora que Hod, Mal y Zani estaban estrechamente vigilados — y debía salvarlos de la destrucción que caería del cielo. Era un fugitivo en un mundo extraño, odiado por todos sus habitantes. Se le disparó cuando trató de arrebatar un pan para vivir. Y todo lo que quería era únicamente salvar a su pueblo.
La boca de Soames se secó cuando pasó toda la situación. A Fran se le disparó en Bluevale, que estaba cerca de Navajo Dam. La Presa de Navajo generaba casi tanta electricidad como el Niágara.
—Tengo una corazonada — dijo el oficial de seguridad con cierta amargura —. El muchacho pasó a través de los cierres eléctricos, no sabemos cómo. Debe saber bastante de electricidad. Tengo un sobrino, sin ir más lejos, no mayor que éste, que puede arreglar un aparato de televisión tan bien como un técnico. Los niños pueden hacer maravillas en ése sentido. Así, me empecé a preguntar si él está esperando responder a la señal de la transmisora con una señal propia. Estaba en Bluevale. Lo controlamos. Un techador perdió unas hojas de cobre hace un par de días atrás. Alguien entró en una tienda de almacenaje y se llevó cuarenta o cincuenta pies de cobre de grueso calibre. A otro hombre se le perdió un rollo completo. Sólo un niño puede llevarse nada más que lo que puede acarrear, ¿ve?
Soames tenía la garganta contraída. Asintió. El oficial se inclinó hacia delante y golpeó el escritorio con sus dedos.
—Se las está arreglando para hacer algo, y sabemos que está cerca de Bluevale. Necesita herramientas. Tengo a Bluevale atochado de policías y agentes vestidos de civil. Esa ciudad entera es una trampa para el muchacho. ¡Y los policías dispararán! Porque no sabemos lo que podrá hacer. ¡Si esos niños, para leer la mente, tienen un aparato hecho por adultos, lo más probable es que fabriquen algo que estallará! Se ve humano, pero llegó del espacio, quién sabe de dónde. ¡Tal vez pueda hacer rayos de la muerte!
Soames tragó saliva. Sabía lo que tenía que hacer. Un mero proyector local de rayos de la muerte sería trivial al lado de las consecuencias que acarrearía el hecho de que Fran llegara a tener éxito en su empresa.
Se oyó decir a sí mismo algo relativamente tranquilizador.
—Tal vez — observó — el muchacho no es peligroso hasta ese punto. Está usted preocupado pensando cómo pasó esos cierres eléctricos. Usó zancos. Sabía de su existencia. Le interesaron. Debe haber conseguido un par de siete u ocho pies de alto, y también debe haber aprendido a andar con ellos. Y entonces, simplemente, se acercó a un árbol no lejos de la reja, trepó por él y luego se subió a los zancos y caminó hasta la reja pasando sobre ella. A su edad no se dio cuenta del peligro. Debe haber actuado así, y se arrastraría para pasar ante los vigías. ¡Pudo haber hecho eso!
El oficial de seguridad maldijo:
—¡Sí! ¡Condenación! ¡Sí! Debíamos haberlo vigilado más de cerca, como estamos vigilando a los otros. ¡Pero lo pescaremos!
—Quisiera volver al este — dijo Soames —. Estaba deseando que hubiera dejado atrás algunos dibujos. Lo interesé en cosas que los niños hacen aquí, y dibujó algunos objetos con que los niños juegan allá en su tierra. Gail, la señorita Haynes, dice que no dejó nada, ningún dibujo.
—No dejó nada más que papeles con lecciones — dijo el oficial —. ¿Cuándo quiere volar al este?
—Ahora — respondió Soames —. Tenemos un proyecto iniciado que está más o menos conectado con los objetos de los niños, aunque nosotros no hemos llegado a entenderlos. Cuanto más pronto pueda volver será mejor.
El agente de seguridad llamó por teléfono. Era ya bastante entrada la noche. El tráfico aéreo dentro de la base escondida era imposible, porque un campo aéreo iluminado sobre el suelo podría producir un resplandor en el cielo. Pero había un avión que partiría en poco tiempo con luces azules protegidas y disimuladas sobre la cancha para guiarlo. Soames pudo obtener un lugar en ese avión, no hacia el este, sino hacia un campo aéreo militar en las afueras de Denver, desde donde un taxi lo podría llevar a un aeropuerto comercial.
Antes de partir en este viaje, Soames sospechaba que podía necesitar tomar parte en la búsqueda de Fran. Había cerrado su cuenta en el Banco y tenía el dinero en efectivo en su bolsillo. En media hora estuvo a bordo del avión que partía. Un cuarto de hora más tarde rugía en la cancha, en la oscuridad. El avión alzó vuelo, fue balanceándose hasta arriba entre los flancos de la montaña. Se metió entre nubes, claramente visibles a la luz de las estrellas, antes que la luna se remontara. Se alejó de ellas a través de la noche.
En dos horas, Soames estaba en Denver. En tres, estaba perdido más allá de todo descubrimiento. Cogió un autocar interurbano en vez de un avión que lo llevara fuera de Denver, y se bajó en una pequeña ciudad cuyo nombre ni se molestó en preguntar. Durante la noche, con los ojos cerrados y en una silenciosa habitación del hotel, presionó un extremo del pequeño aparato que Fran había hecho y que le entregara Gail.
Sintió una sensación curiosa. Habitó dos cuerpos de inmediato. Era pavoroso. El otro cuerpo no hacía nada. Solamente respiraba y esperaba. Soames investigaba los síntomas del ligamento sensorial. El otro cuerpo estaba sentado en un sillón. No veía nada porque sus ojos estaban cerrados. No oía nada, pues estaba en una habitación tan silenciosa como la de Soames. No... Había pequeños sonidos. Pasos sobre el concreto. Un persistente y desmayado tintineo. Una máquina de escribir. Los sonidos no eran atendidos por el cuerpo a cuyo sistema sensorial Soames estaba ligado. Estaba habituado a ellos y no se daba cuenta que los oía. Soames sabía lo que ellos significaban. Pertenecían a los sonidos de fondo, imperceptibles, de la base escondida que él acababa de abandonar. Alguien usaba el cinturón de los niños y pacientemente esperaba poder interceptar o captar cualquier comunicación que fuera hecha con los mismos aparatos.
Soames esperó la mañana. Muy temprano, otra vez con los ojos cerrados y con su cuerpo en posición confortable de manera que no sintiera algo distinto, presionó el botón del objeto miniatura. Vio escrituras de la clase que los niños usaban para memorizar sus lecciones de inglés. Soltó el botón de contacto, que se trataba probablemente de la cabeza de un alfiler. Encedió la luz. Abrió un libro de notas. Su primera página mostraba dos apuntes. Uno era el de un deslizador hecho por un niño, con las ruedas de aire. Fran lo había dibujado para Soames en el avión que los llevó a Nueva York y a la desastrosa transmisión. El otro era un diseño de un niño sobre zancos; Soames había dibujado éste para Fran. Nadie sino Soames habría mirado esos diseños para que los viera Fran, a través de sus ojos. Era un llamado y una identificación a la vez, procedentes de Soames, que usaba el dispositivo del tamaño de un petardo, con la cabeza de un alfiler donde debería estar un fusible.
Conectó el objeto otra vez, mientras miraba los dibujos. Sintió que compartía las sensaciones físicas de otros dos cuerpos, no, tres. Estaba, momentáneamente, convencido de un tercero. Los tres tenían los ojos cerrados. Los tres veían por sus ojos los toscos dibujos que tenían significado sólo para dos. Soames sintió que escuchaba un ruido tenue, que solamente él podía reconocer como una risita ahogada.
Entonces sintió que uno de los otros cuerpos se daba la mano a sí mismo. Ése era Fran, dándose por enterado del mensaje. Se dio la mano a sí mismo para que Soames lo experimentara. Dio palmaditas sobre sus rodillas de la misma manera que uno lo haría con un perro. Y se rascó la rodilla como uno se la rascaría a un perro. Aprendió eso en la Antártica. Fran había encontrado a «Rex» en la base de la Bahía Gissel. De esta manera se identificó a sí mismo. Hubo un movimiento del otro cuerpo que estaba ligado con Soames. Debería ser el oficial de seguridad usando el cinturón que le llevaba las sensaciones. No tenía idea, sin embargo, quién se estaba comunicando con quién. Y las palmaditas y los rasquidos no podían tener significado para él. Soames esperó. Adivinó que en una sociedad que utiliza transmisores sensoriales como algo cotidiano — Zani dibujó estos cinturones como parte del vestuario de cualquier persona —, los niños los usarían para decirse secretos, jugarle malas pasadas a los mayores. Se comunicarían de manera misteriosa, por toques y gestos. Muchas bromas divertidas vendrían acompañadas de estos recursos.
Otras sensaciones le llegaron a Soames. Golpecitos, toques y movimientos divertidos con los cuales Fran hacía a Soames una pregunta. Soames fue torpe en su respuesta, pero sabía que el agente de seguridad estaba compartiendo todo esto, que significaría para él simple locura. Era necesario tener una conciencia, reflexión y los puntos de vista como los de un niño para resolver esta conversación de tacto, aunque uno supiera de quién se trataba. Pero el agente de seguridad sólo sabría que primero vio una escritura extraña, después dos dibujos, después sacudidas de mano y toques y rasguños, luego gestos y sacudidas y afirmaciones de cabezas invisibles, después el fantástico experimento finalizó cuando alguien se dio la mano a sí mismo. Eso fue todo.
Soames se puso de pie y se vistió con muchos rodeos. Fran no se encontraría con él. Soames le advirtió las trampas y la persecución cercanas. Pero Fran no se encontraría con él. El asunto tenía mala cara.
Compró una motocicleta de segunda mano a las diez de la mañana. Conocía las motos. Había tenido una antes de ir a la Antártica. Cerca de las tres de la tarde se metió en el transito de Bluevale. Para él, en guardia de tales cosas, existía en las calles una enorme preponderancia de hombres, totalmente anormal en una ciudad tan pequeña. Hay un porcentaje de hombres visibles y de mujeres visibles, para el tamaño de cada ciudad, en las diferentes horas del día. Había demasiados hombres en Bluevale. Fran no lo podía notar, pero Soames sí. Pero no fue advertido. Se compró una chaqueta de cuero y una gorra. Tenía una moto en mal estado y no se parecía ni remotamente a Fran.
Indiferente, atravesó Bluevale a lo largo de la carretera ancha y suave que iba hasta el pueblo mucho más pequeño de Navajo Dam; al borde del gran lago, la represa se alzaba, respaldándolo. Montaba su moto a una velocidad de paseo, sobre la misma carretera, a medida que se acercaba a la cima de esa construcción gigante. El lago, a su derecha, se encontraba a unos pocos pies. A la izquierda, había una gran bajada con un ancho camino para camiones, recortado hasta los edificios del generador al pie de la represa.
Soames se estremeció. Siguió dos millas más arriba, hacia la foresta, y arrastró la motocicleta fuera de la vista. Se instaló lo más cómodamente que pudo, evitando transmitir alguna información de sus idas y venidas. De cuatro a ocho, a intervalos irregulares, conectaba el transmisor de sensaciones por un segundo o dos cada vez. Reconocía la sensación física del hombre que escondido en la base de proyectiles usaba el cinturón de los niños y vigilaba las comunicaciones sensoriales. Entre siete y ocho la identidad del hombre cambió. Otro tomó el lugar del primero.
A las diez tuvo la levísima sensación de un tercer cuerpo. Soames supo que era Fran. Se estrechó la mano a sí mismo, rápidamente. Fran lo reconocería como un saludo. Soames había encontrado un medio para poder discutir, pero sólo sintió una mano de niño pequeña y suave, que se juntaba con la otra, en respuesta, y luego, Fran se desvaneció.
No volvió.
Soames sudaba. A las once, todavía no se percibía a Fran por medio del comunicador. Únicamente, las sensaciones de un hombre que en alguna parte esperaba pacientemente recibir las percepciones que serían completamente misteriosas para él.
A medianoche, Soames sacó su moto fuera del bosque y la colocó en la carretera. Volvió lentamente a Bluevale, pero no entró en la pequeña ciudad. Se detuvo en un puesto de «hot-dogs» en las afueras. Pidió café y un bocadillo. Se sentó detrás del mostrador y en la extrema quietud que allí había presionó el botón del pequeño instrumento dentro de su bolsillo. Escuchó los ronquidos del hombre del servicio de seguridad que estaba de guardia y se había dormido de puro aburrimiento.
A la una nada sucedía. Soames estaba lo suficientemente cerca de la ciudad para poder oír cualquier tumulto, y por cierto, algún disparo.
A las dos y tres, nada.
A las cuatro, sin previo aviso, se vio un resplandor intolerable de una vivida luz azul verdosa. Venía del abismo de Navajo Dam. Las luces de la curvada cima de la presa se apagaron. Las de las calles de Bluevale y del pueblecito de Navajo Dam, también. Todo estaba a oscuras, mientras una enorme llama azul verdosa se recortaba brillante contra las estrellas.
Luego también se apagó.
Soames, frío de terror, presionó el botón del dispositivo. Sintió un dolor punzante, inaguantable. Oyó la voz de Fran jadeando, desesperada:
—¡Trate! ¡Trate! ¡Trate!
Sintió el cuerpo de Fran retorcerse de dolor, y vio que sus ojos miraban las estrellas, y que éstas se terminaban bruscamente por la curva enorme de la monstruosa represa de concreto. Soames estrechó una mano con la otra. Dejó el botón. Partió en la motocicleta, a gran velocidad, hacia la presa. No presionó el botón hasta que pasó como un celaje a través del pueblo y bajó en una carrera loca por el camino de camiones hacia los edificios del generador. Allí cortó el motor, y pudo escuchar voces de hombre, impías, agitadas, alarmadas. Vio los pequeños resplandores de las linternas.
Encontró a Fran acurrucado sobre el suelo, luchando por no quejarse de dolor. Soames conocía el lugar exacto de la herida de Fran, lo había experimentado tanto como Fran. Supuso su causa y su gravedad.
Colocó a Fran, suavemente, sobre la motocicleta, en el asiento detrás del suyo. Le dio todo el gas que pudo y subió, por el camino de camiones, desde la profundidad.
Lo consiguió. La moto, con las luces apagadas, atravesaba la represa y enfiló la primera curva, antes que las luces de los autos empezaran a mostrarse en el camino, desde Bluevale.
Fran se sostenía valientemente. Pero Soames podía sentir los estremecimientos detrás de él. Detuvo la moto donde el camino estaba libre. Fran rechinaba los dientes y lo miraba desafiante, al reflejo de la luz del único foco delantero ahora funcionando.
—Si yo estuviera en tu lugar — dijo Soames, sin esperar ser comprendido, pero hablando de hombre a nombre, no me avergonzaría de llorar. Me siento más o menos igual que tú, pero del alivio de que tu dispositivo señalizador haya volado en pedazos.