Capítulo Cuarto

El cielo estaba poblado de satélites persiguiendo órbitas que a menudo recordaban las huellas de los esquís acuáticos. Se elevaban muy lejos de la Tierra y después se hundían peligrosamente cerca de la atmósfera. Algunos de ellos todavía transmitían informaciones al planeta que circundaban. Dos poseían débiles voces que sonaban como gruñidos, gemidos, aullidos, chillidos y resuellos en una sucesión hecha al azar. Ésta era una de las dos clases de lenguaje que usa el sistema telemétrico. Un tercer satélite, aún en funciones, emitía sonoridades como un fonógrafo vacío, tocado después de que alguien hubiese caminado sobre él con botas provistas de clavos. Pero casi la mayoría de los pequeños cuerpos que giraban alrededor de la Tierra eran meramente objetos sin vida, que probaban el alto desarrollo de los proyectiles dirigidos de uso militar.

A medida que la aprehensión crecía en la Bahía Gissel — que era el primer lugar donde se desarrolló el peligro actual — un satélite nuevo de catorce meses de edad, dorado y espinudo, hendió el aire denso lo suficiente como para disminuir su velocidad y quedar fuera de órbita. Se destruyó a sí mismo, formando una cinta de llamas meteóricas en algún lugar del Pacífico Sur, donde nadie ni por casualidad se encontró cerca para presenciarlo.

Existían otras pruebas del alto grado en que se hallaba la humanidad, que la venida de los niños iba a minar. Había submarinos atómicos bajo la capa de hielo polar. Líneas de radar en puestos de observación que cruzaban los continentes. Patrullas de aviones que volaban sobre los océanos usando también el radar para asegurarse de estar solos. Existía una isla artificial sobre pilares hacia el nordeste de la costa de América. Se trataba, igualmente, de una estación de radar. Estos hechos constituían triunfos en su género. Pero, por otra parte, había pruebas del más completo fracaso de los seres humanos, en el uso de su ciencia y sus cerebros, para convivir los unos con los otros sobre un planeta de área limitada donde los seres, por último, o viven juntos o mueren juntos. El momento de la decisión se aproximaba.

La cercanía de la nueva crisis se reconoció en primer lugar, por lo que pasó en la Bahía Gissel. Allí, los hombres que se encontraban fuera de los edificios escucharon un ruido desmayado. Fue creciendo en intensidad y llegó a convertirse en un áspero gruñido. Una mancha apareció en el cielo, hacia el norte. El gruñido aumentó cada vez más de volumen, y la mancha creció. De pronto se convirtió en un «jet» de transporte que descendía precipitadamente, hasta que llegó a verse de un tamaño gigantesco y tocó el hielo, rodando hasta la proximidad de los edificios de la base.

Varios hombres la esperaban. La capitán Moggs descendió y marchó en forma muy militar hacia los cuarteles generales de la base. Los hombres que estaban sobre la helada pista, conferenciaron rápidamente con la tripulación.

Se produjo una gran algazara cuando dos de los cuatro niños salieron persiguiendo a «Rex» alrededor del edificio. Los muchachos se adelantaron al perro y súbitamente se detuvieron, quedando sin moverse. Viéndolos, «Rex» trató de detenerse de golpe y no pudo. Siguió de largo, resbalándose. Sus patas rasguñaron el hielo sin conseguir su objetivo. Al fin pudo detenerse y correr a juntarse con los chicos, saltando sobre ellos jubilosamente. Se alejaron en un solo grupo.

La capitán Moggs se acercó donde los niños se encontraban, mientras caminaba hacia el edificio principal.

—Niños — gritó ella —, vayan adentro y empaquen de inmediato. Nos vamos a Estados Unidos.

Mal contestó, muy cortés:

—Cómo. — Una pausa —. Hacemos.

—¡Excelente! — dijo la capitán Moggs —. Veo que están aprendiendo a hablar. Corran adentro ahora, y díganles a los demás que partimos a América.

Pasó revista detenidamente al edificio principal. Buscó a Soames. Lo encontró haciendo apresurados paquetes con los objetos que los chicos habían sacado del barco, antes que Fran los destruyera. La capitán Moggs aprobó.

—¡Ustedes se han anticipado a mis órdenes! Pero pensé que no era prudente hablarles por la radio de onda corta de la base.

Soames le contestó, cortante:

—No sé nada respecto de sus órdenes. Están aprovisionando su avión ahora. Necesitamos tenerlo listo, con Gail y los niños, dentro de quince minutos.

La capitán Moggs lo miró.

—¡Absurdo! ¿Por qué? ¡Es necesario hacer un inventario con los objetos salvados de la nave espacial! Tenemos que... ¡Absurdo!

Soames ató una cuerda alrededor de un paquete. Lo anudó fuertemente y lo arrojó a un lado. Luego amarró otro.

—Estábamos alistando un trineo para llevarlos al bosque — gruñó —. No al bosque, sino a la espesura. Vamos a tener visitas.

—¡Imposible! — contestó la capitán Moggs —. ¡Tengo órdenes superiores en el sentido de que todo sea acallado! ¡La existencia de los niños debe ser negada! ¡Todo el mundo aquí tiene que ocultar la verdad! ¡No se puede admitir nada!

Soames hizo una mueca, divertido.

—Hace seis horas que los franceses preguntaron si podían hacernos una visita de cortesía. La eludimos. Los ingleses sugirieron una conferencia acerca del extraordinario estallido de estática sentido algunas noches atrás. Fue aplazada también. Pero hace cerca de una hora, los rusos estiraron la cuerda. Un S.O.S. de emergencia. Uno de sus aviones tenía dificultades con el motor. Le es imposible volver a su base. En cambio, se encuentra volando hacia acá para un aterrizaje de emergencia, acompañado de otro avión. ¿Se puede imaginar usted negándole hospitalidad a un avión con problemas de aterrizaje?

—¡No creo que esté en peligro! — repuso la capitán Moggs, furiosa.

—Ni yo tampoco — dijo Soames.

Colocó un paquete, envuelto ya, a un lado.

—Deben tener órdenes — prosiguió fríamente —, y no conocemos tales órdenes. Hasta que nos dimos cuenta de que usted llegaría primero, nos estábamos preparando para llevar a los niños en un trineo. Si nos mantenemos cerca de la nieve blanda, ningún avión podría aterrizar cerca de ellos. Es posible que alguien haga una reclamación protestando de que los niños estén bajo nuestra protección, americanos decadentes, traficantes de guerra. Y puede que estén preparados para gritarlo. Nosotros no. — Continuó en un tono diferente —. Esto es lo último. Pueden llevarse todas estas cosas ahora.

Dos geofísicos, un meteorologista, un especialista en rayos cósmicos, y el cocinero de la base con su ayudante, cargaron con los paquetes que Soames había preparado. Los trasladaron afuera para ser instalados en el transporte.

Gail apareció vestida para viajar. Fran y Zani la acompañaban vestidas en forma similar. Portaban ropas para los otros.

—Mire por la ventana — contó —. ¡Realmente están vaciando combustible dentro de ese avión!

—¡Esto es espantoso! — gimió la capitán Moggs —. ¡Debo comunicarme con Washington de inmediato!

Corrió hasta la oficina de comunicaciones para pedir una conferencia radial con Washington. Pero la radio estaba ocupada. A los franceses, que fueran disuadidos cuando sugirieron una visita, ahora se les rogaba que vinieran con urgencia. A los ingleses, que habían solicitado una reunión y fue aplazada, se les invitaba a tomar el té. Mientras la capitán Moggs vociferaba, la radio continuó organizando una conferencia en gran escala sobre problemas generales de investigación. Aun los belgas y los daneses fueron invitados para completar la reunión. Sería un hermoso ejemplo de cooperación sincera entre los grupos científicos de las distintas nacionalidades. Sentaría un edificante ejemplo para el resto del mundo. Pero los miembros del personal, hechos ya los arreglos para formar este bloque de visitantes indeseados y todas sus posibles molestias, mostraban la expresión antipática de la gente que se está preparando para ser muy gentil y cortés con personas que van a ser muy desagradables con ella. Fue notorio que las pocas armas deportivas que existían en la base se entregaron a los que podían hacer mejor uso de ellas en caso necesario.

Los depósitos de combustible del transporte estaban llenos. Los otros dos chicos luchaban por ponerse las ropas de vuelo. Hod tomó el trípode con el pequeño objeto giratorio. Instantáneamente, el área alrededor del edificio principal de la base se puso de un frío insoportable. Los niños treparon en el transporte siguiendo a Gail.

Soames, jurando, subió después de la todavía trastornada capitán Moggs. A él no le gustaba la idea de partir mientras dejaba atrás cualquier probable dificultad. Sin embargo, su partida con los muchachos alejaba por completo toda posibilidad de que alguna se presentara.

El transporte se lanzó desde la pista hacia el aire, rugiendo. Dos líneas gemelas aparecieron en el cielo sobre el horizonte. El transporte se dirigió rumbo al norte.

Soames se regañó a sí mismo. Gail preguntó, ansiosa.

—¿Qué sucede, Brad?

—No es nada — contestó Soames, malhumorado —, me molesta hacer el discreto, el inteligente, la cosa correcta, como lo que estamos haciendo al huir en lugar de enfrentarnos con alguien que ha venido en busca de dificultades.

Se escabulló a la parte de atrás del compartimiento de los pilotos mientras el transporte se elevaba y roncaba hacia la frontera y el mar abierto.

Dejar la base era lo único sensato. Los rusos aterrizarían y volublemente explicarían la emergencia del aterrizaje forzoso. Después ofrecerían vodka como refresco. Luego los aviones empezarían a llegar desde las otras bases, y en vez de darles oportunidad de crear un ambiente desagradable, con la posibilidad de llegar a ser desde un desorden periférico hasta una guerra atómica, se encontrarían cortésmente invitados a una conferencia científica.

Sin duda que, mientras la conferencia durara, los rusos meterían sus narices en todos los rincones de la base americana, para asegurarse por sí mismos que no existían seres extraterrenos escondidos, ni signo alguno de nave espacial por ninguna parte. La conferencia reportaría algo bueno. El extraordinario estallido de la estática sería discutido, aunque sin llegar a una conclusión. Y los americanos podrían obtener un acuerdo con las otras bases sobre los métodos de observación, de manera que las investigaciones, en el futuro, rindieran más frutos que hasta el momento.

Eso era todo lo que sucedería. El avión voló más al norte. Justamente al nordeste, para ser exactos. El avión ruso, supuestamente averiado, aterrizó muy lejos, atrás. El transporte voló sobre lenguas de océano helado, de color azul oscuro. Llegó a avistar tierra al cruzar el término de la cadena montañosa de los Andes a treinta y cinco mil pies de altura, y continuó cruzando la parte más austral de la República Argentina. Voló durante toda la noche. Lejos, más al norte, la tierra oscura estaba menos negra a causa de las innumerables estrellas que alumbraban.

Los niños se agruparon y miraron hacia fuera. Tanto como duró la luz del día, duró su observación. De tiempo en tiempo conversaban absortos entre ellos, como si les extrañara que algo que esperaban ver no hubiese aparecido todavia. Cuando la oscuridad envolvió al avión, se durmieron, acurrucados unos contra otros, como gatitos.

Gail los miraba con aire maternal y a la vez contemplaba a Soames. Ella, Soames y la capitán Moggs, se situaron en la sección de pasajeros del transporte, a unos pocos asientos detrás de los niños.

—Me encantaría poder comprender — dijo Gail en voz baja a Soames —. ¡Los demás niños saben todo lo que le he enseñado a Zani, y no hay forma de que lo hayan averiguado por ellos mismos! Lo aprendieron sin estar presentes y Zani no tuvo oportunidad de decírselo. Y aun así, no parece telepatía. Si fueran telépatas, podrían intercambiar pensamientos sin necesidad de hablar. ¡Pero ellos charlan todo el tiempo!

—Si fueran telépatas — contestó Soames —, hubieran adivinado que yo intentaba quemar el aparato de señalización. Me habrían detenido, o al menos tratado de hacerlo.

La capitán Moggs no prestaba mucha atención. Muy preocupada, dijo:

—¡Estoy terriblemente inquieta! El alto comando y la jefatura superior insisten en que los niños deben ser escondidos y su existencia negada. ¡Ninguna información debe filtrarse!

—Es lo mismo que si trataran de censurar la noticia sobre un maremoto o un ciclón. — Soames la contradijo, cortante —. Usted misma cuenta que los periódicos ya tienen la historia. No hay ninguna seguridad de que no la publiquen.

—Pero ¿por qué? — preguntó la capitán Moggs —. ¿Por qué el público insistiría en pedir detalles sobre materias que el ejército ordena mantener en secreto?

—Porque — Gail repuso, levemente — es el público el que se ahoga en un maremoto o muere por causa de un ciclón. Si extraños desde el espacio descubren la Tierra, es el público el que pagará las consecuencias.

—Pero — insistió la capitán Moggs tercamente —, ¡es necesario que esto quede en secreto! ¡Debemos obtener todo lo que podamos de los niños, y guardarlo para nosotros solamente!

—Afortunadamente — dijo Soames —, la historia se extendió antes de que la decisión fuera tomada.

—Pero, tal vez, si no se obtienen más noticias — comentó la capitán Moggs, esperanzada — la historia se irá apagando.

Gail le dio la respuesta inmediata.

—Mis patrones han estado enviándome mensajes perentorios, pidiendo un reportaje desde el lugar del hecho. Sobrepasan de ochenta las ofertas de dinero solicitándome historias firmadas acerca del barco espacial y su tripulación.

—Me es casi imposible comprenderlo — protestó la capitán Moggs.

Soames se encogió de hombros. Era inevitable que cada uno mirara la situación desde su propio punto de vista. La capitán Moggs la veía desde un ángulo estrictamente militar. Gail, desde el de una periodista, atenuado y modificado por algo más que Soames no estaba en condiciones de sospechar. Su propia actitud estaba bastante confusa. Tenazmente consideraba haber cumplido con su deber al destruir el dispositivo de comunicación perteneciente a los niños, antes de que ellos pudieran haber hecho contacto con personas de su propia civilización. Se sentía incómodo porque creía haberles hecho un daño enorme, sólo por necesidad. Estaba plenamente consciente de los peligros que previó, porque Gail se encontraría envuelta en ellos. Era extraño, pero los posibles desastres de la humanidad los resumía en una gran aprehensión por ella. Y además poseía un enorme y fascinante anhelo de trabajar con las innumerables posibilidades de tecnología que sugería la raza de los niños.

—No me agrada nada todo esto — le comentó a Gail —. Si los habitantes del lugar de donde vienen estos niños averiguan dónde se encuentran, no veo cómo nosotros, los humanos, podremos sobrevivir al contacto con una cultura tan superior. Los indígenas de América perecieron a raíz del encuentro con una civilización no tanto más avanzada que la de ellos. Los polinesios murieron por el solo contacto con una cultura de pescadores de ballenas. Pero nosotros tendremos que enfrentarnos con algo mucho más mortífero, y mientras tanto...

Hizo una mueca.

—Mientras tanto, ¿qué?

—Es ridículo — respondió Soames —. Después de haber visto los objetos que los muchachos trajeron consigo, estoy ansioso de poder estudiar a solas el aparato de baja temperatura. Esa herramienta de mano, perteneciente a Fran, me preocupa extraordinariamente.

Gail miró a los niños y luego a Brad.

—¿Qué tiene que ver la baja temperatura?...

—Poseen un alambre que es un superconductor a la temperatura ambiente. Nosotros no tenemos superconductores a más de dieciocho grados Kelvin, que es mucho más frío que el hidrógeno líquido. Pero un superconductor actúa como un escudo magnético... No, no exactamente. Es imposible tocarlo con un imán. Las corrientes de inducción en el superconductor repelen su proximidad. Me gustaría saber lo que le sucede al campo magnético. ¿Rebota, lo deja sin efecto, o qué? ¿Podría, por ejemplo, ser aislado?

—No veo...

—Ni yo tampoco — dijo Soames —. Pero tengo el pálpito de que ese aparato pequeñísimo que Fran lleva en el bolsillo, posee un superconductor. Creo que puedo hacer algo que no sea un instrumento del todo. Serviría para distintos usos. Ese aparato me sugiere algunas posibilidades que difícilmente puedo esperar para ensayarlas.

El «jet» roncaba a través de la noche. En la cabina altimática no había necesidad de oxígeno. Los niños dormían. De vez en cuando, alguno se estiraba.

—Y yo — explicó Gail, con sonrisa desmayada —, me muero por escribir algo que nadie haya publicado. Mi sindicato desea una historia al rojo, en el lugar mismo de los hechos. Indudablemente quieren lo que ellos creen que el público desea. Me gustaría escribir una relación tal como la veo acerca de los niños, desde un punto de vista que a nadie le interesa.

Soames la miró, extrañado.

—He olvidado quién dijo que nadie ha perdido nunca dinero al subestimar el gusto del público — repuso Gail —, pero yo sé lo que se me pide que diga. Mi sindicato quiere un relato acerca de los niños, que no produzca preocupación a nadie. No encarando un problema con entereza y considerando a los niños como seres humanos, sino justamente lo contrario. Una historia que todo el mundo pueda leer sin crearse problemas de ninguna especie. Ellos son niños encantadores y alguien los educó muy bien. Sin embargo, existe toda esa gente que piensa que si los muchachos no son mal educados, son frustrados.

Ella hizo un gesto desesperanzado, mientras el avión continuaba su elevada ruta. Una luz apareció en el cielo, hacia el este. Era una luz estrictamente local. En ese momento, la luna ascendió sobre el horizonte, que estaba formado por grandes bancos de nubes. Se veía enorme y muy brillante. Se reflejaba en las ventanillas del transporte. Se reflejaba también en el rostro de Fran.

El muchacho se movió, todavía durmiendo. Después de un minuto abrió los ojos y tosió levemente. Miró a su alrededor aturdido, como desconociendo el lugar en que se encontraba. Luego se volvió hacia la ventanilla. Al ver la luna, Fran lanzó un pequeño grito. Su rostro se convulsionó. Miró a la accidentada e incompleta compañera de la Tierra, como si su apariencia tuviera para él un significado horroroso, extraordinario. Apretó fuerte sus puños.

Detrás de él, Gail murmuró:

—¡Brad! ¡El muchacho está horrorizado! ¿Querrá significar eso que él y los otros necesitan hacer señales a alguien?

La capitán Moggs dormía intranquila. Su cabeza caía hacia delante. De cuando en cuando la levantaba, pero casi inmediatamente volvía a caer.

—Lo dudo mucho — dijo Soames —. Si sus parientes y compañeros hubieran descendido en la Luna, y yo les impedí comunicarse con ellos, deberían mirarla esperanzados o anhelantes, pero no de la manera que lo hacen.

Fran llamó la atención del otro niño, Hod. Éste despertó. Fran le susurró rápidamente algunas palabras. El muchacho, todavía adormilado, irguió la cabeza y miró a su alrededor. Un murmullo ahogado salió de su garganta. Mal, asimismo, masculló algo, como si tuviera una pesadilla. Se despertó. Zani se puso de pie y preguntó qué pasaba. Al ver la Luna calló súbitamente.

Los cuatro niños observaban por una de las escotillas el disco de la Luna. Sus caras demostraban haber recibido una impresión muy fuerte, y el horror en algunos de ellos era notorio. Hablaron entre sí en voz baja, en ese incomprensible idioma que poseían.

—Se me ocurre una idea — dijo Soames, en un tono monótono y asombrado —. Veamos.

Se puso de pie. La capitán Moggs aún dormía inconfortablemente, tratando de mantener su cabeza erguida, lo que no conseguía sino por cortos instantes. Así, pues, no oyó nada, no vio nada, no supo nada.

Soames fue al compartimiento de los pilotos. Volvió trayendo unos binoculares consigo. Se los mostró a Fran, ofreciéndoselos. Éste lo miró con ojos abstraídos, sin prestarle mayor atención. Miró de nuevo hacia la Luna.

—¿No sabes para qué sirven los binoculares? — preguntó Soames —. Ven aquí y te enseñaré.

Los puso en foco. Eran unos anteojos excelentes. El anillo de montañas de la Luna en el borde iluminado por el sol, se veía claramente. Pudo observar esas manchas pequeñas de luz en el lado oscuro del menguante, que eran picachos de montañas elevándose desde la oscuridad a la luz solar. Eran Aristarco y Copérnico y Tico. Se veían los amplios mares sin futuro, esas llanuras cubiertas de lo que fue una vez lava líquida, y que brotó cuando monstruosos proyectiles del tamaño de una comarca entera, se enterraron profundamente en la masa lunar. La Luna se mostraba como demolida, sacudida, devastada.

Soames tocó a Fran en el hombro y le mostró cómo se manejaban los binoculares. Las manos de éste temblaban cuando los cogió. Los acercó a sus ojos y se puso a mirar.

Zani colocó sus manos sobre sus ojos lanzando un pequeño grito, como si quisiera borrar la imagen que Fran veía. Mal empezó a llorar quietamente. Hod respiraba con sonidos entrecortados.

Fran bajó los binoculares de sus ojos. Habló con gran amargura y dio a Soames una mirada llena de odio.

Soames retornó al lado de Gail, dejando los anteojos en manos de los niños. Se dio cuenta de que estaba sudando. Ocupó un asiento al lado de la capitán Moggs, que roncaba, durmiendo, sin darse cuenta de nada.

—¿Cuándo se levantaron estas montañas sobre la Luna? — preguntó ásperamente —. Es una pregunta interesante. Tengo una respuesta. Fueron hechas cuando existían caballos con tres pezuñas y muchos peces ganoides sobre la Tierra y, tal vez, sobre el Planeta Cinco.

Gail esperaba.

—Los niños conocieron la Luna cuando no era como está ahora — prosiguió con cierta dificultad —. Tú sabes lo que es eso! Anillos montañosos, algunas veces de cientos de millas de largo, formados por enormes trozos de roca que saltaron por el impacto de los asteroides, lunetas e islas de roca y metal que caían desde el cielo. Los mares aparecieron cuando la corteza de la Luna fue fracturada y brotó la lava. Las huellas se formaron en los lugares donde cayó gran cantidad de material, en una longitud de cientos de millas. Tú sabes de qué se trata.

—Yo... sí, lo sé — contestó Gail.

—Era una suposición — continuó Soames —. Pero ya no lo es más. Hubo un Quinto Planeta, y explotó o fue volado en pedazos. La Luna fue bombardeada por el naufragio, y lo mismo la Tierra. Pedazos como montañas cayeron desde el cielo, sobre este mundo también. Hubo tanta destrucción en la Tierra como en la Luna. Tal vez, uno que otro lugar se salvó de la destrucción, un acre o una milla cuadrada, a miles de millas de distancia. Algo sobrevivió, y ahora está todo olvidado. Hubo lluvia, viento y hielo. Las cicatrices de la Tierra se fueron borrando a través de millones de años. No sabemos siquiera dónde se encontraban estas heridas y si para entonces existían seres humanos en la Tierra o sobre el Quinto Planeta.

La capitán Moggs roncaba suavemente, su cabeza caída sobre el pecho. Gail, inconscientemente, se restregó las manos.

—Y eran civilizados — continuó Soames —. Poseían superconductores y sustancias conductoras de calor en un solo sentido. Alcanzaron el punto donde no necesitaron del fuego nunca más y construyeron naves de aleaciones de magnesio. Vieron el Quinto Planeta, o habitaban ahí, cuando empezó a desintegrarse. Conocían las consecuencias que le acarrearía a la Tierra el que todo el sistema solar estuviera repleto de residuos. El Quinto Planeta no existiría más y la Tierra sería golpeada, hundida, despoblada. ¡Quedaría como es la Luna ahora! Tal vez poseian naves que viajaban hacia otros planetas, pero en todo caso no eran suficientes para trasladar a toda una raza. Y los planetas que podían usar eran los interiores, que habían sido tan dañados como la Tierra o la Luna. ¿Qué podrían hacer? Existiría la posibilidad de que hubieran algunos, poquísimos, sobrevivientes diseminados, expuestos a caer en el primitivismo más grande, por ser tan pocos. Pero ¿dónde iría la civilización?

Gail hizo un sonido inarticulado.

—Podían — prosiguió Soames con voz pareja — intentar refugiarse en el futuro, en el tiempo, más allá de la catástrofe, hasta que la Tierra cerrara sus heridas. Enviarían a alguien a constatar si esto ya ha sucedido. Y si enviaron una nave primero, y el resto quedándose al peligro de morir, si lo enviaron, es razonable que eligieran niños para que sobrevivieran. Es aún más sensato pensar que hayan enviado dos niños y dos niñas...

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Gail.

—Tenían... tenían un transmisor — ella murmuró, como si el respirar le hiciera daño —. Tú lo destruíste. Ellos intentaron hacer señales, no para pedir ayuda como pensábamos, sino para llamar a su gente, para que se juntaran a ellos. Con toda seguridad, ahora esperan conseguir el material para poder construir otro transmisor. Los niños deben saber cómo hacerlo, si se considera que todo lo que usan es tan simple. Se les enseñó a reparar el que tenían. De hecho lo repararon. ¡Tal vez puedan fabricar uno, y tienen la esperanza de que les ayudemos! Se les ha entrenado especialmente...

El transporte continuaba su camino a través de la noche. Los niños no mirarían más hacia la Luna. Zani y Mal lloraban suavemente, todavía asustadas, por lo que vieron. Nadie podía confortarlas. La capitán Moggs seguía roncando.

—Hermoso, ¿no es cierto? — preguntó Soames —. Fueron enviados aquí para servir, en cierta manera, como cabeza de puente para el desembarco de todo su pueblo. Una civilización que está muerta o simplemente condenada, a menos que pueda emigrar. ¡No una mera conquista, con tributos a pagar, sino la dominación total de un planeta! ¡Poseer toda la Tierra o morir! — Pestañeó —. ¡Y los chicos, ahora se figuran a sus padres esperando las montañas que caerán sobre ellos desde el cielo, y yo los he condenado a seguir en esta espera! ¡Ahora los niños deben tratar afanosamente de conseguir que nosotros les demos los medios para comunicarse con sus amigos, con los seres que ellos quieren, aunque nosotros seamos destruidos en el proceso! ¿No es hermoso?

Gail contestó, desesperada: —¡Y son niños tan agradables!

—Admirables — agregó Soames con voz desmayada —. Les tengo gran admiración. También admiro a quien los crió y tan cuidadosamente los preparó para salir del tiempo sobre la Antártica, lugar donde no habría peligro de bestias ni de salvajes. Pero se equivocaron sus maestros, ya que existían ambos, bestias y salvajes.

Gail balbuceó, sintiéndose infeliz: —Si... si lo averiguan, los niños serán... —Muertos — contestó Soames —. Si, tú y yo sabemos por qué y para qué. Creo que si cualquier otra persona lo averigua, los niños serán odiados, como nadie lo ha sido anteriormente. Serán conocidos por el peligro mortal que representan. ¡Están aquí para, de alguna manera, abrir la Tierra a una corriente de migración de todo un pueblo, el cual tiene que trasladarse o ser destruido, que no puede ser derrotado pero tiene que venir aquí de inmediato o extinguirse! ¡Y es una civilización delante de la cual estamos inermes! ¡Somos salvajes al lado de ellos! ¡Tendremos que luchar, ya que no hay sitio para otra población de un mundo entero aquí! ¡No hay alimentación para más gente! ¡No podemos permitirles que vengan, y deben morir al impedirles su éxodo hacia acá! Y los niños, sin duda, están aquí abriéndoles la ruta para que lleguen en hordas.

Gail apretó sus manos de nuevo. El transporte rugía, rugía y rugía. Los niños conversaban en tonos bajos y tensos, mientras las niñas sollozaban quedamente a causa del miedo.

—No entiendo — dijo Soames, sombrío — por qué enviaron una nave primero, en vez de venir una flota a luchar y capturar una cabeza de puente para la invasión. De lo que estoy seguro es de que a los niños no debe permitírseles construir nada que no entendamos, o de lo contrario conseguirán una comunicación abierta con su gente. Si lo intentan, lo harán para servir a su propia raza, destruyendo la nuestra. ¡Tienen que exterminarnos y yo —su voz era feroz —, no voy a permitir que te suceda nada!

Las mejillas de Gail estaban pálidas, pero un poco de color subió a ellas. Aun así, sintió remordimiento cuando miró adelante, donde los niños murmuraban, desalentados.