Capítulo Primero

El mundo estaba notablemente normal cuando la cosa empezó. Algunos días antes, Soames se había dicho a sí mismo con mucha frecuencia que, en general, nada había cambiado. Para ese entonces conoció a Gail Haynes. Le gustó demasiado. Pero nada resultaría de eso. Soames tenía una pequeña cuenta en un Banco de Nueva York. Percibía una exigua renta por su profesión. Nunca fue lo suficientemente rico para poseer un automóvil propio. De vuelta en Estados Unidos hubiera tenido que contentarse con una motocicleta, y sus perspectivas de llegar a ser más rico eran nulas. Siempre ha habido gente en estas mismas condiciones. No constituye ninguna novedad. Porque, justamente entonces, no había prácticamente nada nuevo en ningún rincón de la tierra y entre todos estos lugares comunes la situación de Soames era de las más vulgares. Otras personas con el deseo de salir de sus apuros y preocupaciones financieras desarrollaban labores que no les interesaban mayormente y de esta manera recibían más dinero. Algunos ejecutaban trabajos extraordinarios por la noche y otros dejaban que sus esposas se emplearan, y casi todos tenían instantes de intensa satisfacción y momentos en los cuales amargamente lamentaban haber persuadido a estas jóvenes a contraer matrimonios tan poco atractivos y sin porvenir. Soames estaba resuelto a no hacer a Gail tamaña injusticia.

Recordó el mundo como hasta ahora, lleno de sol y color y habitado por personas que no envidiaba porque a él le agradaba el trabajo que estaba haciendo. ¡Cuan prontamente una muchacha había podido cambiar su confortable presunción! Ahora se habría cambiado gustoso por cualquier hombre que poseyera un empleo con perspectivas de mejoría, permitiéndole comprar una casa y ahorrar para pagarla. Poder llegar al hogar en las tardes, encontrar a su mujer esperándolo junto a sus hijos que le profesarían gran admiración.

Pero aun así, Soames amaba su trabajo; sin embargo, deseó que le hubiese gustado ser un vendedor o un conductor de camiones o un empleado de una corporación en vez de un investigador en una rama de la ciencia que no tenía nada de espectacular. Se pudo imaginar a Gail junto a él viviendo en un suburbio no muy caro, con un pequeño jardín que cuidar y películas que ir a ver, juntos, contentos el uno del otro. No era un sueño extravagante pero sí imposible de realizar. Demasiado tarde. Por lo tanto, trató de borrar a Gail de su mente.

No era tarea fácil. Y cuando el estado normal de cosas en el mundo empezó a torcerse y a resquebrajarse, con la perspectiva de la quiebra total de todos los valores, Gail estaba a su lado. Lo miraba con interés. Se abstraía oyéndolo. Era difícil para Soames obrar tal como se lo había propuesto. Actuaba con total desapego, como trata un hombre a una joven que desea mantenerla distante por el propio bien de ella. El lugar, el ambiente, el aspecto de las cosas y el tema de las conversaciones se combinaban para que cualquier aproximación romántica fuera impracticable. Ni siquiera podían estar solos.

Se encontraban en una habitación circular de más o menos unos veinte pies, con un techo plástico en forma de cúpula. Una complicada máquina ocupaba el centro del cuarto. Un tubo cuadrangular y plateado giraba, flameaba, ondeaba y emitía señales. Gail lo observaba.

Afuera, el cielo estaba oscuro con un millar de estrellas. La tierra se veía blanca. Pero realmente no era tierra. El hielo lo cubría todo. Se extendía veinte millas al norte hasta la frontera, más allá el mar azul y helado; por el sur llegaba hasta el Polo, pasando montañas altas como torres y aullando vacío y frío fuera de toda imaginación.

Esta era la base americana emplazada en la Bahía Gissel, en la Antártica. El edificio principal estaba casi sepultado en la nieve. Una lamparilla brillaba en su exterior para guiar a los que tuvieran algo que hacer fuera. Otras luces se veían en las casi sepultadas ventanas. A un lado se levantaba el observatorio de meteoros con techo plástico, en el cual Soames manipulaba la complicada máquina de radar-onda-guía. Se la enseñó a Gail, porque, como reportera, había volado hasta la Antártica para escribir artículos que tuvieran interés humano, y tal vez, hasta un cuento interesante.

No se notaba ningún movimiento. El único ruido era el producido por el viento. Un pálido aerolito cruzó el cielo y cayó hacia su propia extinción. Nada más sucedía. Este parecía ser el lugar menos apropiado desde donde iniciar el cambio futuro del mundo.

Dentro del edificio principal de la base un hombre permanecía despierto haciendo guardia. Un transmisor-receptor de radio de onda corta estaba a su alcance, sintonizado en la frecuencia de las bases de todas las naciones establecidas en la Antártica — inglesa, francesa, belga, danesa, rusa —. El vigilante bostezó. No había nada que hacer. Las noches tenían cinco horas más de duración en esta época del año y todavía valía la pena sujetarse a un horario de sueño y trabajo combinados.

En la cúpula del radar, bajo el hemisferio plástico, Soames y Gail observaban un reloj que sonaba sepulcralmente. De tiempo en tiempo una vocecita salía del micrófono de repetición conectado al receptor de onda corta, dentro del edificio principal. Estaba diseñado para toda clase de comunicaciones entre las bases. Las voces que se oían algunas veces hablaban en inglés o francés o ruso. Otras veces alguien hablaba extensamente sin obtener respuesta. El efecto era de un murmullo inconexo.

—Sobre mi labor no hay mucho que contar — explicó Soames cortésmente —. Trabajo con este radar-onda-guía. Su objetivo es explorar el cielo y no el horizonte. Localiza los meteoros que cruzan el espacio, registra su altura, su velocidad y su curso, siguiéndolos hasta que se queman en el aire. En base a estos registros podemos calcular la órbita que siguen hasta que la gravedad de la Tierra los atrae hacia abajo.

Gail asintió, mirando a Soames en vez de los complejos instrumentos. Ella vestía un traje apropiado de espeso grosor, especialmente diseñado para el frío de la Antártica, pero se las arreglaba para no verse grotesca dentro de él. En ese momento su gesto era de vaga irritación.

El tercer personaje bajo la cúpula era la capitán Estelle Moggs, W. A. C., quien estaba a cargo de Gail en lo que a relaciones públicas se refería.

—Yo sólo llevo la ficha del curso de los meteoros — repitió Soames —. Eso es todo.

La capitán Moggs habló en forma autoritaria.

—Los meteoros, por supuesto, son aerolitos.

—Usted acaba de ver el tubo de onda-guía completamente inmóvil — observó Soames —. Apunta todo el tiempo en una misma dirección. Ha ubicado una mancha de roca a unas setenta millas de altura. Siguió el curso de la roca hacia abajo hasta que se quemó a treinta y cinco millas en lo alto y a cuarenta millas al oeste de donde estamos nosotros. Usted pudo ver el registro sobre las dos pantallas. Esta máquina hace un gráfico de la altura, ángulo y velocidad sobre esta cinta que pasa bajo las plumas. Eso es todo.

Gail sacudió la cabeza, observándolo.

—¿Podría usted mostrarme un ángulo humano? — preguntó —. Soy mujer. Me interesa ese aspecto del asunto.

Soames se encogió de hombros. Y ella agregó algo desconsolada:

—¿A qué conduce el conocer la órbita de los meteoros?

Soames hizo un gesto vago. El tener a Gail todo el tiempo cerca, había llegado a ser bastante inconfortable, dados los sentimientos que abrigaba por ella. Y tenían que compartir muchas horas juntos. Más que lo corriente.

Todos en la base debían desempeñar por lo menos dos trabajos. Soames había pilotado un helicóptero, llevando a Gail consigo, a lo largo del límite fronterizo, dos días antes. La frontera estaba constituida por una barrera de monstruosos picos de hielo de trescientos a seiscientos pies de altura y que formaban casi toda la línea de la costa en esta parte del continente antártico.

Ellos volaron bajo y cerca de los picachos de la base, sobre mares embravecidos azotándose contra el hielo. Era una experiencia de miedo, pero Gail no se acobardó.

—El encontrar algunas órbitas de meteoros especiales — explicó él secamente —, nos podría llevar al descubrimiento de cuándo estalló el Quinto Planeta. De acuerdo con la ley de Bode debió existir un planeta como el nuestro entre Marte y Júpiter. Si efectivamente existió, voló en pedazos, o tal vez sus habitantes sostuvieron una guerra atómica.

Gail inclinó la cabeza hacia un lado.

—¡Eso promete! — dijo —. Continúe.

—Debería existir un planeta entre Marte y Júpiter en una cierta órbita — prosiguió —. Pero no existe. En su lugar hay una gran cantidad de restos flotando alrededor. Algunos alcanzan hasta Júpiter. Otros son atraídos por la Tierra. Pero la mayoría, sin embargo, se encuentran entre Marte y Júpiter. Están constituidos por trozos de roca y metal de todas las formas y tamaños. A los más grandes se les llama asteroides. Hasta aquí no hay ninguna prueba, pero es factible creer que existió un Quinto Planeta, y que explotó o lo hicieron explotar sus habitantes. Observe la órbita de los meteoros para comprobar si algunos de ellos son pequeños asteroides.

—¡Humm! — musitó Gail. Entonces ella le formuló una pregunta sorpresiva, relacionada seguramente con un inconexo trozo dé información recogido en el periódico —. ¿No se dice que las montañas de la luna fueron hechas por asteroides que cayeron ahí?

Soames asintió, observándola por un momento. Ella lo había sorprendido en otras ocasiones. Era raro encontrar que una muchacha atractiva supiera acerca de las montañas en la Luna, los cráteres, los anillos montañosos. Son las salpicaduras de impactos de monstruosos proyectiles teledirigidos que, largo tiempo atrás, fueron lanzados al espacio para volar la superficie de la pequeña compañera de la Tierra.

Algunos de los cráteres podrían haber sido hechos por meteoritos gigantes, pues hay un valle en los Alpes lunares que tiene setenta y cinco millas de largo y cinco millas de ancho. Fue literalmente arrasado de la superficie curva de la luna. Debió haber sido hecho por algo demasiado grande para ser otra cosa que un asteroide, hundiéndose salvajemente en el vacío y apenas pasando a rozar el borde de la luna en una frustrada unión antes de seguir quién sabe dónde. También están los mares — así se les llama — que están ciertamente llenos de lava formada cuando masas aún mayores se sumergieron en las profundidades y permitieron que los fuegos internos de la luna salieran a la superficie.

—Existe al menos la posibilidad de que fragmentos del Planeta Quinto se hayan estrellado contra la luna, — agregó Soames —. De hecho es una explicación más o menos aceptada.

Ella le miró expectante. El locutor de la radio base-relacionadora murmuró. Alguien en la base danesa leyó reportajes de frecuencia de partículas cósmicas. En teoría, la información sería ávidamente recogida por franceses, ingleses, americanos, belgas y rusos en sus respectivas bases. Lejos de eso.

—Tengo que pensar en mis lectores-insistió Gail—. Es bastante interesante, pero seguramente sentirían que la noticia no les concierne. Cuando la Luna fue chocada ¿por qué no lo fue también la Tierra?

—Se presume que la Tierra lo fue — le respondió Soames. Era extraño hablar con Gail de cosas abstractas, pero con ella sólo trataba temas impersonales a pesar de que sentía mucho más que un interés abstracto por ella y aun cuando la manera de ser de Gail era distintamente personal.

Soames tomó aliento y continuó hablando de cosas que parecían haber perdido toda importancia.

—Pero sobre la Tierra tenemos atmósfera, y sucedió largo tiempo atrás, tal vez en los días de los caballos de tres pezuñas y de los peces ganoideos. Indudablemente, la Tierra fue devastada en un tiempo, tal como la Luna. Pero nuestros anillos montañosos fueron desgastados por la lluvia y la nieve. Nuevas cadenas de montañas se levantaron. Los continentes cambiaron. Ahora no hay manera de encontrar rastros de un desastre ocurrido hace tanto tiempo. Pero la Luna no tiene atmósfera. Nada cambia sobre ella. Sus heridas no se cierran jamás.

Gail, concentrada, frunció el ceño.

—Un bombardeo como ése debe ser toda una experiencia — repuso airada —. Una guerra atómica seria trivial en comparación. Pero todo esto sucedió hace millones y millones de años... ¡Nosotras, las mujeres, queremos saber de las cosas que están sucediendo ahora!

Soames abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de ella.

El fluctuante y ondulante tubo plateado de radar-onda-guía, de repente, se inmovilizó. Cesó en su afanosa búsqueda de cualquier objeto pequeño que se encontrara en la bóveda celeste y se dirigiera hacia la Tierra. Se detuvo del todo. Señalaba, temblando un poco como si tuviera ansiedad. Indicaba un punto al sudeste y sobre el horizonte.

—Es un meteoro. Está cayendo ahora-dijo Soames.

Miró otra vez. Las pantallas gemelas del radar deberían haber mostrado dos puntos de luz, una para registrar la altura del objeto detectado y la otra para el ángulo y la distancia. Pero ambas pantallas estaban vacías. No reflejaban nada. No había nada donde el radar se había detenido en sus señales. En cambio, las dos pantallas tenían una suave incandescencia. Las plumas de grafito escribían indicaciones sin ningún sentido sobre la cinta. Un radar, especialmente un detector de meteoros, es un instrumento de gran precisión. Algunas veces detecta algo y señala su ubicación, otras veces no, porque un objeto puede ser o no reflejado en el pulso-radar. El radar ahora estaba reflejando una lectura imposible. Daba la impresión de no captar las pulsaciones que se le enviaban si no sólo parte de ellas. Era como si se tratara de algo que tuviera una existencia intermitente, o que fuera en parte real y en parte no. Era como si el radar hubiera encontrado una semicosa que estuviera a punto de llegar a ser real, y no pudiera conseguirlo del todo.

—¿Qué lo...?

La radio relacionadora chilló. No había otra palabra para describirlo. Emitió una explosión del más puro y horrible sonido. Era ensordecedor. Al mismo tiempo, las pantallas gemelas del radar se iluminaron enteras. Las dos plumas y el magnetófono garabatearon líneas locas sobre el papel. El sonido llegó a ser monstruoso. No era ciertamente estática. Era un furioso rugido sobrecogedor que jamás una radio había transmitido. Tenía un cierto tono de angustia, de ciega y agónica protesta. Reflejaba un horror puro.

Lo más notable fue que, en ese mismo instante, el mismo sonido salió de cada aparato de radio y televisión en uso en todo el mundo. Soames, en ese momento, no lo supo, pero el mismo sonido — la idéntica señal horrible sin significado — perturbó los instrumentos eléctricos hasta tan lejos al norte como Labrador, interfirió los computadores digitales, los dispositivos magnéticos, las imágenes electro-microscópicas, y en todas partes los circuitos de los relojes se vieron aumentados por una señal de tiempo extra, arrojándolos fuera del tiempo.

El ruido calló. Ahora se veía una mancha brillante en las pantallas gemelas del radar detector de meteoros. La pantalla que indicaba la altura mostraba que el origen del punto luminoso estaba a cuatro millas de altura. La pantalla que dibujaba la dirección y la distancia señalaba el 167º, y que se encontraba a ciento ochenta millas de distancia. El radar demostraba que algo que previamente había luchado por ser más real — un algo que no existía completamente, pero que estaba tratando de entrar en existencia — ahora denunciaba haber tenido éxito.

Un objeto brotaba a la existencia de la nada, de ninguna parte. Definitivamente no había arribado. Había llegado a ser. Estaba situado a veinte mil pies de altura, ochenta millas a 167º de la base, y su aparición había sido acompañada por un estallido que se oyó en la radio como ninguna tormenta ni explosión atómica lo habrían podido producir jamás.

Y esta cosa que nació de la nada, y por lo tanto era completamente imposible, se movía ahora hacia el este a una velocidad tres veces más rápida que la del sonido.

Voces salían abruptamente del receptor de radio interrelacionador de bases. Los franceses, daneses e ingleses se preguntaban unos a otros si habían oído ese ruido endemoniado, y qué podría ser. Una voz rusa deslizó sospechosamente que los americanos deberían ser investigados.

Y el radar-onda-guía continuaba siguiendo a un objeto enorme que no había venido de otro mundo como un meteoro, ni sobre el horizonte como un aeroplano o como un proyectil teledirigido, pero que, claramente, si se quiere en forma teatral, había venido no se sabe de dónde.

La completa imposibilidad de la cosa era solamente una parte del problema que presentaba. El radar permanecía con él, moviéndose hacia el este, lejos de la frígida noche. De súbito frenó. De acuerdo con el radar, su velocidad original se aproximaba a Mach 3-treinta y nueve millas por minuto.

Entonces frenó rápido hasta que se detuvo por completo. Súbitamente viró revolviéndose en la misma dirección. Por momentos se tambaleó como si hubiera dado una vuelta de campana a cuatro millas sobre el suelo. Planeó. Se detuvo por completo en medio del aire por un segundo y abruptamente empezó a elevarse en una carrera loca en forma de espiral que terminó en un fantástico descenso en dirección a la Tierra.

Caía como una piedra, por largos segundos. Una vez dio señales de hacer un esfuerzo final para mantenerse en el aire, pero de nuevo empezó a caer. Alcanzó el horizonte. Cayó detrás de él.

Segundos más tarde el suelo tembló suavemente. Soames tomó la máquina de gráficos, las plumas se movían. Tomó el registro del tiempo de un cuerpo que choca con la superficie de la tierra.

Calculó el intervalo que había entre la estática del estallido del grito y el estímulo que golpeó el instrumento. Las ondas de un choque con la superficie de la tierra, viajan a cuatro millas por segundo. El radar indicaba que la cosa que apareció en medio del aire produjo eso a ocho millas de distancia. El estallido estático fue simultáneo. Hubo veinte segundos de intervalo entre la estática y la llegada de las ondas de la vibración terrestre. La estática y la aparición de algo que venía de no se sabe dónde y el punto de origen del choque terrestre coincidían. Constituían un solo acontecimiento. El hecho fue cronometrado por el estallido del ruido que se escuchó en la radio, no por el impacto del objeto que cayó, que fue un minuto más tarde.

Soames se forzó por imaginar qué clase de acontecimiento podía ser. La radio relacionadora empezó a balbucear. Alguien había descubierto que la estática se había producido en todas las longitudes de ondas al mismo tiempo. Había sido enormemente poderosa. Ninguna descarga eléctrica podía haber llenado todas las frecuencias de onda con una estática de tal volumen y duración. Se habrían necesitado muchos cientos de miles de kilovatios solamente para cubrir todas las bandas de las emisoras de la Antártica. Muchas voces discutían acerca de esto.

Gail lo comentó con la capitán Moggs. Le habían escuchado decir con voz cansada al hombre que estaba de guardia, que los americanos habían oído la estática pero que ignoraban de lo que se trataba. La voz rusa anunciaba que los americanos probaban armas secretas en los desolados hielos del interior y éste era un experimento de algo nuevo. Pero ¿de qué...?

Bajo la cúpula del radar la capitán Moggs dijo indignada:

—¡Esto es monstruoso! ¡Informaré a Washington! ¡Nos acusan de probar armas secretas cuando les hemos asegurado que no lo haríamos! Señor Soames, ¿qué fue exactamente lo que detectó el radar, y cuál fue la causa que provocó la estática de la que tanto hablan? Necesitaré explicarlo cuando haga el informe.

Soames apartó su mirada de Gail.

—La estática — dijo —, si se la puede llamar así fue causada por la aparición de una cosa que el radar detectó y siguió.

—¿Y qué fue esa cosa? — preguntó la capitán Moggs.

Soames hizo una pausa.

—No es nada de lo que pudiera existir — repuso lentamente —. Es imposible. No podría ser nada parecido a eso.

Gail irguió la cabeza.

—¿Quiere decir que todo esto es nuevo para la ciencia?

Soames estaba consciente aún de la atracción que ejercía Gail sobre él, de manera que habló con gran formalidad. El radar había tratado de detectar y dar alcance a un objeto que no estaba allí, que estaba fuera de todo razonamiento. Esto no era un defecto del radar, porque una cosa apareció un instante más tarde. El juicio más cercano y acertado sería pensar que el radar detectó algo, justamente antes de que llegara a ser un objeto que el radar pudiera acusar, lo que empieza a no tener sentido. Pero en ese momento había en el cielo de la Antártica solamente un cierto número de cosas, y la presa del radar no fue ninguna de ellas.

Pudo haber sido un avión, pero los aviones no aparecen en medio del cielo sin haber estado previamente en otra parte. No, no fue un avión. Pudo haber sido un meteoro, pero no lo era porque su velocidad era muy lenta y cambiaba de curso, quedando completamente inmóvil en el aire y a veces volaba hacia arriba. Tampoco fue un proyectil. Un proyectil balístico no puede cambiar de curso. Un cohete habría dejado una huella de gases de ion que habría sido descubierta por el radar, y así y todo tendría que venir de alguna parte. Quedaba demostrado que no era ninguno de los objetos que pudieran existir, aun en el caso que fuera posible que realmente tuvieran existencia.

Soames miró su reloj.

—Seis minutos y medio desde la estática — musitó torvamente —. Ocho millas. El sonido viaja una milla cada cinco segundos. Escuchen. Diez segundos... ocho... seis... cuatro...

Se detuvo. El viento fuera de la cúpula soplaba cristales de nieve sobre cada uno de ellos. Hacían un sonido quebradizo, cristalino y metálico. Ahora el radar-onda-guía había vuelto a sus operaciones normales. El tubo cuadrado y plateado vacilaba, temblaba y daba vueltas rápidamente en una u otra dirección, registrando todo el cielo.

Un sonido fue creciendo. Era de un grado infinitamente bajo, largo, lejano, un gruñido profundo, casi inaudible, en una frecuencia tan débil que parecía más una vibración del aire que un verdadero sonido.

Se desvaneció.

—Onda de concusión — dijo Soames sobriamente —. Llegó cuatrocientos segundos después de la estática. Ochenta millas... ¡Un sonido tiene que ser bastante fuerte para llegar tan lejos! Un choque con la Tierra debe ser lo suficientemente grande para ser sentido como un temblor desde una distancia de ochenta millas. Aun una explosión ha de ser feroz para trastornar la recepción del radar y la radio a ochenta millas. Algo sumamente importante ha sucedido esta noche.

Gail repuso prontamente:

—¿Qué pudo haber sido? ¿Una bomba? ¿Pudo ser la explosión de una bomba atómica?

—Se habría producido el hongo de fuego y el radar todavía estaría trastornado — contestó Soames —. Incluso habríamos visto el resplandor a través de la cúpula y nada sólido aparecería en el radar por tratarse de una explosión atómica. ¡Todo lo contrario! Pero algo debe haber sucedido donde el ruido, la estática y el choque tuvieron lugar. ¡Voló! ¡Frenó! ¡Aceleró! ¡Se elevó! Es algo que debe ser investigado.

—¿Se tratará de una nave espacial de otro mundo? — preguntó Gail esperanzada.

—Habría tenido que venir de otro mundo — dijo Soames —. Pero no fue así.

—Una arma secreta — aseveró la capitán Moggs firmemente —. Informaré a Washington y esperaré órdenes para hacer una investigación.

—Yo no haría eso — contestó Soames —. Si usted pide que le den órdenes tiene que esperar por ellas. Hay viento y nieve, y Dios sabe qué cosas más borrarán lo que el radar nos cuenta que cayó al suelo. Si espera órdenes, el objeto caído se cubrirá haciendo imposible descubrirlo mientras lleguen.

Gail lo miró con sumo interés, con confianza.

—¿Qué haremos entonces?

—Propongo — dijo Soames —, descubrirlo primero y luego hacer el informe.

—Pero...

—Usted — interrumpió Soames — tiene entre manos una historia sobre pingüinos. La conduciré en un helicóptero, mañana, a un roquerío que es morada de pingüinos, cincuenta millas hacia la costa donde termina la frontera.

—Usted ha planeado un sabroso artículo acerca de las Amas de Casa en la Antártica. El cuidado y alimentación de cada uno de nuestros maridos pingüinos. ¿Conforme?

Gail hizo un guiño.

—Conforme. Es un buen título.

—Partiremos en el helicóptero — dijo Soames —, demostrando ostensiblemente que planeamos juntar todo el material posible para un artículo sobre «Cómo puede ser salvado el matrimonio pingüínico». Pero, accidentalmente, seremos desviados de la ruta, y por casualidad, nos encontraremos en el lugar que indica el radar, donde estalló la estática acompañada de un temblor terrestre y una onda de concusión. Tal vez seremos desviados aún más lejos hacia el sitio donde algo cayó, a cuatro o cinco millas de distancia y se desvaneció más allá del horizonte.

La capitán Moggs comentó incómoda:

—De lo más irregular. Pero puede ser sensato.

—Por cierto — repuso Soames —. Es siempre más seguro notificar sobre algo que se ha descubierto que no encontrar nada de lo que se ha informado. Además, lo que hemos descubierto no puede ser tal.

—¡Pero usted tiene una idea de lo que es! — protestó Gail.

—Mi mente está llena de las cosas que no pueden ser. Pero no acierto a descubrir lo que es.

—¿No es una nave espacial? — preguntó ella.

—No soy tan pesimista — contestó sonriendo —. Es mejor mirar y ver lo que es.

—Partiremos al amanecer — ordenó la capitán Moggs autoritariamente.

—Que sea después del desayuno — sugirió Soames blandamente —. No se puede desafiar al destino con el estómago vacío.

Gail le sonrió cálidamente cuando Soames las guiaba fuera de la cúpula del radar. A la salida fueron agasajados por «Rex», un perro enorme y desaseado que era la mascota de la base. «Rex» se consideraba a sí mismo como cualquier otra persona, con derecho a elegir su propia compañía. Había estado esperando a Gail. La adoró desde el momento que llegó. Jugueteaba a su alrededor cuando se dirigió al edificio principal. Soames volvió al radar.

Cuando lo escudriñaba hizo el descubrimiento de algo más pequeño que una bolita a una altura de setenta y nueve millas y presenció aquel viejo, pequeño e increíble errar espacio abajo, hasta su espectacular suicidio de fuego, a una altura de treinta y cuatro millas.

Conectó el receptor de radio de onda corta, relacionador de las bases. Una voz al borde de la histeria acusó, amargamente que la explosión de esa imposible estática atestiguaba que los americanos estaban probando amenazadores descubrimientos en los helados desiertos de la Antártica. Hubo referencias a Wall Street, a los traficantes en guerras y otras acotaciones similares. No era nada interesante. Desde que el progreso de la ciencia sólo se encausaba en la habilidad para matar seres mejor y más fácilmente, existía esa tendencia a tener reacciones emocionales aun entre los más destacados científicos. Soames se encontró pensando, admirado, que una pura casualidad permitiera que su radar recogiera los inexplicables efectos laterales del estallido estático. Era, en realidad, desafiar al destino el seguir adelante con la investigación.

Concienzudamente probó el radar. Trabajaba perfectamente. La cinta había grabado todas las observaciones del caso que Gail, la capitán Moggs y él mismo habían presenciado. La máquina podía engañarse, pero no hasta tal punto. Tendría que haber sufrido sistemáticas alucinaciones para detectar y grabar todo lo que insistentemente afirmaba como verdadero.

De súbito, la radio relacionadora entre bases anunció que el sismógrafo francés había detectado un temblor de tierra. A los pocos minutos los británicos y los belgas confirmaron la noticia. Los daneses concordaron. La coincidencia de una explosión con el estallido estático — afirmado en tiempo, aparentemente en su sitio — era una prueba evidente de que algo dramático estaba sucediendo.

Soames, minuciosamente, volvió sobre todo el asunto. Por primera vez en varios días era capaz de apartar sus pensamientos de Gail. Cualquier idea en relación con ella se desvaneció. La verdad era que nunca sería lo suficientemente rico. No podría mantener una esposa y más valía no hacerse ilusiones. Mejor era meditar sobre los sucesos acaecidos esa noche. En el estado actual de las relaciones internacionales, sólo Dios sabía las consecuencias que podría acarrear un hecho como éste. Hasta aquí, los estudios del control-tiempo en bacteriología, física, aerodinámica, cibernética, aun en el progreso de la miniaturización, habían sido denunciados prontamente a las Naciones Unidas como preparativos de guerra. Pero el estudio de la órbita de los meteoros aparecía completamente inofensivo, aun para los rusos.

Cuando amaneció, Soames se acercó al hangar donde se hallaban los helicópteros. Un avión de aprovisionamiento se encontraba fuera, pero el helicóptero seguía en su base. Lo probó. Estaba programado que llevaría a Gail a volar ese día. Se sorprendió a sí mismo siendo mucho más cuidadoso que otras veces en la revisión. Trató de convencerse que había sido más concienzudo por tratarse de una mujer, una reportera en visita, pero no era un buen mistificador.

Mientras se dirigía al edificio principal, uno de los geofísicos lo llamó. Caminaron hasta la pequeña y distante cabaña, ahora casi enterrada en la nieve, en la cual contramarcaban los sismógrafos. Esa fuerte vibración del suelo, contrariamente a lo que pudiera pensarse, estaba a cientos de yardas de cualquier sitio.

—Creo que me estoy volviendo loco — dijo el geofísico —. ¿Oyó usted alguna vez decir que un choque con la superficie terrestre se iniciara de adentro hacia fuera?

Señaló el papel de gráficos que pasaba lentamente bajo las plumas de los sismógrafos. El grabado era extraño.

—Si se pone una mano bajo la superficie del agua en una bañera — dijo el asombrado geofísico —, y se la sacude hacia abajo, se produce un desplazamiento que se extiende con una onda detrás. Es lo exactamente opuesto a lo que sucede si se arroja un guijarro al agua, que hace una onda que se extiende con un desplazamiento continuo detrás de ella. En todas partes, todo el tiempo, a menos que usted haga como en la bañera.

—Prefiero la ducha — observó Soames —. Pero continúe.

—Esto — dijo el geofísico amargamente —, es como una onda en la bañera. ¿Ve? La tierra fue arrojada lejos y después empujada de vuelta. ¡Las ondas-choque normales se expanden y luego rebotan! ¡Una grieta en el hielo, un deslizamiento de rocas, una explosión de cualquier tipo, todas producen la misma clase de ondas! Todas tienen fases de compresión, luego fases de enrarecimiento, después fases de comprensión, etc. ¿Qué...? — su voz era plañidera —. ¿Qué diablos significa esto?

Soames, nervioso, aclaró la garganta. Se preguntó si Gail podría obtener una historia con interés humano de un geofísico que descubre que las ondas de temblores podían anteponer las consecuencias últimas a las primeras.

—Me estaba diciendo — comentó después de un momento —, que los temblores ordinarios se registran con ondas-explosiones, pero que tendría que haber una implosión para hacer un registro como éste.

—¡Seguro! — contestó el geofísico —. Pero ¿cómo podríamos tener una implosión que produzca a su vez un temblor? Voy a tener que analizar este cúmulo de hechos uno por uno para averiguar qué es lo que sucede. ¡Pero nada puede suceder, ya que se registró lo que se observó! Pero ¿qué fue lo que se observó?

—Una implosión — contestó Soames —, y si usted tiene dificultades imaginando eso, a mí me pasa otro tanto.

Se volvió al edificio principal y fue a tomar el desayuno. Sonrió sardónico, cuando Gail se sentó a la mesa rodeada de fervientes admiradores pertenecientes a la dotación, quienes durante meses no habían visto más que sus caras y a la tripulación de los aviones de abastecimiento. Gail no parecía ser en absoluto un miembro del personal ni mucho menos un piloto de avión de abastecimiento. De hecho, catorce barbas se afeitaron el día que llegó, sin que por esto ninguno se pareciera ni remotamente a Gail. Se veía muy atractiva.

Soames comió malhumorado. Cuando el desayuno finalizó, tres de ellos, Soames, Gail y la capitán Moggs, se dirigieron juntos hacia el hangar donde se encontraba el helicóptero. Originalmente el hangar había sido construido en la superficie del hielo. Ahora su techo sobresalía escasamente unos dos pies del suelo, una rampa de hielo conducía a la cancha de despegue, horriblemente fría, barrida por el viento. El avión de aprovisionamiento bloqueaba el paso, pero no necesitaba ser trasladado para el despegue del helicóptero.

—Hablé con el operador del radar —dijo Soames—. Le expliqué que usted necesitaba ver unas grietas en el hielo desde el aire, que trataríamos de ubicarlas en el camino hacia los roqueryos. Se comunicará con nosotros cada quince minutos, de todas maneras.

Gail preguntó:

—¿Ha pensado qué podría ser la cosa?

—No tengo la menor idea — admitió Soames —. Todo lo que me figuro, son las cosas que no pueden ser. Los geofísicos tienen algo de qué preocuparse también. Parece que las ondas del temblor venian con la secuencia posterior antepuesta. Se supone que no existen tales ondas. Pero el sismógrafo afirma que las hay. La cosa ésta las produjo.

La ayudó a entrar en la cabina. Sus manos se tocaron. Trató de ignorar el hecho, pero Gail lo miró rápidamente.

El helicóptero se arrastró hasta la larga y empinada rampa. Soames revisó el radio-contacto. Dio la señal. Los motores roncaron, zumbaron y rugieron, el aparato se elevó y voló hacia la helada planicie.

Un vuelo en helicóptero no es como ninguna travesía aérea. Se mueve más lentamente en comparación con los aviones, y el viento lateral marca una gran diferencia entre el modo cómo avanza la máquina y la forma cómo la tierra se mueve debajo. Se tiene la impresión de viajar sin control, deslizándose en el cielo sin una dirección determinada. Esta sensación es solamente una ilusión, pero de todas maneras perturbadora.

Los motores zumbaban. Los edificios de la base se fueron empequeñeciendo a su paso. Ahora se veían diminutos y muy lejanos. A la izquierda, apareció el mar. Daba la idea de estar más frío que el hielo que cubría todo lo sólido.

—Es emocionante — dijo Gail en el oído de Soames cubriendo el ruido de los motores —. ¡Me gusta la idea de que sea una nave espacial lo que vamos a encontrar!

—Preferiría cualquier otra cosa —contestó Soames —. ¡Cualquiera!

La base parecía deslizarse hacia atrás, hasta el horizonte. Soames giró el aparato a la derecha, rumbo al sur. Sobrevoló la vasta blancura, a mil pies. Abajo no había nada más que nieve. Ningún signo de que ser humano hubiese hollado jamás su superficie. Ni señales de haber sido mirada siquiera con anterioridad.

La minúscula máquina se veía infinitamente solitaria en el cielo vacío; abajo un paisaje que no conocía nada que creciera. En dos mil millas a la redonda existía sólo un lugar donde encontrar seres humanos. Se trataba del Polo Sur mismo. Más allá, únicamente vastos desiertos de nieve y murallas de hielo altas como montañas, mesetas colosales de muchos miles de pies de altura sobre los cuales soplaban furiosamente vientos increíbles. El pequeño helicóptero se encontraba completamente solo.

Soames volaba cuidadosamente. Verificó la dirección del viento por las sombras de los espirales de hielo en la llanura. Dos veces habló brevemente por el micrófono de la radio. Cada vez, confirmó su posición en el radar. La tercera vez estaba fuera de su alcance por la altitud. Descendió bruscamente hasta que el radar lo ubicó de nuevo y su posición fue confrontada.

—Desciendo ahora — informó a la base — en busca de grietas.

Dejó que el helicóptero bajara. Sólo la vasta pradera, ahora desierta y con un futuro idéntico por delante. Su posición estimativa coincidía con el sitio donde se produjo la onda del temblor. Parecía no haber nada de particular en esta parte del desierto de nieve. Nada que fuera diferente a cualquier otra parte. Era tal vez hacia la izquierda.

Sobrevoló para investigar. Rondando a mil pies de altura. El paso del viento se dibujaba en la nieve. Aún estaban lejos de la cosa probable. Había huellas, agujeros, que las ráfagas esculpían en la superficie nevada. Una línea en forma de espiral tendía hacia el centro. No existía ni la más leve semejanza con el cráter de una explosión que pudiera haber provocado un temblor.

Soames escudriñaba el suelo. Gail, sumida en sus pensamientos. La capitán Moggs anunció con firmeza:

—Es algo sumamente extraño.

Soames no hizo ningún comentario. Estaba preparando la máquina fotográfica. Gail miró hacia abajo.

—He visto algo parecido — dijo ella, confundida —. No era una fotografía y ciertamente tampoco un campo de nieve. Creo más bien que se parece a un diagrama.

—Imagínese un diagrama de una tormenta de viento — repuso Soames —. La forma de un ciclón debe parecerlo visto desde arriba. ¡Los muchachos meteorólogos se desesperarán y llorarán cuando vean esta foto!

Tomó una fotografía. Después, otras. Las sombras de la escritura hecha por el viento saldrían claramente en la película.

—A menos — murmuró Soames —, a menos que alguien haya tomado una vista de un vendaval tocando un campo de nieve y remontándose; ésta será una fotografía de primera. No es la huella de una explosión, como usted se dará cuenta. El viento y la nieve no fueron arrojados lejos desde el centro. Fueron lanzados hacia el centro. Momentáneamente. Es una explosión de dentro hacia fuera. Un patrón de implosión.

—Pero ¿puede existir tal cosa?

—Si lo supiéramos — repuso Soames —, es muy probable que saliéramos huyendo. Tal vez deberíamos hacerlo.

Estaba agudamente consciente de la proximidad de Gail. Se sentía descontento consigo mismo de estar tan atraído hacia ella en circunstancias que tenían un problema científico de tal magnitud entre manos.

El helicóptero aleteó hacia delante. La capa de hielo continuó sin quebraduras. En ese momento, Soames dijo con voz cansada:

—Lo que andamos buscando debería estar a la vista. Pero no lo está. Hay una brisa fuerte abajo que mantiene la nieve arremolinada en nubes. Cualquier cosa sólida en la sabana helada se encuentra escondida por una tormenta de polvo, sólo que es nieve.

El helicóptero revoloteó. Por espacio de dos millas, la nubosidad oscurecía la planicie helada sin ningún rasgo esencial. Un sostenido remolino de microscópicos cristales de nieve formaba una neblina muy densa.

—De aquí en adelante — dijo Soames —, permaneceré despierto toda la noche tratando de desentrañar este misterio, y estoy seguro que nunca lo conseguiré.

—¡Allá! — gritó Gail.

Indicaba un punto. Los copos de nieve escondían todo. De pronto, un hueco en la blancura, una sombra. La sombra se estiró y un objeto demasiado oscuro para ser nieve apareció. Se desvaneció de nuevo.

—Hay un refugio — indicó Gail —, y hay algo oscuro dentro.

Soames acercó el micrófono a sus labios.

—Llamando a la base — dijo brevemente —. Llamando a la base. ¡Hola! Estoy bastante más allá de lo que alcanza el radar. Creo estar a más o menos uno-siete-cero grados de la base. Pongan un captador fijo sobre mí. Pronto. Tal vez tenga que aterrizar.

Escuchó, presionando un botón para activar la transmisión del captador que enviaría una señal desde la base, de manera que la distancia y la dirección pudieran ser computadas desde allá. Era prudente tener esa clase de control desde la base. Alistó la máquina fotográfica otra vez.

Gail se inclinó hacia delante y tomó los binoculares. Miró a través de ellos. La peculiar sombra o hueco, abriéndose entre la nieve, reapareció. Algo se entreveía, parecido a un proyectil, sólo que era de un metal brillante y mucho más grande. Permanecía inmóvil sobre el hielo. Una parte — una gran parte — estaba destrozada.

—¿Una nave espacial? — preguntó Gail —. ¿Cree que puede serlo?

—¡Dios no lo permita! — exclamó Soames.

Hubo movimiento. Una, dos, tres figuras miraban hacia arriba al lado de la estructura de metal. Una cuarta apareció. Soames, sombrío, tomaba fotografías. Gail tartamudeó.

—No son hombres — dijo temblando —. ¡Brad, son niños! ¡Con vestimentas tan extrañas, los brazos y piernas desnudos! ¡Y están sobre la nieve! ¡Se helarán! ¡Tenemos que socorrerlos!

—Llamando a la base — habló Soames en el micrófono —. Estoy aterrizando. Si no doy señales dentro de veinte minutos, vengan tomando precauciones..., repito, con precauciones..., a investigar lo que ha sucedido. Repito. Si no comunico en veinte minutos, vengan tomando precauciones para ver lo que pasa.

Hizo descender el helicóptero planeando hacia abajo. Sacó la pistola automática perteneciente al equipo corriente de la máquina y la deslizó en su bolsillo.

El helicóptero lanzó un fuerte bufido y descendió temblando hacia el objetivo — hacia los niños — sobre el hielo.